Читать книгу Trilogía Océano. Océano - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 6

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La noche en que nació Yaiza había empezado a llover, y fue una lluvia larga, tranquila, dulce y reconfortante que empapó la tierra, rebosó los aljibes y le lavó la cara a una isla que no había visto tanta agua dulce desde los tiempos de Noé.

Nueve días de lluvia sobre un lugar que a menudo veía transcurrir nueve años sin que cayera una triste gota despistada constituían un acontecimiento histórico y una efemérides digna de ser anotada en los anales del cabildo y fue «Seña» Florinda –la que leía el destino en las tripas de los marrajos– la que aseguró que el regalo sin precio de aquel agua no podía deberse a otro motivo que al nacimiento de la nieta de Ezequiel «Maradentro».

Pero todos sabían que «Seña» Florinda estaba cada día más loca y con demasiada frecuencia desbarraba.

Dos semanas más tarde millones de flores crecieron incluso por entre los resquicios de la lava, y los áridos pedregales del Rubicón se convirtieron por primera vez en lujurioso pastizal en el que se cebaban las cabras y los camellos, y cuando el día en que se cumplió el mes del nacimiento de la criatura entraron brincando los «bonitos» por la Punta de Papagallo para quedarse arrimados a la costa esperando a que los pescadores los cogieran casi sin otro esfuerzo que alargar la mano, hasta los más incrédulos se resignaron a admitir que algo insólito ocurría con la delicada chiquilla de ojos verdes que le había nacido a los Perdomo.

–Tiene «Baracka»... –aseguraba Abdul, el moro que naufragara trece años atrás en Puerto Muelas y se quedó en la isla para siempre–. Tiene «Baracka», el «don», y cosas portentosas ocurrirán a su alrededor hasta que se entregue a un hombre para siempre.

Apenas había cumplido cinco años cuando un camello en celo que estaba a punto de destrozar a Marcial se aplacó de improviso cuando la niña le ordenó detenerse, y más tarde predijo todos los naufragios de la isla, anunció la llegada de los más duros «sirocos», le bajó la fiebre y la hinchazón a los enfermos y atrajo la plaga de langosta al llegarle la menstruación.

«Seña» Florinda fue el primer difunto que vino a hablarle en sueños cuando llevaba ya más de dos meses enterrada y le confesó el lugar exacto en que había escondido los ahorros familiares que su hijo llevaba todo ese tiempo buscando inútilmente.

Por eso, cuando Yaiza vio por primera vez a Damián Centeno a la puerta de la casa que acababa de alquilar, fue a contarle a su madre que había llegado «El Mal».

–¿Por qué «El Mal»?

–Porque lo lleva escrito en la mirada y grabado en un tatuaje de su brazo derecho. Siempre que he visto en sueños naufragios o desgracias, ese dibujo se entremezclaba con los muertos.

–¿Cómo es el dibujo?

–Un corazón que sangra atravesado por un fusil con bayoneta...

Cuando en la taberna le preguntaron la razón de aquel tatuaje, Damián Centeno respondió con voz ronca:

–Me lo mandé hacer el día que supe que los «rojos» habían matado a mi madre en Barcelona. Evita que me olvide de ella... y de los «rojos».

Nadie quiso hacer comentario alguno a esas palabras. Lanzarote había vivido de lejos la contienda civil con su espanto de odios y crímenes sin cuento, y pese a que en aquellos tristes años algunos hombres fueron arrojados al mar con una piedra al cuello o lanzados al vacío desde los más altos riscos de los acantilados de Famara, todos se esforzaban por olvidar que aquello había ocurrido, porque en una isla tan pequeña continuar con una escalada de venganzas y violencia hubiera equivalido a convertir el lugar en un desierto.

Pero la entonación con que Damián Centeno pronunciaba la palabra «rojos» traía a la memoria evocaciones dolorosas que hacían pensar que aquellos años de paz no habían pasado.

Damián Centeno era pequeño y flaco, con una ronca voz autoritaria que invitaba a imaginar que toda la energía de su cuerpo se hubiera concentrado en ella, aunque no llamaba a engaño en modo alguno, pues al primer golpe de vista se advertía que a sus cuarenta y muchos años aún sería capaz de aplastar a tres jóvenes a un tiempo.

El tatuaje, el modo de ordenar y de moverse, y las largas patillas muy pobladas, delataban al primer golpe de vista al viejo legionario curtido en cien batallas y en un millar de riñas tabernarias, y la verde camisa entreabierta mostraba orgullosamente bajo un pesado medallón de plata la ancha y profunda cicatriz de un largo navajazo.

–¿A qué ha venido?

–A pasar mis vacaciones... ¿Algún impedimento?

–Ninguno... pero los forasteros no suelen frecuentar un lugar tan remoto... ¿Piensa quedarse mucho tiempo?

–Hasta que atrape un pez que me tiene encelado.

–En la «Costa del Moro» hay mejor pesca... ¿Acaso no viene de Marruecos...?

Damián Centeno observó a Maestro Julián «el Guanche» y sonrió apenas, mostrando levemente sus blanquísimos dientes de conejo agazapado.

–No de la especie que busco... ¿Y qué le hace pensar que vengo de Marruecos? No he dicho nada al respecto.

–Lo imaginé porque es allí donde está la mayor parte del «Tercio». Yo también tengo un sobrino legionario.

–¿Tan listo como usted?

–Debe de ser cosa de familia... –Maestro Julián, pese a sus años no era hombre que se arredrara fácilmente–. El aire de la Legión suele ser algo que se queda en el hombre hasta su muerte... ¿Muchos años de servicio?

–Veintiocho... –Se abrió la camisa–. ¿Ve esta cicatriz? Es un recuerdo del desembarco de Alhucemas... Y en la pierna aún llevo una bala rusa de Estalingrado.

–¿Y esta del pecho?

–Un cabo que se me insubordinó en Rifien... Lo maté con su propio cuchillo.

–Aquí ha ocurrido hace muy poco una historia semejante... Un chico sacó un cuchillo y lo mataron con él.

–Una curiosa coincidencia... –admitió Damián Centeno–. Aunque yo escuché ese cuento de otro modo... Un ferretero recobró la memoria y admitió que en realidad le había vendido el cuchillo al asesino.

–Eso es muy nuevo.

–De anteayer... –puntualizó Damián Centeno–. Precisamente me lo contaron por la noche en un bar de Arrecife.

–No cabe duda de que también se trata de una curiosa coincidencia... Para redondear las coincidencias de la noche...: ¿No será usted, por casualidad, amigo de don Matías Quintero, de Mozaga...?

–¿El capitán Quintero? –admitió el legionario–. ¡Oh, sí, desde luego! Tuve el honor de servir a sus órdenes durante los dos últimos años de la guerra.

–El muerto era su hijo.

–Eso he oído... Y he oído decir también que el que lo asesinó escapó del anzuelo...

–Ahora entiendo su pesca.

De la taberna, Maestro Julián «el Guanche» acudió directamente a casa de su compadre Abel Perdomo a contarle cuanto había averiguado del recién llegado forastero.

–No oculta en absoluto sus intenciones... –concluyó–. Y se me antoja muy seguro de sí mismo y de que va a tener éxito en su «calada».

–Algo así me estaba imaginando... –admitió Aurelia, que había escuchado el relato en silencio–. Don Matías ya ha conseguido que el ferretero cambie su testimonio, y ahora basta saber qué es lo que declararán esos muchachos... –Suspiró mientras dejaba a un lado los pantalones que se afanaba en remendar una vez más–. No hay como tener dinero para conseguir que la justicia se incline de tu parte... ¡Pobre hijo mío...!

–Aún no lo han agarrado, ni lo atraparán por mucho que lo busquen... –intentó tranquilizarla su marido–. Yo soy partidario de que pague la parte de culpa que le toca, pero empiezo a temer que quieren jugar muy sucio... –Se volvió a su compadre–. ¿Qué piensa conseguir ese matón que no hayan conseguido los guardiaciviles...? ¿Se va a dedicar él solo a remover otra vez toda la isla?

–No lo sé, «Maradentro», pero si quieres mi consejo, no dejes que le ponga la mano encima a tu muchacho... –sentenció Maestro Julián–. Ese no viene a facilitarle la labor a los civiles, sino a ofrecerle en bandeja un muerto a don Matías... Es un «sacamantecas» cuartelero, más peligroso que «morena» saltando en la barca una noche de mar brava... Cuando clave los dientes no soltar a su presa si no le arrancan la cabeza.

–Nos hará mucho daño... –musitó apenas Yaiza, sentada muy recta en su rincón–. Hasta el abuelo tiembla al mencionar su nombre.

El abuelo Ezequiel había muerto hacía ya cuatro años, pero era cosa sabida que su espíritu había quedado a bordo del viejo «Isla de Lobos», y solo bajaba a tierra algunas noches de luna en que Yaiza dormía con la ventana abierta. Conversaban entonces largamente y le contaba añejas historias que nadie más recordaba.

–No mezcles al abuelo en estas cosas... –le respondió su madre–. Lograrás asustarme con tus negros presagios... Al fin y al cabo, ese Damián Centeno es solo un hombre... Tu padre puede partirlo en dos de un manotazo.

–Ese es mi miedo... –fue la respuesta–. Asdrúbal mató por defenderme. Papá puede hacerlo por defender a Asdrúbal... Tanto mejor hubiera sido que aquella noche las cosas se hubieran desarrollado de otro modo... Ya todo estaría olvidado.

Se puso en pie y abandonó la estancia con aquel paso elástico y altivo heredado sin duda de alguna lejana emperatriz perdida en la noche de los tiempos. De dónde le venía el porte; aquella forma única de caminar y de moverse, nadie sabría decirlo, pero Aurelia lo atribuía a que su hija había pasado la mayor parte de su adolescencia paseando por la playa con el agua a media pierna hablando con los muertos o construyendo un millón de mundos diferentes que tan solo cobraban cuerpo en su portentosa imaginación.

Tanto pisar sobre la arena y avanzar contra el agua habían acabado por tornearle aquellas piernas largas y esbeltas de mármol dorado sobre las que destacaban unas nalgas tan firmes que vibraban con cada movimiento, proporcionándole una forma de caminar a la vez erguida, lenta, felina y segura, como de leona al acecho o guepardo dispuesto a dar el salto; caminar que enloquecía a los hombres tanto o más que su pecho, disparado hacia el cielo, o su rostro de serena fiereza.

–Esa pequeña vuestra es un peligro... –musitó roncamente Maestro Julián «el Guanche»–. Ya ha muerto un hombre, pero no te sorprenda si muchos más se matan por su causa.

–Ella no tiene la culpa... –replicó molesta Aurelia–. Así nació y así ha crecido.

–Nadie la culpa... Pero ahí está, y a ver cómo lo evitas.

Yaiza no había querido escuchar aquellas últimas palabras, acostumbrada como estaba desde que se convirtió en mujer a que las conversaciones cesaran cuando llegaba a alguna parte y hablaran de ella en cuanto salía de algún sitio.

Odiaba sentir los ojos de los hombres huroneando sobre cada partícula de su cuerpo; aborrecía los cuchicheos, los ligeros codazos y los susurros, y la envilecían los abiertos comentarios, la frase soez o el silbido vejatorio.

Amaba el recuerdo de sus años de infancia, cuando podía recorrer una y otra vez la playa sintiendo bajo los pies la dulce arena y el agua que llegaba a acariciarle tibiamente, y cuando únicamente ella sabía que con ese agua llegaban de continuo pececillos minúsculos que la rozaban juguetones. Estaba entonces a solas con sus sueños o con los personajes de los libros que su madre le había enseñado a amar profundamente, y aquellos paseos no atraían sobre ella las docenas de miradas que transformaron más tarde una simple costumbre de chiquilla en una sesión de exhibicionismo vergonzante.

¿Por qué había cambiado de aquella forma el pueblo?

¿Por qué había dejado de ser «Yaicita Maradentro», a la que los hombres podían mandar en busca de tabaco y las madres pedir que echara un vistazo a los chiquillos? ¿Por qué no era ya la pequeña de Abel que bajaba las fiebres o anunciaba cuándo iba a entrar bien el atún o la sardina? ¿Por qué no querían las mujeres que cruzara su umbral cuando se encontraban en casa los maridos, o por qué le pedían tan insistentemente los maridos que lo cruzara cuando no estaban en casa sus mujeres?

¿Es que no comprendían que era la misma niña y amaba las mismas cosas por mucho que su cuerpo se empeñara en llevarle la contraria? Aún prefería coserle el vestido a una vieja muñeca, o extasiarse ante el mar pensando en «Moby Dick» o en Sandokán, que escuchar la charla insulsa de los zafios mocetones que alargaban de inmediato las manos, o las insinuaciones, con frecuencia incomprensibles, con que hombres maduros le prometían un pañuelo estampado, una pulsera de bronce o una blusa de colores.

–¿Te ocurría a ti lo mismo, madre?

–No hasta ese punto.

–¿Por qué?

Aurelia le acariciaba entonces el cabello y la miraba largamente al fondo de los ojos.

–Porque yo nunca fui tan hermosa, hija... Es hora de que comprendas que Dios te ha proporcionado una belleza que trastorna a los hombres e inquieta a las mujeres... –Agitó la cabeza confundida–. No sé si eso es bueno o hubiera sido preferible que te mantuvieras dentro de unos límites lógicos... No puedo negar que me siento orgullosa de haber parido una criatura semejante, aunque en cierto modo me asusta.

A Yaiza le asustaba.

Y le asustaba aún más desde aquella noche de San Juan en que su hermano había matado a un hombre, y ahora allí, sentada en los toscos escalones de piedra que desde la cocina bajaban directamente al mar, contemplaba la cambiante luz del faro de Isla de Lobos y se preguntaba hasta qué punto Asdrúbal la culparía por el hecho de tener que esconderse en aquel inmenso caserón, triste, vacío y solitario, cuando su verdadero lugar estaba al lado de sus padres.

Sentados allí mismo, en la escalinata trasera de la casa, Asdrúbal le había enseñado a «empatar» sus primeros anzuelos, a ensartar bien el cebo y a lanzar el aparejo cuando aún no había cumplido los seis años y ya adoraba conseguir su propia cena en forma de sargos y cabrillas.

Y en aquel mismo mar, apenas a diez metros de su cama, Sebastián le enseñó a nadar manteniéndola sujeta por el vientre, porque toda su vida, desde que tenía memoria, había transcurrido en aquel diminuto y amado rincón del universo, adorando a un padre inmenso, protector y severo; a una madre dulce, sonriente y soñadora, y a unos hermanos con los que había aprendido a explorar cuanto le rodeaba.

Y ahora todo se hundía y transformaba porque le habían crecido dos durísimos pechos y sus nalgas recordaban la de una nerviosa yegua purasangre.

Incluso su padre había cambiado, incapaz de ocultar su desasosiego cuando venía a sentarse en sus rodillas a la caída de la tarde, y no pudo evitar el sentirse confusa cuando al fin la despidió con una palmadita en el trasero:

–Ya no estás en edad de sentarte en las rodillas de los hombres, ni volverás a estarlo hasta el día en que te sientes en las de tu marido.

Esa tarde de abril la habían expulsado para siempre de su mundo de niña, y le amargó la boca comprender que ya nadie, ni aún su padre, la querría como antaño.

¿Qué extraño temor despertaba su cuerpo si hasta sus hermanos evitaban rozarlo? ¿Por qué tenía que cambiar su vida de ese modo si lo mejor de esa vida había sido revolcarse con Asdrúbal por la arena y obligar a Sebastián a que la subiera a horcajadas en el cuello, entrando así en el agua y saltando con la llegada de las olas...?

Quería que Asdrúbal regresara, se sentara como tantas otras veces en el siguiente escalón, y apoyado en sus rodillas le explicara cómo había ido la pesca aquella noche, qué historia mentirosa había contado Maestro Julián, o cuándo ganarían suficiente dinero para comprar Isla de Lobos y convertirla para siempre en el reino exclusivo de la familia «Maradentro».

–¿Imaginas lo que significaría levantar una casa detrás de las lagunas y llenarla de flores y de plantas con un espigón para que el barco atracara junto al porche?

Las lagunas eran de arena blanca y aguas cristalinas, llenas a rebosar en pleamar, y salpicadas de pequeñas piscinas cuajadas de cangrejos y quisquillas cuando la mar se retiraba; el lugar más hermoso que hubieran visto nunca; maravilloso paraíso en el que buscar pulpos bajo las piedras, jugar a la pelota, nadar, pescar desde una roca o tumbarse sobre aquella blanda nieve ardiente a disfrutar del sol de media tarde.

El buhonero turco, que bajaba a Playa Blanca cuatro veces al año, había traído en una ocasión entre sus mantas y perolas unas pequeñas lentes con montura de goma que se ajustaban a los ojos y permitían ver lo que ocurría bajo la superficie como si el agua no existiera, y los chiquillos se gastaron en ellas sus ahorros de años.

Era cosa de verlos con los culos en pompa y la cabeza inmersa contemplando asombrados el mundo submarino, llamándose a gritos con cada descubrimiento o viendo cómo Sebastián descendía cada vez más profundo.

Era aquel un lugar rico en pesca y virgen aún de extraños visitantes provenientes del otro lado de la frontera plateada que era la superficie, pues las focas o lobos marinos que habitaron tiempo atrás aquellas mismas lagunas y dieron nombre a la isla se habían marchado hacía años a las costas del moro, y aún podían verlas cuando bajaban a las grandes pesquerías de Cabo Bojador.

Cómo llegaron hasta semejantes latitudes unos animales más propios de las aguas heladas de los polos, nadie podría saberlo, pero lo cierto era que allí, en aquel islote minúsculo y desolado establecieron su hogar hasta que la construcción del faro y la constante presencia de los hombres de Fuerteventura y Lanzarote les obligó a emigrar a las tranquilas rocas de la costa del desierto.

Por ello, los peces, ajenos a los peligros que pudieran llegar desde lo alto, no se asustaban cuando Sebastián, el mejor dotado para el agua de la familia «Maradentro», descendía en su busca hasta tocarlos, y lejos de escapar, se aproximaban curiosos a analizar la razón por la que aquel ridículo pulpo de tan cortos tentáculos se agitaba de un modo tan grotesco.

Sobre todo los meros y los abadejos demostraban su asombro ascendiendo a mirarle con ojos dilatados, y las morenas enseñaban los dientes cuando se aproximaba en exceso a sus guaridas.

Yaiza, que no se sentía capaz de descender tan profundamente como sus hermanos, los contemplaba fascinada desde la superficie, y de aquellas portentosas y excitantes aventuras guardaría para siempre los más hermosos recuerdos de su infancia.

¿Por qué tuvieron que marcharse los chicos a la Marina, por qué se convirtió ella en mujer, y por qué quedó tan solo en el recuerdo el tiempo de descender al fondo de los mares?

–¿Por qué no puede seguir todo como entonces...?

Sebastián había surgido de la noche tomando asiento a su lado y encendiendo con su eterna parsimonia un cigarrillo.

–Es el precio que tenemos que pagar por convertirnos en adultos.

–¿Y a quién le interesa ser adulto...? ¡Fíjate en lo que ocurre! Aquí estamos sentados, viendo brillar la luz del faro e imaginando que Asdrúbal está sentado allí... ¡Qué solo tiene que sentirse en ese caserón tan viejo y cochambroso...!

Sebastián tardó en responder. Era hombre de largos silencios, reflexivo, menos vehemente que Asdrúbal, y mucho menos soñador, desde luego, que su hermana.

–Pronto tendrá que irse... –dijo al fin–. No sé adónde; tal vez lejos de casa. O se entrega, con todo lo que eso significa, o se marcha, porque tengo la impresión de que ese hombre que ha venido no tardará mucho en averiguar dónde se encuentra.

–¿Qué pasará si se entrega?

Sebastián se encogió de hombros admitiendo su ignorancia.

–No tengo ni idea, pero en el mejor de los casos, aunque tan solo tuviera que pasar unos años en la cárcel, le destruirían... Asdrúbal no es hombre para estar encerrado. Ama el mar; necesita verlo y respirarlo cada día, y si hasta la tierra, cualquier tierra, le parecía pequeña, ¿cómo podría sobrevivir en una celda...?

La muchacha acarició muy suavemente la fuerte y encallecida mano que colgaba a su lado.

–Cierra los ojos e imagina que no es más que una pesadilla... –dijo–. ¿No habría forma de lograr que el tiempo volviera atrás tan solo veinte días...? ¡Era todo tan bonito!

–No. No era bonito –replicó Sebastián jugueteando con sus largos y delicados dedos, de los que no cabía pensar que hubieran pasado la mayor parte de su vida fregando platos o salando pescado–. Era un vida amable, pero que ahora nos parece portentosa porque la hemos perdido... –Le apretó suavemente la punta de la nariz–. Tú hace tiempo que te sientes desgraciada.

–La gente no me quiere como antes.

Sebastián no tenía respuesta porque incluso para él, que era su hermano, aquella criatura fascinante se le antojaba a veces un ser desconocido que usurpaba el lugar que siempre había ocupado una rapazuela incordiante y pegajosa.

Permanecieron largo rato pensativos y en silencio; agradeciendo cada uno de ellos la presencia del otro, con la vista clavada en la oscuridad del mar y en la diminuta luz que brillaba intermitentemente en la distancia, hasta que de improviso advirtieron que una cerilla se encendía a unos diez metros de distancia, justo al borde del agua, y mientras prendía con excesiva calma un cigarrillo, un hombre los miraba.

Cuánto tiempo podía llevar allí ninguno lo sabía, pero resultaba evidente que observaba la casa desde hacía largo rato y se regodeaba en el hecho de anunciarles de aquel modo su presencia.

Sebastián hizo un gesto como para levantarse y dirigirse a él, pero su hermana le detuvo apoyando en su antebrazo una mano que se había quedado helada:

–¡Por favor...! –suplicó–. Ese hombre me aterra.

–Quiero saber qué es lo que busca.

–¡Déjalo en paz...! La playa es de todos y tiene derecho a estar ahí.

–No lo tiene a rondar a estas horas nuestra casa... Pretende asustarte...

–Ya lo ha logrado, pero no quiero más problemas por mi culpa.

Satisfecho, convencido de que había conseguido su propósito, Damián Centeno dio una larga chupada a su pitillo, permitió que brillara con más fuerza, lo lanzó al mar para que la brasa trazara una larga pirueta en el aire, y se perdió nuevamente en la noche, como si se hubiera convertido en una sombra más entre las sombras o se tratara de un mal sueño.


Trilogía Océano. Océano

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