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El estrecho de Gibraltar

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El día en que se embarcaron en el puerto de Sevilla, donde el Guadalquivir parecía un bosque de mástiles, se reunió mucha gente en las orillas para acompañar la partida de la flota.

Primero, las tropas asistieron a una misa en uno de los monasterios de Triana, donde se bendijeron las banderas y los estandartes del tercio. Prosiguió una procesión marcial, encabezada por religiosos con velas encendidas, al ritmo de flautas y gaitas de foles. Los arcabuceros Jaime y Fernando marchaban detrás de los soldados, que iban acompañados por lebreles y otros perros feroces. Cada vez que golpeaban el suelo con los pies, las costras de las heridas de los cuatro que se habían aventurado en la noche de Triana les indicaban que aún no estaban curadas. Parecía que un ejército de agujas se les clavaba en la espalda. Pero, aun así, su gallardía se sobreponía al dolor. Apenas los rostros contraídos delataban lo que se escondía debajo de los uniformes.

El cortejo continuaba al ritmo de los hacheros, los portaestandartes, los escuderos, y terminaba con las mulas, los cirujanos y trabajadores varios. Cada uno a su turno fueron subiendo en las galeras que los llevarían al primer destino: Orán. Fernando viajaría en una nave diferente de la de Jaime, a quien le tocó la galera capitana, donde iba el conde de Alcaudete.


El sol resplandecía en la soberbia Torre del Oro, que marcaba el comienzo de la zona portuaria, construida en 1221 bajo las órdenes de Abú l-Ulá, el último gobernador almohade, con el objetivo de cerrar el paso hacia el Arenal, uniéndola a la Torre de la Plata a través de una muralla. Ya en el puesto de mando de la Santa Lucía, Jaime acompañaba las maniobras, de pie, junto a don Martín. Ambos observaban la algazara que siempre se producía cuando una flota se ponía en movimiento.

En cubierta, el cómitre8 del navío daba instrucciones a la chusma encadenada, cinco esclavos moros o turcos en cada banco, que se inclinaban sobre los cabos de los remos tratando de ubicar la embarcación en su lugar en la fila de navíos. Jaime posó la vista sobre la muchedumbre ubicada a lo largo de las márgenes del Guadalquivir. Hombres, mujeres, ancianos, niños, mendigos, clérigos, nobles, contrabandistas, estafadores, calafateadores, barqueros, todo tipo de gente había ido a despedirse, a desear buena suerte o a distraerse un poco, rompiendo la banal y ociosa monotonía cotidiana de su vida.

De pronto, el estómago le dio un vuelco. Un hombre alto, de hombros anchos, mentón erguido, con una vistosa tonsura bordeada de cabello gris, un escapulario blanco prendido al cuello y la capa negra de los dominicos sobresalía y hasta parecía querer alardear su presencia en medio de la multitud. Aunque la distancia le impedía vislumbrar el color de los ojos, no tuvo ninguna duda de quién se trataba ni de que aquella mirada arrojaba fulminantes rayos negros en su dirección.

Por sobre los chirridos de las cuerdas y el maderamen, de los tambores que marcaban el ritmo de las decenas de remos que se hundían rítmicamente en el agua, del tintineo de los grilletes y del estallido de los látigos, el joven caballero alzó la voz para dirigirse al conde.

—¡¿Quién es el fraile que está junto a aquella palmera?!

—Es el secretario de Fernando de Valdés, el inquisidor general —dijo el conde—. ¿Lo conoces? No te recomendaría su amistad, a no ser que mi buen amigo precisara de mucha agua bendita para escapar de las garras de la Santa Inquisición. Mucho menos te aconsejaría su enemistad. Dicen que aquel sobre quien recae su rencor tiene un pase asegurado por las posadas de la Inquisición, de donde solo saldrá para ir a la hoguera, al cementerio o a la ruina absoluta.

Por un instante, Jaime sintió que le faltaba el aire y el estómago se le estrujaba. No era un hombre cobarde ni flojo, pero con la gente de aquella cofradía no había valiente ni rico que pudiera salvarse una vez caído en sus garras. Y ahora sabía muy bien de qué se trataba aquello.

—Tengo idea de haberlo visto, en algún sitio, por ahí… —respondió titubeante, recordando las mentiras de las que aquel dominico los había acusado días antes—. Ahora, hay una pregunta que tengo atravesada en la garganta y que no tuve oportunidad de hacerle…

—Querido Pantoja, estoy a tus órdenes, si puedo responder la duda que te consume.

—¿Cómo supo su señoría que estábamos justamente en ese lugar prisioneros de la sociedad de la Garduña?

—Ah… Un hombre vino a contármelo. Dijo que estaba con ustedes en la taberna. Al principio, dudé, pero como demoraban en llegar, tuve que ponerme en marcha.

—¿Y cómo era el hombre, don Martín?

—De verdad, no lo sé con certeza… Yo no lo vi; solo habló con el centinela de servicio. Según él, no se demoró mucho, estaba agitado, nervioso y trataba de esconderse en la penumbra de la noche. Al parecer, tenía acento extranjero. Fue la única señal distintiva de la que tuve noticias.

Jaime Pantoja se sumergió en sus pensamientos mientras la flota descendía por el Guadalquivir, de forma lenta y organizada, hasta llegar al inmenso Atlántico. Era su primera vez en alta mar y, por eso, las incipientes náuseas no le impidieron vibrar con las nuevas sensaciones que le inundaban el alma.


En determinado momento del viaje, le pareció ver a Rosa asomada a la puerta de los aposentos en la zona del castillo de la galera capitana. Seguía cavilando sobre si había embarcado o no, pero no se había atrevido a preguntarle al conde. Cada vez que recordaba que estaba de novia con un desconocido se entristecía, aunque sin admitir que se tratara de celos. Por eso evitaba pensar en la hija adoptiva de don Martín. Pero cuando la recordaba, o le parecía verla, como en ese caso, de inmediato su corazón lo traicionaba. Su espíritu se agitaba en su interior como un caballo salvaje. Ya había estado preguntando sobre el tal Joaquín que había llegado de los Países Bajos para continuar con ellos hacia Orán, pero nadie le había dicho quién era. “Aún no se incorporó”, era la respuesta que le daban siempre en voz baja.

Así, la ligera náusea inicial provocada por los primeros balanceos del barco en las templadas aguas de Guadalquivir empeoraba, ahora, ya en pleno Atlántico, ante la fugaz visión de Rosa, con las amargas elucubraciones que le siguieron y la inquietud interior que le producía la importancia de los días que vivía.

Trató de animarse y llenarse de orgullo, diciéndose que había recorrido, hasta el estuario del antiguo Betis, el mismo trayecto que muchos descubridores y conquistadores del Nuevo Mundo habían hecho algunas décadas antes. Pensó en Colón y Pizarro, en Cortés y Vespucio, y se sintió unido a su espíritu conquistador, a la fuerza castellana que llevaba la civilización a los bárbaros, que daba una buena utilidad a sus vastísimas riquezas, que les llevaba la verdadera religión. Y que también aumentaba los dominios de la fe católica y ayudaba a la salvación de las almas.

Pero si había un pensamiento que no lo abandonaba era el recuerdo de sus últimos días en Sevilla. Hacía un permanente esfuerzo interior para superar tanto las heridas como las nubes negras que se le aparecían cada vez que le venían a la mente esas elucubraciones, pero no lograba evitar las noches mal dormidas. Aun cuando no se había atrevido a salir otra vez del campamento militar. Amén de que ningún soldado pudiese permanecer en el exterior después de la caída del sol, como había ordenado “el Viejo”.

Jaime no dejaba de pensar en la Inquisición, en el papel del Santo Oficio en la sociedad española. En Córdoba había asistido con desagrado al auto de fe de un presunto renegado, carbonizado a través de su efigie y de ese modo enviado a las llamaradas del infierno por toda la eternidad, después de la quema de Melchor, el simpático ermitaño de la montaña, de quien guardaba tan buenos recuerdos. Ahora, el encuentro en persona, cara a cara, con la Inquisición, con sus métodos, con sus amenazas… Se le encogía el corazón ante la imagen de lo que le podría suceder.

Sus prisiones desbordaban de presos, sin que se les hiciera ninguna acusación. Algunos podían permanecer encarcelados durante años, sin siquiera saber, en concreto, la eventual transgresión de la que se los acusaba. Jaime conocía familias de alcurnia que habían sido privadas de todas sus propiedades, cuando el jefe de familia había ido a dar con sus huesos en los calabozos de la Inquisición, incluso sin entender lo que le sucedía. El embargo de todos los bienes, desde la casa, hasta los platos y las ollas, podía ser dictado por la sentencia final para luego venderlos a precio de saldo. Y había casos en los que, mientras el sospechoso languidecía en las mazmorras, su patrimonio se vendía para proveer a su sustento en cautiverio y a los cofres de la sagrada cofradía. Y si más tarde era liberado, descubría con profunda desilusión que estaba en la ruina o en la miseria más absoluta, y encontraba a sus hijos hambrientos y con la vida destrozada.


En el vasto Atlántico se hizo un nuevo día. Sin embargo, aquel despertar fue diferente, con la galera contorsionándose sobre las aguas inesperadamente agitadas bajo un cielo ceniciento, henchido como una vaca llena que venía amenazando los últimos días. En el momento en que se veía un valle entre una ola y otra, la espuma del agua le salpicó la cara.

El firmamento iba adquiriendo unos tonos anaranjados y el aire parecía sofocante. Sin embargo, Pantoja permanecía atrapado en sus propias angustias. Recordó el día en que tomó la decisión de ir rumbo al norte de África, el de la muerte de toda su familia, rememoró con un aire fresco en el corazón, sus visitas al palacio del conde de Alcaudete y cuando había estado a solas con la hermosa y delicada Rosa. Sonrió por dentro y por fuera ante la imagen de ese recuerdo. Pero de nuevo se contrajo al sentir, todavía, el dolor en la espalda y rememorar la fugaz mirada de cuervo del hombre encapuchado en el decrépito palacio árabe adonde había sido llevado por la Garduña, los azotes en los cuerpos desnudos y desprotegidos y las aterradoras amenazas.

A continuación, imaginó a aquel inquisidor dando instrucciones a los verdugos para torturar a sus presos. ¡Y qué espantosos eran los métodos de la Inquisición española! Para evitar el derramamiento deliberado de sangre o el fuego, que estaban prohibidos, se utilizaban la toca y la garrucha. La toca era la tortura por ahogamiento, la más usada, y que consistía en cubrir el rostro con un paño al que arrojaban agua con una jarra que impregnaba la tela e impedía la respiración. Inicialmente, abrían la boca con un bostezo, un aparato de hierro, y obligaban al prisionero a tomar el agua de hasta cuatro jarras. La garrucha era la polea que alzaba al prisionero por los brazos, atados a la espalda; así lo mantenían durante el rezo de un miserere, el salmo escogido para deificar el momento.

Ahora, las falsas amenazas del encapuchado inquisidor eran tan peligrosas que le conferían al caso la misma gravedad. Jaime no tenía dudas de que el asunto estaba relacionado con la tal Lanza del Destino, algo que le llamó la atención, como por magia o hechizo, pero de la que nunca había escuchado hablar. Y nadie sabía explicarle qué lanza era aquella que tanto había perturbado al hombre de la Inquisición y a los dos que lo acompañaban.

—¡Qué pensativo, Pantoja! ¿Acaso ya tienes nostalgia de la patria?

Jaime se dio vuelta como un resorte. Aquella voz, apenas ronca, aunque de una dulzura inigualable, era la de Rosa, la joven que le ocupaba buena parte de sus pensamientos tristes, aunque también de los más felices.

—¡Rosa, qué sorpresa! ¡No te imaginaba aquí, en este momento! —El joven sintió un ligero rubor en las mejillas, que trató de disimular pasándose los dedos por su dorada cabellera.

—De hecho, tengo mis aposentos en el castillo del barco. No me gustan demasiado las maniobras de zarpar y atracar. Son tareas de hombres que una mujer no debe estorbar. —Una graciosa sonrisa le iluminaba el rostro, dándole un especial encanto a su figura dibujada contra el horizonte que cada vez iba cubriéndose de tonos más ocres y nubes más oscuras que ya cubrían el estrecho de Gibraltar.

—No es nostalgia en verdad, señorita. Reflexiono sobre muchos de los últimos acontecimientos de mi vida y no logro encontrar respuestas para algunos de ellos.

—Oí decir lo que les sucedió, pero me gustaría escuchar esa historia de tu propia boca.

—¡¿Oíste hablar de la Lanza del Destino?! —le preguntó Jaime a quemarropa.

Rosa lo miró fijo durante un momento y le respondió con una sonrisa indescifrable, pero que cautivaba al joven cordobés. Se apoyaron sobre el alcázar y Jaime le recapituló la fatídica noche de Sevilla. La doncella escuchaba con celosa atención, haciendo algunas preguntas ocasionales, pero precisas, para poder entender mejor. Aunque le extrañó tanto interés y preocupación, tampoco obtuvo de ella ninguna pista sobre la misteriosa lanza que había puesto su vida en inminente peligro.

Mientras se desarrollaba la conversación, la flota se aproximaba cada vez más al estrecho de Gibraltar. Un sitio de frontera, una línea divisoria, un limes, entre dos civilizaciones. Las excepciones eran las ciudades y presidios que los cristianos peninsulares mantenían en el Norte de la África musulmana, tratando de que fueran pilares en tierra firme de un puente con el sur de España y Portugal, como antes lo habían sido ciudades como Tarifa, Algeciras y Gibraltar para los árabes. Por eso estas viejas urbes meridionales de antaño, que habían sido grandes centros de población, ahora tenían solo funciones militares. Su tradicional rol de conexión entre los dos continentes, como puertos de fructífero comercio y centros de actividad productiva, había sido sustituido ante la conveniencia de los espacios fortificados para el mantenimiento de las guarniciones, como bases de escuadras navales regulares o de barcos corsarios y de arsenales para la construcción y reparación naval. Sin embargo, habían conservado siempre el interés de todos los pueblos y reinos como un importante reducto para el control del paso marítimo por el estrecho.

A medida que cruzaban las Columnas de Hércules, Jaime pensaba en aquel histórico momento de su vida. Estaba atravesando un lugar mágico, entraba en el caldero de las civilizaciones, en aquel mar prístino y sabio, ora lago manchado de sangre, ora pista por la que se deslizaban el saber, la cultura y la economía, ora camino de otra conquista, de un nuevo orden mundial. Agua de todos y de nadie, territorio incierto y peligroso, donde se mezclaban todas las razas y naciones, ya aliándose, ya combatiendo. Españoles, portugueses, venecianos, franceses, ingleses, moros, moriscos, criptojudíos y súbditos del Gran Turco.

Mientras las blancas velas latinas que pendían de las vergas se iban inflando con la brisa cada vez más intensa y aumentaba el estrépito de las lonas y el repiquetear de los poleames, Jaime y Rosa miraban las cimas de las sierras acogedoras y protectoras de la región por el oeste y las húmedas colinas cubiertas de dehesas y bosques, y descubrían, junto al mar, sucesivas cobijadas bahías, abundantes fondeaderos, planicies fluviales, con suelos fértiles, canteras y afloramientos arcillosos.

—¿Y ya te sientes recuperado de las heridas?

Mientras Jaime le respondía afirmativamente a Rosa, un súbito relámpago unió el cielo y el mar en el horizonte de la proa del barco. El sol débil, que iluminaba aquella tarde por la popa, no hacía prever el infierno hacia donde la escuadra de don Martín navegaba. Es cierto que las nubes grises que se avistaban desde la mañana temprano iban adquiriendo tonos más cargados, pero no hacían predecir un diluvio. El mar se agitó preparando la conmoción que estaba por abatirse sobre aquel sitio del universo.

—¡Todos a popa!

La voz del capitán del barco resonó a lo largo de la embarcación. Se temía que el espolón se clavara en el agua con alguna de las olas cada vez más impetuosas que se habían formado de pronto. Afligida, Rosa tomó las manos de Jaime, como buscando protección ante las fuerzas de la naturaleza y rezó con fervor.

El mar se agitaba de tal modo como si los diablos que habitan el centro del mundo se hubieran irritado tanto que las aguas de la superficie recopilaban su mal humor. En el cielo, las cosas no se mostraban alentadoras: las nubes grises ya corrían, desorientadas, en busca de sosiego. Además, el viento que retumbaba, al tragar los vómitos de agua, y los relámpagos, que, dominados por las lanzas ardientes de Zeus, herían el firmamento, no facilitaban el camino de los navegantes. El cosmos derramaba gruesas y pesadas lágrimas sobre la flotilla. Las plegarias de Rosa y de muchos otros parecían no surtir ningún efecto visible. El tormento de lluvia se descargaba sobre las embarcaciones, mientras hordas de frío viento las fustigaban por detrás. El timonel de la Santa Lucía se trababa en lucha feroz contra aquellas olas poseídas por el demonio, tratando de mantener el espolón erguido en dirección al Levante.

Los rayos y truenos eclosionaban en una danza agitada, mientras la atmósfera se humedecía y se ennegrecía, como si hubiera recibido instrucciones divinas para castigar a los pobres mortales. El cómitre alardeaba, por todos lados, dando órdenes, o al menos tratando de hacerse oír sobre el silbido del viento. En el fondo de la nave, encadenada entre sí, la chusma, con el torso desnudo, golpeaba los remos con la fuerza que aún le quedaba en aquella feroz lucha contra el océano. La energía suplementaria se la daban los látigos, que los azotaban para que no detuvieran el trabajo forzado y llevaran el barco hacia donde lo guiaba el sudoroso timonel de más experiencia.

—¡Vamos, presionen a esos hijos de puta, antes de que encontremos la muerte aquí! ¡¿Alguien querrá morir con los pulmones llenos de agua salada?! —Las Furias cabalgaban en el rostro desencajado del cómitre, que les gritaba a los hombres encargados, a fuerza de latigazos, de alentar a los esclavos remeros para que continuaran en su tarea extenuante.

Jaime miró a esos pobres de Alá, y dejó escapar una breve e irónica sonrisa al comprender que su salvación estaba en manos de los infieles que remaban allí contra su voluntad después de haber sido capturados en alguna refriega marítima.

Se arriaron las velas, para que el mástil y las antenas no se partieran, pero el barco no dejaba de cabecear; de pronto se hundía como si fuese engullido por las olas y luego resurgía triunfante en cada acometida.

Jaime y Rosa buscaron cobijo en una pequeña dependencia de la embarcación destinada al almacenamiento debajo de las escaleras que daban acceso al castillo de popa. No bien se sentaron uno al lado del otro sobre un manojo de redes viejas junto a un obenque, el barco se encabritó sobre una ola aún más temeraria que lo inundó con un lastre de sal y espuma que no invadió aquella bodega solo porque Jaime cerró la puerta a tiempo y tapó las rendijas con algunos trapos.

Temblando de angustia, Rosa se aferró a su amigo tratando de encontrar en él el abrigo de un puerto de aguas calmas que serenara tanta angustia.

—¡Dios nos salve de este infierno, Jaime! Nunca vi un mar tan indómito como este… ¡Ay, qué miedo!

—Calma, yo tampoco… Es… ¡es la primera vez que me aventuro en el mar! —respondió el joven, también atemorizado ante semejante tormenta.

Con cada acometida en aquellos valles de agua salada, la temblorosa Rosa más se aferraba a Jaime, hasta que reclinó su cabeza y su rostro sobre el de él. Este, al contacto de aquella piel ruborizada que le acariciaba la cara, con una mezcla de peligro y sensualidad, no pudo evitar una imprevista e inoportuna hinchazón en la entrepierna al mismo tiempo que, en medio del pánico de los acontecimientos, veía que el pecho se le henchía de orgullo por tener a aquella hermosa, dócil y desprotegida mujer entre sus brazos. Admiró su abundante cabellera

negra, la apretó contra sí y, en un impulso, le besó la mejilla. Ella se movió, acurrucándose aún más y dejó atónito a Jaime con la pregunta que le saltó de los labios:

—¿Por qué decidiste venir a estas tierras y correr tantos peligros cuando, por lo que sé, podías disponer de una buena vida por tus privilegios de sangre y los estudios que hiciste en Salamanca?

El mar ya se recuperaba de su angustia. Jaime sonrió ante la calma y la pregunta de Rosa. Le acarició el brazo por sobre el húmedo corset de terciopelo negro, le acomodó el tocado sobre la cabeza y la besó en la otra mejilla, sin hallar resistencia alguna.

—¡No encontré mejor forma de poder abrazarte y besarte que esperar una tempestad en alta mar, en un viaje a Orán contigo!

Rosa sonrió, se apretó todavía más al joven Pantoja, hasta que estalló en un torrente de lágrimas.

—¡Rosa!

—No digas nada, por favor… —dijo, embargada por la emoción.

Se abrazaron con fuerza. Un haz de emociones unía a aquellos dos seres sentados en la bodega de la nave. Rosa rompió el silencio:

—Todavía no me respondiste la pregunta que te hice en Córdoba, en mi casa.

—¿Qué pregunta, Rosa?

—¿Por qué no volviste para hablar conmigo después de irte con tus amigos a Sierra Morena, como me prometiste?

—Ah…

Jaime estaba a punto de responder, pero, súbitamente, se oyó un estrepitoso ruido en la parte exterior. Los jóvenes se separaron mientras la puerta se abría y eran abrasados por unos ojos negros y un rostro de bigote espeso y retorcido, y barba, que pertenecían a quien había roto el encanto del momento.

—¡Rosa, te buscamos por todo el barco! ¡¿Qué haces aquí, con este hombre?! —Las palabras transmitían ira más que alivio—. Ya te imaginábamos perdida en el mar… ¡Vamos!

—¡Tranquilízate, Joaquín! Don Jaime Pantoja me protegió de la tormenta. Fue un auténtico caballero.

Enjugándose las lágrimas, Rosa salió, despacio, de los improvisados aposentos. En el último momento, mientras arrojaba una quejumbrosa mirada a su protector, colocó el índice en arco sobre su nariz. Jaime estalló por dentro: ¡era el código secreto que ambos utilizaban en la adolescencia para darse un beso a escondidas de quien estuviera cerca! Rosa no había olvidado aquel íntimo secreto que solo les pertenecía a ellos dos. Al mismo tiempo que recibía aquella señal de afecto, el joven descubrió por fin quién era Joaquín y la furia mortal que chispeaba en los ojos de ese hombre alto, delgado, moreno y con un bigote en cornucopia, cuyos largos cabellos oscuros no disimulaban del todo que le faltaba la oreja izquierda.


El viaje continuó hasta que llegó una noche cubierta por una bóveda estrellada. Navegaban amparados por el conocimiento del experimentado piloto que, en caso de duda, consultaba la estrella que le señalaba el Norte o abría una u otra vez el escandalar,9 donde una débil luminosidad alumbraba la aguja de marear.

Durante el resto del viaje, que después del temporal en el estrecho se mantuvo sereno y sin ninguna baja en la flota, Jaime apenas vio a Rosa a la distancia, siempre, como era debido, escoltada por Joaquín, el novio, que, incluso así, no consiguió impedir que los cruces de miradas, logrados con la debida discreción y en los momentos de menor riesgo, valieran más que muchas palabras. A pesar de todo, lo que Joaquín ya no podía evitar era la más clara de las evidencias: ¡el desasosiego se había instalado en aquellos dos jóvenes corazones!

8 Oficial de navío de remo, por ejemplo, fusta o galera, encargado de la chusma (los remeros).

9 Cámara donde se encontraba la brújula en las galeras.

La profecía de Estambul

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