Читать книгу Trilogía Océano. Océano - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 8

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Acuclillado al socaire de ese faro, con la espalda levemente recostada en el muro y los brazos colgando entre las piernas, en una forma muy suya de pasarse las horas contemplando la mar, Asdrúbal Perdomo observaba confuso el resplandor que parecía ser dueño de la orilla opuesta del canal de la Bocaina preguntándose qué diablos podría significar tanta iluminación y qué relación tendría con los dos pesados automóviles que había visto llegar al mediodía a través de los prismáticos.

Algo extraño ocurría en Playa Blanca, a donde en todo el tiempo de que tenía memoria no habían llegado jamás dos vehículos juntos, pues tan solo el desvencijado camión del agua descendía un día por semana, y la furgoneta del buhonero turco cuatro veces al año.

Incluso los guardia civiles acostumbraban a hacer el camino a pie, atravesando los pedregales del Rubicón bajo un sol que amenazaba derretirles los tricornios, destrozándose las botas con los matojos y guijarros.

Presentía que algo grave se fraguaba al otro lado del brazo de mar que separaba las dos islas y le enfureció la rotundidez de su impotencia, sentado en la soledad de un peñasco que podía recorrer de punta a punta en diez minutos y en el que se sentía atrapado como un reo en el más férreo presidio.

¡Qué distinta se le antojaba ahora Isla de Lobos de aquel lugar paradisíaco al que sus padres le llevaban en el barco los fines de semana de verano!

Ya no estaba allí su hermano Sebastián al que ver descender en busca de los pulpos y los meros, ni Yaiza, a la que perseguir por la laguna. Ya no estaba su madre cocinando una paella entre las rocas, ni su padre fumando pensativo su pipa al socaire de un sombrajo. Ahora tan solo las gaviotas, los conejos y dos burros que alguien abandonó alguna vez en la isla le hacían compañía, y cuando el auxiliar del faro llegaba algunas mañanas desde Fuerteventura tenía que esconderse en lo más profundo del mayor de los aljibes pese a que era un buen hombre, cariñoso y campechano, que con frecuencia acudía en otro tiempo a compartir con ellos la paella, el café, la charla y el tabaco.

También la Guardia Civil había llegado una semana atrás a inspeccionar la isla buscando en las cuevas y en la vieja casona, y experimentó un leve temblor en las piernas cuando escuchó sus voces retumbar en las vacías estancias, y descubrió el haz de luz de una linterna recorriendo despacio el interior del ruinoso cubil que le servía de refugio.

Ni una huella de su paso había dejado en el polvo de los caminos que rodeaban el faro, saltando siempre, aun a oscuras, de una roca a la siguiente, y del fogón de la cocina había borrado hasta el último rastro de los fuegos que encendía en la noche y en los que cocinó las pocas comidas calientes de que había disfrutado en ese tiempo.

Estaba harto ya de aquel encierro, avergonzado de ocultarse como un criminal por un delito del que no se sentía culpable en absoluto, pero se había acostumbrado desde niño a aceptar el criterio de sus padres y presentía que aunque nada tuviera que temer (de los hombres del uniforme verde, ni siquiera su autoridad alcanzaría a librarle del ansia de venganza de don Matías Quintero.

En los atardeceres, cuando el sol se ocultaba allá por Montaña Roja y las salinas del Janubio, destacando con todo su esplendor las mil tonalidades de los pelados cráteres de Timanfaya, se emborrachaba con la contemplación de cada detalle de la configuración de Lanzarote como temiendo que fuera la postrera ocasión que le brindaban de extasiarse con los amados paisajes que contenían lo mejor de su existencia, pues cada playa, cada farión y hasta cada palmera despertaba en su memoria dulces evocaciones tiempo atrás olvidadas.

La blanca mancha de la iglesia de Femés, allá en lo alto, a cuya espalda rondó por primera vez a una muchacha al son de «timples» y guitarras; la soledad de Playa Quemada, en la que una hermosa extranjera a la que no pudo entender de una sola palabra le descubrió lo que significaba un cuerpo de mujer y cómo debía penetrarlo; o el Torreón de Las Coloradas, cuartel general de la chiquillería del pueblo que se reunía allí dos veces por semana a jugar a plantar batalla a los piratas bereberes.

Cada retazo de su vida se encontraba ligado al ancho mar que se abría a sus pies, o a la pelada isla que se desparramaba cansadamente ante sus ojos, y se le antojaba irreal que alguien quisiera arrancarle de allí y cambiar por completo su existencia por el simple hecho de haber reaccionado en un cierto momento de la única forma en que podía reaccionar un ser humano.

Le había sobrado tiempo para analizar a solas su comportamiento durante aquella aborrecible noche de San Juan, y por más que lo intentaba no lograba considerarse culpable en modo alguno. Tres desconocidos cuya fuerza no había tenido ocasión de calcular acosaban a Yaiza y no se le ofrecía otra posibilidad que hacerles frente. En el momento de quebrar el brazo de aquel chico y hundirle hasta la empuñadura su cuchillo no pretendía su muerte, ni clase alguna de odio anidaba en su pecho.

–Fue un accidente.

–Tú y yo lo sabemos –había respondido su padre la noche en que vino a traerle provisiones–. Tal vez muchos más lo sepan, pero basta con que don Matías se niegue a admitirlo para que todo se vuelva en contra tuya. Tienes que obedecer y mantenerte oculto hasta que busquemos la forma de alejarte de la isla... –Agitó la cabeza pesaroso–. Tiene razón tu madre, y tan solo el paso del tiempo... ¡mucho tiempo!, puede conseguir que las aguas vuelvan a su cauce.

–¿Cómo está don Matías?

–Nadie que yo conozca lo ha visto desde entonces... –dijo–. Se ha encerrado en esa especie de fortaleza suya y allí piensa dejar que el rencor lo consuma.

–Tengo la impresión de que es como si hubiera matado a dos personas: a una de golpe y a la otra mucho más lentamente.

–Tendrás que irte de la isla... No le veo otra solución a este conflicto.

–He estado pensando en enrolarme –admitió–. Navegar es lo único que puede conseguir que se olvide lo ocurrido... Don Matías ya es viejo y es posible que esta pena acabe con sus fuerzas... Cuando muera las cosas tomarán un rumbo diferente... ¿Qué han dicho los civiles...?

–Ellos no opinan. Su trabajo es buscarte y entregarte al juez, que es quien decide.

–¿Y el juez qué dice?

–Nada tampoco... Para él lo primero es dar contigo, pero sospecho que los jueces deben estar siempre más de parte del muerto que del vivo. Ningún muerto necesita que le castiguen más de lo que ya lo está... –Colocó con toda la ternura de que se sintió capaz una mano sobre el fuerte antebrazo de Asdrúbal y agitó la cabeza desechando sus oscuros pensamientos–. Yo no sé qué pensar de todo esto, hijo –añadió–. Lo mío es pescar y esforzarme por llevar a casa un jornal que permita a tu madre sacaros adelante... Todo cuanto se refiera a las leyes y los libros se me escapa.

–Debimos haberle hecho caso a mamá y tratar de seguir con los estudios... –señaló el muchacho–. Pero la mar me tiraba demasiado y Sebastián, que tiene más cabeza, temió siempre convertirse en una carga en lugar de una ayuda... Ya es demasiado tarde y nadie podía imaginar que los vientos soplarían tan fuertes y aproados.

Abel Perdomo sonrió levemente:

–Te enseñé desde chico a cazar bien tus velas, ceñir cuanto fuera necesario y ganar puerto aun con el viento de cara.

–Lo sé, viejo, y aprendí la lección en su momento. Pero eso fue en el mar y en este asunto andamos navegando como sobre la cumbre de los riscos de Famara. Una ciaboga mal tomada y me clavo de proa en el marisco.

–No permitirá san Marcial que eso te ocurra.

San Marcial, patrón de Lanzarote, había sido desde antiguo el santo predilecto de los Perdomo «Maradentro», que sin haber pisado una iglesia en su vida ni confiar en nada que no se basara en sus propias fuerzas y pericia habían tomado la costumbre de invocarlo cuando la mar se desmelenaba en demasía, los peces se empeñaban en despreciar la carnada o el viento del desierto se volvía impertinente cubriendo el horizonte de un polvillo marrón o vomitando chorros de vaho ardiente sobre las indefensas islas.

De tanto suplicarle o maldecirlo, según las circunstancias, san Marcial era ya como de la familia, pero podría creerse que en los últimos tiempos se había desarraigado de ella por propia voluntad, como si a él también le asustara, como hombre que era, la irrupción en la casa de una mujer tan inquietante como Yaiza.

–Vive como alelada... –admitió Abel a duras penas, respondiendo a la pregunta de su hijo–. Se diría que no sabe dónde posar los pies o que no ha sido capaz de conciliar el sueño tan siquiera una noche. Vaga como fantasma por la casa y no acierta a probar bocado, pero aun así cada día está más guapa y tan solo de verla se me llenan los ojos de alegría y el corazón de miedo... ¡No sé adónde demonios pretende llegar esa muchacha...!

Su hijo menor sonrió con intención y picardía:

–Tú la engendraste –dijo–. Y mejor nos hubiera ido a todos si hubieras acertado a repartir entre los tres tanta belleza.

Abel Perdomo le propinó un cariñoso puñetazo en el hombro que hubiera derribado al suelo a cualquier otro:

–¡Lucido andarías tú por la vida con el culo de Yaiza! –exclamó–. ¡Cómo te perseguiría en ese caso el ventero de Arrieta...!


Trilogía Océano. Océano

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