Читать книгу Trilogía Océano. Océano - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 10
ОглавлениеSobre la medianoche comenzó a arder una barca.
Estaba junto a las otras, varada en la arena, lejos del alcance de las olas y bien erguida en sus calzos aguardando a que la empujaran a la mar para ir en busca del sustento diario, cuando sin motivo ni explicación lógica alguna pasó a convertirse en una antorcha, lanzando al aire chispas y pavesas que la suave brisa de levante arrojó sobre otras barcas vecinas.
El pueblo entero dormía. Dormían incluso los perros y tan solo cuando la mujer del tabernero, que era quien más cerca vivía, se despertó gritando, se alborotaron los hombres y corrieron, semidesnudos y espantados, portando cubos y latas con los que formaron una cadena que iba del mar a las barcas, todo ello entre gritos, llantos, caídas y maldiciones.
No duró mucho el trasiego. En diez minutos el fuego había sido vencido por el agua y sobre la playa no quedó más que un pueblo alelado aún por la sorpresa de una desgracia tan absurda, algunas embarcaciones apenas chamuscadas y una hermosa barca nueva, «La Dulce Nombre», convertida en un esqueleto renegrido y humeante.
Había diez o doce barcas de pesca más sobre la playa y tres pesados lanchones de los que se utilizaban para transportar sal desde la orilla a los veleros que fondeaban a no más de doscientos metros de distancia, pero tuvo que ser «La Dulce Nombre» en la que se acababa de gastar Torano Abreu los ahorros de una vida de trabajo, la que se convirtiera en humo en cuestión de minutos.
Torano Abreu, su mujer y sus hijos, habían quedado como idiotizados contemplando incrédulos, como si se tratara de un mal sueño, el horror de la inevitable ruina que se abatía sobre ellos, pues en Playa Blanca, y en semejantes tiempos de penuria, ningún pescador que no contara con su propia embarcación podía confiar en dar de comer a cinco bocas.
–¿Cómo es posible...? ¿Cómo es posible? –repetían una y otra vez los lugareños–. Cuando nos fuimos a dormir todo estaba tranquilo y dos horas después el fuego empieza solo.
–Tal vez habían dejado una colilla encendida.
–Torano no fuma. Dejó de fumar para pagar la barca.
–Alguien que pasó por la playa.
Todos observaron severamente a Isidro, el tabernero, que era quien lo había dicho.
–¿Alguien del pueblo...? –inquirió con intención Maestro Julián–. Sabemos el esfuerzo que le ha costado esa barca a Torano y tenemos desde niños la costumbre de lanzar las colillas al mar. Es lo primero que aprende un pescador.
–Yo no he dicho que fuera alguien del pueblo... –puntualizó el tabernero–. Conozco a todos los de aquí y ninguno lo haría.
No hacía falta aclararlo, pero en el ánimo de cada uno de los presentes se encontraban los siete forasteros, que se habían limitado a observar lo ocurrido desde su privilegiada atalaya de la casa.
–¿Por qué la de Torano? –quiso saber un viejo desdentado–. ¿Por qué no la de Abel Perdomo, que es quien de verdad les interesa...? –pidió–. Todos sabemos que esa gente ha venido a por Asdrúbal... ¿Qué les ha hecho Torano?
–Nada... –replicó Maestro Julián serenamente–. Hacer no les ha hecho nada, pero vive en el pueblo.
–¿Quieres decir que el pueblo va a tener que pagar hasta que vuelva Asdrúbal? –inquirió alguien con voz inquieta.
–Yo nada digo... –fue la respuesta–. Ni siquiera insinúo. Pero resulta extraño que por primera vez una barca se incendie de ese modo.
–¡Echémoslos de aquí! –propuso el viejo–. ¿Acaso hemos perdido las agallas? Son solo siete.
–¿Tienes tú las armas para echarlos...? –inquirió el tabernero despectivo–. Tres de ellos ya me han enseñado sus pistolas... Y estoy seguro de que saben cómo hay que manejarlas... ¿Qué sabemos nosotros más que de redes y de anzuelos?
–Yo estuve en la guerra... –comentó el hermano de Maestro Julián.
–¡En Intendencia! Y yo pelando papas en un transporte de tropas... ¡No te jode...!
–Mañana subiré a Femés a hablar con los guardiaciviles... –señaló Abel Perdomo.
–Perdona, «Maradentro»... –le replicó convencido el hijo de «Seña» Florinda–. Los guardiaciviles tan solo te escucharán cuando vayas a contarles dónde escondes a tu hijo. ¿Qué otra cosa puedes decir? ¿Que se quemó una barca? Mandarán a los bomberos... No hay pruebas de que hayan sido ellos...
–Observó a los presentes largamente y recalcó–: Ninguna.
Abel Perdomo pareció comprender la razón que le asistía, permaneció unos instantes en silencio, y luego se encaminó hacia donde Torano Abreu continuaba inmóvil observando embobado los restos de «La Dulce Nombre».
–Quédate con mi barca hasta que ayudemos a comprar otra... –dijo–. Yo me las arreglaré con el «IsladeLobos». Al fin y al cabo tú no tienes culpa alguna.
–¡Los mataré! –musitó el pobre hombre abriendo la boca por primera vez desde que todo comenzara–. Los mataré uno por uno... Han sido ellos.
–¡No digas tonterías...! –le reprendió colocando afectuosamente la mano sobre su hombro–. Piensa en tu mujer y en los chiquillos... Mi barca es vieja pero te hará el apaño, y ya buscaré el modo de compensarte por la pérdida...
–¿Quiénes creen que son que pueden venir de ese modo avasallando? Esa barca me costó tres años de comer mal, no tomar una copa y no fumar un cigarrillo... Tú sabes que no pagan con la vida.
–Lo sé, Torano, pero el mal ya está hecho... No te envenenes la sangre... Van a por mí y soy el único que debe preocuparse...
El otro tardó en hablar. Se había aproximado a los restos de la embarcación, pasando muy despacio la mano por la proa, que era la única parte de la estructura que no había sido dañada por el fuego:
–¡Navegaba tan suave...! –exclamó casi con un lamento–. Era tan dócil y cogía tan bien la mar y el viento... Se conocía ella sola el rumbo al caladero y parecía cantar cuando volvíamos a casa... Nunca tuve una barca semejante... ¡Nunca...!
¿Cómo se podía consolar a un hombre que amaba su embarcación casi con la misma intensidad con que amaba a sus hijos...?
De regreso a casa, Abel Perdomo admitió que Damián Centeno había sabido asestar certeramente el primer golpe, y no dudó de que sabría elegir con idéntico acierto sus nuevos movimientos. Desde la ventana observaba con ayuda de su dorado catalejo a los hombres del pueblo y su atención debió recaer bien pronto en aquella resplandeciente embarcación a la que su dueño mimaba, limpiaba y repintaba mientras el resto de los pescadores aún dormían o dejaban pasar los ratos de asueto en la taberna.
–Empiezo a entender tu juego... –musitó, como si Damián Centeno en verdad pudiera oírle–. Harás daño al pueblo hasta que le obligues a elegir entre él o yo, y alguien acabe por descubrir dónde está el chico...
El escondite de Asdrúbal era un secreto bien guardado, pero Abel no se hacía demasiadas ilusiones y presumía que por la rapidez con que su hijo había desaparecido aquella noche y por la antigua afinidad de los Perdomo con la Isla de Lobos algunos podrían sospechar que el fugitivo hubiera encontrado refugio allí, a la vista de todos, en el único lugar que podía distinguirse desde cualquier punto de Playa Blanca a cualquier hora del día o de la noche.
–Tiene que irse... –señaló cuando la familia se reunió poco después en torno a la mesa de la cocina, agradeciendo el café fuerte y caliente que Aurelia acababa de preparar–. Por muy al fondo del aljibe que se esconda, si esos cerdos van a buscarle al faro acabarán por encontrarlo... Tiene que irse... –repitió, y luego se volvió decidido hacia Yaiza–. Y tú también.
–¿Por qué yo?
–Porque tarde o temprano tú serás su objetivo... Ya lo han dicho, y saben bien que es en ti donde más daño pueden hacernos... Rufo Guerra me debe un favor, y aunque esos favores no se cobran, no dudará en pagármelo escondiéndote. A su casa nadie irá a buscarte y a ti no te persigue la justicia...
–¿Y Asdrúbal?
–Él es un hombre... En Timanfaya aguantará hasta que algún barco amigo lo saque de la isla... Si llega a las pesquerías de Mauritania puede pasar al Senegal y encontrar la forma de embarcar hacia América... –hizo una pausa–. Al fin y al cabo, muchos han emigrado tan solo para matar el hambre... Algunos incluso han hecho allí fortuna... –Bebió calmosamente un sorbo de café y concluyó–. Tal vez sea ese su destino.
–Quizá yo debería irme a América también... –musitó Yaiza quedamente–. Aquí ya nunca podré vivir en paz.
–Perder dos hijos de golpe es demasiado... –señaló Aurelia en idéntico tono–. Y marcharte sería como aceptar que alguna culpa tienes en lo ocurrido, y eso no es cierto. –Le acomodó el cabello apartándoselo de la cara, tal como venía haciendo desde que era niña y le acarició luego levemente la mejilla–. Estoy de acuerdo con tu padre en que te alejes un tiempo, pero luego volverás a casa, con tu familia, para que todo sea lo mismo.
–Nada será nunca lo mismo, madre, y tú lo sabes –replicó la muchacha–. ¡Díselo, padre... ¡Dile que no sueñe!; que su familia se ha deshecho por mi culpa, y jamás volverá a recomponerse...
–¿Por qué por tu culpa, hija...? Yo sé que no tienes culpa alguna.
–Si aquella noche me hubiera quedado quieta y callada en lugar de cantar y bailar como una idiota nada habría ocurrido.
–Tú hacías lo que hacen todas las chicas de tu edad, y ellos hubieran actuado de igual modo por muy en silencio que hubieras estado... –La voz de Aurelia Perdomo sonaba más bronca y severa que de costumbre–. Es hora de que empieces a dejar de avergonzarte por tener el cuerpo que tienes. Si Dios te lo ha dado, no te queda más que agradecérselo y sentirte feliz por ser dueña de algo que cualquier mujer quisiera para sí. Deja de andar encorvada como si tuvieras chepa; deja de mirar al suelo como si fueras bizca. Tú no tienes la culpa de que las demás sean esmirriadas, gordas, narigudas o cabezonas... Yo te hice así y quiero que te sientas orgullosa por ello.
–No es fácil.
–Te aseguro que más difícil debe de ser andar tullida y con nariz de bruja como Asumpta... –Agitó la cabeza con gesto de fastidio, como si le molestase continuar hablando de aquel tema–. Bastantes problemas tenemos para que nos vengas encima con monsergas.
–Lo siento, madre.
–¡Pues deja de sentirlo y empieza a comportarte como una auténtica mujer! A tu edad, mi madre ya se había casado, y un año más tarde ya me había parido y casi se había muerto en el intento.
–Si ese es el ejemplo que le pones, no creo que le queden muchas ganas de ser mujer –sentenció Sebastián, que se había limitado a ser testigo de la conversación–. Pero de todas formas, tienes razón...: las cosas están difíciles y van a complicarse aún más, por lo que va siendo hora de olvidar cuanto no sea encontrar solución al principal problema...: ¿Cómo vamos a sacarla de aquí sin que lo adviertan?
–Como lo hemos hecho todo en esta vida desde que yo recuerde... –le replicó su padre–. ¿Qué hora es?
–Las dos y veinte.
Abel Perdomo salió a la puerta de la cocina y estudió el cielo y el estado de la mar. Necesitó tan solo un minuto y, volviéndose, señaló:
–Sobre las cuatro entrará viento del nordeste... Prepara tus cosas, Yaiza. Y tú, Aurelia, un saco de comida y un garrafón de agua... Las luces apagadas y en silencio... Sebastián, ven a echarme una mano...
Una hora más tarde, cuando el pueblo dormía nuevamente y antes de que los hombres, cansados por la agitada noche, comenzaran a pensar en saltar de la cama para salir a la pesca, tres sombras recorrieron furtivamente los diez metros que separaban la puerta de la cocina de la orilla del agua y comenzaron a nadar muy suavemente y en silencio empujando una tosca balsa hecha con corchos y garrafas vacías.
Resultaba imposible que nadie pudiera verlos por mucho que aguzara la vista y atento que estuviera, pues la luna era apenas un descuido en un cielo contagiado de estrellas que no permitían distinguir nada a cinco pasos de distancia.
Incluso a ellos mismos le costó un gran esfuerzo descubrir la silueta del «Isla de Lobos» fondeado a unos trescientos metros de la costa, y a punto estuvieron de pasarse de largo y adentrarse nadando en el Canal de la Bocaina, de no haber sido porque Yaiza tuvo la impresión de que el abuelo Ezequiel la llamaba a sotavento.
–¡Hacia allí...! –susurró quedamente, y corrigieron el rumbo de modo que a los cinco minutos se encontraban a bordo, tiritando y castañeteando los dientes.
–¡Suelta el cabo de la boya y deja que el barco caiga solo...! –musitó Abel Perdomo aproximando mucho la boca al oído de su hijo–. La marea nos sacará hacia el canal y a media milla podremos izar el trapo sin miedo a que nos vean... ¡Sécate y baja a por los foques! –ordenó luego a la muchacha–. Conviene tener todo el velamen preparado.
Los «Maradentro» conocían bien su mar, su barco y sus mareas, y quince minutos más tarde la goleta enfilaba directamente hacia la intermitente luz del faro de Isla de Lobos empopados por un viento que comenzaba a desperezarse alegremente, despertando a la mar, los barcos y los pescadores que aún permanecían en sus camas.
El navío crujía y susurraba feliz de cortar las olas y sentir la tensión de las velas presionando sobre sus viejos palos, porque era una embarcación que había surcado un millar de veces aquel ancho Canal de la Bocaina y parecía saludar personalmente a cada roca del fondo que le devolvía el eco de su paso como si en verdad se tratara de antiguos conocidos.
Ni la más leve luz alumbraba en cubierta, y el «Isla de Lobos» semejaba un buque fantasma, puesto que junto a la proa resplandecía en el agua una leve fosforescencia provocada por miríadas de noctilucas alborotadas, lo que podía hacer sospechar a un observador imaginativo que las estrellas que se estaban reflejando en la quieta superficie del océano se desmenuzaban ante el empuje de la goleta.
Acodada en la borda, observándolas, y con la vista puesta también en el destello del faro que constituía su objetivo, Yaiza Perdomo experimentó de improviso la cercanía de una presencia extraña y muy amada, y supo que el abuelo Ezequiel navegaba con ellos, aunque esta vez no lo hiciera con la despreocupación y la alegría de otras noches.
Se volvió a mirar pero no pudo verlo, y no le sorprendió porque se había habituado desde niña al hecho de que los difuntos jamás se le mostrasen cuando se hallaba plenamente consciente, sino más bien en aquellos momentos que precedían al sueño y en los que tan difícil le resultaba fijar los límites de lo real y lo ficticio.
Y era al alba, a punto ya de abrir los ojos, cuando en tantas ocasiones venía el viento a anunciarle desde dónde y con qué fuerza pensaba soplar esa mañana, o corrían por su mente los atunes, los chicharros y los «bonitos» señalándole cuándo y dónde podrían encontrarlos.
Pero ahora sabía que aunque no hablara ni se dejase ver, el abuelo Ezequiel les hacía compañía, e incluso rectificaba la caña del timón si resultaba necesario, pues nadie conocía con tal lujo de detalles como él las corrientes y derivas del Canal de la Bocaina.
Ya viejo y cansado, lo recordaba apoyado en el muro del patio, sentado en su banco de piedra preferido, observando las velas que iban y venían por el ancho canal, y aun sin reconocer la barca a causa de la distancia, sabia quién la patroneaba por la forma con que tomaba el viento o concluía una ciaboga.
–¡Ya no hay marinos como los de mi tiempo...! –repetía siempre–. Esa mierda de motores los echarán a perder a todos... Están tan enviciados con las máquinas que ni con el «siroco» en popa serían capaces de meter una goleta como la mía en Arrecife.
Era bueno sentir la presencia del anciano a bordo aun cuando lo advirtiera inquieto y preocupado, y por primera vez desde que comenzara aquella horrenda pesadilla, Yaiza abrigó la esperanza de que tal vez existía una posibilidad de que la familia volviera a reunirse nuevamente.
Habían penetrado ya en las tranquilas aguas de la Caleta protegidos por la mole del viejo cráter dormido, que constituía la única altura del islote, al noroeste, y Abel Perdomo, que conocía al dedillo aquellas aguas, puso rumbo, bordeando la costa, hacia la punta en la que se alzaba el faro.
–¡Arría la mayor...! –ordenó a su hijo, que permanecía atento a la maniobra–. Seguiré con los foques.
Yaiza ayudó a su hermano a aferrar la vela de la botavara, y aprestaron luego el ancla, que cayó al agua en cuanto alcanzaron el enclave elegido, justo frente a la alta torre cuyo haz de luz cruzaba sobre ellos barriendo el horizonte.
Arriaron también los foques y la goleta se balanceó sobre un mar en calma a unos doscientos metros de la orilla.
–¡Ve a buscar a tu hermano!
Sebastián se despojó de la ropa y se lanzó al agua de inmediato, nadando con brazadas rápidas y fuertes hacia la oscura línea de una costa contra la que las olas batían mansamente.
Pudieron escuchar cómo llamaba a Asdrúbal apenas puso pie en tierra firme, cómo este le respondía al poco rato, y cómo comentaban algo entre ellos antes de lanzarse de nuevo al agua.
Reaparecieron al poco, nadando juntos y sin prisas, y Asdrúbal lo primero que hizo fue abrazar a su hermana, a la que no había visto desde la noche en que ocurriera la desgracia, aunque Abel Perdomo no les dejó mucho tiempo para las efusiones pues ordenó izar de inmediato todo el trapo que fuera capaz de sostener sin resentirse el viejo barco, y en cuanto el ancla se acomodó en su sitio viró en redondo y puso proa al Este, consciente de que tenía el tiempo justo para pasar entre las dos islas mayores y adentrarse en el océano antes de que comenzara a clarear el día.
La noche sabía ya que tenía una vez más perdida la batalla cuando interpusieron entre ellos y Playa Blanca la punta del Cabo de Pechiguera, navegaron así aún dos o tres millas y viraron a babor dejando que el barco ganara velocidad.
A las tres horas, protegidos por una suave calina que había convertido las costas de Fuerteventura en una levísima mancha y sin distinguir siquiera un solo contorno de las más altas cumbres de Lanzarote, Abel Perdomo pidió a sus hijos que arriaran las velas y permitió que la goleta permaneciera al pairo, empujada suavemente hacia el sur por el viento y la corriente. Había llegado el momento de esperar.