Читать книгу La profecía de Estambul - Alberto S. Santos - Страница 27

El lupanar

Оглавление

Al día siguiente, después de levantarse un poco más tarde de lo habitual y luego de la refección de mediodía, los soldados se dirigieron en grupos al exterior. Era el momento de los anunciados ejercicios de adiestramiento físico.

Salieron de la casa y saludaron al mismo fraile dominico que, como el día anterior, se hallaba adelante de la iglesia. A medida que atravesaban las estrechas calles de Orán, Jaime se fue acostumbrando a los hábitos, olores, colores y forma de vida de la ciudad. Algunos empleados de la administración y clérigos paseaban, sin prisa, porque todos vivían en un círculo amurallado que siempre los llevaba al mismo lugar. Frente a las casas con terrazas en el techo y yuxtapuestas a lo largo de la calle, salpicadas por pequeñas ventanas protegidas por rejas y cortinas, pero con los estucos y otros revestimientos descamándose a pedazos, se hallaba una caterva de hombres ancianos y jóvenes, viejos marineros entumecidos por la artrosis, mas todos con algo en común: la decrepitud. Eran sombras que acompañaban a la soldadesca con una mirada que parecía de desdén, pero que también era de sufrimiento. Los viejos, con la piel curtida por el sol africano y por la sal del Mediterráneo; los más jóvenes, unidos por las heridas de muchas o pocas batallas. Algunos de ellos, mutilados y sobre muletas, o con ellas apoyadas sobre la pared de la casa; otros, sin un ojo o un brazo; y otros más, con las marcas de la pólvora caliente y el disparo en la piel, a la vista o escondidas debajo de la ropa vieja y harapienta.

Jaime sintió náuseas ante aquel espectáculo, pero no podía desanimarse. Quien iba al norte de África a luchar en la guerra no podía desconocer los peligros que le esperaban a la vuelta de cada esquina. Y aunque el ejército de su majestad, el catolicísimo rey de España, fuese de los más temidos del mundo conocido, muchos eran los prisioneros cristianos que, en nombre de su acérrima fe, remaban en las galeras de los turcos y de los moros, se pudrían en sus calabozos, o que, incluso, habiendo renegado de su fe inicial, luchaban, con el mismo ardor, con armas musulmanas, contra los de su fe original. ¡Así era el mundo que el noble huérfano de Córdoba encontró al llegar a Orán!

La táctica del caracol fue la que eligió el comandante de las tropas para los primeros ejercicios. Se trataba de un conjunto de maniobras, visualmente muy atractivas, y que los soldados apreciaban mucho. Equipada con armas de fuego, en medio de un espectáculo de banderas izadas y al son marcial de tambores y pífanos, la caballería pesada mostraba sus habilidades. Ordenados en la forma geométrica de un caracol, los jinetes de la primera hilera de la guarnición salían, descargaban sobre el blanco y de inmediato se retiraban a la retaguardia de la formación, donde procedían a la recarga de los arcabuces y mosquetes. Y así se sucedían todas las filas de jinetes, provocando bastantes alaridos tanto en el campo de entrenamiento, como en los alrededores. A lo lejos, grupos de moros que habitaban las aldeas vecinas asistían, en profundo silencio, a aquella demostración del poderío castellano.

A pesar de la falta de entrenamiento de los últimos tiempos, Jaime sintió que sus energías se revigorizaban y, al final de la práctica obligatoria, cabalgó con Fernando por los alrededores de la muralla, tratando de conocer mejor su nueva tierra, el territorio donde pasaría los tres años de aquella misión de servicio antes de regresar a la metrópoli.

Cruzaron el pequeño pueblo de Ifre, habitado por moros de paz, y siguieron en dirección al río, zigzagueando entre los árboles, las huertas, las norias y los molinos. Llegaron, por fin, al mar azul de aguas calmas, que los invitó a desmontar y descansar debajo de un frondoso árbol que bebía el agua dulce que brotaba del pequeño estuario.

Sobre su montura, Fernando seguía aprehensivo y agitado ante la inminencia de los combates que el entrenamiento le había hecho recordar.

—¿Jaime, no tienes miedo de la guerra contra los turcos y los moros?

—Nadie que vaya a la guerra puede ser tan temerario como para no sentir una puntada de temor en su corazón, amigo mío.

—Confieso que siento mucho respeto por nuestros adversarios…

—Es verdad que los turcos han demostrado, varias veces, su valentía, y que son capaces de generarnos algunas dificultades.

—Lo sé, Jaime. Pero entre algunos soldados también se rumorea que el conde de Alcaudete está un poco senil y que ya no es capaz de tomar las mejores decisiones al mando de las tropas.

—¡Vamos, la boca se te haga a un lado, pájaro de mal agüero! Ese cuchicheo no ayuda en nada a nuestra moral. Ya te dije una vez que pretendo pasar aquí el tiempo de mi comisión de servicio, obtener sueldo, botines y gloria, al servicio del rey de España, y regresar a Córdoba para hacer carrera.

Jaime miraba el infinito buscando el punto donde el azul del cielo se fundía con el del mar; y de esa distancia hacía cálculos sobre la separación entre ese punto y la tierra firme de su reino. Pero su pensamiento derivó en la imagen que conservaba de sus padres, trágicamente desaparecidos. Sintió que una intensa nostalgia invadía su alma. Con cariño recordó a su tío Francisco y a muchos de los amigos que había dejado en la ciudad. Mientras tanto, otra imagen volvió a aparecer en su espíritu y le agitó el corazón: la figura bien definida de Rosa. Cada día que pasaba se le hacía más difícil eludir su recuerdo. Se mordió los labios cuando, adivinándole el pensamiento, Fernando lo sacó de sus pensamientos:

—He visto cómo te brillan los ojos y cómo te inquietas cuando la hija del gobernador anda cerca… y todos saben lo que sucedió en el viaje, durante la tempestad. ¡Ten cuidado, Jaime! Su novio es de temer. Oí decir que tiene una linda lista de asesinatos, mutilaciones y desapariciones de gente con la que se enfada y que no escatima medios para alcanzar los objetivos que se propone. Y siempre sale airoso, sin que nadie logre probar su participación.

Jaime escuchaba a su amigo con atención, si bien en los últimos días ya habían llegado a sus oídos algunas historias no muy favorables, imputadas al novio de Rosa.

—Se dice hasta que tiene muchos y buenos amigos en el submundo e incluso en la Inquisición… ¡Recuerda lo que nos sucedió en Sevilla, Jaime!

—¡Aquí viene graznando, de nuevo, el ave agorera! Ese episodio se dio con la Inquisición y fue fruto de un equívoco. Escuché una charla sobre algo que no debía…, ¡sobre esa maldita Lanza del Destino…! No imaginas, Fernando, cuántas veces me duermo, sueño y me despierto pensando en ese nombre… ¡la Lanza del Destino! ¡Me gustaría mucho saber qué misteriosa lanza es esa y por qué le produjo tanto enojo a aquel fraile dominico y a la Cofradía de la Garduña de Sevilla!

—Pues, como sea, ten cuidado y no te acerques a Rosa… ¡Es mejor así!

—En Córdoba, en los últimos tiempos, hacías todo para acercarme a ella y ahora…

—¡Ahora es diferente! ¡No imaginaba que estuviese de novia con ese Joaquín! ¡No te confundas!

—Fernando, mi buen amigo, a ti no te puedo negar que hace mucho que Rosa me estremece el alma y me hace soñar. Ahora que volví a estar cerca de ella y que la conozco mejor… —Pantoja respiró hondo e hizo un breve silencio—. ¡No es solo su belleza física! Es un perfume inexistente para los demás mortales, que solo yo percibo y me da una profunda paz; es el halo de una diosa de la mitología romana. ¿Te acuerdas de la Afrodita que vimos, a escondidas, en los libros de mi tío?

—Sí me acuerdo, eh, eh… aquella mujer desnuda, de pechos inflamados, emergiendo del mar, nos entusiasmó mucho… Enrojecimos hasta la orejas cuando tu tío nos atrapó, con los ojos desorbitados, prendados de aquella suerte de sirena y nos quedamos con el cuerpo lleno de comezón. Hermosos tiempos…

—¡Así la sentí en este viaje, Fernando! La diosa naciendo de la espuma del mar, en medio de la tempestad, y yo protegiéndola de todos los peligros, rodeándola con un cinturón mágico hecho del oro más fino, entrelazado con delicadas filigranas y cubriéndola con las más bellas y preciosas joyas del mundo…

—¡Santísima Virgen del Mar, estás enamorado, Jaime, o andas muy cerca! ¡Tomaré algunas precauciones! Un soldado no puede ir a la guerra enamorado y, encima, con el objeto de su amor rondándolo. —El rostro de Fernando era la imagen viva de la preocupación—. ¡Hoy a la noche iremos al lupanar de la ciudad! Has de ver con tus propios ojos que todas las mujeres tienen sus encantos y que puedes hallarlos cuando quieras. ¡Si viniste al norte de África no fue para andar en amores, sino para luchar y defender las banderas del rey y de Cristo!

Regresaron a la ciudad por el mismo camino y se dirigieron a la puerta de Tremecén, la única, además de aquella que los había recibido el día anterior. Mientras subían y llegaban a nuevos bancales, llenos de exuberantes hortalizas y de árboles frutales, iban descubriendo las murallas y admirando la alcazaba. Entonces, el pensamiento de Jaime voló hacia el palacio del gobernador. En el cielo, un ave negra, la misma que había pasado volando en el momento en que Jaime Pantoja pisó por primera vez al suelo africano, hacía círculos intermitentes en el aire.


A la noche, después de comer, animados por varios odres de vino áspero de Huelva, muchos de los soldados rumbearon hacia el burdel, la única diversión nocturna, además de las tabernas. Cumplían la máxima de la caserna que ordenaba que, después del vicio y la diversión, venía la fornicación. El lupanar de Orán era tolerado por la Iglesia, que prefería cerrar los ojos ante el prostíbulo, lo más distante posible de los templos, donde vivían mujeres dedicadas, de alma casi perdida, a las que mucho les gustaba perfumarse con aceites esenciales de lirios de Judea. Esa dedicación a los hombres de la ciudad tenía el don de evitar tanto las deserciones hacia el bando de los turcos o de los moros de los varones incapaces de estar sin una mujer, como también los eventuales asedios y violaciones de las mujeres de buena reputación de la ciudad, hijas, esposas o viudas de ilustres ciudadanos y empleados de la administración.

Jaime no opuso mucha resistencia a los objetivos de Fernando y lo acompañó, incluso porque visitar un burdel siempre tenía su no sé qué de divertido. Siempre le daba la posibilidad, a quien no quisiera aliviar su simiente y su billetera, de pasar un momento charlando, bebiendo una copa de vino y poniéndose al tanto de las noticias y rumores del momento.

Era una casa fea, con el revoque cayéndose a pedazos por fuera, y, adentro, un olor a encierro mezclado con perfumes baratos que Jaime detectó antes de que siquiera pudiese entrever algo entre la penumbra y las sombras formadas por las lámparas de aceite. El lugar estaba repleto, sobre todo con los innumerables soldados que acababan de arribar a la ciudad, para júbilo de las mujeres sedientas de una parte de la paga. Por eso, tuvieron que quedarse en la zona del mostrador y sin compañía, mientras probaban un vino caliente y tan ácido que casi hizo vomitar a los dos amigos.

Cuando se disponían a irse, dos muchachas de cara demacrada, aunque con los ojos pintados y los labios nacarados al estilo árabe, los tocaron de atrás. Venían de la zona del prostíbulo, de donde dos soldados acababan de salir con la sonrisa de los héroes.

—Buenas noches, bisoños soldados de España. ¿Acaso buscan compañía y diversión en esta casa? —avanzó la primera, con un dulce acento italiano y con la típica cofia de color azafrán en la cabeza.

Fernando fue el primero en darse vuelta ensayando un gesto varonil que disimulara un poco su juventud.

—Solo estamos admirando el paisaje, a ver si descubrimos los lindos ojos de las vaticanas de estas tierras que animen un poco las noches cálidas de África.

Del Pozo se refería al nombre por el que eran conocidas las prostitutas nacidas a orillas del Tíber. La segunda, que también usaba cofia, pero cuyos cabellos rubios le caían hasta la cintura, les lanzaba las mismas sonrisas y gestos tantas veces repetidos.

Las vaticanas los invitaron a sentarse a una mesa que acababa de quedar libre. La charla fluyó entre recíprocos galanteos, los rumores de la caserna y la guerra con los turcos y los moros. Los dos jóvenes escuchaban, estupefactos, de boca de las meretrices, que la fama del gobernador de Orán era todavía peor de lo que había contado Fernando en la playa. Hacía más de veinte años que gobernaba esa plaza y allí eran proverbiales sus errores y dudas, que solía pagar caro. Rápidamente el primer año, impetuoso y temerario, había querido tomar Tremecén apenas con seiscientos hombres y con la ayuda de un pequeño jefe bereber local. Pocos fueron los que escaparon para contar la historia del primero de muchos errores y malas decisiones del conde. En todas las sucesivas tentativas de tomar aquella plaza, jamás había logrado asegurarla para la corona española.

Jaime, que no tenía tal idea acerca de la personalidad del conde de Alcaudete, consideró que debía haber alguna exageración, viniendo de quien venía. Porque, de ser así, ciertamente ya habría sido sustituido, argumentó.

Las jóvenes se reían mucho del esfuerzo de Jaime en su alegato, pero, sobre todo, porque se sentían importantes debatiendo sobre los altos asuntos de la ciudad, recapitulando historias, secretos y rumores oídos en las alcobas.

—Bueno… digamos que el conde y sus hombres son muy buenos atacando los aduares10 de los moros de guerra e, incluso, de algunos moros de paz, a quienes les inventan cualquier incumplimiento para robarles el ganado, violar a las mujeres y hacerlos esclavos. Pero tanta valentía enseguida se marchita, como una verga satisfecha… ja, ja… cuando se les aparecen delante los gorros emplumados de los jenízaros… —comentaba animada y ufana de su sabiduría una de ellas.

—¡Cuando eso sucede, el conde y sus briosas tropas meten el rabo entre las patas y se van para adentro de la muralla! Ponen todas las trancas a la puerta… ja, ja… —provocaba la otra con una sonrisa irónica.

Los dos amigos acompañaban al dueto de rameras con orejas paradas y ojos de espanto. La primera prosiguió con su argumento:

—A disgusto, el conde se fue de Orán durante algunos años y regresó a España. Dejó la plaza al mando del hijo, que, en algunas ocasiones, se ve tan nervioso como los de Argel. ¡Felizmente, ahora llega con abundantes tropas… como ustedes… tan valientes! ¡Si tiene cabeza, el conde por fin derrotará al bajá11 de Argel!

Los dos jóvenes sintieron cómo la vanidad les inflaba el pecho, efecto que las dos damas buscaban para, a continuación, concentrarse en el dinero que traían en el bolsillo. Pero Jaime todavía tenía una duda.

—¿Acaso conocen a la hija adoptiva del conde?

—¿A quién? ¿A Rosa? Esa es de otra cepa… En esta casa ya vi a muchos hidalgos suspirando por sus encantos… ¡Darían lo que tienen y lo que no tienen por su mano, don Jaime! Pero ella parece una mujer finísima, culta e inteligente. Nadie comprende por qué pasa tanto tiempo en esta ciudad. Se dice que tiene un novio, en algún lugar de Flandes, un hombre muy poderoso —informó con certeza—. Pero, por casualidad, ¿ustedes también suspiran por la hija del gobernador?

Todos se rieron, aunque la sonrisa de Jaime no era muy alegre.

—¿Y si ahora levantamos el culito y nos muestran su valentía?

La insistencia de las dos muchachas, cuyas manos se posaron súbitamente en los muslos de los soldados, para que fueran a conocer el calor de sus alcobas, no surtió ningún efecto en el joven caballero ni en su amigo. Para no caer en desgracia en sus afiladas lenguas, alegaron un malestar físico y con delicadeza rechazaron sus propuestas, no sin antes dejarles el monto de dinero que esperaban cobrar en el caso de que hubiesen aceptado subir, lo que las dejó contentas y felices.


Ya cerca de la casa, una pequeña figura femenina se fue acercando hasta detenerse a una prudente distancia. Iba encapuchada, lo que retrajo a los dos soldados que ya estaban con las manos en los puños de sus espadas, cuando preguntó:

—¿Don Jaime Pantoja? —inquirió con temor.

—¡Sí, soy yo! ¿Por qué? ¡¿Qué sucede?!

—¡Tengo una carta para usted!

Entregó la misiva y desapareció al instante en la penumbra de las callejuelas, sin hacer ningún ruido, con tanta discreción como había aparecido.

Ya en la casa, a la trémula luz de una vela, Jaime leyó el escrito que tanto misterio le había despertado:

Jaime:

Te agradezco mucho la protección que me diste durante la tempestad en alta mar. Por desgracia, no pude volver a hablarte, como era mi deber y mi deseo. Dos cosas tengo para decirte. Primero, que tengas mucho cuidado. Por mera casualidad, oí unas extrañas conversaciones que me llevan a decirte esto. No las comprendí del todo, pero siento que algo se puede estar tramando en tu contra. ¡Tal vez esté equivocada! Por eso, habré de encontrar la forma de esclarecer el asunto. Segundo, ¡tienes prohibido que algo malo te suceda, tanto como buscarme personalmente, lo que va contra mi deseo! Si precisas comunicarte conmigo, emplea a la misma muchacha que te entregó la carta. Es discreta y la puedes hallar todos los días, al comienzo de la mañana, en la panadería, al lado del hospital; la reconocerás porque tiene una cicatriz en la mejilla derecha.

De su señoría,

R.

10 Campamentos o aldeas de los moros. (Del árabe ad-dunar: “campamento”).

11 Gobernador de un territorio denominado bajalato.

La profecía de Estambul

Подняться наверх