Читать книгу Un asunto más - Alberto Giménez Prieto - Страница 8
ОглавлениеCapítulo VIII
Fátima Bailen, S.L. había sido creada para cubrir la perentoria necesidad que Borja tenía de un sistema de blanqueo sobre los beneficios provenientes de sus actividades ilegales.
Había aprovechado el inquieto espíritu de Fátima que, cuando la maternidad le permitió algún tiempo libre, empezó a pensar en buscar alguna actividad en que liberar su prurito, como hizo antes de casarse, solo que en ese momento no estaba dispuesta a prestar sus servicios a un tercero como hizo de soltera, cuando dirigía para toda España la delegación de una conocida multinacional de la moda que se expandía por medio de franquicias. Quería ser su propia patrona y quería moverse dentro del mismo mundillo en que trabajó. Borja le propuso que montara una tienda por todo lo alto. Que decidiera lo que se iba a comercializar, con qué medios quería contar, siempre dentro de los límites que él fijaba, ella elegiría el lugar en que quería abrirla, el personal con el que quería contar y Borja concretaría el capital, sin importarle si la tienda arrojaba beneficios o pérdidas, él financiaría la actividad.
Fátima le presentó la contrapropuesta: Ella financiaría su actividad, tendría el control total de la misma y como una actividad más de su firma, blanquearía el dinero a cambio de una comisión. Borja desconfió de que alcanzara buen fin esa empresa, aunque a él, fracasara o no, le traía sin cuidado mientras pudiera blanquear su capital y con un precio tan bajo como el que Fátima pedía. Con ese porcentaje podía él ofertarlo a sus compañeros obteniendo algún beneficio.
Lo único que preocupaba a Borja era cuaánto tiempo podría actuar esa sociedad sin quebrar o sin levantar sospechas, no contemplando, en ningún momento, que la actividad ordinaria de la empresa produjera beneficios. Con el sustento de las comisiones por el blanqueo no podrían sobrevivir si se montaban las tiendas donde Fátima decidió.
El transcurso del tiempo y la evolución de Fátima Bailen, S.L. desbarataron los presagios de Borja. Las tiendas, al principio solo tres, tuvieron una gran acogida. Se percibía que Fátima conocía ese mundillo y fue abriendo nuevas sucursales salpicando la península, sin ayuda del blanqueo.
La dictadura de la moda parecía andar de la mano de Fátima que, en ninguno de sus lanzamientos, por arriesgados que parecieran, sufrió el revés de la abulia del mercado. Parecía tener acceso a alguna información privilegiada que hacía que todos sus lanzamientos resultaran exitosos a pesar de que en muchas ocasiones se enfrentaban a los comentarios de los autodenominados gurús de la moda. Algún conocido le aconsejó ampliar el segmento al que se dedicaba, incluyendo a mujeres más jóvenes, pero ella se negó en base a que sus clientas no se opondrían a que sus hijas compraran en la misma tienda, sería a las hijas a quienes les molestaría, con lo cual sus actuales clientas se encontrarían con una opinión discrepante dentro de su propia casa y a eso no quería enfrentarse.
Fátima siempre receló que su fortuna influyera de forma palmaria en su boda con Borja. Él, hijo de una encumbrada familia navarra que entonces bordeaba la ruina, nada más celebrarse el enlace al que habían precedido unas capitulaciones matrimoniales, estuvo vanagloriándose de sus éxitos comerciales e insistiendo en sus dotes para los negocios y las claras ventajas que obtendría Fátima si su fortuna era administrada por él.
Ella, al principio, no fue demasiado consciente de la importancia que Borja otorgaba a su patrimonio. hasta que, ante el continuo asedio al que la sometía, estuvo a punto de ponerlo incondicionalmente en sus manos. Afortunadamente en el último momento decidió consultar a Gerard, con quien mantenía una estrecha amistad desde su anterior empleo. Siguiendo su consejo frenó la decisión que había empezado a ejecutar y volvió a administrarlo personalmente, lo hizo no solo por miedo a perder su fortuna, que lo tenía, sino porque en ese momento aún amaba a su marido y supo que, si le entregaba a Borja sus bienes, perdería irremediablemente ambos. Zanjó el tema algo destempladamente, esgrimiendo que ella era quien su familia deseó que lo hiciera, aunque ganara menos que siendo administrados por Borja.
Aquellos bienes eran íntegramente de Fátima, su hermana había accedido a lo que le correspondía en vida de sus padres.
Esa decisión la tomó hacía mucho tiempo. Ahora sabía que a Borja lo perdió de todas formas aunque, al no entregarle su patrimonio, al menos había podido conservar la fortuna familiar y con ella su independencia, que en ese momento era su bien más preciado.
Poco había que la uniera a Borja, solo los papeles, Guillermo y su lucha por él, más que unirles, les había arrastrado al divorcio.
Borja se fue despegando de Fátima y de sus hijos, se había dedicado a toda clase de negocios, siempre zigzagueando en los límites legales. Borja fue procesado por delitos urbanísticos, evitándole la condena la pérdida sobrevenida de las pruebas en su contra, sin que hubiera pronunciamiento que le obligara a derruir lo construido ilícitamente. A excepción de los negocios de construcción, Fátima no supo en qué consistían sus negocios, tan solo que producían formidables beneficios, que ella blanqueaba.
Él dejó de vivir en Bétera, abandonando de hecho a Fátima y a sus hijos. En ocasiones iba por allí, avisándola con alguna antelación; alguna vez se llevaba a sus hijos a excursiones de varios días, tras ellas los niños volvían embrutecidos, descentrados, irritables, a la vez que inquietos y atemorizados. Borja los sometía a lo que denominaba cursos de supervivencia, en los que los arrastraba a cruzar los pirineos sin apenas medios, a disparar armas de fuego, a matar y despellejar animales para, ocasionalmente, comerlos crudos.
El resultado de esos cursillos solía traducirse en el estado de suma histeria que los acompañaba durante las semanas siguientes. El estado de ansiedad y la intranquilidad que les producían esas excursiones se materializó en la incontinencia nocturna del menor. La suma intranquilidad que a Fátima le produjo un desasosiego que trató de atenuar comprando un móvil, para que el mayor de sus hijos lo llevara en secreto la siguiente vez que fueran con su padre y, así, pudiera llamarla. Borja les tenía prohibido tanto llevar teléfono como llamar a su madre por medio de su teléfono.
En la siguiente ocasión en que fueron a pasar unos días en una cabaña que Borja tenía en los montes de León, Fátima guardó el teléfono junto con la ropa interior de Fernando, diciéndole al niño que lo mantuviera allí y solo lo sacara para llamarla por la noche y decirle si estaban bien. En caso contrario, iría a buscarlos.
Durante las cuatro noches que estuvieron fuera, Fátima esperó en vano la llamada de su hijo, estaba descorazonada por no saber de sus hijos, exasperada por no haberse enfrentado a Borja e inquieta sobre lo que surgiría de aquella experiencia. No quería ser ella la que llamara, porque eso descubriría que su hijo llevaba el teléfono, pero tampoco podía soportar estar sin saber cómo se encontraban, por lo que optó por una solución de urgencia y llamó al teléfono de su marido. La tópica frase de la desconexión la tranquilizó, donde estaban no había cobertura y por eso no la había podido llamar su hijo, se forzó en creerlo y eso le ayudó a soportar el paso de los cinco días.
Cuando los vio aparecer, había una expresión de miedo impresa en el rostro de los niños que superaba la de otras excursiones, por lo que Fátima trató de llevarlos inmediatamente a sus habitaciones. Fernando no quiso decir nada del teléfono… no habló de nada, respondía con monosílabos y sin mirarla, por lo que renunció a enterarse, en ese momento, de lo que había pasado. Cuando se fuera Borja les preguntaría. Cuando bajó con la ropa sucia de sus hijos, camino del cuarto de lavado, atravesó una segunda cocina, amplia pero rustica, que fue destinada en otros tiempos a comedor del servicio interno, y se encontró a Borja sentado en la antigua mesa de gruesas tablas. En el centro de la mesa estaba el teléfono que ella había comprado.
—Esto estaba en la ropa de tu hijo y dice que no sabe nada…
—Es cierto… es mío… Olvidé dónde lo dejé… ya podía buscarlo yo… lo había comprado para Olga y cuando fui a dárselo no lo encontré… ¿Dónde estaba?
—Sabes muy bien donde estaba, igual que lo sabía tu hijo, por mucho que lo neguéis. Espero que sea la última vez que desobedeces mis instrucciones cuando tus hijos están conmigo, cuando estén contigo, si quieres malcriarlos como a nenazas lo haces, pero cuando estén conmigo seguirán mis reglas.
Antes de que Fátima pudiera responder y lo que es peor en el momento en que pretendía asir el teléfono, un veloz y brillante reflejo partió el teléfono en dos. Fátima pudo comprobar, al tiempo que los esfínteres la amenazaban con relajarse, cómo una gran macheta de carnicero había partido en dos el teléfono a centímetros de su mano y había profundizado en el tablón de la mesa. Borja soltó la herramienta, que quedó hincada en la mesa y sin decir nada salió de la casa y de la vida de Fátima, que no lo había vuelto a ver hasta el entierro de Fernando casi un año después.
Desde entonces Fátima solo había vuelto a tener más contacto con él para la recepción de las periódicas cantidades de dinero que le enviaba, por medio de Luján, uno de sus empleados, para su blanqueo. Desde aquella fecha él no había retirado ni un céntimo y ella acababa de hacer desaparecer la enjundiosa suma. Sabía que el berrinche estaba garantizado, pero pretendía algo que usando el dinero podría conseguir. Lo que Fátima no se confesaba ni a sí misma era que soñaba con que a Borja se le olvidara esa cantidad y pasara a ser suya.
Sentía tal desmedido apetito por el dinero que había hecho que la tratara una afamada psicoanalista argentina, que se limitaba a hacerle comparaciones del dinero con sus propias heces para que perdiera el interés por él, interés que la terapeuta no perdió y la ayudó a aligerarse de él. La verdad era que Fátima disponía de mucho más dinero del que precisaba, pero, aun así, sentía una pronunciada atracción por el «vil metal», le encantaba mirarlo, contarlo y almacenarlo para de nuevo mirarlo, contarlo y almacenarlo.
Por el contrario, gastarlo no le producía ese placer.