Читать книгу Las crónicas de Ediron - Alejandro Bermejo Jiménez - Страница 10
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En el vacío, lo único que existía era un persistente pitido que provenía de un lugar oculto. De ritmo y frecuencia constante, llenaba la oscura nada. Al poco apareció un foco de dolor que rápidamente se extendió por todo el vacío. Dolor y pitido coexistieron en el espacio desierto. Entre esas dos únicas existencias apareció otra más: un olor combinado de hierba y humo. El olor era muy sutil al principio, pero poco a poco fue haciéndose notar más. Todas esas sensaciones se unieron en una vorágine, existiendo todas a la vez y aumentando la intensidad de cada una: el pitido rebotaba por doquier, los olores lo contaminaban todo, y el dolor hizo que el cuerpo de Elira se despertara.
Se encontraba boca abajo, tumbada sobre un verde suelo cubierto de hierba. Con gran esfuerzo intentó mover sus extremidades. Desde el interior de su cabeza enviaba órdenes a sus miembros, pero estos parecían estar sordos a cualquier instrucción.
Conforme la percepción de su alrededor iba aumentando, ella pudo mover sus manos y clavó los dedos en el suelo. Con un gemido, se incorporó hasta quedarse sentada en el suelo. Su visión, antes verde, se tiñó de rojo. Una sangre cálida proveniente de su cabeza le cubría la vista; se limpió con el dorsal de la manga.
Una calma caótica era el único elemento presente en el clan de Feherdal. Allá donde mirara Elira solo distinguía destrucción. Muchas de las casas de los árboles se habían caído totalmente, otras pendían de ramas tensadas en su máxima extensión. Pequeños fuegos se habían originado, contaminando el aire con un humo negro. Cadáveres de elfos y de otras criaturas se repartían por todo el horizonte. Aparte del humo ascendiendo hacia el azul cielo, Elira no podía ver ningún otro movimiento. El silencio reinaba sobre toda la destrucción.
Varias imágenes fugaces empezaron a aparecer en la mente de Elira: los animales huyendo de Feherdal, el humo que salía de su clan, las oscuras criaturas atacando al pueblo y los ojos sin vida de su madre, muriendo a manos del desconocido encapuchado.
Renovadas fuerzas aparecieron en su cuerpo tras recordar lo sucedido, con un pequeño impulso para buscar a su madre, y a su asesino. Al fin se incorporó y empezó a buscar a su alrededor. Todo se movía más despacio de lo normal, su vista se difuminaba y tardaba unos segundos a volverse a centrar, pero eso no impidió a Elira utilizar cada reserva de fuerza y voluntad que quedaba dentro de ella para dar el primer paso. Y después el segundo. Sus piernas temblaban a cada movimiento, amenazando con desplomarse, pero al tercer y cuarto paso ya recobraron su agilidad normal.
Mientras recorría el lugar en busca de su madre, el dolor físico que tenía origen en su espalda se manifestaba en cada movimiento. En cambio, el pitido dentro de la cabeza era casi inaudible.
El cayado estaba intacto en el suelo, justo donde lo había dejado caer Ithiredel. Reposaba plácidamente junto al cadáver. El cuerpo no presentaba herida ninguna, pero su piel y la inerte mirada manifestaban la ausencia de vida.
Elira se arrodilló a escasos centímetros de la jefa. No profirió ningún sonido, pero sus ojos se volvieron húmedos. Las saladas lágrimas le recorrían la cara, limpiando los horrores de la noche.
Instintivamente, cogió el cayado del suelo y apuntó hacia su derecha, de donde procedió un repentino sonido. Una joven elfa de pelo corto estaba de pie, mirándola fijamente.
—Elira… —suspiró Iliveran.
La joven elfa tenía heridas en su cara: arañazos que aún sangraban. Sus ropajes estaban llenos de suciedad y tenía un profundo corte en una pierna. Pero eso no la paró para dirigirse a Elira, que había vuelto a dejar el cayado en el suelo, y cogerla en un silencioso abrazo.
Las dos elfas se separaron y se miraron la una a la otra, sin decir nada, compartiendo el dolor y las pérdidas que habían sufrido. Al fin, Iliveran habló:
—Lo… Lo siento…
Elira sacudió la cabeza, sin emitir sonido alguno. Entendía lo que su compañera quería transmitir, pero sus palabras no arreglarían el mal que había caído sobre ellos.
—¿Estás bien, Iliveran?
—Sí, son heridas superficiales…
—¿Qué pasó anoche? —inquirió mientras inspeccionaba las heridas de su compañera.
Los ojos de la joven elfa se apartaron por un momento de los de Elira y miraron a Ithiredel. Sus labios temblaban en silencio.
—Todo fue tan rápido… —explicó, sin mirar a Elira—. Ayudaba a Ewel a poner algo de orden donde habíamos tenido la celebración. Al acabar, me dirigía a mi casa y entonces fue cuando escuché unas voces.
Ahora Iliveran miraba a Elira.
—Te oí discutir con tu madre.
Elira permaneció en silencio y esperó a que Iliveran continuara.
—Al poco te vi salir corriendo. Tu madre te observó desde lo alto de su hogar hasta que algo captó su atención. Al momento siguiente me vi rodeada de unas criaturas de piel verde, como la nuestra, pero más oscura. También tenían las orejas puntiagudas —hizo una breve pausa—. Intenté huir, pero varias de estas criaturas se acercaban a mí con las espadas en alto y me cortaron el paso. Algunos miembros del clan aparecieron a mi lado y pudimos defendernos, pero de poco sirvió. Las criaturas se multiplicaban. Los de mi alrededor caían, profiriendo gritos, y el humo se apoderó de todo, y luego… Luego vinieron otras figuras más altas, musculosas. ¡Lanzaban los cuerpos de nuestros amigos por los aires con sus puños! No… ¡No pudimos hacer nada!
La elfa se echó a llorar, cubriéndose el rostro con unas manos sucias. Elira la miró: «Es tan joven…». Su vulnerabilidad la cautivó. Puso una mano en uno de sus brazos, y el llanto cesó.
—Ili, ¿sabes si buscaban algo o a alguien?
La elfa negó con la cabeza. Elira estaba segura de que habían venido con un propósito concreto; no se había tratado de un ataque aleatorio. Le vino a la memoria la imagen de su madre hablando con la extraña figura. Necesitaba averiguar porqué habían venido y arrasado todo su clan. Y debía vengarse. Vengar las muertes de su pueblo, vengar la destrucción de Feherdal, y a Ithiredel.
Elira se puso en pie con determinación.
—¿Qué… qué haces? —tartamudeó Iliveran.
—¿Hay más supervivientes?
—¡Sí! —un breve destello de alivio apareció en los ojos de la elfa—. Ewel los está reuniendo cerca del río.
—Ve con ellos.
—¿Y tú… qué harás? —Iliveran se levantó. Elira no podía evitar seguir viendo lo joven que era, pero eso no evitó que su semblante cambiara. Solo un deseo corría en su mente.
—Buscaré a los responsables de esto, y los aniquilaré. Encontraré hasta la última de esas criaturas y las destruiré una a una. Luego daré con su líder, y lo despellejaré vivo.
Elira podía ver el rostro de Iliveran, asustada de sus palabras.
—¡No! ¡Ahora Feherdal te necesita! Te necesitamos… ¡Te necesito! —más lágrimas cayeron—. ¡Ahora eres nuestra líder!
Las palabras de la elfa la conmocionaron. No había caído en ello, e Iliveran tenía razón: tras la muerte de Ithiredel ahora ella era la jefa del clan. Pero se quitó de la cabeza esa idea, nunca quiso ese rol, y ese día no sería diferente. Haría lo que sentía que era correcto. Aun así, Iliveran había plantado una semilla en su corazón.
—Ve con Ewel, Ili. Iré enseguida —e inmediatamente dio la espalda a la elfa.
Elira se arrodilló de nuevo junto al cadáver de su madre. Pudo escuchar como Iliveran se alejaba de ella y después el sonido del silencio rodeó a Elira: el rastro de todas las almas que habían abandonado este mundo, como un enorme peso que podía tocarse en el mismo aire.
Madre e hija estaban solas, rodeados de fantasmas: cuerpos sin movimiento que antes daban vida a un clan que fluía en paz. Elira seguía mirando el cadáver de su madre, y aunque lo veía enfrente de ella, era incapaz de asimilar lo que había pasado. Su madre estaba allí, pero, al mismo tiempo, no estaba allí; había perecido. Un cuerpo vacío, una carcasa que simbolizaba a Ithiredel, jefa del clan de Feherdal y madre de Elira, exento de la esencia que la convertía en lo que era. Para Elira, su madre había desaparecido. El cuerpo que había dejado detrás ya no era importante; ya no era su madre.
Elira quitó con cuidado la capa que llevaba el cuerpo de Ithiredel y se la equipó. Automáticamente, la capa reaccionó al nuevo cuerpo que cubría y se amoldó a él. La pieza había sido fabricada en tiempos en que la magia aún existía en el mundo y era un ente más conectado con el Mutualismo. Alrededor del cuello de su madre reposaba tranquilamente la raíz plateada, símbolo de Feherdal. Elira la cogió e hizo que ahora rodeara su cuello; allá donde fuera tendría a Feherdal con ella. Después, Elira cogió el cuerpo en sus brazos y se dirigió hacia el río Nira.
Un flechazo de dolor le recorrió todo el cuerpo hasta llegar a su corazón. Una sensación de abandono de fuerzas y de cualquier emoción positiva apareció tras ver el resto del clan. «¡Apenas han sobrevivido unos veinte miembros!». Elira no pudo andar hasta pasados unos segundos más, hasta que el dolor que se había apegado a cada fibra de su ser no permitió que sus pies emprendieran el movimiento.
Ewel, junto a dos elfos, trataban de calmar a los demás. Muchos de ellos estaban tirados en el suelo, o bien llorando, o bien retorciéndose de dolor. Sus miradas estaban vacías e intentaban evitar mirarse unos a otros. Aparte de los sorbos de nariz y quejas de dolor, el pequeño grupo estaba en completo silencio. Incluso Iliveran, de pie, un poco apartada del grupo, los miraba con una tristeza sin precedentes.
Todo el grupo se volvió hacia Elira cuando llegó cargando el cuerpo de Ithiredel, tras bordear varios cadáveres de los atacantes y de su propia gente. Sus ojos transmitían súplica y alivio al mismo tiempo, pero ninguno dijo nada, y Elira lo prefería así. Debía perseguir su misión, y no quería que nadie se interpusiera. Aun así, ver a su pueblo en ese estado, haber pasado tras sus cuerpos… Los muertos necesitaban un entierro digno, y los vivos alguien que los curara. Cada vez le costaba más a Elira mantener el objetivo de la misión que se había planteado.
Depositó el cuerpo de su madre cerca de la orilla del río Nira y se volvió hacía su pueblo. Antes de hablar, puso una mano (con la palma hacia el cielo) enfrente suyo, luego siguió la otra mano, colocada de la misma manera, y con un gesto solemne, se inclinó saludando tanto a los presentes como los que habían dejado ese mundo. Se mantuvo inclinada durante unos segundos, tras los cuales recobró la postura erguida y anunció con pesar:
—Hemos sufrido una trágica pérdida. Nuestro clan ha sido casi aniquilado por unas criaturas que desconocemos, y también ignoramos con qué intención nos atacaron —a medida que hablaba, los supervivientes dirigieron sus miradas hacia ella—. Durante la noche hemos perdido algo más que las vidas de nuestros compañeros: hemos perdido padres y madres, hijos e hijas, compañeros, amigos… Nos hemos perdido a nosotros mismos, aunque sigamos respirando. Y es por eso que debemos encontrarnos, pues hay algo que aún existe: Feherdal. Nuestro clan no son las casas en los árboles ni el lugar que pisamos ahora. Nuestro clan somos nosotros. La Madre Naturaleza nos ha protegido de las tragedias de esta noche, ha protegido la continuación de Feherdal. Y esa tarea cae sobre cada uno de vosotros. Sin embargo, nuestra recuperación no pasará solo por reconstruir el clan, sino también por descubrir porqué ocurrió este ataque. Vinieron por una razón, y debemos saber por qué. Debemos arrebatarles esa información y luego acabar con ellos para así dar paz a nuestro clan.
La veintena de elfos seguía observándola, todos sumidos en el más absoluto silencio. Muchos de ellos no comprendían nada, otros parecían más convencidos de que debían actuar. Algunos ya estaban de pie, y los que no podían se apoyaban en alguien cercano. Pero nadie habló, nadie excepto la joven elfa que había perdido su jovial sonrisa.
—No —anunció Iliveran en un susurro.
—Ili…
—¡NO! —Su cara estaba roja, con los ojos hinchados—. ¡Míranos! Somos lo que queda del clan Feherdal. ¡Aún no hemos entregado los cuerpos de nuestros compañeros a la Madre Naturaliza y ya estás hablando de venganza! ¡No podemos salir al exterior del bosque en busca de un ejército que nos ha derrotado en una noche! Como nueva jefe del clan, ¡te necesitamos para reconstruirlo! ¡Para reconstruirnos y guiarnos! ¡Tú misma lo has dicho: ¡la Madre Naturaleza nos ha protegido para la continuación del clan!
Iliveran enmudeció y dejó paso a una agitada respiración. Sus hombros se movían cada vez que inspiraba aire, y sus ojos mostraban un fuego manifestado en su voluntad de ayudar al clan.
—No os estoy pidiendo que vengáis conmigo; esto lo haré yo sola —aclaró Elira, sin elevar la voz—. No asumiré el mando de nuestro pueblo; me encargaré de saber por qué hemos sido atacados y cómo. Dejo en vuestras manos la sanación del clan, pues partiré de inmediato en busca de los asesinos.
El pequeño grupo empezó a crear murmullos. Muchos habían apartado la mirada de la elfa, otros mostraban miradas de decepción. Algunos habían cruzado los brazos y fruncido el ceño, mostrando claramente su oposición a las palabras de Elira.
—Deberíais buscar a los demás clanes y pedir ayuda —prosiguió—. Curad a los heridos y entregad a los fallecidos a la Madre Naturaleza, pero buscad después asilo con los demás clanes. Si no tengo éxito en mi búsqueda, podrían volver. Es por eso que debéis alertar a los demás y prepararos.
—Pero entonces, ¿quién asumirá el mando del clan? Somos pocos, pero alguien debe representar a Feherdal si hemos de contactar con los otros clanes.
El que había hablado era Ewel. No mostraba heridas graves, solo superficiales, pero su cara estaba extremadamente demacrada, como si el transcurso de esa noche fatídica le hubiera envejecido unos años.
Ella reflexionó por unos segundos. Y después, con firmeza, anunció:
—Te propongo a ti, Ewel. Como miembro más anciano y sabio, no hay nadie aquí, incluida yo misma, que pueda representarnos mejor. Conoces el bosque y también a los demás clanes. Serás capaz de sanar a Feherdal debidamente.
Un pequeño murmullo de aprobación se dejó escuchar en el grupo. Elira se fijó en que Iliveran había desaparecido. Miró alrededor, pero la joven elfa no estaba.
—No… No podría asumir el cargo de jefe de clan, mi señora Elira —dijo cabizbajo Ewel.
—Asumir el cargo de jefe de clan dependerá de ti, Ewel. Puedes no aceptarlo, pero estos elfos necesitarán de tu guía.
Elira no esperó la respuesta. No quería seguir hablando con sus compañeros, necesitaba despedirse y marchar hacia su búsqueda. Aún con su objetivo bien claro, la tristeza se había adueñado de todas las partículas de su cuerpo. Iba a abandonar a su pueblo, el lugar donde había nacido, donde había aprendido y conocido todo lo que sabía. Estaba dando la espalda a las pocas personas que la conocían y la comprendían; las estaba traicionando al renunciar el poder curarles, el poder ayudarlas en ese momento de soledad y pérdida.
Elira miró de nuevo el rostro de su madre y el sentimiento de culpa se escondió en su interior, sustituido ahora por la furia y la rabia. Recordaba con nitidez el momento en que Ithiredel, aún con vida, estaba prisionera del agarre de su verdugo, y sus ojos se posaron en su hija segundos antes de que le arrancaran la esencia vital. Ese siniestro recuerdo la perseguía a todas partes…
Al fin sacudió la cabeza para alejarse de ese pensamiento sombrío y se sentó junto al cuerpo de Ithiredel. Su respiración se calmó y cerró los ojos. Casi al instante todo se volvió oscuro con matices azules, aunque las luces azules se habían reducido considerablemente. Podía percibir a los miembros restantes del clan observándola. Notaba también la esfera que aún tenía guardada en su atuendo. Pero no sentía nada más cerca de ella. Lejanos peces nadaban en las profundidades del río, con una actitud tímida. Incluso los árboles parecían haber relajado sus actividades internas, como expectantes de lo que estaba pasando.
La ahora huérfana se aisló de cualquier movimiento a su alrededor, centrándose en entablar conversación con la Madre Naturaleza. Debía pedirle la mayor de las peticiones, y debía hacerlo bien. Su alrededor se volvió más y más oscuro; las luces azules se fueron apagando pues para Elira carecían de importancia en este momento. Al poco la última luz desapareció, quedando todo a oscuras. Elira seguía notando la energía de la esfera, como si estuviera ayudándola a conseguir su objetivo.
Y al poco rato apareció: una única luz, un pequeño destello verde que lentamente fue intensificándose. Elira no necesitaba hablar para transmitir sus deseos, pues dicha luz era capaz de leer el ser de la elfa. La luz creó un gran destello, y luego se apagó. Elira abrió los ojos.
De la superficie del agua del río Nira surgieron varias raíces, muy parecidas a las que aparecieron durante el Renacimiento de la Luna y sostuvieron a Ithiredel. Esta vez las raíces se dirigieron hacia el cuerpo sin vida de la ex jefa de Feherdal y lo empezaron a arropar. Se fueron entrelazando entre ellas, cubriendo suavemente la totalidad del cuerpo. Cuando apenas quedaba alguna zona de piel visible, unas hojas de diferentes colores empezaron a brotar y acabaron de cubrir el cadáver, como una elegante mortaja. Después, las raíces elevaron el cuerpo, dejando que Ithiredel pudiera despedirse de su clan, al que había dedicado tanto, y dejarse arropar por el descanso eterno; un descanso que la llevaría directamente hacia la Madre Naturaleza, siendo parte de ella.
La última lágrima, se prometió Elira.
Tras la despedida, la elfa se levantó y se alejó. Mientras caminaba, por el rabillo del ojo pudo ver como su clan empezaba a movilizarse: algunos seguían atendiendo a los heridos, otros se habían dispersado, y unos pocos se dedicaban a mover y clasificar los cadáveres en dos grupos; el de los miembros del clan, colocados uno al lado del otro, y el de los atacantes, simplemente apilados.
Antes de irse, Elira se acercó a uno de los cadáveres de las criaturas. El extraño ser había fallecido a causa de varias flechas clavadas en su pecho. Su piel era de una tonalidad verde, pero más oscura que la de los elfos del bosque, tal y como lo había descrito Iliveran. Sus orejas eran más grandes, aunque también puntiagudas, y una de las orejas estaba adornada con un aro de metal que la había perforado. De la boca salía un hilo de sangre negra que corría por la cara hasta manchar la hierba. Los dientes eran muy finos y afilados; capaces incluso de roer un hueso, pensó Elira. La criatura llevaba ropas de cuero desgastadas y en mal estado que apenas cubrían el cuerpo, manchadas ahora de negro allí donde las flechas habían agujereado la carne. Un escudo yacía cerca del cuerpo y una espada todavía reposaba en la mano de la criatura. Elira examinó la espada: a diferencia del resto de equipo de la criatura, la espada estaba en buenas condiciones. No tenía ninguna mella, señal que no había sido utilizada en combate antes. Era ligera y se adaptaba bien a los movimientos que Elira trazó con ella. La elfa decidió coger la espada y llevarla consigo y así destruir al enemigo con su propia arma.
Mientras cogía la funda de la espada, reparó en un símbolo situado en la empuñadura: tres círculos situados en el mismo nivel, unidos cada uno de ellos con una línea a un círculo solitario situado encima del central. El símbolo le llamó la atención, pues tenía la sensación de haberlo visto antes.
Apartando de su mente la incógnita del símbolo de la espada, Elira se dirigió hasta su casa. Por el camino debía sortear cadáveres, algunos de ellos irreconocibles debido a las heridas que tenían. Todo estaba en silencio; ella era la única alma viva que vagaba por el clan. Tenía que hacer un esfuerzo máximo y escudar su corazón de las imágenes que veía: la multitud de sus camaradas caídos, y entre ellos, niños. Pequeños cuerpos que inútilmente habían sido protegidos por los de sus padres podían verse aún agarrados a las ropas de ellos. El panorama le produjo nauseas.
Mientras seguía avanzando, no consiguió ver señales de Iliveran. Desde que desapareció de la orilla del río, había perdido su rastro, y no quería irse sin despedirse de ella.
La casa de Elira estaba totalmente en ruinas. El árbol que la sostenía había colapsado y toda la vivienda se había estrellado contra el suelo, esparciendo tablas de madera por doquier. Entre los escombros, pudo vislumbrar muchas de sus pertenencias. Objetos con un alto valor para ella, pero que ahora parecían baratijas, algo de una insignificante importancia comparada con el caos que había aterrizado en sus tierras.
La elfa no tardó mucho en encontrar lo que estaba buscando: su fiel arco, con el que había abatido al jabalí. Parecía que había pasado una eternidad desde entonces, pero en realidad solo habían sido unos pocos días. Junto al arco estaba el carcaj, donde muchas de las flechas estaban rotas. No le importó; haría más durante el camino.
Con todo listo, la elfa se incorporó y respiró hondo. Vislumbró de nuevo a su clan, ahora en ruinas, un espejismo de lo que había sido el día anterior, sin saber si lo volvería a ver. Mientras recorría con la mirada Feherdal, esta captó el brillo de un rubio pelo. Iliveran estaba enfrente de Elira.
—¡Iliveran! —gritó aliviada mientras se acercaba a ella—. No quería… ¿A dónde vas?
La joven elfa estaba totalmente equipada y armada. Vestía una ropa de cuero endurecido y tenía una pequeña daga en un el cinto. Sostenía un arco entre sus manos.
—Voy contigo, Elira —afirmó la elfa, sin mostrar emoción alguna.
—¡No! ¿Cómo vas a acompañarme? Debes quedarte aquí y ayudar a Ewel. Debes atender el clan.
—Ewel será capaz de apañárselas, siempre lo hace. Ni siquiera en cada ciclo no necesita mi ayuda —en su boca se esbozó una sonrisa nostálgica.
—Ili, escúchame. Donde voy, lo que pretendo hacer… No será una tarea fácil ni exenta de peligros. Quédate, ayuda al clan.
—Todos hemos escuchado lo que quieres hacer, ¿y pretendes hacerlo tú sola? Necesitarás toda la ayuda que puedas obtener. Voy contigo Elira.
—Por favor, Ili…
—¡Elira, escucha por una vez! ¡Anoche lo perdimos todo! No fuiste la única que perdió a su madre, o cualquier otro familiar. Yo también lo perdí todo, pero tú… Eres lo único que me queda, no me dejes decirte adiós y no saber si volveré a verte. Déjame acompañarte, juntas tendremos más posibilidades de salir victoriosas.
Un breve silencio se hizo entre las dos elfas. Iliveran miraba a Elira con una mirada rogatoria, pero esta no quería que le pasara nada a la joven elfa y sabía que en cada camino que tomarían el peligro estaría acechando. Aun así… No quería estar sola en esta aventura. Así que, esquivando las runas esparcidas por el suelo, Elira se acercó a Iliveran y la abrazó.
—De acuerdo —susurró, con la cabeza apoyada en la de Iliveran.