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El banquete de Adrianópolis

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Marzo de 1305, Constantinopla y Adrianópolis 1

El cielo rojo y sereno de Constantinopla, manchado por una bandada de nerviosos cuervos negros que graznaba con el vigor de los infiernos, era la bóveda con que el cosmos cubría a Roger de Flor y a María de Bulgaria en su despedida.

—¡Jamás pensé que amaría tanto a un hombre como tú!

Con cariño, María alisaba los largos y negros cabellos de su marido que la brisa primaveral del Bósforo acariciaba.

La joven princesa se había casado con el comandante de la Compañía de Almogávares2 por imposición de su tío, el emperador bizantino Andrónico II Paleólogo. Lo que había comenzado siendo una condición, entre otras acordadas, para que fuese allí a expulsar a los turcos, que entraban a sangre y fuego en las ciudades de frontera, se había transformado en una cómplice y placentera relación.

—¡Mi megas doux,3 no vayas a Adrianópolis! Escucha lo que te dice Berenguer: él no confía en Miguel, y yo tengo un mal presentimiento…

Roger acarició con ternura su vientre crecido, donde se cobijaba el vástago de más de tres meses de gestación, y besó, dulce y cariñoso, la transpirada frente de su esposa. La tensión y el temor humedecían su blanca piel.

—¡Este niño será muy importante! ¡Muy importante, María…!

—Lo sé, mi amor. ¡Será bautizado según el rito romano!

Detrás de su triste mirada, María recordaba que había nacido ortodoxa, hija de Irene, la hermana del emperador, y del destronado Juan III Asen de Bulgaria. Sin embargo, después del casamiento forzado con el católico Roger de Flor, se había convertido en secreto a la religión de su marido, como prenda por tanto amor.

—Ten cuidado, mucho cuidado, sobre todo con los alanos. Se dice que conjuran contra ti… y, ahora que te conozco, ¡no quiero perderte!

El hombre que había llegado de Sicilia para defender a los bizantinos y aterrorizar a los turcos era hijo de Ricardo de Flor, halconero del emperador romano-germánico Federico II Hohenstaufen y de una joven de Bríndisi, la ciudad de la península italiana donde había nacido y se había criado hasta los ocho años. Muerto el padre, la familia cayó en desgracia. Entonces, Roger, con la bendición de su madre, fue llevado por un barco templario, en ese tiempo fondeado en el puerto de la ciudad.

—Y mi primo Miguel… ¡tiene tanta envidia y tanto miedo de ti, esposo mío! —le advirtió con el rostro recostado en su pecho moreno y envuelta por sus musculosos brazos, acostumbrados a salir invictos de todas las batallas—. Y codicia todo lo tuyo.

—Lo sé, María. Pero ellos saben que sé defenderme.

Roger comprendía la preocupación de su esposa. Pero, hasta aquel día, llevaba permanentemente con él la intensa energía de un ente sobrehumano que había conocido el mayor poder y las más profundas desdichas. Después de la derrota cristiana en San Juan de Acre, el último bastión de las conquistas cruzadas, Roger de Flor se dirigió a Sicilia, donde había ayudado a los reyes aragoneses a librarse de la Casa de Anjou. Convertido en comandante de la Compañía de Almogávares, fue convocado a Bizancio para ayudar al emperador Andrónico a rechazar la peligrosa amenaza turca que le pisaba los talones a la Nueva Roma.4 Al frente de las milicias almogávares, durante cerca de tres años, había derrotado y aniquilado a todos los ejércitos turcos que se le habían puesto adelante. Las batallas del cabo Artaqui, de Aulax y del monte Tauro habían convertido a Roger de Flor en un mito viviente, en tanto, siempre con un número menor de tropas, había destruido a sus enemigos y sembrado el terror en el seno de los estandartes del islam. Pero nadie conocía su secreto…

—Además, no te olvides de que los salvajes mercenarios alanos tienen a los poderosos y privilegiados genoveses como aliados. —María atrajo hacia sí a su esposo y ambos se reclinaron sobre la mesa, pecho contra pecho—. ¡Y hasta el propio patriarca los protege! ¡Ay, Roger, no me imagino sin ti! —Una mirada tierna y suplicante unió a Roger de Flor y a su esposa.

—Tranquila, María, sabremos protegernos… ¡y ella va conmigo! —la consoló, señalando un rincón de la sala donde había una caja de sándalo que guardaba su secreta reliquia, compañía segura de todas las batallas, un secreto que solo le pertenecía a él.

María observó con respeto la cubierta que albergaba el objeto que su marido tanto reverenciaba. Delicadamente, Roger se separó de su esposa para buscar la caja. La abrió con cuidado y descubrió la pieza sagrada que protegía con la máxima de las precauciones y jamás abandonaba, sobre todo en los momentos más difíciles.

—¡Malditos cuervos, fuera con esos chillidos!

Ahuyentada la bandada que no paraba de graznar, ambos se inclinaron sobre el precioso objeto. Un aura mágica emergió, como si tomara el control de las conciencias cósmicas de ambos. Entonces, se vieron dominados por el espíritu de la historia, navegando sobre la cresta de un vertiginoso torrente. Al frente, en una inmensidad de agua que era un espejo viviente, transcurrían aleatorios haces de tiempo. De hecho, Roger y María no sabían si pertenecían al pasado o al futuro.

Un silencio denso como un bosque virgen los rodeó. María buscaba las palabras apropiadas para describir sus emociones.

—Roger, este objeto es… es… extraordinario… inquietantemente fascinante… —logró articular, despacio.

El comandante de la legión ibérica asintió con la cabeza, mientras alternaba la mirada entre María y la misteriosa lanza.

—Cada vez que me la muestras parece como si el mundo se organizara para imbuirnos de extraños poderes, para llevarnos a otra dimensión de la existencia —comentó la princesa búlgara con el alma embelesada—. Pero, por otro lado, ¡tengo tanto miedo! —reconoció, cubriendo su blanco rostro con las manos envueltas en sus rizos castaños—. Presiento males y desgracias, masacres y holocaustos… Ay, Roger, ¡se me oprime el corazón!

—En verdad, ella tiene mucho poder, María… ¡si se la utiliza para el bien! Si no…

Afuera, los primeros espíritus de las tinieblas aparecían apagando el día, borrando del horizonte el último tinte violáceo que se fundía más allá de las murallas de Teodosio.

—¡¿Si no…?! ¡¿Si no qué, mi amor?!

—María, ella debe regresar al lugar de donde la saqué y, de esa manera, no habrá desarmonía. Tengo esa misión: poseo todo su poder, pero también el deber de asegurar su devolución al sarcófago de su último dueño, el emperador Federico II, de quien mi querido padre fue halconero.

María, al tanto de los poderes y presagios a los que Roger se refería, así como del compromiso al que estaba obligado, suspiró, tratando de liberarse del peso que le oprimía el pecho.

—¿Tienes la certeza de que hiciste bien en traerla a estas tierras?

—Solo lo hice porque era necesario reunir todas las fuerzas de la cristiandad para contener a los turcos. ¿Acaso no ves cómo los otomanos que no terminan sus días en el campo de batalla huyen con el rabo entre las patas de nuestra legión de almogávares?

María asintió con la cabeza, apretándose aún más contra su esposo. Sabía que, de no ser por la llegada de la Compañía, el Imperio bizantino habría zozobrado ante el creciente poderío bélico de los turcos otomanos. Sin embargo, ahora que los ejércitos de los infieles se habían debilitado, diezmados por las tropas de Roger de Flor, los emperadores de Constantinopla trataban de encontrar la mejor forma de liberarse de los bravos guerreros ibéricos que habían llegado de Occidente para ayudarlos.

—Si algo malo me sucede, ya sabes: ¡debes hacer que ella regrese a su lugar sagrado! De lo contrario, nuestras almas no descansarán en paz por toda la eternidad —profetizó el comandante—. ¡Ahora, abrázame de nuevo, María!

Después de un prolongado abrazo, Roger de Flor acarició el vientre de su esposa. Los cuervos habían regresado, gorjeando una lúgubre melodía. El primado de los almogávares cerró la caja que protegía la sacra reliquia que lo acompañaría a Adrianópolis, y abrió la puerta para ahuyentar a las inoportunas aves. Sin embargo, cuando miró el horizonte, ya habían desaparecido de su vista.

—¡Malditas aves! ¡En los últimos días no se han cansado de molestarme!


El 23 de marzo de 1305 cayó una lluvia abundante en Constantinopla. De los ojos verdes de María también cayeron gotas de súplica, de admiración por su marido, aunque oprimidas por la presentida ausencia.

—Ella me protegerá, como siempre lo hizo con todos sus poseedores a lo largo del cristianismo, así como en todas las batallas en las que vencí a los turcos… ¡Es nuestro secreto, no lo olvides! Nadie más conoce su poder, pero tenemos la obligación de llevarla de vuelta a su lugar.

—¡Roger, esa ciudad trae malos augurios! Todos saben que, hace cerca de mil años, las tribus germánicas, incluidos los alanos, derrotaron a los romanos en Adrianópolis… ¡Fue el preanuncio de la caída de Roma! Y si algo te sucede, ¡¿quién sabe si no será el presagio de la caída de la Nueva Roma?!... —El rostro de María era un mar revuelto.


Seis días separaban a la capital bizantina de Adrianópolis, en Tracia. Roger sobrellevó el peso de aquella despedida a lo largo de todo el viaje. Pero su espíritu caballeresco juzgaba que había encontrado en Miguel IX Paleólogo, coemperador e hijo de Andrónico, la luz de la lealtad y de la corrección. Y sobre todo confiaba en los trescientos bravos jinetes y también en los mil infantes almogávares que lo acompañaban. El resto de la Compañía, comandada por Berenguer de Entenza con Bernardo de Rocafort, el senescal del ejército, había quedado en Constantinopla aguardando con impaciencia su regreso.

Ya en Adrianópolis, los festejos no podían haber estado mejor preparados para homenajear al comandante, a quien Andrónico acababa de conceder el título de césar del Imperio, la tercera dignidad del Estado, y que no se utilizaba hacía más de 400 años. Al mismo tiempo, le había asignado el feudo de toda Asia Menor, con excepción de las ciudades. En todo el Imperio, el brillo de Roger de Flor era casi igual al de los coemperadores. Por eso, Miguel, a pesar de que se deshacía en públicos elogios, se sentía incómodo ante el fulgor de los éxitos del esposo de su prima, incluso porque era la primera vez que tan infrecuente dignidad se le concedía a alguien extraño a la élite de la nobleza bizantina.

Después de sucesivos días de festejo, y a sabiendas de la intención de Roger de levantar campamento para regresar de inmediato a Constantinopla, Miguel le susurró la melodía de los seductores:

—¡Será el último banquete! ¡No nos harás ese deshonor!

Varios días de gula y lujuria venían animando la ciudad. Los jefes almogávares no cesaban de recibir monedas de oro, presentes que les atizaban la avidez. De fiesta en fiesta fueron descendiendo sus niveles de alerta, animados por la embriaguez de los glotones ante los exóticos y copiosos manjares, las interminables copas de vino, el deleite derramado por los cadenciosos devaneos de las bailarinas, expresamente convocadas para las ceremonias. Ni siquiera les importaba que Girgón, el jefe de los alanos, estuviera en la

ciudad, así como innumerables turcopolos comandados por el búlgaro Basila.

—¡Muy bien, Miguel! ¡Mis hombres aceptarán solo un banquete más, mañana! ¡Después, partiremos sin demora!

El día 5 de abril de 1305 se eligió para que fuera el último. Roger de Flor dio instrucciones a todos sus compañeros para regresar a Constantinopla al alba de la mañana siguiente, para reunirse con quienes se habían quedado allí y partir, sin demoras, a la sede del nuevo feudo, en Anatolia. Pero, a esa altura, cerca de cinco mil soldados imperiales habían entrado en Adrianópolis.

Miguel sedujo a la Compañía con una boda del Olimpo. Zeus presidía la corte de los cielos. Las damas más ilustres del panteón, Afrodita, Artemisa, Hera y Deméter, iluminaban el ágape celestial, un escenario perfecto que logró estimular aún más a los almogávares.

—Roger, espero que hayas disfrutado del mejor banquete de tu vida. Es la prueba de mi amistad y admiración por todas tus hazañas en nombre del Imperio bizantino —dijo en voz alta, como un viejo zorro—. Ahora, si me permites, tengo que ausentarme… negocios importantes…

A la salida del salón, una discreta orden a Girgón permitió que entraran miles de soldados alanos. Ebrios de vino y lujuria, sin armas con que defenderse, los almogávares eran el rostro mismo de la sorpresa y la desesperación ante las hojas afiladas de miles de atacantes preparados para un banquete de carne humana y chorros de sangre caliente.

Los almogávares bramaron con toda la furia del mundo, enloquecidos al darse cuenta de que habían sido acorralados como ganado para el matadero y tenían que luchar, nuevamente, en menor número, pero esta vez sin armas.

—¡Dennos nuestras espadas! ¡¡¡Banda de cobardes!!! —gritaban bullendo de cólera mientras trataban de hacer una barrera con las mesas—. ¡Hijos de puta, peleen con honor!

Incluso combatiendo con bravura, vendiendo cara cada una de sus vidas, los soldados hispánicos fueron cayendo, uno a uno, traspasados por el filo de la cruel espada de los alanos.

—¡Al jefe, maten al jefe! —la voz de Girgón sobresalía en medio de la carnicería en que se había transformado el salón del último banquete de Adrianópolis.

—Por la sangre de Jesús que la tierra bebió, dejé la reliquia en la tienda…

Diez salvajes alanos, armados hasta los dientes, se acercaron a Roger. Incontables cuerpos decapitados, cráneos trepanados, mesas y sillas dadas vuelta, carne de cordero asada mezclada con vísceras humanas, vino, con sangre almogávar… el cuadro viviente de una masacre brutal materializado por aquella decena de verdugos sedientos de muerte.

—María… —El pensamiento de Roger de Flor se fundió en la niebla que custodiaba el umbral de la eternidad.

El fatídico presagio de su esposa se encontraba, ahora, con las hojas de las lanzas y de las espadas de los rudos alanos.

El 5 de abril de 1305 fue el último: ¡para él, Roger de Flor, y para muchos de sus fieles soldados! Sus primeros tres atacantes llegaron antes que él a la barca de Caronte, transportados por la hiriente fuerza de las entrenadas manos del gran comandante; sin embargo, ya no pudo evitar que siete espadas lo traspasaran como si abatiesen a un animal salvaje.

La venganza había sido consumada. En sus últimos estertores, Roger no temió solo por su vida. Su espíritu voló hacia su tienda de color azafrán, donde guardaba la reliquia que había prometido devolver a su lugar. ¡No había cumplido esa misión, como era su deber! Ahora temía por su salvación, por la de María y por la de su linaje, que, tres meses antes, había comenzado a gestarse en su vientre. ¡Pero, sobre todo, por la humanidad!

—¡María, solo tú o nuestra descendencia podrán salvarnos ahora! —fue el vaticinio con el que cruzó el último umbral de su peregrina existencia.

1 Antigua ciudad de Tracia, actual Edirne, en la Turquía europea. En 1361, 56 años después de estos hechos, Murad I la conquistó de manos de los cristianos bizantinos, transformándola, entonces, en la capital del Imperio otomano.

2 Del árabe al-mogavar, “el que hace expediciones o corridas”. Bravos guerreros cristianos de frontera que combatieron a los musulmanes en la Reconquista peninsular y, cuando esta terminó, fuera de la península ibérica. La fama de la Compañía de Almogávares aragoneses-catalanes-valencianos se extendió hasta Oriente (Imperio bizantino), donde fueron protagonistas de una epopeya sin precedentes, que duró entre 1302 y 1388. En permanente inferioridad numérica, alcanzaron victorias asombrosas sobre los ejércitos turcos.

3 Cuarto cargo en importancia después del propio emperador dentro de la alta jerarquía político-militar en el Imperio bizantino.

4 Constantinopla, además de ser nombrada Bizancio y, más tarde, Estambul, también fue conocida como Nueva Roma. “El obispo de Constantinopla tiene la primacía de honra inmediatamente después del obispo de Roma, pues Constantinopla es la Nueva Roma”, según el Canon III del Concilio de Constantinopla, del año 381.

La profecía de Estambul

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