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El pacto de Melchor
ОглавлениеMarzo de 1554
Hacía muchos días que los sueños de Jaime Pantoja se alternaban entre momentos mágicos, hechos extraordinarios y batallas siempre victoriosas, y la rústica brea del cuarto donde dormía, aunque de día fuese blanca como la cal.
A pesar de ello, ese muchacho de mirada grisácea que iluminaba todos los sitios donde se posaba develaba todos los secretos y hacía desaparecer cualquier enojo, sabía que aquel día 21 de marzo de 1554, que estaba a punto de amanecer, le traería el momento que había anhelado durante tanto tiempo.
Esperó las últimas horas despierto, hasta que la criada tocó a la puerta, creyendo que aún estaba sumido en un profundo sueño, como aquel en el que el joven ingresaba con regularidad todas las noches después de rezar y perder sus pensamientos en Rosa, la muchacha que, en los últimos tiempos, no salía de su mente. Se vistió en un instante, se lavó la cara y se alisó los largos cabellos rubios que, irreverentes, danzaban sobre sus hombros.
Mientras Córdoba entera esperaba con ansias y con todos los preparativos las fastuosas ceremonias de Semana Santa, los estudios de Jaime y sus amigos se habían visto interrumpidos. Era el miércoles anterior a Pascua, el día señalado para subir a la sierra y escuchar al viejo eremita, de quien Simão, el portugués, tantas veces les había hablado. En absoluto secreto, Jaime Pantoja, Simão Gonçalves y Fernando del Pozo habían arreglado todo para aquella tarde.
—¡Hoy estás agitado, Jaimito! ¡¿Dormiste bien o sucede algo que debas contarme?! ¡Tu mente parece estar muy lejos de esta sala!
Jaime había aprendido a interpretar lo que don Rodrigo de Cervantes decía con las manos y con la boca para comunicar sus propósitos. Era un médico cirujano de modesta reputación, sordo como una tapia de nacimiento, y quizá por eso, un hombre triste, reservado. Sin embargo, la vida le había enseñado la capacidad de comprender, a través de ciertas señales sutiles, todo lo que sucedía a su alrededor.
Se había instalado en Córdoba el año anterior y como precisaba un ayudante despierto y colaborador, se sintió complacido cuando el tío soltero de Jaime, que estaba a cargo de él desde que sus padres habían muerto ahogados en un pozo, le pidió que lo tomara en sus horas libres. Así, el joven comenzó a tener los primeros contactos con el arte de su mentor, antes de ingresar a la Universidad de Salamanca, como estaba previsto para el año siguiente.
—¡Es verdad, don Rodrigo! Estas últimas noches no dormí muy bien. Me despierto pensando en aventuras, en mi futuro… —le comunicó con las señas que había aprendido de él.
—¿Y qué te gustaría hacer en el futuro, muchacho?
—¡Luchar, conquistar tierras lejanas, ser un gran soldado al servicio de Su Majestad, el emperador don Carlos! ¡En las Américas, en el norte de África, en cualquier sitio donde pueda demostrar mi valentía! —Jaime hacía muecas con los labios, imitando a un bravo guerrero, con lo que trataba de demostrar coraje y osadía.
—Ah, Jaimito, todos los jóvenes de tu edad sueñan con esas aventuras. Pero, antes, tienes que prepararte para la vida y escuchar los buenos consejos. ¡Aprende bien este arte de curar a la gente, pues nunca se sabe cuán útil podrá serte en el futuro!
El experto en medicina acariciaba los rubios cabellos del joven con la certeza de que lo orientaba correctamente, mientras con cara de aparente enojo señalaba los libros cuya lectura le había recomendado durante los días de visita: la Gramática, de Antonio de Nebrija, la Práctica de cirugía, de Juan de Vigo, y el Tratado de las cuatro enfermedades, de Lobera de Ávila.
Aunque no fuese un oficio muy valorado, a medio camino entre el de sangrador y el de barbero, pero en un nivel superior que el de cualquier artesano, la profesión de don Rodrigo suscitaba una fascinación especial en el joven cordobés. Siempre que podía, e incluso ante la incomprensión de sus amigos, que reclamaban su presencia en los juegos callejeros, corría a la casa del viejo cirujano después de echar un vistazo al palacio del conde de Alcaudete, con la esperanza de ver a la muchacha en quien se dormía pensando todas las noches. Esta, conociendo el recorrido cotidiano de Jaime, lo espiaba a hurtadillas desde la ventana y discretamente, de pasada, lo saludaba con una gran sonrisa. Antes de dejar de verse, ponían un dedo sobre la punta de la propia nariz: el código secreto que ambos habían inventado para decirse que se besaban. Los transeúntes miraban extrañados las muecas del joven vuelto hacia la ventana del palacio, con el índice arqueado sobre la nariz.
Jaime Pantoja disfrutaba descubrir el cuerpo humano y las enfermedades que lo podían afectar, en particular cuando asistía a Rodrigo de Cervantes en la recolección de sangrías. Con el tiempo fue aprendiendo la importancia y la medida correcta en cada caso, miraba con atención cómo el maestro reparaba fracturas, curaba las secuelas de las riñas estudiantiles, habitualmente resultado del coraje de los fanfarrones, o de los accidentes en talleres de los distintos oficios; y también trataba de comprender el latido del pulso, para entender todo lo que se podía saber sobre los males y las alteraciones de los humores de la raza humana.
—¡Vamos, sujeta bien esa ampolleta, muchacho! ¡No comprendo, hoy no estás en tu mejor día!
En ese momento, las dos hijas de don Rodrigo y su hijo tartamudo de siete años entraron en la sala donde el médico elaboraba sus infusiones medicinales, pidiendo golosinas con gestos que el padre conocía bien. Jaime desplegó una vez más su sonrisa, como quien abre de par en par una ventana interior con vistas a los sitios más deseados, que solo él conocía. Se asomó a ella y entrevió a sus dos amigos esperándolo en la plaza del Potro, cerca de San Nicolás, de donde habían arreglado partir después del almuerzo. Torció su nariz con la voluntad de alejar aquella visión, fruto de su febril imaginación, pues la mañana primaveral recién estaba promediando.
—¡¿Jaimito, no me oyes?! —Andrea, la hija menor del maestro, lo agarraba del brazo sujetando un dulce, mientras insistía en que lo aceptara.
—Hoy vino así… ¡Este muchacho tiene la cabeza en otro sitio!
Don Rodrigo sería viejo y sordo, pero tenía razón. Llegada la hora, Jaime fue el primero en terminar el almuerzo. Percibiendo la ansiedad del aprendiz, el maestro lo dejó levantarse antes de la mesa, donde comía como paga por sus servicios cada vez que iba. El anciano cirujano ya le había sonsacado el motivo de tanta inquietud, que no era más que una salida que había arreglado con sus amigos para aquella tarde. Jaime no le había contado la parte de la visita al ermitaño que vivía en Sierra Morena, porque, de haberlo hecho, el viejo lo habría desalentado o incluso habría impedido tan temeraria iniciativa.
A la hora prevista, los tres adolescentes estaban en el sitio pactado. ¡Tres no: cuatro!
—¡Rosita, no puedes ir con nosotros! —decía Jaime ante el gesto de desaprobación de sus amigos, que le habían subrayado que la misión era secreta—. Esto es solo para muchachos, y ellos no permiten…
—Vamos, Jaime, yo también quiero hacer ese pacto… ¡Solo contigo! No es necesario que sea con ellos…
—¡Rosita, por favor!
Los dos adolescentes se prodigaban un afecto recíproco y buscaban cualquier momento para estar juntos durante aquella estadía de Rosa en Córdoba. Ambos partirían a diferentes destinos durante una temporada indefinida.
—Bien sabes que voy a estar mucho tiempo lejos, en Berbería, con mi padre adoptivo… Y tú irás a estudiar a Salamanca. Deseo tanto quedar ligada a ti, Jaime… ¡por un pacto que nos una!
Jaime se encegueció ante aquellos orientales ojos verdes oblicuamente recortados en la piel tiznada, que le conferían un aire exótico, enmarcado por sus rizos negros. Sus amigos sabían que entre ellos dos había mucho más que pura amistad. Pero los miraban con gesto de reprobación. No estaban allí para jugar al amor adolescente, mucho menos para que una muchacha, sobre todo una que se hallaba bajo la tutela del poderoso conde de Alcaudete, pusiera en peligro el plan que se habían trazado para aquella tarde.
—Rosita, hablamos en estos días, antes de que parta para Orán. Hallaremos otro modo… Y haremos nuestro pacto, ¡te lo prometo! ¡Sabes que estoy enamorado de ti!
Ella le lanzó una mirada apagada, pero se mantuvo en silencio y taciturna.
—¡Vamos, Rosita! —insistió él, colocando el índice arqueado sobre la punta de la nariz y ladeando la cabeza hacia la derecha—. Comprende que ahora debo hacerlo con ellos…
La joven lo sujetó con intensidad, hizo una pequeña venia, se dio vuelta y desapareció en la primera esquina, con la prisa de los ofendidos.
Los catorce años insuflaban en el corazón de los tres jóvenes el deseo de aventuras mientras se dirigían, presurosos, a Sierra Morena, y crecía en ellos el ansia de prepararse para un futuro de innumerables hazañas.
Al principio, Jaime se quedó cabizbajo, con las palabras y la actitud de Rosa aún frescas en su memoria. Debería restañar lo antes posible aquella herida. Rosa tenía razón: se dejarían de ver durante un largo tiempo. Y él también deseaba realizar ese pacto con aquella joven que le atravesaba el alma y le quitaba el sosiego.
Simão, el portugués, vivía en Córdoba desde hacía cerca de un año. Era un joven moreno, de silueta y facciones delgadas y longilíneas, cabello azabache como los ojos, hijo de un mercader portugués que comerciaba en el mundo mediterráneo, incluso con el otomano, y también con el Nuevo Mundo, y que había partido a un prolongado viaje. Como la madre había muerto durante su parto, él quedó al cuidado de su tía, casada con un cordobés.
Pero la semana anterior había recibido un correo de su padre avisándole que debía embarcarse en el puerto de Sevilla, después de Pascua, pues acababa de llegar a Lisboa. Entonces, el pequeño portugués entusiasmó a sus amigos para visitar a Melchor, el anacoreta que vivía en una cabaña de la sierra cordobesa.
—¡Él sabe predecir el futuro y cómo hacer un verdadero pacto de sangre! —los convenció después de que todos pretendieron jurar, entre sí, una amistad eterna, no bien supieron de su anunciado regreso a Portugal—. Fui allá, en secreto, con mi tía, cuando andaba con mal ánimo después de la muerte de su hermano. Decía que quería hablar con mi tío en el Más Allá…
—¿Y cómo es ese hombre? —le preguntó Jaime Pantoja con un brillo en la mirada.
—Es un viejo de barba blanca… Dicen que está loco; por eso poca gente le presta atención. Sin embargo, ¡conoce muchos secretos! Fue él quien dijo que sabía hacer pactos de sangre para toda la vida, y más allá de ella.
—Uy, eso parece cosa de brujos… ¡Incluso podrían aprehendernos y torturarnos! —comentó con recelo Fernando del Pozo, pues se decía que a partir de los catorce años la Inquisición ya torturaba gente.
Siempre les había estado vedado asistir a los autos de fe, pero todos sabían que allí se golpeaba con el garrote y se quemaba a los herejes, a los marranos, a los renegados, a los brujos y a toda clase de gente que cuestionaba la verdadera fe de Cristo. Y Fernando del Pozo temía, más que nadie, la vergüenza de ser asociado a algo que ofendiera a la Iglesia cordobesa. Más allá de que su padre, el director del coro de la catedral, hubiese muerto años antes, él estaba al cuidado de su tío, Martín Alonso, famoso clérigo predicador y canónigo de la ciudad.
—Creo que no… ¡Todavía no cumplimos los quince! —respondió Simão para aplacar los ánimos, y todos rieron.
A paso ligero, los tres jóvenes se acercaron al pie de la sierra. A lo lejos se veían las ruinas de la ciudad palatina que, en otros tiempos, había sido la sede del poder califal musulmán en la península ibérica, la Medina Azahara. Mientras subía la pendiente, el pensamiento de Jaime voló hacia Rosa. Esa muchacha le despertaba sentimientos que la vida aún no le permitía comprender por completo, pero que le provocaban hormigueos en el cuerpo y una compresión, especialmente en el estómago. Recordó que en breve se iría durante un tiempo prolongado a Orán, en el norte de África. Una vez más, su joven corazón temió el efecto que le podría producir aquella separación.
—¡Ya casi llegamos a la cabaña del anciano! —el portugués interrumpió sus meditaciones y lo trajo de vuelta a la misión que llevaban adelante y que tanto los entusiasmaba.
El hombre septuagenario, de rostro como la corteza de un roble y el cabello tan blanco como un plumoso cisne, que moldeaba una redonda y tostada corona en la cima de la cabeza, vivía en las inmediaciones. Pero solo Simão podía, entre caminos inescrutables para cualquier viajero, orientar a la pequeña comitiva sin equivocarse. Había memorizado el recorrido las dos veces que había visitado aquella vetusta cabaña con su tía.
Melchor estaba sentado sobre sus piernas, con las manos en las rodillas, mirando el sitio por donde aparecieron los tres jóvenes. Vestía una túnica blanca gastada, ceñida a la cintura con una cuerda. A pesar de que el silencio que lo rodeaba le hubiese permitido advertir que se acercaba alguien, pareció perturbado al divisar a los tres muchachos que jadeantes subían la ladera. Su mirada entrenada, guardiana del cofre de la sabiduría que a lo largo de su vida había ido acumulando innumerables viajes, íntimas reflexiones sobre la condición humana y discretas observaciones del comportamiento de quienes habían pasado a su lado, rápidamente reconoció al portugués. Se acordaba de él, de que lo había hallado un joven despierto y curioso, y lo había llevado a visitar una caverna escondida, donde, en secreto, guardaba algunas de sus posesiones, especialmente libros exóticos.
Jaime detuvo la marcha, su atención fija en el extraño ser que los miraba a través de dos luceros negros y oblicuos que asomaban debajo de unas tupidas cejas encanecidas.
—¡Tú eres el portugués! —reaccionó extendiendo en dirección a Simão su largo y fino índice terminado en una larga uña.
Las largas nieves que caían de su cabeza y su actitud seráfica, realzada por una mirada al mismo tiempo serena y penetrante, transformaban al anciano en la personificación de la sabiduría y la bondad, unidas en un cuerpo curtido por el tiempo y por los misteriosos conocimientos adquiridos en viajes y secretas lecturas.
—¡Sí, soy yo, Melchor! Y estos son mis amigos Jaime y Fernando, con quienes quiero hacer un pacto de sangre —replicó el joven inclinando la cabeza y señalando a sus compañeros, aún atónito por la vitalidad y el magnetismo que emanaban del enigmático decano.
El hombre los miró largo y tendido, con un gesto serio y solemne. El prolongado silencio se tornó intimidante, hasta que los jóvenes se miraron. El sabio anfitrión se levantó con agilidad, estudió a los tres una última vez y, rompiendo el hielo, esbozó una gran sonrisa, adoptando un tono cordial:
—¡Entren! ¡Son mis invitados!
La casa de madera del viejo eremita, una auténtica ruina, carecía de comodidades. Al lado de la puerta del fondo, sobre una piedra rectangular, algunas cenizas y utensilios negros de humo indicaban la cocina, o algo que se le parecía. No se divisaba ningún sitio donde pudiera guardar víveres, ni ningún efecto personal, en particular vestimenta. A la entrada, había una desvencijada mesa con su respectivo banco de madera. Junto al hogar, sobre un mueble ennegrecido, se veían un candelero de estaño, un cráneo semidesdentado, un perfumador de cobre y una botella medio llena, de un material imposible de especificar de tan ennegrecido que estaba, igual que los de los otros objetos. El lejano aroma de un perfume exótico mezclado con incienso indicaba que el carbón había ardido recientemente en el perfumador.
En Córdoba se rumoreaba que Melchor había nacido árabe, en el último reino nazarí de Granada, antes de que este fuera expulsado por los Reyes Católicos, en 1492, y nadie afirmaba con total certeza que su conversión al cristianismo fuese sincera. Pero el pueblo no dudaba de su fama de santo, de asceta y de conocedor de muchos de los antiguos secretos del universo.
El viejo eremita empujó la mesa hacia el centro, les ordenó que esperaran de pie y, sin ninguna explicación, salió por la puerta de atrás. Regresó con un tronco que colocó junto a la mesa para que sirviera de asiento a los huéspedes, y se dirigió nuevamente a la puerta.
—¿Precisa ayuda? —preguntó Jaime, incómodo por no colaborar con el anciano.
—¡No, hijo mío, gracias! Tengo tan poco que hacer por estos lados que esta es una buena oportunidad para ejercitarme.
Los tres sonrieron, ya que, en ese momento, la edad no parecía pesar en la energía y la desenvoltura del delgado eremita. Después de acomodar los tres asientos, preguntó:
—¡Entonces, cuenten esa historia! ¿Por qué decidieron convertirse en hermanos de sangre?
Jaime tomó la palabra y comenzó a narrar la historia que los había llevado a aquella decisión:
—Todos nosotros tenemos algo en común: somos huérfanos de padre y madre. Con excepción de Fernando del Pozo, que tiene un hermano mayor que estudia para sacerdote, ninguno más los tiene. Así que decidimos transformarnos los tres en hermanos —informó con avidez, mientras los demás asentían con la cabeza.
—Somos muy amigos y queremos que esta amistad perdure toda la vida… —corroboró Simão con un leve tono de tristeza.
—Sabe, nuestro amigo va a viajar a Portugal y no sabemos cuándo volveremos a vernos. —Fernando del Pozo señaló a Simão mientras continuaba la animada explicación—. También Jaime va a estudiar en Salamanca. Pero cuando seamos más viejos, queremos volver a encontrarnos. Y para el caso de que precisemos unos de otros, independientemente de los caminos que vayamos a seguir, decidimos jurar que nos obligaremos a auxiliar a aquel de nosotros que lo necesite.
—¡Muy bien! —replicó el ermitaño, con un gesto amable y relajado—. Creo que me convencieron. Es una muy buena razón para convertirse en hermanos de sangre. Pero díganme una cosa: ¿acaso tienen idea del ritual al que los someteré? —preguntó en un tono insondable.
Los tres amigos afirmaron con la cabeza al mismo tiempo, confirmando lo que Simão les había contado.
—Bueno… ¡Entonces, vamos a eso! ¡Tienen que regresar a sus casas antes de que el sol se ponga!
El ermitaño salió de nuevo por la puerta trasera y, luego de algunos minutos, regresó con un libro de aspecto muy antiguo, con caracteres árabes en la tapa.
—¿Qué extraño libro es ese?
Melchor miró con intensidad a Jaime, el autor de la pregunta.
—¿Prometen guardar un secreto? La primera cosa que deben saber los hermanos de sangre es guardar un secreto…
—¡¡¡Lo guardaremos!!! —respondieron los tres al mismo tiempo.
—Desde ya les digo que, si no lo saben conservar, pueden correr riesgo de vida. Por eso es bueno que sepan guardar este, su primer secreto.
Los jóvenes volvieron a mirarse y afirmaron, valientemente, con la cabeza.
—Este es uno de los siete volúmenes, cuyos originales fueron escritos en Damasco, en los primeros años de la llegada de los árabes a esta tierra, por un sabio yemení, llamado Alhazred. Se llama Al Azif, un término árabe que designa el ruido que hacen los insectos en el silencio de la noche. Por eso hay quien lo traduce como El susurro de los demonios.
Todos se quedaron boquiabiertos, en una mezcla de espanto, ansiedad y temor.
—A lo largo de su vida, Alhazred realizó innumerables viajes por el mundo, desde Alejandría hasta las ruinas de Babilonia, a Menfis, Egipto y a Punyab, en la India, y pasó diez años en Roba el-Khaliyeh, el despoblado desierto escarlata del sur de Arabia, un territorio vital de los antiguos musulmanes.
Los tres amigos ya estaban cautivados por la epopeya que narraba el ermitaño.
—Decían que estaba loco y, por eso, fue perseguido. Por cierto, también lo dicen de mí. Pero nunca nadie logra probar la insania de los sabios. —El viejo escrutaba los ojos estupefactos de sus jóvenes oyentes, como para asegurarse de su atención e imbuirse de confianza para proseguir—. Alhazred era maestro de matemática, astronomía, filosofía y metafísica, conocimiento que adquirió de la sabiduría de los antiguos egipcios y caldeos.
Entonces, Melchor se levantó, alzando el brazo derecho y pidiéndoles que aguardaran un momento, mientras volvía a salir por la puerta de atrás. Cuando esta se cerró, los jóvenes evitaron mirarse unos a otros y se pusieron a recorrer con la vista toda la cabaña. Los tres depositaron sus ojos en un conjunto de pergaminos de piel de cabra, apoyados en la pared, y también en una linterna con lamparillas de cera quemadas.
Sin atreverse a levantar ni tocar los objetos, se quedaron quietos unos instantes. Finalmente, para romper la densa quietud, Jaime puso la mano sobre el libro del que el eremita hablaba, acarició su tapa dura de pergamino viejo y gastado, y lo agarró como para sentirlo mejor. Todos se quedaron atónitos al ver que el libro se abría en dos y que la mitad inferior estaba escrita en otra lengua, cuyas letras conocían: eran de castellano. Aunque muchas hojas aún estaban en blanco.
Parecía que Melchor estaba traduciendo el libro secreto. Colocaron todo en su debido lugar antes de que el eremita regresara con lo que había ido a buscar fuera de la choza: una vasija de agua que había llenado en el arroyuelo que corría allí cerca y que ofreció a sus invitados. Los muchachos agradecieron la providencia, que les sació la sed y la curiosidad.
—¡Continuemos! Hace unos quinientos años, el manuscrito fue traducido al griego, en Bizancio, por Theodorus Philetas, que lo llamó Necronomicón, que quiere decir El libro de los nombres muertos. Y a partir de entonces, algunos iluminados del mundo occidental descubrieron que este libro busca enseñar el acceso a la inmortalidad, la comunicación con los antepasados, el regreso a la vida de personas que ya partieron, la concesión de hijos; en fin, ¡todos los secretos que cualquier ser humano desearía saber!
—¡Eso es verdad! ¿A quién no le gustaría?! —retrucó Jaime, abismado.
—¿Oyeron hablar de Tomás de Torquemada?
Los tres jóvenes fruncieron el ceño. El nombre del primer gran inquisidor español era por todos conocido a raíz de los métodos con los que, décadas atrás, había obligado a los herejes a confesar los delitos religiosos.
—Pues bien, este libro fue traducido por su secretario particular hace tantos años como yo tengo de vida. Pero, después, la propia Inquisición lo quemó vivo a él, así como a sus traducciones. ¿Ya entienden por qué motivo es peligroso que hablen de esto? ¡Podrían crepitar en la hoguera! —Melchor sabía que aquellas aterradoras palabras garantizarían el silencio de todos.
—¿Y no tienes miedo de que también te quemen a ti? —preguntó Jaime, señalando la mitad del libro ya traducida al español.
—¡Pícaros! ¡Eso no se hace! ¡Espiar a un viejo eremita! —replicó con un falso tono de enojo—. Bien, en verdad, es por eso mismo que sé que no me quemarán —continuó con la sonrisa de los astutos—. La que me pidió la traducción fue la propia Inquisición. Bueno, una no, ¡dos traducciones!
—¡¿Dos?!
—¡Sí, dos! Mientras esté haciendo este trabajo, estoy seguro de que no iré a parar a la hoguera… Si no fuera por eso, tengo mis dudas de que aceptaran mi modo de vida. Dicen que estoy loco, ¿no es así? ¿Y que no saben si soy un verdadero cristiano?
Los adolescentes asintieron con lentos y silenciosos gestos.
—Eso dicen allá, en las calles de Córdoba —certificó, finalmente, Fernando del Pozo.
—¡¿Y para qué quiere la Inquisición un libro maldito como este?! —inquirió Jaime Pantoja, que se moría de curiosidad.
—¡Esa es una buena pregunta, mi valiente! —Melchor se refería, en broma, al significado del apellido del muchacho—. Según averigüé, algunos miembros de la Inquisición tratan de tomar posesión de dos importantes reliquias para imponer su ley y dominar a la humanidad. Una de ellas es este libro; la otra es una lanza, cuyo poseedor detenta una magia muy potente, suficiente como para sojuzgar con ella a todos los enemigos y ejercer un gran poder sobre el mundo.
—¿Y qué lanza es esa? —lo interpeló el portugués, visiblemente inquieto.
—No lo sé… Aún no lo sé, pero lo descubriré cuando esos malditos regresen aquí. Con ciertas pociones sacadas de este libro, ¡esos fanáticos hablarán!
En ese momento, los jóvenes sintieron temor ante los poderes secretos de aquel hombre que parecía seguro de lo que decía y dominaba mundos misteriosos e intangibles. También tuvieron miedo del poder de las reliquias de las que hablaba.
—¡Vamos al pacto, que se hace tarde! —ordenó, con un amplio movimiento de brazos—. ¡Ahora, todos en silencio! ¡Abran las manos sobre la mesa, vueltas hacia arriba!
Velas y cirios ardían sobre la mesa. Melchor los había encendido para el momento, al tiempo que descubría un extraño símbolo negro, igual al de la tapa del libro árabe que abrió, a continuación, con lenta solemnidad. Entonces leyó una monocorde letanía en un idioma incomprensible para los compenetrados amigos y, una vez concluida la lectura, volvió a la lengua castellana.
—¿Juran, por su sangre, transformarse en hermanos para siempre?
—¡Sí, juramos!
—¿Juran ayudarse mutuamente siempre que alguno de ustedes lo necesite, independientemente del lugar donde se encuentre y de la religión que profese?
—¡Sí, juramos!
—¿Juran guardar en secreto todo lo que sepan que pueda afectar a cualquiera de los que participan de este juramento?
—¡Sí, juramos!
—¿Juran que solo la muerte los liberará de este juramento?
—¡Sí, juramos!
Melchor retomó el libro y vociferó unas palabras más en el mismo idioma desconocido. Metió la mano dentro de la túnica blanca y sacó un afilado cuchillo. Los jóvenes ya sabían que ese momento iba a llegar, por eso habían aceptado el ritual con el pecho henchido de orgullo y coraje. Aun así, Jaime apretó los dientes cuando vio que la punta afilada de la navaja apuntaba hacia los hilos de sangre de las muñecas, de las que de inmediato brotaron gotas rojas. El anacoreta tomó las tres manos sangrantes y las cruzó entre sí durante unos instantes, herida contra herida, sangre con sangre. El dolor era algo menor, en tanto todos se embebían de la savia de sus amigos.
—Ahora, la sangre de cada uno de ustedes corre por las venas de todos los demás. ¡Son verdaderos hermanos de sangre y deben cumplir sus promesas, so pena de que muchos males se abatan sobre su destino!