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LA MANO

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Renato trabaja con las manos, y ahí ya tenemos la primera rareza: una ¿novela? (luego lo discutiremos) donde el protagonista usa laboralmente sus manos para algo que no sea disparar una pistola de detective o teclear en un ordenador de intrépido reportero o indeciso novelista. Policías, periodistas y escritores, los colectivos de trabajadores más representados en la novela contemporánea. Por el contrario, los trabajadores manuales son sistemáticamente invisibilizados en la literatura actual, en correspondencia con la forma en que son invisibilizados mediática y socialmente para no romper el espejismo tecnófilo en que vivimos, donde el trabajo penoso parece haber desaparecido por el procedimiento infalible de barrerlo bajo la alfombra. Lo que no se ve, no existe. Todos trabajamos ya ante ordenadores, con el ratón en la mano y los pensamientos en la nube; los productos manufacturados vienen de no se sabe dónde o los fabrican robots autónomos; los edificios se levantan solos igual que las calles son barridas y las carreteras asfaltadas por fantasmales figuras que apenas vemos al pasar en el coche y que atropellaríamos de no vestir trajes reflectantes; y en el campo la fruta se recoge sola hasta que los agricultores cortan una autovía y ganan unos minutos de visibilidad (¿cómo, que todavía existen, no se extinguieron ya todos?).

La mano de Renato, ya se ha dicho, tiene callos. Hermosos callos, como las arrugas de un anciano o la rugosidad de una corteza: marcas de vida. Los callos del trabajador (bien distintos a los callos hoy más frecuentes del usuario de gimnasio, como diferentes son los sudores del trabajo y del deporte) son muchas cosas a la vez, cumplen muchas funciones simultáneas: son un dispositivo de precisión, sí, y por tanto una prueba de experiencia y un título de capacitación, resultado de años de manejar, apretar, golpear, levantar, forzar. Pero el callo es también una cicatriz, la huella que dejan el esfuerzo, la intemperie y las heridas. Son también memoria: tocar un callo es apretar una tecla que dispara recuerdos, toda la película de una vida (laboral). Un callo es además un depósito de rencor, a la vez que un tatuaje orgulloso. Y una contraseña de pertenencia a una clase, a la manera del dedo que apoyamos en el lector para abrir una puerta. Los integrantes de ciertos colectivos se reconocen fácilmente con solo mirarse las manos, lo mismo las curtidas del jornalero que las que nunca consiguen quitar la grasa mecánica inscrita en las huellas dactilares, o las manos irritadas por la lejía de quien limpia. Hoy mismo, los callos que el manillar ciclista deja en las manos de los riders, para quienes también está escrita Amianto.

Cicatrices, memoria, rencor, orgullo, conciencia de clase. Con estos materiales trabaja Alberto Prunetti.

Amianto

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