Читать книгу La profecía de Estambul - Alberto S. Santos - Страница 14
ОглавлениеEl alistamiento en el tercio
4 años después
El aroma de los cirios ardientes y una ligera náusea provocada por los inciensos que, media hora antes, habían perfumado con solemnidad la misa presidida por el obispo de Córdoba, mantenían a Jaime en un somnoliento letargo mientras esperaba a su amigo aquel mes de mayo del año de gracia de 1558.
Afuera, una llovizna, inusual para el final de la primavera, hacía que los ciudadanos se refugiaran en sus casas después de días de un calor infernal.
—¡Ayúdenme, santos patronos de esta ciudad! ¡Intercedan por el alma del tío Francisco y por mi destino!
Saliendo de su letargo, Jaime alzó los ojos y los clavó en los de santa Victoria que, al lado de la imagen de san Acisclo, brillaba en pétrea y serena eternidad. Se arrodilló en la soledad de aquella capilla, situada en el sector sudeste de la Catedral de Santa María,5 adonde había ido por pedido de Fernando del Pozo, su amigo que tardaba en llegar. La capilla donde Jaime Pantoja se sumergía en sus penas estaba dedicada a ambos mártires y había sido fundada por el tío abuelo de Fernando, quien había sido deán y canónigo de la catedral. En ella se habían celebrado las solemnes exequias del abuelo, del tío y del padre de Del Pozo, todos ellos con importantes cargos eclesiásticos en la iglesia de Córdoba, de la que el padre había sido sochantre, es decir, el responsable de la dirección del coro.
Envuelto en aquella taciturna atmósfera, no pudo evitar que una, tal vez dos lágrimas desbocadas salaran sus mejillas. La decisión que había tomado agitaba su cabeza como un campanario y le aguijoneaba el corazón destrozado por los últimos acontecimientos. Esperaba que, más tarde o más temprano, algo sucediera, aunque no en aquellas circunstancias. Ahora, llegada la hora, un nudo le apretaba la garganta, le revolvía las tripas, le entumecía el coraje…
¿Pero qué podía hacer él, Jaime Pantoja, ese joven elegante, fuerte, de porte altivo y educación noble y esmerada, que acababa de regresar de Salamanca, donde se había dedicado a estudiar medicina y que tenía una letal destreza para manejar el arcabuz, en el que se había entrenado mientras estudiaba, pero que temprano había quedado huérfano de padre y madre, y que, ahora, también había perdido a su tío, su única familia, más allá de unos primos lejanos que vivían en los Países Bajos y que había dejado de ver hacía más de cinco años?
Afuera, la lluvia había cesado. El bullicio daba señales de que la vida volvía a llenar las arterias de la ciudad y que la catedral recibía de nuevo a algún que otro penitente de final de jornada.
A su mente acudieron una vez más los últimos acontecimientos. La muerte y el funeral de su tío Francisco, y la decisión de partir que, ahora, lo mantenía atrapado en un sentimiento ambivalente.
—¡Jaime, gracias por haberme esperado! —Fernando del Pozo acababa de llegar en absoluto silencio y colocaba una mano en su hombro—. ¡Sentémonos aquí! —sugirió, señalando el banco más cercano.
—¿Qué querías decirme?
—¡Voy contigo, Jaime! ¡Voy contigo a Orán! —afirmó, poniendo el brazo sobre los hombros de su amigo.
—¡¿Vienes conmigo?! ¡¿Para qué, Fernando?! ¡Tienes tu vida asegurada en Córdoba, no precisas…!
—Vamos, te olvidas de que siempre quisimos demostrar nuestro coraje en defensa de Su Majestad y del reino. Tenemos que hacernos hombres demostrando nuestra fuerza al servicio del rey.
—¡Claro que sí! Mi melancolía solo se debe a la pérdida de toda mi familia. De cualquier forma, las armas siempre han sido mi ambición, más ahora que ya tengo dieciocho años y terminé los estudios en la universidad.
—Y yo también, como sabes… Tenemos la misma edad —insistió, resuelto, su amigo.
—Pero yo quiero ir por solo tres años y regresar, con honor, para iniciar una carrera… ¿Y tú por qué decidiste ir también a Orán, Fernando?
—Hace unos días, mi tío Martín me contó que encontró a mi nobilísima novia, Josefa De Daza y Villalobos, en la habitación con mi propio hermano… —Las palabras se iban tornando vacilantes a medida que contaba sus desdichas.
—¿… en la habitación…?
—Sí, creo que… Bueno, ¡evítame los detalles!
—Vamos, bien que te avisé… ¡Así no dudarás más de lo que te digo!
—De hecho, de hecho, no era una muchacha que me llenara el alma…
Salieron de la catedral, la antigua aljama que, con su bosque de columnas ricamente ornamentadas, cerca de seis siglos antes había simbolizado el cénit de la civilización musulmana de al-Ándalus, y deambularon meditabundos por las calles estrechas del antiguo burgo, perdidos en su mundo interior.
Igual que las sucesivas generaciones de cordobeses, fueron a orillas del Guadalquivir a relajar el espíritu. Los últimos inviernos habían sido de tormentas y habían hecho que las aguas se elevaran y devoraran el caserío; pero, a pesar de eso, aquella primavera hacía renacer la vida de los árboles y de los jardines que lo protegían, y convertían el lugar en un sitio ideal para ahuyentar los demonios.
A pesar de las advertencias de Jaime que con la mayor discreción le había sugerido que no considerase que su prometida doncella era flor de un solo jardín y que se cuidara de su hermano, que no era proclive a grandes lealtades familiares, Fernando del Pozo siempre había hecho oídos sordos. Creía en la dulzura de las palabras de la mujer que le gustaba, y en que el mundo parecía haberse organizado para que se convirtiera en su futura esposa. Consideraba, incluso, que los consejos de su amigo no pasaban de ser veladas inducciones orquestadas por sus familiares más cercanos para que siguiera la carrera en la que se habían destacado al menos tres generaciones del linaje hidalgo y noble de los Del Pozo: el servicio a la Iglesia de Córdoba.
—Ay, Fernando, ahora que te veo así, se me olvidan mis tristezas —lo animó Jaime Pantoja.
—Hablando de tus tristezas, ¿sabes quién está en la ciudad?
—¿De quién hablas? —Su curiosidad se despertó de inmediato.
—¿De quién hablo…? ¡Vamos, de quién hablo! De Rosa, ¡¿de quién más?! No hay nadie que no hable de ella y de sus encantos… —Fernando se tomó del brazo de su amigo, acicateándolo en voz baja—. Dime la verdad, ¿todavía no la fuiste a ver?
Después de la frondosa zona ribereña del Guadalquivir, de cuya frescura y belleza tantos ilustres ciudadanos nacidos allí, como Séneca, Averroes o Maimónides, habían disfrutado otrora, los dos amigos se adentraron en el laberinto de callejuelas.
—Ya sé que regresó… —respondió luego de un largo silencio y de respirar profundamente—. La vi en las oraciones de la catedral y una que otra vez por ahí, haciendo compras.
A pesar de haber perdido el brillo de antaño, la ciudad, con sus cuarenta mil habitantes, todavía tenía un febril y próspero comercio local, en el que se destacaban los célebres cordobaneros de la época de los califas, singulares maestros en el arte de trabajar bien el cuero.
—¡¿Y no le hablaste?! ¡¿Ni una palabra, Jaime?!
—No… —respondió, con melancolía—. Creo que ella solo me vio una vez, de lejos…
—¿Y? ¿Ella nada, tampoco?
—No sé… No se acercó… Me clavó la vista de una manera rara… que me dejó perturbado… no sé…
—Quizá la veas en casa del conde de Alcaudete, su padre adoptivo… Él era muy amigo de tu tío. ¡Ah, y te tiene en gran concepto! —lo animó su amigo.
—¿Te parece? Mmm… no sé… —respondió, cauteloso y pensativo.
—Ay, Jaime, recuerdo muy bien la última vez que la viste, cuando visitamos al eremita Melchor e hicimos el pacto de sangre…
—No me perdonó que no le permitiera ir con nosotros…, conmigo…, quería hacer un pacto conmigo y… nunca más quiso verme. Una semana después, partió a Orán… Rosa…
—Todos sabíamos de ese enamoramiento, pero aquella era una cuestión de hombres.
—Lo sé. Al menos, seremos amigos para siempre, más allá de nuestros destinos. Me apena no haber visto más a nuestro amigo Simão. ¿Qué habrá sido de él?
—¡No tengo idea! Solo sé que, a esta altura, todo parece claro con relación a nuestro futuro. Animémonos, amigo, vamos a seguir juntos, en magníficas aventuras en el norte de África.
La ubicación geográfica de Córdoba la situaba como el punto de conexión entre Castilla y Andalucía, pero, en especial, con Sevilla y las otras importantes ciudades portuarias. No obstante, alguna parte de su población se aventuraba a ir al Nuevo Mundo o, si no, a otras ciudades, como Málaga, Granada o Sevilla. Pero no sería por tales destinos que pasaría el futuro de los dos amigos.
Pasearon sus tristezas y sus decisiones por los callejones, donde, al doblar cada esquina, coexistían todavía los símbolos de la cristiandad y de los musulmanes, por más que la ciudad se empeñara en desligarse de cualquier tradición o simbología que recordara a sus antiguos ocupantes. Existía un fuerte sentimiento antiislámico, que extremaba la manifestación de la religiosidad en los más diversos sectores de la sociedad.
Finalmente, llegaron al sitio de alistamiento de los hombres de armas para los tercios que don Martín de Córdoba y Velasco, el conde de Alcaudete, organizaba en vistas a la toma de Mostaganem, en el norte de África.
—¡Miren quiénes están aquí! ¡Dos bisoños, aunque valientes y nobles soldados para nuestra campaña! —Don Martín abrazó a los dos amigos, haciéndolos sonreír—. Jaime, cuando puedas, pasa por mi casa; me gustaría arreglar contigo algunos pormenores para esta jornada.
—¡Desde luego, don Martín!
Jaime miró en todas direcciones, buscando alguna mínima señal que le permitiera identificar a Rosa… ¡Pero nada! Aquel no era lugar para mujeres, mucho menos para jóvenes hermosas, delicadas y tan solicitadas.
Cuando regresaron a casa, una pareja de grajos negros revoloteó en movimientos circulares, graznando, con un chillido que perturbó a ambos amigos.
—¡Fuera, aves agoreras!
5 Actual Mezquita-Catedral de Córdoba.