Читать книгу Trilogía Océano. Océano - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 7
ОглавлениеLlegaron al mediodía siguiente, y eran seis.
Algunos también lucían tatuajes; los más ni siquiera lo necesitaban porque su aspecto y su forma de hablar y de moverse delataba a la legua que eran matones barriobajeros y expresidiarios buscadores de camorra.
Llegaron al mediodía, y podía pensarse que habían escogido la hora para impresionar al cabildo de ancianos que se hallaba reunido como siempre frente a la playa y la taberna comentando las incidencias de la jornada de pesca y el devenir de los desagradables acontecimientos que, por primera vez en su historia, habían tenido lugar en Playa Blanca.
Algunas mujeres que jareaban el pescado, lavaban la ropa o atisbaban por las ventanas de sus cocinas mientras preparaban la comida también los vieron y pronto fueron a dar aviso a los hombres que descansaban tras la noche de faena en el mar, y así fue como todo el pueblo los observó en silencio mientras descendían de dos grandes y polvorientos automóviles, abrazaban con fuertes palmadas y grandes voces a Damián Centeno y penetraban tras él en la amplia casa que había pertenecido a «Seña» Florinda, y que su hijo se había sentido tan satisfecho de alquilar «a aquel desorientado godo del tatuaje» por veinte duros al mes.
La casa de «Seña» Florinda, blanca, ventilada y espaciosa, lucía en su patio central el único árbol de todo el tercio sur de Lanzarote: una enorme mimosa que en primavera cubría el suelo de una suave alfombra amarilla que hacía las delicias de unos niños poco acostumbrados a las flores, y dominaba, desde lo alto del promontorio de roca que cerraba por levante la pequeña playa y la bahía, el conjunto de edificaciones –todas blancas también– que conformaban el aislado y tranquilo villorrio.
La casa de los Perdomo «Maradentro», que cerraba la playa por la banda opuesta hacia poniente, se encontraba por tanto a poco más de setecientos metros de distancia en línea recta, algo más baja que la ocupada por los recién llegados, y desde el primer momento Aurelia descubrió –porque ni siquiera trataron de ocultarlo– que en todo instante alguno de los desconocidos la espiaba por medio de un largo y ostentoso catalejo dorado al que el sol de media tarde se complacía en extraer deslumbrantes destellos.
–¿Qué pretenden con eso...?
–Inquietarnos.
–¿Aún más? No creo que nadie pueda sentirse más inquieta de lo que yo me siento desde aquella maldita noche.
–Tal vez imaginan que acosándonos acabaremos por descubrir dónde se encuentra el chico.
–No nos conocen...
–No, desde luego... No nos conocen... –admitió pensativo Abel Perdomo–. Pero lo que me preocupa es que nosotros tampoco los conocemos, ni sabemos hasta dónde están dispuestos a llegar... –hizo una pausa–. Ese, el tal Damián Centeno, tiene aspecto de auténtico canalla... Uno de aquellos que en la guerra lidiaban «rojos» en las plazas como si se tratara de toros bravos... Todo eso está aún demasiado cercano... ¡Demasiado!
–Han pasado diez años.
–Para algunos no han pasado. Ni terminarán nunca de pasar... Y don Matías debe de ser uno de ellos... –guardó silencio unos instantes como si le avergonzara lo que iba a decir, y al fin lo hizo–. Por tres veces le he pedido que me reciba, que me permita explicarle lo ocurrido y que estamos dispuestos a que Asdrúbal cumpla su pena si se muestra razonable, pero se niega a recibirme... Ha dicho que estas cosas no se solucionan con palabras.
–Naturalmente que no se solucionan... –admitió Aurelia dejando por un momento de secar platos y volviéndose a observar fijamente a su marido–. No existe solución de ningún tipo. Su hijo está muerto y nadie va a devolvérselo. Eso lo entiendo... Yo no lo soportaría, y para él, que no tiene otros, será aún peor... Necesita más tiempo.
–Don Matías no es hombre al que el tiempo suavice... –la contradijo Abel–. Más bien le reconcome... Le pudre el alma y le acrecienta el odio... Le ocurre a la gente de tierra adentro, a la que el viento del mar no limpia las ideas. Se encierran en sí mismos como tortugas en su concha y permiten que el dolor acabe devorándolos.
–Yo soy de tierra adentro... –le recordó su esposa–. «Lagunera», y nunca me he comportado de ese modo.
–¿De tierra adentro...? –sonrió él burlonamente–. Has pasado la mitad de tu vida en esta casa, frente al mar, oliendo a brea y pariendo dos hijos pescadores y una hija que pasa más tiempo en remojo que en secano... ¡De tierra adentro...! –repitió–. A ti el viento del océano hace ya mucho que te barrió las ideas de esa gente y te limpió el polvo de los sesos... ¿Cuánto hace que no ves llover decentemente, tal como llovía en La Laguna cada tarde?
–Desde que nació la niña.
–Dieciséis años ya, ¿no te das cuenta...? Aquí vivimos una vida diferente y ni siquiera entendimos el porqué de la guerra. Las guerras son cosa de la «gente de adentro»... Los del mar tenemos que preocuparnos de la pesca, la tormenta que amenaza o la calma que deja desmayadas las velas... Y el océano es grande; nadie puede medirlo ni nadie puede tratar de apropiarse de un trozo porque no admite dueños, y a quien le pone una marca lo hunde y se lo traga... Por eso nosotros, cuando hemos ido a la guerra lo hemos hecho obligados por la gente de tierra...
–¿Qué tiene eso que ver con nuestro Asdrúbal...?
–Que continúan siendo iguales... Don Matías es de los que creen que la muerte de su hijo nos alegra, como imagina que nos alegraría arrebatarle parte de su dinero o de sus viñas... Los ricos suelen vivir con la obsesión de que estamos al acecho, dispuestos a quitarles lo que es suyo... ¡Qué me importan sus tierras...! ¡Odio ser dueño de un pedazo de tierra...! Por mí dormiría siempre en el mar.
Abel Perdomo no era hombre de muchas palabras, pero ese día necesitaba expresar cuánto sentía, y su esposa era la única que había aprendido a obligarle a abandonar unos largos períodos de silencio que no constituían en el fondo más que la forma de expresión de su congénita timidez de pescador que apenas había aprendido a deletrear su nombre al pie de un documento.
En su niñez, Playa Blanca tan solo estaba constituida por una docena escasa de edificaciones desparramadas a lo largo de la costa al socaire de los vientos «alisios», y aprender a leer era un lujo que ningún muchacho podía permitirse, pues casi desde que se mantenían sobre las propias piernas ya andaban en la mar, ayudando a los grandes a ganarse el sustento.
Aún recordaba claramente cuando le aseguraron que a Femés había llegado una maestra tinerfeña, e igualmente recordaba que casi le faltó el aliento y la barca se le antojó más pesada que nunca cuando la descubrió en la playa, mostrando al aire sus doradas piernas y hojeando un periódico al sol de una mañana de domingo.
Durante casi cuatro meses no acertó a hilvanar frente a ella tan siquiera media docena de frases provistas de sentido, y aún después de tantos años de vida en común a veces no entendía por qué aquella mujer que conocía tanto mundo y hubiera podido elegir entre un millón de pretendientes le dedicó sin embargo su vida.
Lo primero que hizo fue quererle, darle tres hijos y cuidar de su casa, y entretanto le enseñó a sostener un lápiz, reconocer las letras y dejar de expresarse como un ente surgido de las más primitivas cavernas submarinas.
–Hay algo más que peces, viento y anzuelos en el mundo... –le había dicho cuando él ni siquiera se había atrevido aún a rozar su mano que parecía de juguete–. Y tienes que aprenderlo...
Había constituido en realidad un duro y largo aprendizaje, hecho a menudo de escuchar los retazos de las conversaciones que ella mantenía con los niños, pues se negaba a admitir que tal vez el día de mañana aquellos mocosos tendrían que avergonzarse de la ignorancia de su padre.
Y Aurelia jamás había tenido un gesto de impaciencia, una palabra dura o una sola expresión de desaliento, consciente de la feroz batalla que a menudo él se veía obligado a sostener con las palabras, las cifras o incluso los conceptos más elementales.
Abel Perdomo «Maradentro» era un gigante hermoso, profundamente bueno y algo tosco que amaba a su esposa hasta casi los límites de la adoración, y que le había proporcionado una vida sencilla, tres hijos preciosos y un incontable número de noches en las que a menudo tuvo que morderse ferozmente los labios para evitar que sus gritos de placer recorrieran la playa ahogando incluso el rumor del viento y el batir de las olas.
Y ahora, uno de aquellos hijos fruto de una de aquellas maravillosas noches estaba escondido a no más de siete millas de distancia al pie de aquel torreón que podía distinguir perfectamente en la punta de levante del islote que llevaba tantos años contemplando desde la ventana de su cocina. Y su esposo, su hombre, al que jamás habían asustado las tormentas, ni las más negras noches de mar gruesa, ni la guerra, ni las penalidades de los años difíciles en los que no parecían existir más que odio y hambre, se mostraba por primera vez profundamente inquieto por la presencia de aquellas gentes de tierra adentro de las que la vida le había enseñado siempre a recelar.
–¿Qué pretenden...?
La respuesta les llegó a la noche siguiente por boca de Maestro Julián, al que Damián Centeno parecía haber elegido como intermediario en su relación con la familia «Maradentro».
–Dígale a su compadre que aquí nos quedaremos hasta que aparezca el chico... –puntualizó muy serio, bebiendo a cortos sorbos su copa de ron–. Y que mi gente es dura y de poca paciencia... –Sonrió como sonreía siempre mostrando sus diminutos dientes–. A menudo, ni siquiera yo me siento capaz de contenerlos, y cualquiera de ellos puede cometer cualquier desaguisado... La chica, esa chica... Dígale que sus mentiras pueden muy fácilmente convertirse en realidad... ¿Me está entendiendo?
–Muy claramente... –admitió Maestro Julián–. Pero, ¿no se le antoja que más claramente le entendería el propio Abel si usted le habla en persona...?
–Lo haría de buen grado... –fue la pausada respuesta–, pero presiento que esa charla concluiría malamente... Y cargarme al padre no solucionaría los asuntos del chico... Tiene que ser él, Asdrúbal, quien pague lo que hizo.
–A lo que voy entendiendo, a usted, o a quien le manda, tan solo le interesa que pague con la vida.
–Ojo por ojo... ¿No es esa una ley tan vieja como el hombre?
–Lo será el día en que don Matías Quintero tenga una hija y alguien quiera violarla... Por eso empezó todo... –hizo una pausa–. ¿Usted no tiene hijos...?
–Si los tuviera, que lo ignoro, serían todos hijos de grandes putas... En torno a los legionarios no suelen merodear mujeres de otro tipo... –Bebió de nuevo–. Ni jamás me interesaron para nada... Las mujeres decentes tan solo sirven para agilipollar a los hombres de veras...
–¿Y usted se considera un «hombre de veras»?
–Podrá juzgarlo cuando este negocio acabe.
Maestro Julián «el Guanche» le observó largo rato y rogó a Dios para que nunca tuviera que juzgar hasta dónde era capaz de llegar un tipo semejante. Esa misma noche le transmitió a su compadre Abel las amenazas de Damián Centeno sin necesidad por una vez de añadir una sola palabra de su propia cosecha y esforzándose por mostrarse lo más fidedigno posible, pues deseaba que fuera el propio «Maradentro» el que decidiese hasta qué punto sería o no capaz el hombrecillo del tatuaje de hacer lo que decía.
Había algo, sin embargo, que no sabría nunca transmitir a su amigo, y era el invencible desasosiego que le producía la sola presencia del legionario y el peligro que encerraba su pausada forma de recalcar ciertas palabras.
Y sus ojos; aquellos ojos que eran como de hielo, negros, redondos y aparentemente sin vida le recordaban a los de los marrajos cuando permanecían tendidos sobre cubierta, destrozada a palos la cabeza y abierto el vientre, pero que de improviso parecían regresar del otro mundo lanzando al aire una postrer dentellada capaz de cortar en dos pedazos la pierna de un incauto.
–Ese hombre es un «congrio»... –concluyó–. Frío, resbaladizo, viscoso y traicionero... Mal enemigo tienes, «Maradentro».
Mal enemigo debía de ser, en efecto, y Abel Perdomo no se acostó esa noche, sino que la pasó sentado en la trasera de su casa, contemplando el mar e Isla de Lobos, y observando cómo una tras otra las luces del pueblo se apagaban y no quedaba al fin más que la luminaria en que los forasteros habían convertido la antaño tranquila casa de la roca.
Habían colgado en las cuatro esquinas enormes «petromax» de los que usaban algunos pescadores en la mar, sin importarles el absurdo derroche de combustible que significaba tan inútil verbena que no constituía en el fondo más que una vana demostración de prepotencia frente a unas pobres gentes que a menudo tenían que escatimar el carburo de sus lámparas, y desde el mismo momento en que cayó la noche había podido distinguirse a un centinela armado en la azotea.
Resultaba evidente que no exhibía su arma porque esperase ningún tipo de agresión por parte de los pacíficos habitantes del villorrio, sino porque más bien esa arma constituía –como parecía serlo todo en ellos– una amenaza o una aclaración de cuáles eran sus verdaderas intenciones.
Habían llegado hasta allí, hasta el más misérrimo caserío del más olvidado rincón de la más desolada isla del lejano archipiélago, y se habían adueñado de todo, dispuestos a no marcharse hasta que se hubieran cobrado, por lo menos, una vida.
Y Abel sabía que esa vida no era otra que la de su hijo Asdrúbal; aquel en el que mejor se veía reflejado, el del cabello rebelde, el mentón cuadrado, los negros ojos y la fuerza hercúlea de los Perdomo «Maradentro», tan diferente a aquellos otros dos chiquillos de raíz y sangre «lagunera» que Aurelia había querido regalarle.
Contempló una vez más la noche. El faro de Isla de Lobos parpadeaba con su fidelidad de siempre en la distancia.