Читать книгу Trilogía Océano. Océano - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 4
ОглавлениеCuentan que la única mujer nacida en Isla de Lobos fue Margarita la hija del farero, ya que a los pocos años de venir al mundo el faro se automatizó y nadie más vivió permanentemente en aquel diminuto peñasco que se alza, como un vigía, entre las islas de Fuerteventura y Lanzarote, en el archipiélago canario, frente a las costas del desierto africano.
Cuentan también que Margarita fue llevada a bautizar a Corralejo a bordo del «Isla de Lobos», una goleta que acababa de construir con sus propias manos el viejo patrón Ezequiel Perdomo, más conocido por Ezequiel «Maradentro», que quiso celebrar la botadura de su nueva embarcación apadrinando a la hija de su amigo, aquel farero que en las noches oscuras le hacía guiños de luz en la distancia, marcándole el camino de regreso a casa.
Los Perdomo, o «Maradentro», habían habitado, desde que se tenía memoria, en el minúsculo puertecillo lanzaroteño de Playa Blanca, situado exactamente frente a la torre del faro de Isla de Lobos, y tenían fama de ser, por tradición, los mejores y más arriesgados pescadores de aquellas aguas.
Y cuentan por último que, debido a una notable coincidencia, la tragedia que cambió la vida de los «Maradentro» se inició exactamente la misma semana en que, muy lejos de Playa Blanca, fallecía –también trágicamente– la niña que habían llevado a bautizar en su goleta tantísimo tiempo atrás.
En efecto, mi madre, Margarita Rial, murió muy joven, la mañana de San Pedro del año cuarenta y nueve, cuatro días después de que, a la luz de las fogatas de San Juan, tres señoritos llegados de la ciudad vieran por primera vez a Yaiza Perdomo, la menor de la estirpe «Maradentro».
Y habían venido a verla a Playa Blanca, porque hasta la capital de la isla, e incluso hasta las islas vecinas, alcanzaba la fama de Yaiza, hija de Abel, nieta de Ezequiel y hermana de Asdrúbal y Sebastián Perdomo, que pese a pertenecer a una familia de pescadores curtidos por mil soles y horas de mar, asombraba por la delicada belleza de su rostro dominado por unos rasgados ojos verdes, la frágil pero rotunda madurez de su cuerpo de mujer-niña, y el indescriptible misterio que rodeaba de continuo su persona, pues se aseguraba que Yaiza «Maradentro» tenía el «don de aplacar a las bestias, atraer a los peces, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos».
Nada de esto último advirtieron sin embargo los forasteros de la Fiesta de San Juan, deslumbrados desde el primer momento por la gracia con que Yaiza reía, la eterna luz que brillaba en sus ojos, la esbeltez de su majestuoso pecho, y la contenida e involuntaria sensualidad que se adivinaba en cada uno de sus gestos, enardecidos como estaban por el alcohol y por el hecho de que ni una sola vez hubiera aceptado bailar con ellos, dirigirles la palabra o dedicarles una simple mirada.
Ocurrió al final de la fiesta, cuando, de regreso a casa, la acecharon al borde del oscuro camino tratando de obtener a la fuerza mucho más de cuanto no habían podido conseguir con halagos, ignorantes como extraños al pueblo que eran de que uno de sus hermanos se cercioraba siempre, desde el recodo del sendero, de que nadie molestara a Yaiza hasta que penetraba en el patio de la casa.
Y fue Asdrúbal, el menor, el que los vio esa noche, el que gritó sin que los que aún cantaban junto al rescoldo de la hoguera alcanzaran a oírle, el que se abalanzó decidido sobre los agresores, y el que, en el ardor de la contienda, arrebató a uno de los forasteros un cuchillo y de un mal golpe lo mató en el acto.
Fue Asdrúbal, que acababa de cumplir veintidós años. El difunto era aún más joven.
Y era hijo único de don Matías Quintero, señor de los viñedos de Mozaga y el terrateniente más influyente de la isla en aquel tiempo, ya que al poderío que le proporcionaban sus viñas y sus tierras unía una indiscutible ascendencia política conquistada en los campos de batalla de Toledo, Madrid y Zaragoza como condecorado capitán de la Legión.
–¡Escóndete...! –fue lo primero que dijo Aurelia Perdomo a su hijo cuando esa misma noche averiguaron la identidad del muerto–. Escóndete y no vuelvas hasta que pase un tiempo y las cosas se aclaren, porque don Matías Quintero es muy capaz de matarte del primer golpe de ira, y es un hombre al que luego nadie va a ir a pedirle explicaciones...
–¡Pero es que yo lo hice en defensa propia, madre...! –protestó Asdrúbal–. Estaban a punto de abusar de mi hermana... ¿Por qué tengo que esconderme como si fuera un asesino...?
–Porque tiempo hay siempre para demostrar una inocencia, pero jamás lo hay para resucitar a un muerto... –fue la respuesta–. Ve a esconderte y no discutas.
Aún quiso decir algo el muchacho, pero su padre intervino imponiendo una autoridad que en la casa nadie se atrevió jamás a discutir.
–Haz lo que tu madre dice, hijo... –pidió–. Que tu hermano te lleve a Isla de Lobos y ocúltate en el faro... –Le colocó en el hombro su enorme manaza de gigante–. Será cosa de días... La Guardia Civil entenderá que no pudiste obrar de otra manera.
–En los tiempos que corren no es cuestión de Guardia Civil... –sentenció Aurelia–. Es cuestión de don Matías Quintero, y dudo que quiera entender lo que ha ocurrido.
Aurelia Perdomo había llegado a Lanzarote veintiséis años antes proveniente de su isla natal, Tenerife, recién concluida la carrera de Magisterio y decidida a ejercer durante cuatro años en el vecino pueblecito de Femés, ahorrar algún dinero y regresar a casa en condiciones de iniciar los estudios de Derecho continuando la tradición familiar y haciéndose cargo del bufete que su padre había dejado vacante al morir.
Nada por tanto más apartado de su intención en aquellos lejanos tiempos que quedarse para siempre en Lanzarote, pero el extraño embrujo fascinante de la isla y la aparición una mañana de un gigante de casi dos metros y cuadradas espaldas que surgía del mar arrastrando una barca cambiaron por completo sus planes.
Aurelia Ascanio se enamoró de Abel Perdomo «Maradentro» desde el momento mismo en que lo vio; enorme, fuerte, retraído y serio, y resultaron inútiles las súplicas de doña Concha –del más rancio abolengo tinerfeño– y los consejos de sus amigos y parientes. Olvidó sus libros de Derecho, y confió su cuerpo y su destino a aquellas enormes y encallecidas manos que la hicieron temblar desde el primer día en que la acariciaron tímidamente.
Aún temblaba y se estremecía al contacto de esas mismas manos; aún adoraba cada centímetro de aquel cuerpo enorme y poderoso, y ni un solo día de su vida se había arrepentido de haberlo abandonado todo para convertirse en la mujer de un pescador que pasaba en ocasiones semanas mar adentro.
En tales períodos de obligada soledad, Aurelia Ascanio, amén de cuidar a sus hijos y enseñar a leer y escribir a los niños y adultos de Playa Blanca, aprendió a amar y conocer la isla en la que había nacido su esposo; la más sorprendente, misteriosa y agreste de cuantas islas había desperdigado el Creador sobre los mares.
Y había aprendido a amar y conocer igualmente a sus gentes, pero sabía –le constaba por cuanto de él había visto y escuchado– que don Matías Quintero no era hombre que pudiese aceptar el hecho de que su único hijo había muerto de una puñalada mientras intentaba violar a la hija de un pescador zarrapastroso.
–Nos buscará problemas... –sentenció convencida–. Muchos problemas... Él sabe cómo hacerlo sin necesidad de que le hayan matado a un hijo.
Asdrúbal «Maradentro» admitió de mala gana el consejo de su madre, amontonó en un macuto lo más imprescindible, se despidió con un beso de Yaiza, que no había abierto la boca impresionada por todo lo ocurrido, y siguió a su hermano Sebastián hasta la playa en la que juntos botaron a oscuras la barca y comenzaron a bogar, muy lentamente y en silencio, antes de izar una vela que podía delatar a los alborotados vecinos su evasión.
Tardaron más de media hora en pronunciar palabra, inmersos en sus propios pensamientos, conscientes de que habían quedado súbitamente atrás los hermosos años en que su única preocupación era el mar, sus peces, y conseguir que aquel viejo barco que construyera su abuelo con sus manos continuara siendo, pese a los años transcurridos, el más valiente velero de las islas.
–No pude hacer otra cosa.
–Nada te he preguntado... –Sebastián había sido siempre consejero y mentor, ídolo y guía de su hermano–. Yo hubiera hecho lo mismo, y sabes bien que no es un problema tuyo, sino de toda la familia...
–¿Por qué tenéis que sufrir las consecuencias de algo que hice solo...? No es justo...
Lo había dicho, aunque sabía que era justo; que los «Maradentro» habían compartido los buenos días de pesca o los tiempos de hambre desde los lejanos comienzos de su estirpe, y aquel férreo concepto de arraigo familiar había sido siempre preponderante en ellos.
No era Asdrúbal Perdomo; eran los «Maradentro» los que aquella noche habían matado a un Quintero de Mozaga, y lo sabía.
La abuela Encarna lo dijo siempre: «Familia es aquella donde todo es de todos... Lo demás son gente arrejuntada».
Desgracias y disgustos era lo que con más frecuencia compartieron los Perdomo, porque en los difíciles tiempos de posguerra y en aquella dura tierra donde podía no caer una sola gota de agua en años, fatigas y miserias solían siempre vencer por amplio margen a harturas y alegrías.
Y ahora, mientras una suave brisa del norte empujaba la falúa aproada hacia la punta de barlovento en busca de la caleta y el desembarcadero, guiados por el tranquilizador destello del faro de la isla, recordaban cuántas veces habían calado las liñas allí mismo, en el roquedal que el abuelo Ezequiel descubriera y guardara en secreto para la familia tantísimos años antes; roqueda donde siempre podían ganarse un jornal por brava que estuviera la mar por el poniente, o fuerte que llegara el «siroco» de la costa de África.
Eran noches felices aquellas, cuando apenas muchachos todavía enfilaban la luz del faro de Pechiguera con el de la isla y la que dejaban encendida en la cocina con la de la cuarta casa de Corralejo.
–¡Aquí...! ¡Aquí! ¡Tira el ancla...! –ordenaba Abel, y se sentían orgullosos al advertir que una vez más habían acertado, y a los cinco minutos las hambrientas cabrillas, los besugos y los meros comenzaban a lanzarse sobre la carnada treinta brazas más abajo.
Aquella era la herencia que había dejado el viejo Ezequiel Perdomo a su familia; la eterna «despensa» de los «Maradentro» para los malos tiempos, vivero natural que había que conservar como oro en paño, tesoro sumergido en el fondo de los mares del que nunca se debía abusar ni permitir que nadie descubriera.
–Ni una palabra y a pescar sin ruidos... –advertía siempre Abel a los chiquillos–, porque todos en el pueblo se mueren por encontrar este caladero y vuestros hijos y nietos tal vez maten el hambre con los hijos y nietos de estos peces...
Ahora, al cruzar sobre aquel amado roquedal que fuera maravillosa aventura furtiva de su infancia, Sebastián y Asdrúbal Perdomo abrigaban inconscientemente la impresión de que habían quedado de improviso atrás las noches de arrojar las liñas en silencio, sin una tos y sin encender siquiera un cigarrillo; noches de dulce complicidad en la que siendo niños ya se sentían hombres porque los hombres de la familia compartían con ellos el primero de los grandes y primordiales secretos de la vida: el de la supervivencia, bajo cualquier condición adversa, de los Perdomo «Maradentro».
–Vendrán tiempos terribles...
Asdrúbal lo dijo sin pensar, como solía hacerlo Yaiza, cuyas premoniciones parecían llegar siempre antes a su boca que a su mente y ella misma era la primera sorprendida cuando descubría que acababa de anunciar que un pescador estaba a punto de ahogarse, al día siguiente llegarían los atunes, o la mujer de Benjamín tendría mellizos y uno de ellos moriría al poco tiempo.
–Lo que ocurre es que estás impresionado... –le tranquilizó su hermano–. Serán días malos, pero todo se arreglará... Hay testigos de que no pudiste actuar de otra manera...
–¿Dónde están...? Huyeron en cuanto murió el otro.
–La Policía los encontrará... Debe de ser gente de Mozaga... o de Arrecife. Todos los vimos... Parecían amigos...
–¡Eran amigos...! Y eran iguales, pretendían lo mismo... Ni siquiera estoy seguro de si el cuchillo era del muerto o de cualquiera de los otros... ¡Estaba tan oscuro!
–Era del muerto –le recordó su hermano–. Tú mismo lo dijiste, ¿no te acuerdas...?: «Le agarré por la muñeca, le retorcí la mano y busqué la carne con su propio cuchillo...». Esas fueron tus palabras...
Asdrúbal meditó observando el faro de Isla de Lobos, que enviaba sus últimos destellos antes de desaparecer tras el promontorio de poniente, intentando rememorar con exactitud los acontecimientos que habían tenido lugar cuatro horas antes.
–Era muy débil... –musitó para sí, aunque su hermano podía oírle–. Flaco y débil, con las muñecas apenas más gruesas que el cabo del ancla... Casi se me rompe entre las manos... –agitó la cabeza desechando sus pensamientos–. ¿Por qué sacó el cuchillo? –inquirió quejumbroso–. Sin el cuchillo todo se hubiera resuelto de otro modo.
Sebastián Perdomo no necesitaba ver a su hermano menor para tener la seguridad de que lo que decía era cierto. Aquel muchacho de ciudad, más acostumbrado sin duda a los libros o al ocio que al trabajo duro, se habría quebrado como tiza entre las manazas de Asdrúbal «Maradentro», el más bajo de estatura, quizá, de todos los hombres de la familia, pero el único capaz de competir con el gigantesco Abel a la hora de arrastrar una barca sobre la arena o levantar a pulso dos cajas de pescado.
Sebastián y Yaiza habían salido a la familia de la madre, con la delicadeza de rasgos de los Ascanio tinerfeños, pero Asdrúbal era un Perdomo hasta la médula, de tez aceitunada, cabello rebelde, cuerpo de toro y nervios que parecían trenzados con finos cables de acero apenas cubiertos por una tersa piel siempre brillante.
Era un hombre temible en las «luchadas», capaz de alzar en el aire al mismísimo «Pollo de Teguise» con sus ciento veinte kilos y voltearlo en una atrevida pirueta, y capaz también de quebrarle el espinazo de un solo golpe a un tipo tan enclenque como el muerto.
–¿Por qué sacó el cuchillo? –repitió alzando el rostro hacia su hermano.
–Porque era flaco y tenía miedo...
–Yo no quería hacerle daño... –señaló–. Solo quería que se fuera... Que dejaran a Yaiza.
–Tal vez tenía miedo por lo que estaba haciendo.
–Yaiza estaba asustada... Tan asustada como aquella noche en que vio en sueños cómo se hundía el «Timanfaya».
–Está bien muerto... Los tres deberían estar muertos por intentar una cosa semejante...
–¡No digas eso...! –le recriminó Asdrúbal–. La muerte es horrenda... Se quedó muy quieto tratando de tragar aire sin lograrlo y me miró temblando como si todas sus escotas se hubieran zafado de improviso. Temblaba porque sabía ya que estaba muerto, y siguió temblando en el suelo, estirando las piernas y saltando como un pez sobre cubierta cuando pretende regresar al agua... Tuve la impresión de que quería dar un coletazo y volver atrás... ¡Solo un minuto atrás...! Y yo también quería que volviera...
–Ya está hecho... ¡Olvídalo!
–Sabes que no podré olvidarlo nunca... Lo de esta noche nos seguirá para siempre, hermano... Eso es algo de lo que puedes estar seguro.
Sebastián Perdomo no quiso responder, atento como estaba a arriar la vela y maniobrar en la oscuridad para arrimar sin daño el falucho al diminuto espigón que servía de desembarcadero y contra el que rompían las mansas olas de la noche.
Asdrúbal tomó el cabo de proa y saltó a tierra con la agilidad propia de quien ha pasado la vida en esas lides, haciendo que sus desnudos pies se aferrasen a la húmeda roca como si fuesen garfios. Luego, alzó con una sola mano el pesado macuto que le tendía su hermano, y dejándolo en seco se inclinó levemente hacia adelante.
–¡Cuida de Yaiza...! –suplicó–. Ya sabes cómo es de impresionable y ha pasado mucho miedo...
Sebastián hizo un mudo gesto de asentimiento y permaneció muy quieto, en pie sobre la barca, observando cómo su hermano daba media vuelta y desaparecía en la oscuridad, rumbo a la punta del islote en que se alzaba el faro.