Читать книгу Trilogía Océano. Océano - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 9

Оглавление

Cabría imaginar que don Matías Quintero se había momificado en poco tiempo, tan triste era su aspecto, porque parapetado tras los gruesos muros del caserón de sus antepasados se negaba a comer, alimentado al parecer únicamente por el odio, y desde que el teniente Almendros había iniciado sus largas vacaciones, a nadie recibía más que a Damián Centeno, que subía un día sí y otro no de Playa Blanca a informarle del curso de los acontecimientos.

Ya ni siquiera se acomodaba bajo las buganvillas del porche a observar cómo moría la tarde en Timanfaya, sino que aguardaba paciente, atrincherado en un vetusto salón de apolillados cortinajes, y únicamente cuando sobre el limpio cielo de la isla no brillaba más luz que la de cien millones de estrellas escapaba al huerto o al jardín como una furtiva sombra más entre las sombras de la noche.

Rogelia «el Guirre», que sabía mucho de sombras, pues toda su vida no había sido más que sombra de mujer incluso a la plena luz del mediodía, pasaba entonces las horas acechando tras las celosías de la ventana de su cuarto, aguardando el estampido de un disparo, ansiosa por no perderse el espectáculo de ver cómo aquel maldito viejo que la había humillado durante tantos años se levantaba de una vez la tapa de los sesos.

Todo lo tenía ya dispuesto; elegidos los escondites para la cubertería de plata; falsificados, aunque sin fecha, los cheques que había ido sustrayendo con infinita paciencia a través de los años, y bien oculto en el fondo de un arcón el duplicado de la llave de la vetusta caja fuerte, y cuanto necesitaba para ver realizados sus más íntimos deseos era que su odiado patrón decidiera morirse sin más testigos que ella misma.

–¡No lo hará! –repetía una y otra vez su marido, Roque Luna, que había sido siempre un hombre terriblemente pesimista–. , Aunque te acuestes con él, yo lo conozco mucho mejor que tú...: ese viejo maldito no se muere hasta que vea el cadáver de Asdrúbal Perdomo cortado en pedacitos. Tan solo esa ilusión le mantiene el aliento, pero para tan poco aliento como usa, ya le basta y le sobra...

–¿Crees que el sargento le traerá a ese muerto?

–¿Centeno...? –inquirió él–. Desde luego... A don Matías le gustaba mucho hablar sobre la guerra, y a menudo contaba cosas de ese Damián Centeno, la bestia más feroz de cuantas hayan pasado nunca por el Tercio. Cuando volvió de Rusia ni siquiera la Legión fue capaz de aguantarlo, y algo gordo debió de hacer porque pasó cuatro años en presidio y lo expulsaron. Aun así, el viejo lo admira, le ayudó durante aquellos años, y mantuvo su amistad donde quiera que fuese... –afirmó con la cabeza seguro de sí mismo y de lo que estaba diciendo–. Supo elegir su hombre: le entregará a Asdrúbal Perdomo hecho cachitos.

–¿Cuándo?

–En cuanto le ponga el ojo encima; ten paciencia... Damián Centeno es como el hurón, que no se precipita hasta que descubre la madriguera de su presa... En ese momento cae sobre ella y de un solo mordisco le quiebra el espinazo.. En cuanto salga a la luz, el «Maradentro» es hombre muerto.

–Su padre estuvo aquí. Quiso hablar con el viejo y no me dio la impresión de que se asuste fácilmente. Es un gigante.

–Lo conozco... –admitió Roque Luna–. Abulta dos veces lo que Damián Centeno, pero no tiene ni la décima parte de su mala leche. Cuanto más potente el veneno más pequeño el frasco, y Damián Centeno es puro veneno concentrado.

–Pero no defiende a un hijo.

–Razón de más... Actúa con la cabeza y no con el corazón, y eso le da ventaja.

A Rogelia «el Guirre» las cosas no se le aparecían tan claras, y el tiempo se le hacía infinitamente largo sin ver llegar la hora de que aquellas riquezas entre las que había vivido desde que tenía memoria, pero que nunca fueron suyas, pasaran a pertenecerle de una vez para siempre.

Había asistido desde el primer momento y desde primera fila a la desintegración de los Quintero, que se habían ido diluyendo como un gigantesco pilón de azúcar desgastado por la lluvia, y en aquellos momentos, cuando contemplaba al último de la estirpe vagar como un fantasma por sus campos dormidos, se complacía en pasar recuento mentalmente a cuantos habían ido quedando en el camino, mientras ella, Rogelia, la más flaca, la más débil, la que tuvo un principio de tisis hasta el punto de que nadie ofrecía una peseta por su vida, continuaba allí, tan tiesa como un huso, a punto de ser dueña absoluta de cuanto había pertenecido a todos los difuntos.

–¡Bendito sea Asdrúbal «Maradentro»! –musitaba a menudo–. Acabó de un solo golpe con aquel gusarapo que se divertía empegostándome el pelo con su leche, y será también el causante de la muerte de este viejo hediondo.

Más de una vez en el transcurso de aquellos días de tinieblas en los que don Matías Quintero se negaba a probar bocado y tan solo aceptaba de tanto en tanto un vaso de leche con una yema batida y un poco de coñac que le mantuvieran vivo le había asaltado la tentación de añadirle una cucharada de matarratas al azúcar, y no fue el temor a sus remordimientos, sino el hecho de ser descubierta y castigada lo que le había impulsado a seguir siendo paciente.

El único inconveniente de conservar esa paciencia estribaba en que abrigaba la casi absoluta seguridad de que don Matías Quintero la conocía tan a fondo que adivinaba hasta el más recóndito de sus oscuros pensamientos, y aunque no decía palabra, alguna forma de destruir sus sueños debía de estar tramando.

No andaba en absoluto desencaminada Rogelia en sus sospechas, porque en cierto modo el viejo ya había tomado sus medidas al respecto, y desde el momento mismo que recibió a Damián Centeno, apenas media hora después de que hubiera puesto el pie en el muelle de Arrecife colocó abiertamente sus cartas sobre la mesa:

–Si acabas con el hijo de puta que asesinó a mi chico te nombro mi heredero, y puedes creer que conseguirás mucho si sabes apretarle el pescuezo a Rogelia obligándole a escupir cuanto me ha robado en estos años... En verdad que pájaro parece, pero más que «Guirre» debieran llamarla «Urraca» por su insaciable ansia de rapiña.

Damián Centeno se vio desde ese momento dueño del caserón y los viñedos de Mozaga, pues se le antojaba que acabar con Asdrúbal Perdomo no era cosa demasiado difícil, y el capitán Quintero nunca se atrevería a prometerle algo que no estuviera dispuesto a cumplir, pues sabía que su antiguo sargento era hombre al que no se le podían gastar bromas.

Al concluir la entrevista, cuando contaba ya con todos los datos que le hacían falta, y don Matías le había hecho entrega de un grueso fajo de billetes con que hacer frente a los primeros gastos, Damián Centeno abandonó la penumbra del caserón y desde el porche de la puerta principal contempló durante largo rato la amplia finca en la que cada viñedo, inmerso en el fondo de un hoyo cubierto de grava negra y protegido del viento por un semicircular muro de piedras, confería al paisaje un extraño aspecto lunar.

Se aproximó a un hombre que reparaba con infinita paciencia uno de los pretiles que el viento había derribado y señaló con un amplio gesto a su alrededor.

–¿Cómo se las arreglan para regar todo esto? –inquirió–: No veo acequias, y por lo que me han dicho, en esta isla pasan años sin llover.

–No se riega... –replicó Roque Luna, irguiéndose con el sombrero en una mano y un trozo de lava en la otra–. Estos cultivos casi no necesitan agua.

Damián Centeno le observó con aquella dureza que era capaz de imprimir a sus ojos cuando lo deseaba y que parecía avisar seriamente de que no trataran de burlarse de él.

–Todos los cultivos necesitan agua... –sentenció–. De otra forma incluso el Sahara sería un vergel.

El otro se inclinó, tomó un puñado de la negra gravilla que cubría por completo la tierra y se lo alargó dejándolo caer sobre su abierta palma.

–Esto es «picón»... –dijo–. Ceniza de volcán. Por la noche absorbe la humedad de la atmósfera y la traspasa, por capilaridad, a la tierra. De día sirve de aislante e impide que esa humedad se evapore. –Sonrió levemente, como si se debiera a su exclusiva astucia un descubrimiento centenario–. De esta forma cultivamos, y basta con que llueva un poco para que la cosecha sea buena.

Damián Centeno observó con fijeza a Roque Luna, y luego, tras palpar repetidamente la consistencia del «picón», lanzó una nueva y larga mirada a los viñedos y al impresionante caserón que pronto serían suyos y le proporcionarían un lugar en el que echar raíces después de tantos años de no poseer más que un camastro, una maleta de madera y un par de desteñidos uniformes.

–Siempre está uno en edad de aprender cosas nuevas... –admitió–. Y siempre es útil aprenderlas.

Luego se encaminó sin prisas al carcomido taxi que le había traído hasta allí y aguardaba a la sombra de un muro, y le preguntó a su dueño:

–¿Puede llevarme a Playa Blanca?

–Poder, puedo –admitió el hombre–. Pero de Uga hacia abajo, aquel camino de piedra está maldito, y si se me rompe un eje tendrá usted que correr con los gastos... –Hizo un gesto con los hombros, como tratando de disculpar su comportamiento–. Entienda que de otro modo no me compensa el viaje... Aquello es el confín del mundo.

Tras la cristalera de su inmenso salón, acurrucado en un enorme sillón de cuero que parecía ir creciendo a medida que él adelgazaba y se consumía, don Matías Quintero observó poco después cómo el vehículo se alejaba hacia el camino que se abría paso por entre ríos de lava en dirección al infierno de volcanes de Timanfaya, y por primera vez desde aquella maldita noche de San Juan en que todo empezara experimentó algo muy parecido a la paz interior.

Cuando Asdrúbal Perdomo hubiese muerto tal vez la vida volvería a ser digna de ser vivida, ya que dejaría de sufrir aquel insoportable dolor que le comía las entrañas y disfrutaría nuevamente con una partida de dominó con sus amigos del casino, un buen vaso de ron, un cabritillo al horno, e incluso alguna esporádica mamada por parte de aquellas putitas que habían llegado a Arrecife y de las que tanto había oído hablar durante las últimas tertulias.

Luego haría que Damián Centeno le apretara las clavijas a Rogelia obligándola a devolverle cuanto se había llevado, buscaría gente nueva que se ocupara de la cocina y de la casa y descargaría el peso de la administración de la finca en el que había sido durante tantos años su hombre de confianza y su sargento.

Que a la hora de su muerte pasara todo a sus manos, ya nada le importaba. Consumida la última gota de sangre de los Quintero de Mozaga, el caserón, las viñas, las higueras, muebles, cortinas, cuberterías de plata, e incluso las tan preciadas joyas de familia podían irse al infierno, porque no esperaba que ninguno de aquellos que con tanta urgencia le habían precedido en su camino al cementerio viniera a pedirle cuentas de sus actos.

Lo único que podían exigirle era vengar la sangre de los Quintero alevosamente derramada, y eso era algo que estaba seguro de cumplir antes de ir a hacerles compañía para siempre.


Trilogía Océano. Océano

Подняться наверх