Читать книгу Trilogía Océano. Océano - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 5
ОглавлениеDon Matías Quintero había amado profundamente a una mujer menuda y frágil, que no había tenido fuerzas suficientes para traer al mundo un chiquillo aún más frágil y menudo, quedándose en el parto abatida como un pajarillo que hubiera intentado durante nueve meses volar siempre hacia lo alto.
El capitán Quintero habían encontrado consuelo a su sincero dolor en sacar adelante al minúsculo pingajo lloriqueante que su esposa le había dejado de recuerdo, consumir personalmente la mayor parte del mejor mosto de sus viñas, jugar al dominó, y consentir que una vez por semana su flaca ama de llaves, Rogelia, a la que todos llamaban por su aspecto «el Guirre» le diera una mamada, con lo que resolvía sus problemas sexuales hasta el sábado siguiente.
No era mucho para quien había lucido tanto tiempo un vistoso uniforme cuajado de condecoraciones, y hubiera alcanzado las cimas del poder político de haber permanecido en Madrid a la sombra de su mentor y amigo, el poderosísimo general Ocampo. Pero su hijo y las viñas reclamaron en un principio su presencia, más tarde murió Ocampo, Alemania perdió la guerra, y comprendió que había pasado su momento y era cuestión de resignarse a envejecer viendo aumentar la extensión de sus tierras y limitando su hipotético poder político al más concreto y efectivo de la isla, porque en Lanzarote continuaría siendo «don Matías», independientemente de que Ocampo alcanzara una cartera ministerial o se muriese.
Y allí estaba su hijo, que no hubiera soportado, quizá, las inclemencias de un clima tan cambiante como el de la capital.
Y ahora lo habían matado.
Le trajeron la noticia al casino en mitad de una partida de «chámelo», con la mente algo nublada por el vino y el humo, y en principio creyó que le hablaban en sueños, que alguien contaba una película que había visto en el pueblo o que un loco deliraba.
–No pueden haberle matado... –le dijeron más tarde que había dicho–. Es todo lo que tengo.
Y todo lo que tenía estaba allí, convertido en un guiñapo ensangrentado, rota la nariz de un puñetazo, quebrada la muñeca como un lápiz, partido el corazón en dos pedazos...
–¿Quién fue?
–Un pescador borracho.
–No pagará con mil vidas que tenga.
Los muertos siempre son inocentes, aunque tan solo sea por el simple hecho de estar muertos, y resulta muy difícil aceptar la culpabilidad de un hijo en su propio asesinato cuando se le está viendo blanco, rígido y frío, tendido sobre la mesa del comedor.
Tal vez nadie tuvo el valor de contarle a don Matías cómo se habían desarrollado los acontecimientos, o tal vez él ni siquiera habría querido escuchar que aquel chiquillo al que había dedicado sus afanes había pretendido violar a una hedionda que apestaba a pescado.
–Que lo traigan.
–Anda huido.
–Que lo busquen hasta debajo de las piedras. No pararé hasta verle como estoy viendo ahora a mi hijo... ¿Quién es?
–Asdrúbal Perdomo... De los «Maradentro» de Playa Blanca... Gente dura.
–Más duros eran los «rojos» en la guerra y ya están todos muertos...
–Esto ya no es la guerra, don Matías.
–Lo sé... –admitió–. Es peor. En la guerra no me mataron ningún hijo.
Se esforzaron porque entrara en razón, pero fue inútil. Encerrado en su vetusto caserón de gruesos muros de Mozaga, sentado en el porche bajo el parral desde el que dominaba sus viñedos con el telón de fondo de las Montañas de Fuego en la distancia, aguardó, en el mismo lugar en que aguardaba cada tarde el regreso de su chico, a que alguien le trajera a su presencia al asesino.
Su dolor era tan callado y tan profundo como el que había sentido cuando enterró a la madre de aquella desvalida y malograda criatura, pero los días, la calma y el aislamiento no consiguieron aminorar su pena, sino que, por el contrario, la fueron corrompiendo hasta transformarla en una sorda ira; algo que iba más allá de un simple sentimiento de venganza; el absurdo convencimiento de que únicamente la muerte de Asdrúbal Perdomo «Maradentro» obraría el milagro de devolverle nuevamente a su hijo.
Tan solo Rogelia «el Guirre», siempre seca, enlutada y silenciosa osaba aproximarse de tanto en tanto con una bandeja de comida que quedaba intacta sobre la mesa, pues a don Matías Quintero se le consumían en esos negros días las carnes de igual modo que se le consumía el espíritu.
A las dos semanas vino a verle su fiel compañero de Casino, el teniente Almendros, que por desgracia, no traía las noticias que anhelaba escuchar.
–El hombre continúa sin aparecer aunque hemos registrado cada palmo de la isla. La familia no habla, pero yo he averiguado hasta donde me ha sido posible..., hubo una riña, y parece ser que el cuchillo pertenecía a su chico.
–Mi hijo nunca usaba cuchillo... ¿Quién lo dice?
–Un ferretero de Arrecife. Él se lo vendió.
–Le habrán pagado para que cuente esa mentira. Cambiará de opinión.
El Guardia Civil observó largamente a su amigo, que parecía haber envejecido un siglo en quince días. Habían ganado juntos cuatro torneos de dominó y cientos de comidas, y había aprendido a apreciarle pese a su mal perder y sus constantes regañinas cuando estimaba que había colocado una ficha equivocada. Lamentaba como el primero lo ocurrido, pero había tenido ocasión de hacerse ya una idea muy concreta de lo ocurrido en Playa Blanca.
–Su chico fue imprudente aquella noche... –comenzó tímidamente–. Él y sus amigos estaban molestando a la muchacha...
–¡Tonterías...! Yo lo eduqué de otra manera... Esa guarra es muy puta, ya lo he oído... Se estaría divirtiendo con los tres cuando apareció el borracho de su hermano y sin mediar palabra me desgració al muchacho...
–No es eso, don Matías...
–¡Yo sé que es eso...! –le interrumpió furioso–. En Playa Blanca los «Maradentro» se consideran los gallitos... ¡Los «caciques»! Han hecho siempre lo que les da la gana, pero ahora se enfrentan conmigo..., con el capitán Matías Quintero.
–No quiero que haga de esto un asunto personal.
–¿Acaso hay algo más personal que la muerte de un hijo...? ¡Mi único hijo...! Mi único pariente... –Hizo un amplio gesto señalando las tierras que se extendían ante él y en las que cada viña aparecía amorosamente circundada por un muro de piedra que la protegía del viento–. A esto he dedicado todo mi esfuerzo... –dijo–. A conseguir que una tierra difícil y sedienta dé sus mejores frutos y no exista un vino como el de los Quintero en todo el archipiélago... El chico continuaría mi obra... Lo enviaría a estudiar a Francia y al regresar compraría parte de la «Gería» para que investigara allí nuevos injertos... Era muy listo. Listo y curioso, con grandes dotes para la investigación... –Agitó la cabeza como si aún le costara trabajo admitir la realidad de su terrible pérdida–. ¿A quién pretende ahora que le deje la hacienda? ¿A esa arpía de «el Guirre» y al consentido cabrón de su marido?
Resultaba inútil tratar de hacer entrar en razón a un hombre tan cegado como estaba don Matías por el odio y el teniente Almendros se encontraba terriblemente fatigado. Le faltaban ocho días para salir de permiso y anhelaba el momento de meter en el barco a la familia y pasar el verano en paz lejos de un caso demasiado confuso que solo podía proporcionarle disgustos y quebraderos de cabeza.
Se abstuvo, sin embargo, de comentarle a su amigo que iba a dejar el asunto en manos de sus subordinados, e intentó desviar la conversación hacia temas intrascendentes, aunque resultaba a todas luces evidente que nada alcanzaba a distraer a don Matías de la cuestión que había pasado a convertirse en eje de su vida.
–¿Dónde puede esconderse...? –inquirió de pronto–. La isla no es tan grande.
–Tal vez se haya ido... Lo más probable es que ya se encuentre en Tenerife protegido por algún pariente de la madre o se haya enrolado en un pesquero de los que bajan hasta La Güera y Mauritania.
–Le haré volver.
–¿Cómo...?
–Inventaré el sistema...
–No se meta en problemas, don Matías... –rogó el Guardia Civil–. Yo le entiendo, pero no debe intentar llegar más lejos de donde llega la justicia... –Hizo una pausa, encendió un cigarrillo y se observó por un instante los dedos en los que la nicotina había dejado una marca indeleble–. He hablado con los padres y me han prometido que se entregará en cuanto usted se calme y les proporcionemos una copia de la declaración jurada de los testigos.
–¿Qué testigos?
–Los muchachos que estaban con su hijo... –Lanzó un largo suspiro–. Si ellos cuentan la verdad, Asdrúbal aceptará el castigo que le impongan.
–La única verdad es que asesinó a mi hijo a traición y de noche... Tal vez para robarle... –dejó caer las palabras lentamente con marcada inflexión para que causaran todo su efecto–, o tal vez porque era mi hijo y esos cerdos no aceptan que les vencimos limpiamente y creen que ha llegado el momento de empezar a vengarse...
–¡Oh vamos, don Matías...! No complique las cosas... ¡La guerra acabó hace diez años!
–Ya ve que ellos no olvidan... ¡Yo tampoco!
Era como intentar razonar con una mula, o aún peor, con una mente obsesionada, cerrada a toda posibilidad de admitir que en algún momento de su vida había cometido un grave error y el niño que había tratado de convertir en hombre de provecho se había transformado en un presunto violador que no había dudado en esgrimir un cuchillo en una riña.
Caía la tarde. El sol se había escondido hacía unos minutos tras los volcanes de Timanfaya y dispersas nubes blancas se iban tiñendo de rojo a medida que corrían hacia el Sur empujadas por una brisa que entraba por Famara. Era muy hermoso aquel momento en que cada volcán mostraba más que nunca una tonalidad distinta que variaba del negro al amarillo pasando por el magenta y cien marrones diversos; el momento de sentarse en el porche y hablarle al chico de su madre, de la guerra, del futuro inmediato y de aquel otro futuro, más lejano, para el que aún no se encontraba en absoluto preparado.
–Tal vez no fuera mala idea que me trajeras pronto una mujer a casa –solía decirle–. Una buena muchacha que me diera nietos y pusiera un poco de alegría en este mausoleo. Rogelia está más seca y más «guirre» cada día, como quieta en el aire; con las zarpas dispuestas siempre a apoderarse de cuanto pongas al alcance de sus manos. Se roba hasta los pollos, y no me quita los huevos porque me los cuento en cuanto ha terminado de chupármela...
Don Matías Quintero hablaba así porque le constaba que hacía ya dos años que su hijo había entrado a formar parte del extenso y nada selecto grupo de jovenzuelos de la isla que habían perdido su inocencia en boca de Rogelia.
Ya era un hombre y podían tratar de aquellas cosas como hombres, aunque tal vez con una excesiva precipitación por parte de don Matías, que siempre había visto con aprensión a aquel mocoso que se le antojaba demasiado enclenque y sin empuje para revitalizar la estirpe de los Quintero.
Aquella mansión compacta de gruesos muros que mantenían el frescor por mucho que calentara el sol sobre las viñas, alzada con orgullo sobre un oscuro promontorio que dominaba de forma natural el corazón mismo de la isla, había conocido tiempos mejores de vida y movimiento, y aún recordaba de su niñez las voces y las risas de toda una tropa de parientes y amigos que revoloteaban de continuo de un lado a otro; de los patios al huerto y del jardín a las higueras.
¿Dónde estaban ahora? ¿Cómo era posible que hubieran ido desapareciendo uno tras otro sin dejar tan solo una huella de su paso? Tenía que estrujar su memoria en busca de recuerdos desechados para tomar conciencia de que, efectivamente, vientos de muertes sin historia habían ido barriendo de modo furtivo y en silencio tantas risas y voces.
Sus abuelos; sus padres, vencidos por el tiempo inexorable y lógico. Sus hermanos; sus primos caídos aquí y allá desordenadamente como si una mano gigantesca e invisible les hubiera ido propinando caprichosos papirotazos que los sacaban sin razón aparente del cuadro de la vida. Luego ella, tan de cristal que el asombro estribaba en que no hubiera estallado en mil pedazos cuando la penetró por primera vez en su noche de bodas. Ya para entonces las paredes de la casa se hallaban impregnadas de hediondez a difunto, con siete habitaciones cerradas y atrancadas porque así las dejaron desde el momento mismo en que se llevaron los cadáveres.
No quedaba ya ni una sola cama sin su muerto y tan solo su hijo, el elegido para revitalizar el árbol de los Quintero, había preferido morir lejos, sobre las piedras de un camino.
¿Por qué?
A ratos se preguntaba si era rencor lo que sentía contra el chico por haberse dejado matar tan tontamente sin dar fruto. Las últimas esperanzas de los Quintero de Mozaga se habían derramado estérilmente a lo largo de la insaciable garganta de Rogelia, cayendo hacia un oscuro abismo sin retorno, al igual que la roja lava de un volcán, ardiente y viva, muere y se petrifica al chocar contra un mar frío y profundo.
Don Matías Quintero aborrecía el mar desde su infancia; desde que se tragó a su primo Andrés ante sus propios ojos allá en Famara, y había permanecido siempre de espaldas a un océano que se le antojaba hostil, como si un presentimiento le anunciara que de ese océano y sus gentes le llegaría algún día el mal definitivo.
Se había quedado solo viendo venir la noche, consciente de que era ya aquel su imparable destino: sentarse a ver llegar la más oscura de las noches oscuras: aquella que nunca promete la esperanza del alba.
Se había quedado solo escuchando el silencio, y hasta el viento sin sueño que jamás descansaba corría de puntillas sobre los muros de las viñas, para cruzar furtivo ante la puerta de la casa marcada por la muerte y alejarse veloz para iniciar su canto al llegar a Masdache, trepar brincando hasta las cumbres de Femés y lanzarse después alegremente hasta los confines de Playa Blanca, allí donde los Perdomo «Maradentro» estarían celebrando la fácil impunidad con que habían acabado con el último de los Quintero de Mozaga.
Se había quedado solo rumiando su rencor y sus deseos de venganza, colmada su paciencia, convencido de que no quedaba ya justicia sobre la superficie de la isla, y había llegado el momento de empezar a moverse y demostrarle a todos cómo se daba caza a un asesino y cómo se le hacía pagar con sangre su delito.
Cuando más tarde «el Guirre» apareció con su maldita bandeja de comida, la rechazó con un gesto inapelable:
–¡Llévate eso...! –gruñó–. No tengo hambre. Llévatelo y avisa a tu marido... Mañana temprano tiene que bajar a Arrecife a poner un telegrama.
–¿Un telegrama...? –se sorprendió la mujeruca–. ¿A quién?
–A alguien que sabe cómo tratar a los hijos de puta.