Читать книгу Un asunto más - Alberto Giménez Prieto - Страница 5
ОглавлениеCapítulo V
Aquel jueves Teresa despertó a su compañera tres horas antes de lo acordado. Las actividades de la casa vigilada hacían prever la proximidad de la llegada de los inmigrantes y era preciso que las dos estuvieran despabiladas, era la oportunidad que estaban aguardando desde hacía meses. Ambas se ducharon e ingirieron algo ligero por turnos, no debían dejar su vigilancia en ningún momento, luego se instalaron ante el mirador en completa oscuridad. Leonor se retiraba del observatorio para fumar, impidiendo que la escasa luz de la brasa pudiera alertar a Pulgarcito.
La tensa espera las mantenía calladas. Hasta allí llegaba el rumor del tráfico de la carretera que discurría a espaldas del edificio. La calle que separaba a observados y observadoras estaba tranquila, solo existía el tránsito normal de una noche laborable y algún coche que buscaba aparcamiento. La calle solo tenía una entrada, siendo lo que se llama un culo de saco.
Transitaban algunos vecinos que retornaban a casa después de una prolongada y agotadora jornada laboral, algunos de ellos habían parado a tomar alguna copa en el bar del chaflán, estos últimos eran fácilmente identificables, pues volvían en grupo y el volumen de sus conversaciones era bastante más alto. Más tarde también pasaron los que, sin haber tenido que sufrir jornada laboral alguna, volvían de pasar la tarde en el mismo bar. Eran los profesionales de la barra, que volvían silenciosos y con deambular inseguro, los mismos de cada noche. Uno de ellos se quedó junto a la entrada de vehículos del caserón vigilado, fumándose algún pitillo, hasta que creyera que el olor de tabaco había enmascarado el del alcohol, hasta que vomitara, o hasta que se produjeran ambos eventos, luego subiría a su casa, donde su mujer, a la que ya no le importaba si fumaba o bebía, ni le esperaba ni quería saber de él. Estaba con él porque no tenía otro lugar al que ir.
Poco después el barrio se quedó, como todas las noches laborales, dormido, aún antes de las diez. Era especialmente tranquilo y aburrido ahora que había perdido el cosmopolitismo con la diáspora de los emigrantes, que en otros tiempos alegraban aquel arrabal con sus voces y músicas. Ahora habían seguido su migración hacia otros parajes menos dañados por la crisis, algunos habían vuelto a sus propios países, otros, los más, habían seguido profundizando en Europa. Tampoco estaban los pocos jóvenes del barrio que en algún momento lo alborotaron con su despreocupación, se habían ido y si quedaba alguno ya no estaba despreocupado.
En la calle no quedaba nadie, si se exceptuaba a una parejita que se prodigaba atenciones sexuales dentro de un viejo vehículo aparcado junto a la entrada trasera del caserón, aprovechando que las farolas de allí no funcionaban. Durante algún tiempo no hubo más actividad en la calle, a excepción de dos vehículos que pasaron, uno entró y salió, el otro se quedó aparcado en algún rincón. También se fue la parejita, ya se habrían desfogado o estaban hartos de ser importunados por Pulgarcito, que, como todas las noches, sacó un enorme cubo de basura. ¿Cómo podía generar tanta basura un solo hombre? Lo dejó pegado al coche, para, después, saciar su curiosidad sobre lo que ocurría en el coche en un fisgoneo que no disimuló.
Cuando dieron las doce y media, súbitamente llegaron en tromba varios automóviles con balizas azules encendidas, algunos pintados con los colores propios de la policía foral de Navarra. Había también automóviles de la Guardia Civil y de la Policía Nacional. Más tarde, apareció como extraviada una patrulla de la Policía Local, aquello parecía una convención policial.
Teresa y Leonor observaban asombradas el operativo, sin saber si se habían dormido y había ocurrido algo durante su sueño.
A pesar de la variedad de cuerpos de seguridad, la coordinación fue ejemplar y el despliegue y toma de posiciones resultó espectacular, lo que animó a los pocos vecinos que permanecían despiertos a asomarse a sus ventanas, ignorando el posible peligro que podía comportar una actuación con tan numerosa y variada fuerza pública. El grupo que entró al caserón por la entrada de vehículos situada frente a nuestras observadoras, parecían pertenecer a operaciones especiales a juzgar por la indumentaria y los avíos que portaban. Abrieron la entrada por medio de un pesado ariete metálico que, manejado por dos policías, no dio demasiadas oportunidades al pequeño, aunque recio, portillo que formaba parte del gran portón, al primer golpe se abrió como si no estuviera echado el cerrojo y a través del pequeño hueco entraron dos decenas de policías que desarrollaron una coreografía como las que nos tienen acostumbrados en las series americanas, que ellos también debían ver, a juzgar por la identidad de los pasos que desarrollaron. Después de completar dicha danza se debió declarar oficialmente tomada la edificación al encontrarse en el centro del patio que separaba las naves los que habían entrado por la puerta trasera con otros, que debieron entrar por la puerta principal, a los que se les fueron uniendo algunos policías de paisano y otros con uniformes plagados de insignias y condecoraciones que debían ser el estado mayor de la operación.
Leonor, con los ojos a punto de escapar de sus orbitas impulsados por la indignación que sentía ante aquella repentina y extemporánea puesta en escena de no se sabe qué, no pudo contenerse:
—¡Vaya chapuza! Vaya mierda de operativo para gloria de algún jodido político. ¡Vaya chapuza! —Leonor no cesaba de decirlo desde que se había iniciado la operación.
Teresa la trató de contener, quería evitar que abriera la ventana y les gritara lo que pensaba. Sus relaciones con las fuerzas de seguridad no eran precisamente demasiado cordiales. En demasiadas ocasiones había vertido su opinión particular sobre los grandes operativos que organizaban a requerimiento de mandos con ambiciones políticas. No interesaba que se supiera que ellas se encontraban allí, levantando acta de otro estrepitoso fracaso en la lucha contra la inmigración ilegal sin duda boicoteada por la propia mafia, que había sabido mover sus fichas para provocar un fracaso que avergonzaría a las fuerzas del orden y conseguiría inmovilizarlas durante algún tiempo. Habían conseguido otra cosa: habían mandado a la mierda el seguimiento que ellas llevaban desde hacía tanto tiempo.
Los policías que habían abierto el portillo trasero, al llegar, habían derribado el cubo de basura, dispersando su contenido por la acera. Casi todo eran recortes de vegetales.
Durante casi diez minutos la actividad fue frenética, aunque ineficiente, se notaba que los agentes hacían algo para que se les viera en movimiento, pero con el convencimiento de que lo que hacían no servía para nada. Debía haber algún pez gordo entre los trajeados. Por si acaso Teresa los fotografió a todos lo mejor que pudo, con la luz que había y a través del cristal. Poco a poco la actividad se fue relajando hasta que, una hora después de la espectacular entrada, un grupo de policías que podían ser unos cincuenta, cruzados de brazos en el patio, miraban al casero que, esposado, había sido arrastrado hasta allí desde el edificio principal y con el que ahora no sabían qué hacer, hasta que se lo llevaron al interior de una de las naves emparedado entre dos policías. Otros salieron a la calle, uno de ellos ordenó a los otros que recogieran el cubo de basura y limpiaran los desperdicios vertidos, obedecieron de mala gana e introdujeron los vegetales en el cubo y colocaron este, de nuevo junto a la puerta, pero al lado contrario del que solía dejarlo el casero. Uno de los policías hizo un arreglo de emergencia en el portillo, consiguiendo que se mantuviera cerrado. Desde donde lo observaban Leonor y Teresa parecía haber quedado bastante aparente. Como por ensalmo, sin ruido ni luces, desparecieron todos los coches, aunque dentro del caserón quedaron policías.
—Nos acaban de joder un montón de horas de vigilancia, y justo cuando estábamos a punto de conseguir la recompensa. —Ahora fue Teresa la que pensó en voz alta.
Cuando los vieron llegar habían pensado que, sin necesidad de denunciarlo ni de aportar pruebas, la fuerza pública iba a culminar su trabajo, pero ahora una cosa estaba clara, no habían encontrado pruebas que permitieran atrapar a la mafia de la inmigración. Se quedaban a esperar la improbable llegada de lo que pensaron encontrar en la casa.
Desde el caserón y con ayuda de unas potentes linternas y groseros gestos los agentes consiguieron que los vecinos se apartaran de las ventanas y apagaran las luces de las habitaciones, preferían curiosearlos a ver lo que daban en la tele.
A partir de ese momento, de nuevo la calle se amodorró, y en las tres horas siguientes no pasaron más que tres coches, uno de ellos un Bentley, ¡qué poderío tenía alguno! De los tres coches, dos de ellos, el Bentley entre ellos, entraron y salieron en un corto intervalo de tiempo, habrían ido a llevar a alguien. A las seis de la mañana, cuando de nuevo se empezó a despertar el barrio con mucho sueño, aparecieron de nuevo los coches de policía sin balizas ni sirenas, recogieron a sus compañeros, al detenido y sacaron un par de cajas de una de las naves que depositaron en el capó de uno de los coches camuflados. Dos agentes de paisano precintaron el portón trasero.
Un operativo en el que intervinieron cerca de un centenar de efectivos, una treintena de vehículos, para detener al jibarizado guarda de una finca abandonada, al que antes de la noche habrían de soltar y lo que era peor habiendo alertado a la mafia, que seguramente dispondría de muchos más lugares para el agrupamiento de su mercancía.
—Me cago en todos los muertos del que haya organizado este operativo. —Teresa había dejado de calmar a Leonor para despotricar ella sin nadie que la contuviera.
No dudó en marcar el número del subinspector Pozas, a pesar de lo intempestivo de la hora.
—Que se joda y se despierte, sus compañeros habían tirado por tierra nuestra vigilancia desde hacía meses. —Teresa estaba congestionada hasta tal extremo que a Leonor le hizo temer por su salud—. Ya no tenemos ningún lugar alternativo al que dirigirnos.
Para acabar de inflamarla, el teléfono de Pozas estaba desconectado.