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LA FÁBRICA
ОглавлениеNo voy a confesar aquí todas mis filias, pero idéntica fascinación que la observación del trabajo me produce la visión de una gran fábrica cuyos procesos productivos ignoro, una coreográfica cadena de montaje, un almacén de largos pasillos y estantes hasta el cielo, una estación de mercancías con cientos de contenedores apilados, un gran astillero con barquitos de juguete a medio construir, no digamos una refinería que levanta miles de tuberías enroscadas en un mecano fantástico, o una siderurgia, la increíble acería cuyo interior es el mismo infierno.
La fábrica en todas sus formas; los lugares del trabajo, los espacios donde generaciones de mujeres y hombres se dejaron, se dejan hoy y se seguirán dejando las mejores horas del día, los mejores días del año, los mejores años de su vida, y a veces la vida misma.
No conozco los paisajes industriales que recorre y describe Prunetti, pero no necesito buscar fotos. Me sirve el recuerdo de una mañana merodeando por el polo químico de Huelva, los viejos Altos Hornos de Sagunto o la visión nocturna de Torrelavega. Lugares legendarios, terribles, vinculados a una larga historia de esfuerzo, de dolor y muerte a menudo, de conflictos laborales, de durísimas reconversiones industriales. Y a la vez, lugares hermosos, estéticamente abrumadores.
Los escenarios de Amianto tienen siempre altísimas techumbres, depósitos monstruosos, hornos y cadenas que en un descuido abrasan o trituran trabajadores. En ellos hace muchísimo frío o muchísimo calor. Dominan los pueblos cercanos, las vidas y esperanzas de sus habitantes, como viejos castillos o legendarios dragones que, como el dragón de Busalla, envenenan el aire y cada poco tiempo devoran vidas.
Y las ruinas, por supuesto: el paisaje de ruinas que dejaron las deslocalizaciones y cierres, las viejas fábricas donde juegan los niños —el propio Alberto—, demolidas por el empuje urbanizador, o blanqueadas y casi humilladas al convertirlas en inofensivos parques temáticos. Ruinas que lo son también de un tiempo, de una época perdida, que deja una inevitable melancolía en los supervivientes: la de un mundo que se desvanece con cada fábrica cerrada, un sistema económico pero también político y social en que la hegemonía obrera era posible en el espacio productivo.