Читать книгу Las crónicas de Ediron - Alejandro Bermejo Jiménez - Страница 9
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Un dolor lacerante en la parte trasera del cráneo fue lo primero que sintió al despertarse. Se acarició esa zona con un par de dedos, y aparte del escozor de la herida, Remir pudo palpar la humedad de la sangre.
Poco a poco intentó abrir los ojos. Cualquier movimiento le suponía un esfuerzo colosal. Con gran fuerza de voluntad sus párpados empezaron a abrirse, y una tenue luz, proveniente de una antorcha, empezó a dibujar su entorno. Parpadeó varias veces para acostumbrarse a la falta de iluminación.
Se encontraba tendido en el frío y húmedo suelo de una celda. Anchos y oxidados barrotes le rodeaban a excepción de una pared de piedra. La celda carecía de ventanas y había varias más, vacías y de las mismas características, cerca de la de Remir. Una grotesca risa hizo que se girara, con esfuerzo, para ver de dónde procedía.
—¡Ja! Y otra paga que te quito.
Un fuerte golpe sonó en la mesa donde había dos guardias sentados.
—¡No puede ser! ¡Tira de nuevo!
—¿Me acusas de hacer trampas? ¡Deberías dejar de apostar a que me vas a ganar! ¿Qué te pasa? No me digas que vas a empezar a llorar.
—No, ahora no. Mira.
Remir, tras identificar que se habían percatado de su presencia, se incorporó de golpe, aunque no llegó más lejos de sentarse con la espalda apoyada en el muro de piedra. El dolor de cabeza le impedía coordinar sus movimientos. Enfrente de él había dos guardias con armadura, sentados en una pequeña mesa a la luz de una antorcha. Parecía que se distraían con un juego de dados. Uno de los guardias era alto y delgado, con las extremidades más largas de lo normal, como si lo hubieran estirado. El otro también era de estatura alta, aunque una barriga le rodeaba el torso. En una mano tenía un hueso al que le quedaba poca carne. Ambos se incorporaron y se dirigieron hacia la puerta de Remir. Se quedaron mirando al prisionero, hasta que Remir habló con una voz ronca que casi no reconoció:
—¿Dónde está Sideris?
—¿Sideris? Ah, ¿tu chucho? —preguntó el guardia con el hueso de carne. Mientras masticaba, lo movía a la vez que las palabras salían de su boca cubierta por una barba con lagunas de pelo.
El guardia alto miró al otro y este le hizo un gesto con la cabeza. Le murmuró algo y se dirigió a una puerta cercana, por la que desapareció. El hueso, apenas ya sin carne, apuntaba ahora hacia Remir.
—El lobo está bien acompañado —se limitó a decir el guardia. Le dio otro bocado a un trozo de carne.
—¿Bien acompañado? ¡Donde lo tenéis!
—Muy cerca de ti —contestó enigmáticamente, y se rio.
Remir empezaba a notar cómo la sangre fluía por su cuerpo. Quería levantarse y arrancarle los pocos pelos faciales que le quedaban, pero por alguna razón se encontraba muy débil. En cada movimiento, un calambre le recorría desde la herida de la cabeza hasta la punta de los dedos de los pies. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente?
El guardia miraba al prisionero con cara de satisfacción. En ese instante, compuso una sonrisa maliciosa y, antes de que Remir pudiera averiguar el porqué, el guardia dijo:
—Toma, ¡aquí tienes a tu chucho! ¡Podéis pasar el tiempo que te queda juntos! —y tras decir eso, el guardia lanzó entre los barrotes el hueso con aún tenía pequeñas trazas de carne. Después, se fue por la misma puerta por donde se había ido el otro, riéndose a carcajadas.
Remir apartó rápidamente del hueso con una débil patada. «¡No, no, no! ¿Han… Han matado a Sideris? ¿Puede ser ese un hueso de él? ¿Sería capaz alguien de comer carne de lobo?», se preguntaba Remir con el corazón acelerado. El hueso era inusualmente largo, lo que hacía imposible adivinar de qué animal podía pertenecer. El humano estaba demasiado asustado como para acercarse y comprobarlo.
En la oscuridad de la celda era imposible discernir el día de la noche, por lo que Remir no sabía el tiempo que pasó observando ese hueso, intentando descubrir si pertenecía a Sideris o no. La ciudad de la Corona de Arân había sido el peor sitio que Remir había pisado, y tras observar las acciones de sus ciudadanos, el peor de sus miedos con referencia al hueso se materializaban constantemente. No se oía ningún sonido a excepción de varios rasguños que Remir supuso que eran ratas, aunque no las podía ver. Debido al silencio, el humano solo podía oír sus pensamientos, sumidos en un remolino de sensaciones delirantes provocadas por el cansancio, el sueño, el dolor físico que sentía en la cabeza y la amargura de haber perdido a su fiel amigo.
—¡Y una jarra de cerveza para bajarlo todo!
El tabernero asintió desde la mesa de los dos hombres con grandes barrigas. Uno de ellos entrecerraba los ojos para intentar centrar la visión en su compañero, y el otro se llevaba a la boca una jarra invisible, al no atinar a cogerla de la mesa.
La taberna El Piojo Ebrio mostraba un ambiente sin igual: estaba repleto de luz. Parecía que todo el mercado había venido a tomar unas jarras de cerveza, y una música sin origen alguno llenaba la estancia de un júbilo contagioso. Remir tuvo curiosidad y entró en el local. Al ver el buen ambiente, decidió sentarse en una mesa y pedir un estofado de carne junto con una cerveza.
—¡Ja! Y otra paga que te quito.
Dos guardias jugaban a un juego de dados en una mesa cercana a Remir. Por alguna razón, los individuos estaban en penumbra, pobremente iluminados por una antorcha. Un fuerte golpe sonó en la mesa cuando uno de los guardias la golpeó con el puño.
—¡No puede ser! ¡Tira de nuevo!
—¿Me acusas de hacer trampas? ¡Deberías dejar de apostar a que me vas a ganar! ¿Qué te pasa? No me digas que vas a empezar a llorar.
—No, ahora no. Mira.
Por alguna razón ambos guardias se quedaron mirando a Remir. Este los ignoró, pues un buen cuenco de estofado le había llegado. El plato tenía una pinta excelente: trozos de patata cocida sobresalían del caldo, acompañados con varios pedazos de zanahoria y alcachofa. La carne se bañaba en el amarillento brebaje, y en medio, en medio estaba la parte de arriba de la cabeza de Sideris, con el hocico visible.
Su mano derecha empezó a dolerle tras golpearse contra los barrotes. Remir se había sobresaltado con su febril sueño. Se sentía aún más fatigado que antes, con la boca seca y los músculos atrofiados. La piel la tenía empapada de un sudor frío.
Instintivamente dirigió la mirada al lugar donde se encontraba el hueso. Había desaparecido. Remir se movió para buscarlo, palpando el suelo con sus débiles manos; no quería creer que fuera Sideris, pero no soportaba la idea de separarse de nuevo de él… O de lo que quedaba.
El hueso no apareció. Seguramente se lo habrían llevado las ratas, supuso Remir. Y mientras se relajaba de nuevo en su rincón de la celda, empezó a notar que el silencio ya no reinaba en los calabozos. Cerca se escuchaban gritos de dolor, risas, golpes contra el acero y la carne, cadenas agitarse violentamente… Remir intentó esconderse en un hueco, intentando escudarse de los sonidos, pero de nada le sirvió. Sintió una punzada de alegría al ver entrar a los soldados de antes, creyendo que estos le evadirían de los horripilantes sonidos.
—De pie, asesino.
El guarda más delgado sostenía unos grilletes unidos con cadenas. Su compañero empezaba a abrir la puerta de la celda de Remir con una llave que había cogido de un pequeño saco en su cinto.
El preso se apoyó en los barrotes e intentó ponerse de pie. Se resbaló varias veces en el húmedo suelo, pero al final pudo incorporarse. Aun de pie, mantenía una mano firmemente agarrada a los barrotes y se apoyaba contra el muro de piedra.
Los guardias, sin decir ninguna palabra más, entraron en la celda y pusieron los grilletes en sus manos. Los cerraron con un grueso clavo a golpe de martillo. Automáticamente, el peso de los grilletes hizo que Remir se encorvara hacia abajo, arrastrando la cadena que los unía. Un empujón del guardia que había tenido el hueso le indicó que debía moverse.
—Hoy recibirás tu merecido por haber matado a nuestro escribano —añadió mientras volvía a empujarlo hacia la puerta.
—No lo maté… —susurró Remir.
—Eso lo decidirá nuestro Regente Local, en un juicio. Si por mí fuera, te hubiera cocinado junto a tu perro.
Remir sintió un escalofrío. Una rabia le recorrió todo su cuerpo, y el hombre la focalizó para empezar a caminar. «Recibirán su merecido por lo que han hecho a Sideris», se prometió Remir.
El pasillo fuera de la estancia con celdas también estaba en penumbra. Pocas antorchas lo iluminaban, al tiempo que creaban sombras que se movían por las paredes. A medida que iban avanzando, guardias y prisionero pasaban por varias estancias; muchas de ellas cerradas. Otras estaban vacías con sus puertas totalmente abiertas, y de algunas de ellas emanaban gritos de su interior. Una de las puertas estaba entreabierta. Remir pudo ver a un hombre encadenado por las manos, con los grilletes colgando del techo. Un guardia le empujó para que no se parara, por lo que no pudo ver nada más. Ambos guardias iban caminando detrás de Remir, comentando la sentencia que podría tener.
—Al último que rompió las leyes en la Corona de Arân lo lanzaron por el precipicio que hay a las puertas de la ciudad. Se rompió el cuello con la nariz del gigante, y el impacto con la arena rompió su columna vertebral. El cuerpo desapareció en pocos días.
—Fue un buen día. El Piojo Ebrio estuvo a rebosar esa noche —contestó el guardia de la barriga, con voz nostálgica—. Pero este necesita sufrir más. El escribano era de los pocos que entendía las letras en esta ciudad.
—¡Quizá el Regente nos deje elegir el castigo! —sugirió el guardia alto.
—¡Ja! Si pudiera elegir, lo metía en un barril con cuchillos clavados en él, y lo lanzaba rampa abajo. Cuando llegara al final tendría agujeros por todos lados.
—¡Oh, sí! Luego podríamos abrir el barril, ¡y pretender que sale vino!
Un chasquido metálico sobresaltó a Remir.
—¡Ay! —se quejó el guardia alto. Por el rabillo del ojo, Remir pudo ver que se frotaba la nuca.
—¡No puedes beberte eso, idiota! Los asesinos están podridos, y eso se contagia.
Tras girar varias veces por el pasillo, Remir y los guardias llegaron a una escalera. Con gran esfuerzo, Remir fue subiéndolas poco a poco. El peso de los grilletes no ayudaba, pues la cadena no hacía más que entorpecerle en los pies. Varias veces le golpearon en la espinilla, provocando alguna lágrima de dolor.
Después de las escaleras había una puerta, que, al atravesarla, Remir tuvo que cerrar los ojos inmediatamente. La luz solar entraba en sus retinas y le cegaba completamente. Por un momento no pudo ver nada, solo sentía los empujones de los guardias a su espalda. Avanzaba sin noción alguna de donde ponía los pies. Paulatinamente su vista fue acostumbrándose, permitiendo ver poco a poco, aunque a su vez creando una pequeña jaqueca.
Se encontraban en el lateral de un patio interior. En el centro había una fuente que echaba agua verticalmente, cayendo en un pequeño juego de niveles. Cuatro bancos de piedra se situaban en las esquinas del patio, y este estaba cubierto por una verde hierba. Los tres hombres rodearon el patio hasta entrar en otra puerta que condujo a un pasillo con grandes ventanales. Siguieron el pasillo hasta una puerta, donde se pararon.
—Voy a avisar —dijo uno de los guardias. Luego entró por la puerta.
—Has creado mucha curiosidad, ¡seguro que viene mucha gente! —comentó entusiasmado el guardia alto que se había quedado con Remir.
—Yo no he hecho nada, ¿cómo puedo convencer al Regente Local de mi inocencia?
—¡Oh! No vas a poder. Todos venimos a ver cómo te van a sentenciar —una sonrisa de felicidad cruzó el estirado rostro.
Remir tragó saliva. Esperaba poder razonar con el Regente Local.
La puerta no tardó en abrirse y Remir entró junto con el guardia. Habían entrado por un lateral de la sala, la cual era larga y de techos altos. Ya contenía una multitud de gente que se arremolinaban en la parte trasera y en los laterales, apartados del centro de la sala por gruesas columnas. Formaban una gran U, dejando en medio de la estancia una zona vacía donde había una única silla de madera, y el segundo de los guardias estaba junto a ella. Hizo unas señas a Remir para que se acercara.
—Siéntate —ordenó cuando el preso llegó a su lado.
Él obedeció, y al hacerlo, el guardia cogió las cadenas y las unió a un anclaje en el suelo, asegurándose que no se escaparía. Satisfecho, volvió a la puerta por la que habían entrado, junto a su compañero. Ambos se quedaron allí de pie.
El acusado tenía en frente tres podios: el más bajo, situado a la derecha de Remir, tenía otra silla. El podio estaba elevado medio metro y se accedía a él a través de unas pequeñas escaleras laterales. El podio de la izquierda de Remir estaba más elevado que el de la derecha; medía aproximadamente el doble que el otro. También contenía una silla, aunque más cómoda que la primera, y una pequeña mesa. Se accedía también por unas escaleras laterales. En el centro, elevándose entre los otros dos podios y uniéndolos, se encontraba un tercero. Remir solo podía ver la parte de arriba de una silla ornamentada, pues el tercer podio estaba rodeado de tres paredes, como si fuera una pequeña caja.
Remir oía cuchichear a la gente, y aunque no podía entender nada de lo que decía, era capaz de imaginárselo. El hombre miraba al podio más alto, pensando en cómo se accedería. Su pregunta tuvo una rápida respuesta: escuchó el sonido de una puerta trasera, invisible desde la posición de Remir, y un hombre apareció. Se sentó en la silla.
Desde la situación de la silla central de la sala solo se podía ver la cabeza del hombre sentado en el podio central. Era redondeada, con matices rosados en los visibles mofletes. Algo de pelo le cubría la parte de arriba de la cabeza. Un enorme mostacho, peinado hasta el último pelo, se sentaba sobre el grueso labio superior. Tenía pequeños ojos ayudados por unas gafas aún más pequeñas.
El hombre se puso a ordenar varios papeles, y tras carraspear, toda la gente de la sala hizo silencio. Empezó a hablar:
—Nos encontramos hoy aquí para juzgar al hombre que tengo enfrente. Se le acusa de la muerte de nuestro querido escribano.
—¡Yo no lo maté! —chilló Remir desde la silla. Las cadenas tintinearon con un ruido metálico.
El hombre del podio miró hacia los dos guardias de la puerta y asintió. El más delgado se quedó allí parado, pero el otro se dirigió hacia Remir. Al llegar junto a él, le propinó un puñetazo.
—¡Responderás cuando nuestro Regente te pregunte! —soltó el guardia. Después, se quedó al lado de Remir.
El Regente de la Corona de Arân volvió a carraspear. Se colocó bien las gafas y sostuvo unos papeles en alto para leer bien.
—Hace unos días, el escribano de nuestra ciudad faltó a una importante cita. Un pequeño fuego se creó en el Templo de la Liberación y era necesaria su experiencia para cuantificar los daños. Al no aparecer se alzó la alarma en la ciudad y al poco fue encontrado con una espada clavada en el pecho, en su casa. El individuo que tenemos hoy aquí se le vio arrodillado junto al cadáver, manchado de sangre y con las manos cerca del arma, muestras indudables de su culpabilidad. Le acompañaba un lobo, utilizado seguramente para la intimidación y el asesinato —el hombre clavó su penetrante mirada en él—. ¿Nombre?
—Remir —respondió entre dientes.
—¿Remir de dónde?
—De ningún lado; fui criado en un orfanato.
Un murmullo recorrió la sala. El Regente dio un pequeño bote en la silla, mientras anotaba algo en sus papeles y la sombra de una sonrisa se dibujaba en su cara.
—Veo que los padres ya sabían de la malévola naturaleza de su hijo —hizo una pequeña pausa. Remir empezó a hervir por dentro—. Y ahora me pregunto, ¿cuál será el justo castigo por el asesinato?
—¡No lo maté! —volvió a chillar Remir. Se ganó otro puñetazo.
El Regente Local suspiró. Entrelazó los dedos de ambas manos y se dirigió a Remir:
—Hace unos días, el hombre al que mataste faltó en informarme del estado de las arcas de la ciudad. Para asegurar el bienestar de mi ciudad, tuve que revisarlo yo mismo. Ese trabajo lo hacía el escribano. Hoy, me encuentro aquí tomando nota de este juicio, trabajo que también llevaba a cabo nuestro escribano. Era de los pocos que saben de letras y números en esta ciudad, un gran erudito. Somos una ciudad mercantil, y este trabajo no corresponde a un Regente Local. Con tu arrebato de ira has destripado a la pieza que hacía navegar a esta ciudad en aguas tranquilas. No pienso tolerar tus mentiras ante el pueblo de la Corona de Arân y los Observadores.
La gente de la sala soltó varios comentarios de aprobación. Remir veía que muchos le miraban con el ceño fruncido, con una mirada de odio.
—No son mentiras; yo no maté a vuestro escribano. Tu guardia me puede pegar cuanto quieras, pero no cambiará los hechos —se defendió.
Como esperaba, se llevó otro golpe, pero el Regente alzó la mano.
—Tenemos testigos que te señalan como el asesino. Entonces me pregunto: ¿me mienten ellos? ¿O me miente el hombre que estaba junto al cadáver? La respuesta es fácil. Nuestra ciudad goza de paz y nuestros calabozos están vacíos, pero tú has roto esta paz.
—La paz suena algo distinta en las celdas; me pareció oír gritos y azotes mientras disfrutaba de ella.
Un murmullo recorrió toda la sala.
—Ciertas personas necesitan un recordatorio de vez en cuando, y esta ciudad la regento yo —el hombre movió la mano, quitando importancia al asunto—. Si tú no has matado a nuestro escribano, ¿quién ha sido?
—No lo sé. Cuando llegué a su casa lo encontré en el suelo con la espada en el pecho.
—¿Y el motivo de tu visita?
—Soy cazarrecompensas; venía a cobrar la retribución de un trabajo. Traía como prueba la cabeza del líder de la banda de bandidos que operaban en el desierto.
El murmullo se incrementó en la sala, algunos parecían de asombro, otros de rechazo. Remir notaba todos sus ojos puestos en él.
—¿Te enfrentaste a esa banda tú solo? —preguntó incrédulo. El mostacho se movió mientras resoplaba—. Otra mentira. ¿Disponemos de la prueba que menciona el asesino?
El guardia situado junto a Remir dio un paso hacia el Regente Local.
—Entre sus pertenencias había una bolsa machada de sangre. La destruimos, pues claramente era comida para el lobo diabólico.
—Ahí lo tienes. Tus jugarretas no nos engañarán —sentenció el Regente. Remir se mordía el labio fuertemente.
Acto seguido, el Regente se puso de pie para mirar directamente al acusado. El hombre portaba una larga túnica que mostraba las pronunciadas curvas de su cuerpo. Sin dejar de apartar sus pequeños ojos de Remir, gritó:
—¡Traed a los testigos!
El guardia que estaba junto a Remir se fue enseguida. La sala explotó con conversaciones, comentando la situación actual. El murmullo cada vez se acentuaba más. Remir intentó girarse y observar la situación, pero las cadenas le impidieron cualquier movimiento. Fijó su mirada en el Regente, quien leía los papeles que tenía en frente y anotaba algunas cosas.
Remir podía oír cómo los guardias traían a varias personas que se congregaban detrás de él, impidiendo que pudiera verlos. La sala se sumió otra vez en el silencio cuando se escuchó el carraspeo del Regente.
—Odward de la Corona de Arân —anunció el Regente. Un hombre salió por la derecha de Remir y se sentó en el podio más bajo—. Cuéntanos tu experiencia con Remir.
—Mi señor Regente, me topé con el asesino cuanto pretendía entrar furtivamente a nuestra pacífica ciudad —Remir tardó en reconocer al hombre que hablaba, pero al final cayó en la cuenta de que era el guardia de la ciudad.
—¿Qué hiciste al respecto? —preguntó el Regente sin mirar al guardia Odward.
—Intenté evitar que entrara, pero utilizó a su perro para hechizar a los animales de carga. ¡Se volvieron locos! ¡Chillaban y bramaban fuera de control! —Odward hizo una pausa—. Cuando conseguimos calmarlos, el hombre y su chucho habían desaparecido.
—¿Afirmarías que entró en la ciudad con sed de sangre?
—Sin duda, mi señor Regente. Los ojos de un asesino no mienten, y el perro tenía el hocico lleno de sangre seca.
—Sangre… Utilizó hechizos prohibidos… —recitaba el Regente mientras escribía—. ¿Cuál fue la actitud de este hombre cuando le prohibiste el paso, guardia?
—Me intimidó con una bolsa putrefacta que llevaba, y con su animal.
—¿Cuál sería tu veredicto tras conocer al individuo?
—Culpable, mi señor Regente.
Remir había perdido la sensibilidad en sus manos de tanto apretar a las cadenas. Estaba utilizando todas sus fuerzas para no ganarse otro puñetazo.
—¡Guardias, el próximo testigo!
Odward dirigió una sonrisa maliciosa a Remir antes de dejar el asiento a otro hombre.
—Jan de la Corona de Arân, dueño de El Piojo Ebrio —invitó el Regente. El hombre se sentó en silencio sin apartar sus ojos del acusado—. Háblanos de cómo conociste a Remir de ningún lado.
—Vino a la taberna preguntando por el escribano.
—¿Ofreció algo a cambio de la información?
—No.
—¿Pidió algo de la taberna?
—No.
Las palabras «mala educación» volaron hasta los oídos de Remir.
—¿Le revelaste el paradero del escribano?
—Sí.
—¿Por qué?
—Quería sacarlo de mi taberna, a él, a su perro y a la bola de carne olorosa que llevaba consigo.
—¿Dirías que es culpable?
—Sí.
El tabernero se levantó sin decir una palabra más y desapareció por detrás de Remir, hacia la multitud de gente. Después de escribir varias cosas, el Regente se volvió hacia el acusado.
—Aún quedan varios testigos que te señalan como culpable, pero hemos visto que queda verificado tu intención de visitar a nuestro escribano, y matarlo. Pasaremos a elegir el castigo.
—¡Espera! —gritó Remir. Había tenido una idea.
—¿Sigues negando tus actos?
—Ninguno de tus testigos me vio hacer nada, se basan en conjeturas. ¿Cómo puedes probar que atravesé el pecho de ese hombre? Me habéis confiscado mis pertenencias, entre las cuales está mi espada. Sin embargo, el cadáver ya tenía una. ¿Cómo explicáis eso? —hizo una pequeña pausa para coger aire, debía escoger bien sus palabras—. Los Observadores son testigos de este juicio, ¿crees que no actuarán ante una injusticia?
Toda la sala se quedó en silencio. Remir veía como el gran mostacho del Regente se balanceaba; sabía que había abierto una brecha que podía utilizar. Pero el Regente habló antes de que pudiera continuar.
—Muy bien, dejaremos que los Observadores te juzguen —el Regente se levantó y se dirigió a toda la sala—. Querida Corona de Arân, dejaremos en nuestros verdaderos dioses, los Observadores, que erradicaron la magia de los gigantes de esta tierra, juzguen a Remir de ningún lado. Traed al Límpido y el agua.
Una sensación de júbilo y expectación recorrió a todos presentes. Remir observó la cara del Regente: una sonrisa burlona había aparecido en su rostro. El cazarrecompensas tenía que actuar rápido, antes de que el Regente lo hiciera.
Del techo de la sala se abrió una trampilla. A lo lejos se escuchaban unas poleas que giraban y una silla hecha de oro empezaba a bajar del hueco. Muy lentamente fue descendiendo hasta quedar delante de Remir. La silla contenía el cadáver de una persona, envuelta en ropas lujosas. Apenas había carne, y la mayoría de los huesos eran visibles. La cara, sin ojos, miraba directamente al acusado. En el cuello tenía una cadena de oro, sosteniendo un círculo del mismo material, que tenía representado un ojo; este era de oro blanco.
—El Límpido de la Corona de Arân, Tarased, juzgará a Remir de ningún lado —anunció el Regente, señalando con los brazos abiertos al esqueleto que había descendido del techo—. Tarased sirve de conexión con los Observadores, quienes a través del Ojo de Tarased juzgan la inocencia y la culpabilidad. Una prueba zanjará el destino de este hombre.
Tras estas palabras la sala estalló en conversaciones, pero fueron rápidamente calladas cuando varios guardias portaron una olla llena de agua. Del recipiente negro salía un humo blanco: el agua estaba en ebullición.
—Tarased, Límpido de la Corona de Arân y de su Templo de la Liberación, utilizaba la prueba de fe del agua. El acusado deberá poder sumergir el rosto en agua hirviendo. Si sale sin ningún signo de quemadura, se habrá demostrado su inocencia.
Colocaron la olla entre el cadáver de Tarased y Remir; este podía notar el calor que desprendía. El hombre tenía que evitar pasar por dicha prueba, pues sabía que no había un final feliz tras ella. Intentando controlar sus emociones, se dirigió de nuevo al Regente:
—¿Cómo pueden vuestros Observadores juzgar a través del agua?
—Sus métodos escapan a nuestra comprensión.
—¿Puede que esos métodos… sean mágicos? —Remir hizo mucho énfasis en esta última palabra, consiguiendo la reacción que quería: alborotar a toda la sala.
—¿Como te atreves? ¡Los Observadores, los seres más puros, nos liberaron de la magia tras derrotar a los gigantes! ¡Vivimos en la cabeza de uno de sus cadáveres como prueba de ello!
El Regente estaba furioso. Su piel había pasado de una tonalidad rosa a una más rojiza. Remir sonreía por dentro.
—Desde luego, no es posible poner en duda a los Observadores y a sus hazañas, y por lo tanto estoy dispuesto a ponerme a merced de su juicio —estas palabras relajaron el color del Regente—. Esta agua que tengo delante de mí no ha sido tocada por los Observadores, por lo que puede hacer dudar de su veracidad. Podría estar incluso contaminada por algún Buscador.
—¡Sandeces! ¡Nuestra ciudad está purificada contra esos impíos! —el tono rojo volvió a apoderarse del Regente.
—Es por eso que os pido que me mandéis en una sagrada búsqueda: la búsqueda del verdadero asesino. Durante el trayecto estaré constantemente vigilado por los Observadores, juzgando cada movimiento que haga. De esa manera, si vuelvo con pruebas de su asesino, sabréis que soy inocente. Si no… Las consecuencias habrán caído sobre mí y habréis tenido justicia para vuestro escribano.
Se hizo el silencio. El Regente tenía los ojos clavados en Remir, sin pestañear. Estuvo mirándolo varios minutos sin decir nada. El público de la sala no se dignó a hacer ningún sonido tampoco.
—Si me devolvéis mis pertenencias, entonces…
—No —cortó tajantemente el Regente. Siguió en silencio unos minutos más—. Tus pertenencias se quedarán custodiadas en la ciudad, como garantía de tu regreso. Te aventurarás en esta búsqueda solamente con la espada del asesinato. Si mueres en el viaje, tu castigo se habrá completado a los ojos de los Observadores.