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La Garduña

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Después de tomar unas chiquitas más, los compañeros de Jaime ya se reían a mandíbula batiente sobre lo que había sucedido en la tasca. Pantoja también bromeaba, aunque, por momentos, le volvía a la cabeza aquella enigmática e inquietante mirada de alquitrán, algo que lo hacía retorcerse en la silla y le aceleraba los latidos del corazón.

Ya tarde y alegres, salieron del lúgubre sitio y respiraron el aire de la noche de Sevilla. La luna crecía. En una semana alcanzaría su cíclica plenitud. Una leve brisa les refrescó los sentidos a los cuatro jóvenes que descendían del brazo por la calle Betis cantando populares tonadas andaluzas.

De pronto, se detuvieron todos al mismo tiempo ante una silueta que se les acercaba. Detrás, dos o tres, tal vez más, sombras deambulantes. Contuvieron la respiración y de inmediato sacaron las

espadas y las colocaron en posición de defensa. Las pardas siluetas se movieron a una velocidad sobrehumana, lo que inquietó aún más a las cuatro almas noctámbulas. Jaime entrecerró los ojos.

—¡Son perros, cuidado!

Los animales pasaron de largo ante los jóvenes sin detenerse, indiferentes, desviando apenas su trayecto, y continuaron su loca carrera calle arriba.

—¡Qué susto! Parecían monstruos… U hombres convertidos en animales nocturnos moviéndose.

Se rieron a carcajadas de lo sucedido, como si buscaran una terapia para bajar la tensión, envainaron las espadas y continuaron, relajados y alegres, hablando entusiasmados sobre los encantos de las mujeres sevillanas, confiados en que nada más los perturbaría. ¡Pero no sería así! Cuando ya divisaban los arsenales de Las Muelas y de Remedios y el puerto Camaronero, sin que tuviesen tiempo de darse cuenta se vieron rodeados por cerca de más de una docena de hombres con capas negras, armados con cuchillos y espadas. También sacaron sus armas, pero enseguida los persuadieron de colocarlas en el suelo. Era imposible combatir a aquella milicia sin riesgo de perder la vida, algo que Jaime y sus amigos querían preservar.

—¡Vamos! ¡Sígannos! —ordenó secamente uno de ellos.

Entre el olor a animales muertos de aquella calle sinuosa y llena de baches, la comitiva parecía más bien un cortejo fúnebre de promisorios jóvenes soldados del reino que eran conducidos a las honduras del infierno nocturno escoltados por una bandada de cuervos humanos, armados hasta los dientes.

Jaime, Fernando y los otros dos compañeros no sabían lo que estaba sucediendo, pero temían lo peor, e imaginaban que habían sido apresados por un grupo de bandidos de la peor escoria sevillana. Si así era, tal vez los dejaran libres después de sacarles las pertenencias y las armas. Por eso, Pantoja, el joven rubio que en sus tiempos de Salamanca ya había sufrido el ataque nocturno de un grupo de estudiantes borrachos, incluso intentó sacar conversación, tratando de acentuar el riesgo que corrían siendo ellos hombres de armas al servicio del conde de Alcaudete:

—¿Adónde nos llevan? Somos soldados de don Martín, y en breve debemos embarcar a Orán. No podemos llegar tarde al campamento militar, de lo contrario, se ordenará una búsqueda inmediata para encontrarnos.

Ninguna de las aves de rapiña respondió ni mostró señal alguna de nerviosismo. Aquella noche semioscura, en las callejuelas solo se oía el sonido de las botas aplastando los pedregullos. Jaime volvió a la carga:

—Pueden llevarse lo que quieran. Solo tenemos algunos reales y maravedíes, las armas y poco más. Pero… pueden llevárselo… y dejarnos volver al campamento… antes de que descubran que no estamos…, señores… —titubeaba al percibir que su estrategia no surtía ningún efecto.

Un silencio tenso y cortante se apoderó de los cuatro afligidos y agitados corazones cuando, después de atravesar el hedor de las estrechas calles secundarias, se dieron cuenta de que los llevaban hacia las afueras del barrio, en dirección a las colinas de Aljarafe, una zona de quintas, huertos y frutales. Adelante, los asaltantes esquivaban a los proxenetas, borrachos, pícaros, vagabundos y toda clase de fauna humana que buscaba en Triana actividades nocturnas poco edificantes.

Un poco después, comenzaron a vislumbrar el contorno del edificio adonde se dirigían, la construcción aislada de una granja. Los arcos de la entrada y la vegetación sugerían que se trataba de un decadente edificio musulmán, tal vez la almunia de un rico señor de al-Ándalus.

Después de pasar la puerta de entrada tropezando con algunas piedras desperdigadas, recorrieron lo que había sido el corredor y llegaron a un gran salón descubierto, donde todavía se podía respirar la magnificencia de otros tiempos en las gruesas paredes aún intactas.

Sin embargo, en ese momento, la escena no podía ser más aterradora. Dispuesta en semicírculo se encontraba una treintena de hombres y mujeres vestidos de negro. Rodeaban a otros tres hombres que, en el centro, ocupaban sendos asientos. Uno alto y, a cada lado, levemente atrás, dos más bajos.

Ante aquel siniestro escenario, los cuatro soldados, aún paralizados por lo que les había sucedido, se preocuparon todavía más, sobre todo porque los hombres sentados en el centro del salón estaban encapuchados. Finalmente, en un tono lento y ceremonioso, se oyeron las primeras palabras de uno de los que los habían capturado, ahora ya sin capa. Vestía una blusa italiana; en la cabeza, un gorro de Lisboa, y calzaba unos borceguíes portugueses. En la cintura relucían una espada corta, un cuchillo de descuartizar y varias agujas de mechar.

—Arrodíllense y besen el suelo y la mano del maestre, del maestre… ¡de la Garduña! —ordenó el corifeo.

Los jóvenes se miraron y vieron el pánico reflejado en los rostros de los otros. Bajo el nombre de la Cofradía de la Garduña, desde 1417, existía en España una sociedad secreta integrada por forajidos de toda clase. Se trataba de una hermandad perfectamente organizada que tenía por objeto, a gran escala, cometer todo tipo de delitos en favor de quien tuviera que cumplir una venganza o una cuenta que saldar. Por un buen precio, apuñalaban a la víctima, o según el deseo del cliente, la ahogaban, la herían o la mataban. Por eso, al escuchar el nombre de quienes los habían atrapado, los cuatro amigos no podían confiar demasiado en su suerte. Además, con toda aquella parafernalia, temían por sus vidas y no vislumbraban la manera de librarse de aquella pesadilla.

—¡Arrodíllense, señores! —ordenó, con las mejillas casi pegadas al rostro de Jaime, otro malvado garduño que vestía un jubón negro, aunque con las mangas y el cuello abiertos y un puñal en los calzones.

No les quedó otra alternativa que cumplir la orden sin protestar, uno a la vez y en silencio. La luz de las antorchas de resina iluminaba la boca de aquel garduño que exhibía una sonrisa sarcástica, aunque patética, porque le faltaban los cuatro incisivos centrales, dos de cada lado de la dentadura. El aliento a ajo podrido que salía de aquella cavidad bucal le provocó náuseas y rechazo a Jaime Pantoja, que dio vuelta la cara con ganas de vomitar.

A la par de tanto boato, Sevilla era un escenario excelente para toda clase de camaleones humanos, gente ambigua que vivía del aire y del viento, cuyo oficio consistía en mantener la paciencia, hasta que la fortuna llamara a su puerta. Aunque fuese para algo tan simple como clavar un hierro en carne tierna.

Por entre las telas que le cubrían la cabeza, el maestre les lanzó una mirada mortífera a los prisioneros. A continuación, se levantó despacio del asiento, secundado por los dos personajes que lo ladeaban. Y con una postura erecta y solemne se hizo la devota señal de la cruz. Luego balbuceó una extravagante oración invocando a Dios y a Nuestra Señora, levantando las manos en dirección a una tosca imagen de madera de la Virgen, seguido por todos los presentes, con excepción de los prisioneros y de uno de los encapuchados que se encontraba junto al maestre. La sombría pompa les inspiró aún más temor a los cuatro soldados a las órdenes del conde de Alcaudete.

—Los diez guapos colóquense detrás de estos señores —ordenó el maestre señalando un lugar a la retaguardia de los presos.

Los hermanos de aquella cofradía de malhechores se dividían en varios grados jerárquicos. Se iniciaban como chivatos —aprendices o novicios—; luego se convertían en postulantes, o compañeros, hasta alcanzar el grado superior de guapos, o valientes, estadio con el cual podrían ser consignados a los asesinatos indicados por la hermandad, a cambio de un buen dinero. Jaime sabía eso, pues la Garduña, aunque con menos fervor que en Sevilla, también actuaba en el submundo de Córdoba.

El corazón se le congeló en la templada noche andaluza. Estaba angustiado ante la incomprensible situación que se le presentaba, peor que cualquier pesadilla que lo pudiera atormentar a esa hora en la cama de su caserna. Si el objetivo de la captura hubiera sido asaltarlos, ya lo habrían hecho, y los habrían liberado de inmediato en algún lugar solitario y oscuro, para que a su suerte encontraran el camino de regreso, ¡pero no! Se había montado todo un escenario lleno de rituales, con gente vestida de oscuro, cuyos rostros incluso descubiertos eran indescifrables a causa de la penumbra, y tres hombres encapuchados, uno de ellos ¡el temible maestre de la Garduña!

—Paquita, mi dulce serena, trae agua para estos valientes y nobles señores, pues, con toda certeza, deben estar con la garganta seca, y necesitan tenerla bien aclarada para hablar, con mucho ánimo.

Las serenas eran mujeres jóvenes, habitualmente bailarinas y proxenetas que sabían todos los chismes o que fomentaban los rumores más convincentes, y que también eran reclutadas por la Garduña para seducir, con sus coqueteos, a jueces, procuradores y escribanos, de quienes muchas veces dependía la vida de los cofrades.

Los cautivos no se atrevieron a negarse y tomaron el agua que les servía la serena, que los miraba con imperturbable indiferencia.

—¡Muy bien! Como vieron, sus señorías, han sido muy bien recibidos por la Cofradía de la Garduña. Presumo que no tienen, hasta el momento, ningún motivo de queja. Ninguno de nuestros hermanos osó tocarles ni siquiera un pelo… ¡Ay, Virgen Santísima, si lo hicieran…! ¡Las órdenes del maestre son para cumplir! —El encapuchado hablaba pausado, pero con vigor, acentuando cada sílaba de las palabras que profería y mostrando de forma hábil y cínicamente dócil cómo llevaba a cabo sus propósitos.

Por fuera, parecía un hombre amable y suave, pero su interior estaba repleto de monstruos listos para mostrar las garras y los dientes feroces.

—Sus señorías visitaron una famosa taberna de Triana. En un momento dado, escucharon una conversación en la mesa de al lado, entre un fraile y otros dos hombres, mas que no les concernía… Y más: demostraron que conocían el tema que allí se trataba. ¡¿Quiénes son ustedes y qué tienen que decir sobre esta cuestión?!

Los prisioneros comprendieron entonces el motivo de aquella situación y se sintieron algo más aliviados. Jaime tomó la palabra y explicó que todo no pasaba de ser un equívoco, que sus amigos no se habían dado cuenta de conversación alguna y que él se había sorprendido ante la mención de un nombre que le pareció misterioso: la Lanza del Destino. Como ese nombre le era desconocido, de manera automática e irreflexiva, mientras sonreía por otros motivos ligados a la intemperancia real, no pudo evitar darse vuelta y ver quién había proferido tan enigmáticas palabras, para tratar de comprender su significado. Sus amigos se apresuraron a corroborar la explicación de Pantoja.

El maestre se dio vuelta hacia uno de los encapuchados, el que no había acompañado la plegaria a la Virgen y que se encontraba un paso a sus espaldas y mantuvo con él secretas confidencias durante un momento prolongado. El tercero alternaba la mirada entre los dos que conversaban y los cuatro prisioneros, en especial a Jaime Pantoja, que solo lograba ver en él unos ojos penetrantes pero encolerizados como los de Hera. Cuando concluyeron, el encapuchado que había mantenido la conversación con el maestre avanzó hacia los prisioneros y se detuvo a un paso de Jaime Pantoja.

—Señor Jaime Pantoja, mi dedo meñique me dice que no están diciendo la verdad. Y es bueno que toda la verdad salga a la luz… si no… si no las afirmaciones heréticas de apoyo al doctor Constantino7 y a la causa luterana que hicieron en aquella taberna llegarán a conocimiento de la Santa Inquisición. ¡Y saben lo que les espera a continuación!

—Pero… pero nadie hizo ninguna afirmación de apoyo a la causa de Lutero y de los herejes, ni ninguno pronunció el nombre del doctor Constantino… Nuestra conversación solo se refirió a las hazañas militares que nos aguardan —contestó Jaime, desesperado ante tan vil mentira.

Los amigos se apresuraron a confirmar las palabras de Pantoja.

—No fue eso lo que dijeron los ilustres señores que ustedes, descaradamente, escucharon… Y ellos son soldados de Cristo, cuya palabra el Santo Oficio oirá dándoles todo el crédito —continuó en el mismo tono metálico.

Jaime comprendió que lo estaban amenazando con los horrores de los calabozos y tal vez con la pira de la Inquisición. Se comentaba que el Santo Oficio era uno de los mejores clientes de la Cofradía de la Garduña, que la usaba como instrumento de terror, en especial para “obscurecer”, o sea, eliminar, discretamente, a quien se mostrara indeseable para sus propósitos.

Perdido en esos obsesivos pensamientos, Jaime casi se murió de espanto: desde atrás de él, uno de los guapos pasó con una antorcha en dirección al maestre dejando ver los ojos negros, intensos, que, unas horas antes, se habían fijado en los suyos, cuando, sonriendo de sus pensamientos, había dado vuelta la cabeza después de oír que alguien hablaba de la Lanza del Destino. Eran los ojos de uno de los hombres que se ubicaban atrás del maestre. Automáticamente, dirigió la mirada a la mano izquierda del encapuchado y vio su dedo meñique doblado. Ya no tenía dudas: ¡era el fraile dominico que estaba sentado detrás de él y que, luego de aquel incidente, se había ido de la taberna!

Con cada cosa que iba descubriendo, Jaime se paralizaba más, y más incomprensible le resultaba lo que le sucedía. Sabía que todo se había precipitado luego de aquel episodio inocuo, a su juicio, en medio de una fútil charla de amigos. Pero ahora advertía que lo que había oído parecía ser demasiado serio como para que él lo escuchara. O, si no, el dominico pensaba que él sabía más de lo que debía sobre ese tema, lo que no era cierto.

—¡Desnúdenlos! ¡Las serenas, que salgan!

Los cuatro soldados rápidamente se encontraron desnudos y amarrados a unas argollas adosadas a las paredes, que se usaban para atar a los caballos. Se miraron con una mezcla de terror y vergüenza. El silencio de la noche, entretanto, se vio interrumpido por los graznidos lacerantes y el vuelo irregular de unos pájaros negros alrededor de la luz de las antorchas. Los jóvenes quedaron con los rostros contra las paredes sucias de tierra vieja, entre las piedras. Mezclados con los zumbidos de los látigos sobre la fresca carne desnuda de espaldas y nalgas, los chillidos de los pájaros parecían salidos de un infierno de demonios. Los pecadores, sin noción de su pecado, eran torturados a latigazos que hacían brotar sangre roja fundida en la noche. Y los pájaros, como fantasmas voladores, graznaban sin que se pudiera advertir si lo hacían con compasión o regocijo, al distinguir un manjar a la vista o por algún otro motivo que escapaba a los mortales…

—¡Paren, por la Virgen, nosotros no sabemos nada! ¡Socorro! ¡Por Cristo, están en un error! ¡Auxilio!...

La sesión de tortura y humillación dejó a los soldados aturdidos por el dolor que los horadaba y la sangre que les empapaba la espalda. Entonces, el maestre ordenó suspender el suplicio. Jaime oía que los tres jefes de aquella conjura del demonio cuchicheaban entre sí. A continuación, entrevió que el dominico sacaba un libro de su hábito.

—¡No lo puedo creer, Fernando! Es el Necronomicón

—¿Qué? ¡¿Estás alucinando?!

—El Necronomicón, el libro de los nombres muertos, el susurro de los demonios…

—¡¿Estás loco, amigo?! Te volvieron loco… ¡¿Será lo que nos dieron de beber?!

—¡Nada de eso, Fernando! Es uno de los ejemplares que Melchor estaba traduciendo cuando fuimos a su casa… Ellos quieren hacernos daño. ¡Mucho daño! Tal vez una magia negra… ¡Ay, Fernando! —reflexionó con el temor de quienes caminan al cadalso.

—Lo crees, Jai…

Fernando del Pozo no pudo terminar la frase. Los silbidos de los látigos cortaron el cuchicheo hasta que estallaron con más violencia por los cuatro costados.

—¡Silencio, amiguitos! ¡Ahora, ni pío durante la ceremonia! Después, ya van a abrir la boca todo el tiempo que quieran.

Se apagaron algunas antorchas. Apenas se mantenían las necesarias para crear un clima de penumbra que aquellos diablos humanos consideraban adecuado para el macabro ritual. No había dudas de que se preparaban para una sesión de magia negra, de oscuros fines, pero mediante la que tratarían de obtener alguna hipnótica confesión.

Todos los presentes ya estaban sentados. Los cuatro jóvenes desnudos fueron desamarrados y colocados en el medio del círculo formado por los garduños. Los obligaron a sentarse, sojuzgados por la luz de la noche que se reflejaba en las hojas de los cuchillos y las espadas. Quedaron de espaldas unos a otros, ubicados en cada una de las direcciones de la rosa de los vientos. El silencio del aire nocturno de la noche sevillana era tan cortante como una navaja afilada.

Con solemne lentitud, el dominico le entregó al maestre el Necronomicón. El jefe de la hermandad de malhechores hizo una venia y se sentó junto a los prisioneros.

Jaime se retorció por el dolor de su espalda. En aquella posición, los cortes ocasionados por las estrías de los látigos le aumentaban el dolor, especialmente cuando se rozaba con sus amigos. Los oía: unos lloraban por lo bajo, otro rezaba. Él, Jaime Pantoja, recordó a su madre, a la que había perdido y que siempre lo libraba de todos los peligros. Pero que no estaba allí para ayudarlo…

La intensidad del momento que vivía le provocó también lágrimas de tristeza, de lamento, de pesar, de dolor, de angustia… Se sintió completamente perdido y abandonado cuando una letanía, en una lengua extraña, comenzó a crecer como un hilo de humo en el aire. Se parecía a la que Melchor había usado en Sierra Morena, cuatro años antes. Una tensión nunca vista se instaló en todos los rincones de aquel funesto lugar.

Todos los hermanos de la cofradía parecían conocer la letanía que se apoderaba de la noche de Sevilla. Era sombría, monocorde, cavernosa, como si surgiera de la profundidad de los infiernos. Todos los demonios eran invocados en contra de los prisioneros, humillados y desnudos, sangrantes y flagelados, en medio del macabro ritual. La mente se les heló de temor ante la suerte que les esperaba.

De repente, un guapo con aspecto de petimetre entró por detrás de los negros demonios y se acercó al oído del maestre. La cara de pocos amigos y el murmullo que se produjo enseguida presagiaban malas noticias. Las secretas informaciones que le habían sido transmitidas provocaron tal afán en el rostro del jefe de la banda que puso al desnudo el torbellino que pasaba por su mente.

—¡Debemos abandonar este lugar, de inmediato! —ordenó en un tono seco y decidido mientras cerraba el libro con furia—. ¡Saldremos por la parte de atrás! Todos saben cómo se deben dispersar para que no los encuentren.

Dándose vuelta hacia el dominico encapuchado, anticipó:

—No podemos continuar con esto. El conde de Alcaudete en persona, al mando de un buen número de tropas, viene en dirección a este sitio. ¡Alguien delató nuestra presencia en este lugar y, por eso, debemos huir, y cuanto antes! ¡Y no podemos llevar a los prisioneros!

—¡¿Cómo que no podemos llevar a los prisioneros?! —vociferó el otro.

—Sería muy arriesgado para nuestra cofradía y para sus intereses. Como se vio, esos jóvenes no parecen tener idea de lo que hablamos, si no, ya hubiesen vomitado todo… Créame que si ellos supieran algo del asunto, ya lo sabríamos. ¡Nadie resiste los métodos de la Garduña!

—No… ¡esto no va a quedar así! Oye, Jaime Pantoja: vete a tu África y no vuelvas, que si te vuelvo a poner los ojos encima, me dará mucho placer verte arder en una pira en la plaza de San Francisco.

Y, dicho esto, lo fulminó con un relámpago negro como la muerte y desapareció con los demás en la oscuridad para que no los vieran, a pesar de la búsqueda de los soldados del conde, que al desconocer el lugar y ante el temor de ser apuñalados en las sombras, no se arriesgaron demasiado.

Los cuatro pobres cristianos, con las estrías de los latigazos que les dibujaban extrañas formas en el cuerpo, pintadas con un fluido rojo, vivo y acuoso, fueron liberados, completamente doloridos y avergonzados por el estado en que se encontraban.

7 Referencia a Constantino Ponce de la Fuente, teólogo español y capellán en la corte de Carlos V, nacido en San Clemente de la Mancha, Cuenca, en 1502. Viajó con el príncipe Felipe por Italia, Inglaterra, Alemania y Flandes, y ocupó la Canonjía Magistral cuando llegó a Sevilla. El Santo Oficio lo acusó de luteranismo, quemó sus libros y, en 1558, lo encarceló en el castillo-prisión de Triana, donde murió a causa de los suplicios que le infligieron. No obstante, en 1560, sus restos mortales fueron desenterrados y quemados en auto de fe, el 22 de diciembre de 1560.

La profecía de Estambul

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