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Capítulo XI

Fátima acudió sola y puntual al despacho de Basilio, se le notaba más tranquila, pero en el fondo de sus ojos estaba presente un rescoldo de inquietud. Basilio la encontró encantadora, seguía hechizado por su presencia cosa que, a Beatriz, no le pasó desapercibida.

Tras comentar los pasajes que Fátima entendió más interesantes del mensaje de Borja —que dijo haber borrado involuntariamente—, pasaron a la conversación que Basilio tuvo con él y que rememoró a Fátima. Insistió Basilio en la buena impresión que le causó la conversación con Borja, percepción que a ella le pareció errada.

—No comparto tu opinión Basilio, tú no conoces a Borja. Me resulta increíble que Borja haya cedido tan pronto, tan gratuitamente, que sin fijar condición me devuelva al niño. Hay gato encerrado.

—Me dio la sensación de ser sincero, se mostraba molesto… y estresado, incluso me pareció aliviado por traer al niño.

—Borja es muy suyo, es una persona que considera que todo lo que se aparta de su forma de pensar es erróneo, él piensa que a los niños hay que educarlos como si estuvieran en un cuartel, cuando quería se los llevaba a esas excursiones a que aprendieran a sobrevivir. Está convencido que una guerra o una catástrofe natural va a destruir gran parte de la humanidad y los supervivientes, entre los que se cuenta, habrán de luchar entre ellos por su permanencia.

—Fátima, esa es una creencia que los medios de comunicación, las superproducciones americanas, algunos literatos y un marketing incentivado por determinadas industrias están poniendo de moda, pero, según pienso, no pasa de ahí…

—Eso díselo a Borja, siempre fue partidario de seguir las enseñanzas de supervivencia más avanzadas que se difunden. Desde que lo conozco nunca ha dejado de creer en el catastrofismo.

—No es más que pose, afición, una forma de pasar el tiempo.

—No, Borja hace de esa creencia su meta, su religión. No le importa el dinero que le cueste, gastó una verdadera fortuna haciendo un bunker en una casa que tiene en Navarra, en Bétera empezó a hacer el primero, que dejó inacabado cuando le recordé que aquella era mi casa y que no estaba dispuesta a dejar que hiciera allí todo lo que pretendía, no por la construcción en sí, sino por todo lo que conllevaba consigo, entre otras cosas que los niños manejaran armas.

—¿Armas auténticas?

—Sí, tiene una colección en Eugi.

—¿Cuenta con licencia de armas?

—Que yo sepa, no, pero a él eso no le importa, para esas cosas es muy peculiar, piensa que el mundo debería medirse a partir de un patrón universal, que no es otro que su forma de pensar. Al principio me pareció una pose y, como tal, hasta resultaba simpática hasta que me di cuenta de que se había convertido en su suprema norma, la que rige su vida y la que quiere que rija la de los que le rodean. Piensa que debe tener armas y las tiene.

—¿Alguna vez te ha amenazado con ellas?

—No, nunca, y además cree que solo conozco una de ellas.

—Y, sin armas, ¿te ha amenazado?

—Bueno… amenazarme como tal… no se puede decir que me haya amenazado… simplemente habla de lo que puede ocurrir si no seguimos sus normas, nunca ha dicho que nos vaya a hacer nada. Nos advierte de lo que nos pasará cuando la gran catástrofe asole la tierra, por no querer seguir sus orde… sus consejos. Sobre todo, acostumbra a decir que los niños no llegarían a ninguna parte con la educación que reciben… —Un llanto, manso y abundante, la hace callar. Trata de ocultarlo tras las manos abiertas que cubren su rostro.

Basilio le acerca una caja de pañuelos de papel y le deja tiempo para que se sosiegue. El llanto de Fátima ha conseguido emocionarle, se le ha erizado el vello y nota un nudo en la garganta que sube y baja sin motivo aparente. A pesar de la cantidad de llantos que ha contemplado en ese despacho, se levanta, se aproxima a ella y apoya las manos en sus hombros tratando de infundirle ánimo mientras trata de consolarla. Ella se volvió en la silla y apoyó su rostro en el pecho de Basilio, que mesó su cabello mientras trataba de imbuirle valor, se notaba emocionado también él, pero, sobre todo, deseaba besarla; y a punto estaba cuando, bruscamente, ella volvió a su posición disculpándose.

—Perdona Basilio, pero hace tan poco de lo de Fernando… Borja me echa a mí la culpa de lo que le pasó. Por eso me extraña que él, que tanto ha especulado con la educación de sus hijos, ceda de buenas a primeras, él que siempre estaba en posesión de la verdad. Me resulta extraño. Ojalá tengas razón.

Basilio se reafirmó en su impresión, la forma en que había accedido Borja a traer al muchacho, según creía él, no escondía engaño alguno. Lo que admitía era que la forma en que Borja acogió la petición de divorcio denotaba condescendencia, como una tontería que se le hubiera ocurrido a su mujer, que estaba dispuesto a tolerar.

Decidieron concederle un voto de confianza hasta el próximo lunes, cuando concluía el plazo que se había fijado para traer al niño.

Se centraron en los distintos apartados que habrían de integrarse en el posible convenio que regiría el divorcio, los concretaron con suma rapidez a excepción de la pensión de alimentos que Borja habría de pagar para su hijo Guillermo, la cifra que pidió Fátima escandalizó a Basilio, pero los argumentos que expuso Fátima sobre las necesidades que se le habían creado al menor y los ingresos que aseguraba obtenía Borja, lograron que el letrado accediera, aun estaba convencido de que sería motivo de controversia.

En cuanto al régimen de visitas, era el clásico de un fin de semana cada dos y la mitad de las vacaciones que tuviera el menor. Los inconvenientes surgieron en cuanto a la seguridad de si Borja devolvería a Guillermo tras haber pasado el fin de semana con él, o las vacaciones. Fátima quería que se le impusieran todo tipo de cautelas a los periodos en que Borja disfrutase de su compañía, quería que se le impidiera salir de Valencia con el menor y si eso no era posible que, al menos, no pudiera llevarlo al extranjero, que se le impidiera llevar al menor a los cursos de supervivencia. Basilio la pudo convencer de que debían partir de la idea de que Borja cumpliría lo pactado, especialmente porque una vez se le adjudicara a ella la guarda y custodia, Borja, de realizar cualquiera de las conductas que la atemorizaban, incurriría en el delito de sustracción de menores, el cual le podía acarrear hasta cuatro años de prisión.

Dejaron el divorcio y entraron en el capítulo que posiblemente resultaría más complicado: ambos consortes habían realizado diversas operaciones mercantiles con capital de ambos por medio de sociedades en las que eran socios, solos o junto a otros asociados. Fátima aportó la documentación de que disponía sobre esos negocios. La relación de sociedades y sus cifras eran las conocidas por Basilio.

El resumen de Fátima sobre sus aspiraciones en relación a ellos era muy sencillo: solo pretendía un bien, la exclusiva propiedad de una sociedad radicada en la República Dominicana. Quería que esa mercantil pasara a ser de su entera propiedad. Los bienes que tenía vinculados la sociedad consistían, entre otros, en una gigantesca pastilla de terreno costero sito en el municipio de Sosúa, en la provincia de Puerto Plata, al este del aeropuerto de Gregorio Luperón.

La adquisición la habían podido realizar en inmejorables condiciones gracias a la impaciencia de unos herederos aragoneses. Fueron sorprendidos por una herencia que ni conocían ni esperaban, provenía de un familiar del que habían oído hablar a sus padres en términos muy poco edificantes. Previendo que la herencia podía causarles disgustos, plenamente ignorantes sobre las cualidades de su herencia, tuvieron mucha prisa en venderla.

El representante de una sociedad de la que eran titulares Fátima y Borja supo antes que los herederos de la existencia de esa herencia. La sociedad de Fátima poseía un pequeño terreno que lindaba con el que acababan de heredar los maños. Su representante se lo hizo saber a Borja antes de que los tramites testamentarios desembarcasen en la península y Borja le ordenó que tratara de saber a quién se le encargaría tasar dicho predio. La respuesta no se hizo esperar. En aquel paraje tan solo había, por aquel entonces, una persona que se encargara de esos menesteres. Posiblemente se la encargaran a alguien de la capital, pero de no ser muy incentivados económicamente no aparecerían por allí, se lo subcontratarían al único tasador de la zona.

Borja apostó por esa posibilidad y acertó. Dio orden a su representante de que estableciera contacto con el tasador y que le adelantara que iba a ser contratado para tasar un terreno gracias a él y que tenía interés, mucho interés, en que la tasación fuera muy baja, entregándole a continuación un borrador del dictamen de la tasación y un buen puñado de dólares americanos.

Borja se quedó esperando y su paciencia le dio el triunfo, los nuevos dueños de la finca habían pedido que se tasara aquella tierra y la petición había ido directamente a las manos de quien fue objeto de su apuesta que, agradecido no solo por los dólares recibidos, sino por los que recibiría de los nuevos propietarios y los que le caerían de Borja una vez cumpliera, completó el borrador que le habían entregado y lo mandó para España, junto a su minuta, cobrada por adelantado y una nota en la que se ofrecía para encontrarles un honesto corredor de terrenos que pudiera vendérselos, si así lo deseaban.

Los terrenos, según el informe del tasador dominicano, no consistían más que en un trozo de selva limitada al norte por el mar y más selva en los otros tres puntos cardinales, sin ningún futuro, dada su lejanía a los pueblos más próximos. Lo que no llegaron a saber los herederos era que sus terrenos estaban empezando a ser rodeados por los cimientos de importantes urbanizaciones, que se iniciaban al socaire del empuje de un previsible turismo. El tasador no tuvo inconveniente en olvidar el dato y variar su opinión sobre su rentabilidad, ante la amabilidad que Borja tuvo y las que en el futuro tendría.

Los herederos, informados de los precios de mercado, después de pensarlo y con el sentido realista que poseen los hombres que están en contacto con la tierra, decidieron, que a fin de cuentas era una herencia que no esperaban y, aunque en algún momento llegaron a soñar que se tratara de una enjundiosa herencia, se dispusieron a vender su trozo de selva y no tardaron en volver a llamar al tasador para que les facilitara el contacto con el corredor para que se encargara de vender la propiedad.

El tasador dio el nombre de su cuñado, persona que no hacía más que apuntalar la barra de la cantina, vivía con él y su mujer, facilitó como número de teléfono el del celular de su mujer, poniéndola a ella sobre aviso, para que se hiciera pasar por la secretaria del corredor de terrenos, con lo que, al poco tiempo se había cerrado la operación de compraventa entre la sociedad de Borja y Fátima y los herederos, con la ventaja para estos últimos de que no hacía falta que se desplazaran a la isla, puesto que el representante de la sociedad adquiriente se desplazaría hasta Zaragoza.

El precio que ofreció la sociedad compradora fue aceptado con alegría por los baturros. Cobraron el tasador, su mujer y su cuñado comisión de compradores y vendedores, especialmente jugosa la de los primeros. Y como más tarde diría Borja, todos salieron beneficiados, ellos por el precio al que habían conseguido aquel paraíso, el tasador, porque entre unas cosas y otras con el asunto de ese terreno se había sacado más dinero del que ganaba en tres años de trabajo, y los herederos, porque al fin y al cabo se habían encontrado con unos dólares procedentes de un pariente, del que hacía unos meses no conocían ni su existencia.

El terreno, después de la compra lo habían mantenido tal y como estaba, porque las ofertas que recibieron eran siempre de empresas intermediarias con ideas de revenderlo y ellos querían sacar provecho no solo por la compraventa, sino de su explotación final, por lo que decidieron esperar a disponer de suficiente capital para llevar a cabo la faraónica empresa que representaba realizar la macro villa de vacaciones que había diseñado Fátima. Esto fue al principio, más tarde Borja lo pensó mejor y quiso capitalizar rápidamente sus beneficios vendiéndolo al primero que les ofreciera una cantidad apropiada, cosa que no tardó en ocurrir, pero se encontró con la negativa de Fátima, que ostentaba el cincuenta por ciento de la sociedad y que quería urbanizar personalmente aquella jungla, sola o con Borja al cincuenta por ciento. Borja no pudo sacarla de este empeño, con lo cual, fue pasando el tiempo y alrededor de la parcela florecieron cantidad de urbanizaciones que hicieron subir el precio.

Fátima quería esa sociedad como pago de su parte en la liquidación de los bienes comunes. Los cálculos de Basilio eran que le correspondía algo menos. Fátima dijo que lo sabía, pero que Borja se conformaría con eso, no obstante, le dijo a Basilio que si Borja se negaba ella disponía de un as y que si hacía falta lo mostraría. Basilio quiso que le informara por si en el futuro debía disponer de ello, a lo que Fátima se negó diciendo que, si la negociación llegaba a ese extremo, se encargaría ella y haría uso de la baza que guardaba.

Salió Fátima del despacho dejando a Basilio completamente intrigado, aparte de lo boquiabierto que solía dejarle su sola presencia. Esa mujer, por lo que parecía, era un lince en cuestiones económicas.

«Esta mujer me está rompiendo todos los esquemas. Ante una situación como la que me acaba de plantar, negándome una información que considero esencial, en otros tiempos hubiera renunciado inmediatamente al caso y la hubiera puesto de patitas en la calle sin más explicaciones —reflexionó Basilio—. Debo estar envejeciendo cuando empiezo a tolerar estos desplantes y, además, no solo no me enfada, sino que me hace gracia».

Fue al despacho de Pablo, quería comentarle el caso, pues era quien estaba más al corriente de los bienes de Fátima y el marido. Pablo estaba con una visita, así que fue al despacho de Beatriz a preguntarle dónde estaban los datos del patrimonio de Fátima.

Beatriz sonrió ante la pregunta de Basilio e inmediatamente se dio cuenta de que era lo que movía su hilaridad. Le hizo sonrojarse. Lo usual en el despacho era que siempre que se hablaba de los clientes, al menos con Beatriz, se les mencionara por los apellidos precedidos de señor o señora, o en caso de que lo hicieran por el nombre de pila, que tan solo lo hacían con cuatro clientes, se precediera con un don o doña. A Basilio le salió espontáneamente Fátima sin anteponerle tratamiento, iba a justificar el desliz, pero lo atajó Beatriz.

—Pablo dejó la documentación de la señora Bailén en la sala de reuniones pequeña, con instrucciones de que no se me ocurriera tocar nada, por lo que ni tan siquiera he entrado.

—Gracias Beatriz, eres un sol.

—Y tú estás muy alegre hoy «don» Basilio, ¿alguna buena noticia?

Basilio se retiró sin responder, porque no supo cómo hacerlo, no sabía si Beatriz le estaba tomando el pelo o si era cierto que estaba más contento; pensándolo bien, era cierto que se encontraba eufórico, como cuando llegaba una sentencia favorable, y hoy no le habían entregado sentencia alguna ni le había entrado ningún nuevo caso que pudiera producirle tal estado. Por mucho que repasó los hechos del día no encontró causa para su euforia.

Cuando entró en la sala de reuniones renunció a seguir indagando sobre el porqué de su optimismo. Ante la gran cantidad de documentación que se encontraba extendida en la mesa decidió dedicarse a estudiar a fondo el patrimonio de Fátima. Verdaderamente, si no recapacitaba al nombrarla, le salía directamente el nombre.

«Esa mujer es encantadora y consigue contagiar optimismo, bienestar… sin esfuerzo alguno».

Un asunto más

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