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DE COMPRAS

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Castellón, finales de noviembre de 2020

Caía la tarde. Habían pasado más de veinte días desde el incidente en la planta química del Grao. Leo y Míriam acostumbraban a deambular por las callejuelas adyacentes al centro de la ciudad buscando provisiones que llevar al punto de encuentro. Rick había empezado a recuperar parte de la visión, aunque la ceguera que le había provocado la exposición a aquel resplandor era prácticamente irreversible, lo que haría imposible que volviese a ver de forma total.

Aquella otrora bulliciosa ciudad mediterránea se asemejaba a un campo yermo. El silencio se abría paso a través de las aceras de las principales avenidas, en las que únicamente podía advertirse la presencia de algún perro rebuscando entre las basuras o de algún grupo de supervivientes caminando sin destino fijo.

Las escaleras de acceso a los dormitorios del refugio estaban tenuemente iluminadas por velas. Quizá la noche era la peor hora del día; sin electricidad y sin tecnología las noches se hacían eternas y frías. Sin embargo, en el lugar se respiraba un ambiente ciertamente familiar. En medio del patio central del edificio, alrededor de una hoguera, se reunía muchas noches el grupo de siempre, donde cada uno contaba episodios de su vida. Aquel momento les servía a todos como terapia. Entre los habituales del corrillo siempre estaban Míriam, Leo, Josep, Laia y Arturo, el policía. Allí organizaban lo que debían hacer al día siguiente y repasaban lo que era necesario buscar para llevar al refugio.

A la mañana siguiente se repitió la misma rutina diaria, varios grupos salían del refugio a buscar todo aquello que se necesitaba, desde alimentos hasta elementos para improvisar la iluminación del lugar por las noches. Miriam y Leo salieron juntos, como de costumbre. Pasada media hora, después de andar un buen trecho, llegaron a la plaza del Juez Borrull. Se toparon con un grupo de supervivientes que se calentaban arremolinados alrededor del fuego de una pequeña hoguera improvisada, quemando hojas secas de palmera arrancadas de los árboles de un jardín cercano. El aire era denso y por momentos se hacía difícilmente respirable. Leo se acercó a aquel corrillo de polillas que revoloteaban alrededor de las llamas en busca de alguna noticia del exterior. Allí se encontraban una pareja con sus dos hijos, una abuela recostada en un banco de la calle con su nieta y dos muchachas jóvenes junto a sus padres. Todos parecían aturdidos, impasibles; únicamente se limitaban a mirar fijamente el chisporroteo que desprendían las llamas como si no hubiese otra cosa más que hacer. Leo llamó su atención, pero únicamente levantó la cabeza el más pequeño de los niños del grupo.

—¿Tenéis algo de comer? Tengo hambre —preguntó el chaval, que no tendría más de nueve años.

—Lo siento, no llevo nada. Estoy igual que tú. ¿Tenéis alguna noticia de lo que está pasando fuera? —contestó Leo apesadumbrado.

El pequeño guardó silencio y volvió a dirigir su mirada hacia las llamas. No parecían personas; prácticamente un mes sin electricidad ni alimentos les habían convertido en sombras espectrales. Leo metió la mano en el bolsillo derecho de su zamarra y le dio al niño un pastelito empaquetado que se había guardado de su ración del desayuno. Continuaron el camino y se dirigieron hacia la plaza Fadrell. A la altura de la calle del Maestro Ripollés, se encontraron con un grupo de personas que se dirigía hacia la salida de la ciudad por la avenida de Casalduch. Míriam interrumpió su camino y llamó su atención dándoles una voz.

—¿Sabéis algo de fuera?

Se giró hacia ellos una joven que vestía una parca estilo militar color verde.

—Nosotros teníamos una radio que funcionaba con pilas y lo último que escuchamos, hace ya más de veinte días, era que se había interrumpido el suministro eléctrico en todo el país y que el accidente de la planta del Grao no había sido tal sino un atentado terrorista. Pero a las pocas horas se perdió la señal de todas las emisoras y, además, nos quedamos sin pilas. Vamos al Lidl de la avenida de Valencia a buscar provisiones, agua, medicamentos y, por supuesto, pilas para la radio; puede que hayan vuelto a conectar las emisoras. ¿Venís con nosotros?

Míriam y Leo asintieron y se les unieron. Por lo menos estos parecían tener las ideas más claras que el grupo de zombis que acababan de dejar atrás. Siempre sería más seguro compartir fortuna acompañados que continuar camino a solas. Aquella cuadrilla siguió a lo largo de la avenida Casalduch hasta llegar a una rotonda cercana al antiguo Molí de Arrós. Cien metros a la derecha se encontraba su destino.

Al llegar al hipermercado Lidl, encontraron las puertas cerradas y fuertemente protegidas con cristales de seguridad, que hacían prácticamente imposible el acceso al centro. Aquel grupo no disponía de herramientas adecuadas para romper el acristalado que circundaba el perímetro del recinto, de forma que solo forzando los cierres de la puerta principal sería posible el acceso.

Míriam tiró del brazo de Leo y ambos se dirigieron a la parte trasera del híper. Allí se encontraba la zona de acceso para carga y descarga de mercancías. Al llegar encontraron un punto débil que sin duda podrían aprovechar para acceder al centro comercial. La entrada trasera estaba provista de una puerta de chapa galvanizada bastante gruesa. Sin embargo, su punto flaco se encontraba en el cierre que la anclaba al suelo, protegido únicamente por un grueso candado. Míriam le dio a Leo un adoquín del suelo y entre los dos golpearon el cierre con fuerza hasta hacerlo saltar como si de un muelle se tratase. Ya solo les faltaba levantar aquel pesado portón metálico. Una vez dentro, se harían con la mayor cantidad posible de provisiones para poder llevar al punto de encuentro, donde esperaban los supervivientes que convivían con ellos.

—Leo, coge un carro y sígueme. No creo que el resto tarde en comprobar que existe un acceso por la puerta de carga y descarga de mercancías. Sobre todo, coge latas de conservas, todas las que puedas; legumbres, verduras, carne, sobres de sopa instantánea, paquetes de harina, azúcar, botes de leche condesada, leche en polvo y agua, muchos envases de agua, de 5 o más litros. Yo mientras llenaré el otro carro de legumbres secas, arroz, sal, botellas de vino tinto y aquellos medicamentos que pueda encontrar en la parafarmacia del supermercado; analgésicos, antitérmicos, vendas, alcohol, agua oxigenada y todo tipo de desinfectantes sanitarios. Hay mucha gente con heridas en el refugio y necesitan ser tratadas. Procura coger todo aquello que no sea perecedero a corto plazo y, sobre todo Leo parecía perdido y desconcertado.

—Mírame, Leo. agua, mucha agua. Y algo muy importante: en cinco minutos te quiero ver aquí fuera. Si el grupo con el que vinimos nos encuentra, no tendrá ningún problema en quitarnos todo lo que hayamos cogido. Venga, Leo, date aire.

—En cinco minutos, Míriam, en cinco minutos, y sobre todo agua. OK. ¡Perdona, Míriam! —gritó Leo—. ¿Qué son legumbres?

Aquellos jóvenes corrieron como alma que lleva el diablo, ciñén-dose a las instrucciones dadas por Míriam. Se hicieron con dos carros de compra vacíos y comenzaron a llenarlos con productos de primera necesidad: botes de verduras y legumbres, latas de carne y cajas de sopa de sobre. Acapararon packs de agua mineral, refrescos y leche; alimentos fundamentales para los supervivientes que se encontraban en el edificio de la avenida de Lidón. Se aprovisionaron de todo tipo de pan envasado y latas de conserva variadas.

Haber encontrado una entrada más asequible a través de la puerta trasera les había facilitado el acceso a los víveres antes que a los demás. Aquello les concedía un valioso margen de maniobra de varios minutos para poder llenar los carros sin la menor oposición. En la parafarmacia del supermercado se hicieron con algunos medicamentos básicos como analgésicos, antipiréticos, colirios, vendas, esparadrapos y jarabes contra la tos. Cuando el resto de saqueadores hubiesen podido acceder al centro por una de las cristaleras de la entrada principal, Míriam y Leo ya habrían tomado rumbo al refugio. Se concedieron una pequeña licencia y se agenciaron dos botellas de bourbon barato con el que seguro templarían los nervios y harían su estancia en el refugio algo más placentera durante las largas noches de frio y vigilia.

Tomaron rumbo hacia la avenida de Casalduch, evitando pasar por delante de la puerta principal del híper. Al llegar a esa vía, tomaron un camino alternativo y se introdujeron por callejuelas que les apartasen de las calles principales de la ciudad. No querían que el preciado botín que portaban se convirtiese en objeto de deseo de algún grupo de supervivientes con menos fortuna para encontrar provisiones, y que pudiesen arrebatarles lo que tanto esfuerzo les había costado conseguir.

El paseo era largo pero se sentían gratificados. Era el primer momento reconfortante después de muchos días de penurias; por fin iban a poder disfrutar de víveres suficientes para aguantar unos días más en espera de que llegase la ayuda de fuera. Al menos eso esperaba todos cuantos se encontraban en el refugio.

Leo había conectado a la perfección con Míriam. Entre ambos se había establecido desde el primer momento una química especial. Ya en aquel garito de copas la noche de la explosión habían cruzado miradas cómplices y provocadoras y habían entablado un flirteo inocente pero consciente.

Míriam era una joven ciertamente atractiva, vestía unos vaqueros ajustados de color oscuro que dejaban adivinar sin el menor esfuerzo sus formas y calzaba unas botas altas, también oscuras y de tacón grueso. Su cara infantil desprendía cierto aire de inocencia que contrastaba con un cuerpo pequeño y voluptuoso que provocaba en los hombres un sentimiento entre el deseo y la ternura que la convertían en un ser irresistible.

—¡Joder, tío, cómo ha molado! Esto me hubiese gustado hacerlo hace mucho tiempo. ¿Te imaginas en una situación normal, llevarte un carro lleno de cosas por la cara? Si me hubiese visto mi padre, se habría muerto del susto; de todas formas, ha sido divertido. Y tú, Leo, ¿no dices nada? ¿Te comió la lengua el gato? Seguro que en Washington sois todos unos niños pijos que no habéis roto un plato en la vida, unos muermos.

—La verdad es que no. Este asalto nunca se me hubiese pasado por la cabeza si estuviese en casa.

—¿Ni para salvar a tu familia, Leo? ¿Tan buen chico eres o simplemente te faltan narices?

—No me gusta que me hables así, me haces sentir mal. Yo nunca me he metido contigo y siempre te he respetado, Míriam.

—Perdona, Leo. Me caes muy bien y no deseo que te pase nada malo, pero necesitas espabilar. Ahora estamos solos y debes endurecerte o morirás. Si no te mata lo que está en el aire, y que está acabando con todos en silencio, te matará algún grupo de supervivientes amigo de lo ajeno y con bajos instintos. Tienes que aprender rápido a valerte por ti mismo. Yo pronto encontraré a mi familia y tendré que marcharme con ellos. Entonces, ¿qué harás cuando no esté contigo tu ángel de la guarda? Debes olvidar que un día fuiste un niño pijo en Washington, hijo de un papá importante y una mamá rica. O te pones al día, o un día no volverás al refugio, así que espabila.

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