Читать книгу Las crónicas de Ediron - Alejandro Bermejo Jiménez - Страница 4

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El fuego crepitaba vivamente. Soltaba chispas y creaba sombras a su alrededor. Las pocas ramas que Remir y Sideris habían encontrado ese día habían sido suficientes para encender una hoguera que calentara una breve cena, así como para mantenerlos en calor cuando la oscuridad reclamó su reinado. La noche había aparecido con una luna oscura, indicando un nuevo comienzo en su ciclo lunar. En el desierto de Arân era necesario encender un fuego, pues, a diferencia de las horas diurnas, las noches eran muy frías.

Remir había acampado bajo la protección de una resquebrajada mano de piedra de los gigantes de Arân. La palma que emergía de la arena lo resguardaba del constante viento que seguía soplando esa noche en el desierto, imitando a una cueva. Un pulgar asomaba a la derecha de Remir, y el índice de la mano ascendía hacia el cielo hasta arquear poco a poco, junto a los demás dedos. De vez en cuando pequeñas cascadas de arenas se deslizaban entre los dedos, y algunos pedazos de roca caían de la mano, aunque, haciendo caso a los refranes populares, estas estructuras jamás se rompían a no ser que ellas lo decidieran.

Las enormes formaciones de roca que habitaban el desierto de Arân habían estado allí desde incluso antes de la llegada de humanos a las tierras de Ediron. Las crónicas cuentan que fueron los primeros habitantes. Brazos, piernas, manos… Cada monumento que se podía encontrar se asemejaba a una parte de la anatomía, aunque muchas veces eran trozos de piedra amorfos. Se decía que cuando una roca no tenía ninguna forma conocida, era porque estaba viajando hacia su nuevo destino para dotarse de alguna figura. Esto daba pie a múltiples historias y leyendas, sobre todo para cuentacuentos o bardos, aunque todos coincidían en que las estructuras de piedra eran restos de una de las primeras civilizaciones que anduvieron por esas tierras, y fue trágicamente erradicada: los gigantes.

Remir miró a su compañero. Las llamas de la hoguera se reflejaban en sus ojos amarillos, mientras descansaba su cabeza sobre las patas delanteras. Sideris parecía tener una extraña conexión con el fuego; siempre mostraba cierto interés por él. Su peludo cuerpo, negro como la noche, tenía matices bermejos que se veían acentuados por la luz de las llamas. Sus orejas puntiagudas estaban siempre atentas a cualquier ruido inusual. Unos fuertes y afilados dientes se dejaron ver cuando bostezó. Los largos colmillos del gran lobo ejercían gran respecto a Remir.

—Anoche nos fue de poco —dijo Remir a nadie en particular mientras veía como la arena se escapaba entre sus dedos.

Sideris levantó la cabeza y miró al humano. Comprendiendo a qué se refería, se levantó y se situó al lado de Remir, dejando que este le acariciara el pelaje sin dejar de contemplarlo.

—Mañana llegaremos a la Corona de Arân y podremos cobrar la recompensa. Este trabajo nos permitirá darnos un descanso.

Remir palpó con su otra mano, ya libre de arena, los trozos de tela cosidos que formaban una bolsa improvisada, que tenía atada de la cintura. Era la prueba que indicaba el éxito de una misión, aunque estuvo a punto de no serlo. La bolsa emitía un olor fuerte a podredumbre, y una sangre ya seca manchaba la superficie.

La inusual pareja se dedicaba a ir por pueblos, ciudades o asentamientos, o cualquier otro lugar que dispusiera de trabajos dedicados a deshacerse de bestias o bandidos. Cazadores de recompensas, les llamaban. Esto permitía a Remir trabajar con su mejor herramienta, pues el oficio de la espada era el único que conocía.

Llevaban días recorriendo el arenoso paraje en busca del líder de unos bandidos que se dedicaba a saquear los asentamientos cercanos y atacar las rutas comerciales del desierto. El contrato ofrecía una gran recompensa por su cabeza. Un viento incesante azotaba día y noche el desierto, haciendo casi imposible rastrear cualquier huella que pudiera haber en la arena; este hecho dificultaba mucho la búsqueda.

Pero al fin encontraron a los bandidos, en la noche del segundo día, en un valle entre dos grandes dunas que los ocultaban. Un gigantesco pie residía allí, y entre los únicos dos dedos que tenía había un pequeño trono hecho de piedras. Remir supuso que el hombre sentado en el montón de pedruscos era el líder; pensando que nadie en su sano juicio se construiría un trono a sí mismo con piedras del desierto a no ser que necesitara aparentar autoridad. Un gran fuego iluminaba la parte baja del pie, arrojando grandes cantidades de humo al estrellado cielo. El olor de este humo había advertido a Sideris, quien se lanzó corriendo en su dirección mientras Remir le seguía con visible esfuerzo.

La información que tenía Remir sobre este encargo resultó ser errónea cuando, tras subir a lo alto de una de las dunas, humano y lobo miraron hacia abajo. Corrían noticias que el líder de la banda había enviado a la mayoría de su séquito a explorar unas ruinas en busca de tesoros ocultos por el desierto y, por tanto, estaría menos protegido. Era la oportunidad perfecta para atacar. Pero lo que Remir vio fue al menos una docena de bandidos, entre los cuales estaba su líder.

Remir retrocedió con Sideris, se agazaparon en la arena e intercambiaron miradas de desconcierto, repensando el plan de ataque. El hombre sabía que debían acabar el trabajo cuanto antes, pues estaban escasos de provisiones y necesitaban el dinero de la recompensa para seguir moviéndose.

—De acuerdo, compañero. Hemos de llevarnos su cabeza esta noche, por lo que tenemos que ser rápidos y eficaces —apuntó Remir, mirando a Sideris. Su peludo compañero abrió la boca. Algunas gotas de saliva cayeron en la arena. Un brillo apareció en sus ojos, señal que estaba ansioso de un buen combate.

Remir volvió a asomar la cabeza por la duna para observar el campamento. La única idea que se le ocurría era intentar atraer el número máximo de bandidos posible, y dejar los mínimos a su líder. Tenía la corazonada de que no se movería de su trono. Entonces, Sideris podría utilizar las sombras de la noche para acercarse a él y acabar con su vida.

Explicó el plan al lobo, y este, tras soltar un pequeño gruñido expresando entendimiento, bajó la duna y la rodeó, dirigiéndose al campamento. Remir esperó, oteando el campamento. La poca luz de la luna, combinada con la del mar de estrellas que el cielo mostraba esa noche, perfilaba el valle donde se encontraban los bandidos. El fuego proyectaba sombras de todos los componentes de la banda, creando y mezclando figuras sin sentido. El valle estaba lo suficientemente resguardado como para que el viento no apagara el fuego, aunque este no paraba de danzar con violencia, soltando chispas por doquier de forma constante.

Sideris era experto en fundirse en las sombras y permanecer oculto en ellas. Remir conocía como operaba su compañero, y aunque cualquier otro par de ojos hubiera fallado al localizar a Sideris, el hombre captó el breve destello de sus ojos amarillentos, localizándolo detrás del pie del Gigante. Entonces, el humano trepó a lo más alto de la duna y puso una rodilla en la arena. Cogió tres flechas del carcaj que llevaba en la espalda: dos las clavó en la arena, y la restante la cargó en su arco. Necesitaba conseguir llamar la atención lo suficiente como para que prácticamente todos los bandidos fueran tras él. Remir miró hacia abajo buscando un objetivo. Cogió aire y lo soltó varias veces para calmar su respiración. El creciente viento del desierto empezaba a aflojar para después volver a su estado original.

Abajo, los bandidos hablaban en voz alta, muchos con botellas de alcohol en la mano. Risas y sonidos grotescos llenaban el pequeño valle, mientras su líder miraba orgulloso a su pequeña manada. Desde hacía un tiempo se le habían unido más voluntarios y empezaban a llamarle rey del desierto. Y un rey necesitaba un trono tanto como una corona. Así que había ordenado a sus muchachos que recolectaran los dedos que se habían desprendido del grotesco pie, y los había apilado formando un duro e incómodo trono. Ah, ¡y cómo lo veneraban cuando se sentó por primera vez en él! Tenía previsto partir pronto hacia la Corona de Arân y, cuando la conquistara, podría proclamarse el rey que era.

El ruido de los bandidos cesó de repente, sacando al líder de la banda de su ensimismamiento. Uno de sus hombres gritaba y señalaba la cresta de una duna, donde se recortaba una figura negra contra el cielo estrellado. Esta se movió ligeramente y un silbido rompió el aire, cada vez más sonoro. Algo volaba hacia ellos, atravesando el viento, y antes de que nadie en el campamento pudiera reaccionar, la flecha tuvo una cálida bienvenida entre los ojos de uno de sus hombres, el cual se desplomó en la arena, inerte. La sangre tiñó la arena lentamente.

—¡Nos atacan! ¡Id a por él, muchachos! ¡Traédmelo con vida para que podamos despellejarlo! —vociferó el cabecilla de la banda.

Remir vio como Sideris tensaba sus músculos, preparándose para un fugaz pero certero ataque. Lanzó otra flecha más. El líder daba órdenes, mientras la mayoría de los bandidos corrían duna arriba, tropezando entre ellos y tirando grandes cantidades de tierra hacia abajo. Muchos se encintaban las armas mientras corrían, haciendo más difícil el ascenso. Remir disparó la última flecha, y con una pequeña sonrisa, el hombre se deslizó duna abajo por el lado opuesto al campamento. Su intención era rodearla como había hecho Sideris, y conseguir su trofeo rápidamente.

Los bandidos llegaron jadeantes a la cresta de la montaña de arena, pero fueron incapaces de encontrar a quien había disparado las flechas, así que empezaron a seguir las huellas que se marcaban en la arena antes de que el viento las borrara. Los pocos que tenían antorcha iban en cabeza, dirigiendo a los demás.

Remir corría todo lo rápido que podía en la movediza arena, exagerando sus movimientos. Sus pisadas se hundían con facilidad en el terreno, impidiendo que pudiera avanzar todo lo rápido que quisiera. Oía los gritos incesantes de los bandidos mientras seguían su rastro, sin poder localizarlo; aprovechó la negrura de la noche y la poca visibilidad que había para llegar al campamento sin ser visto.

Sideris estaba junto al fuego, mirando y gruñendo al único hombre del campamento que se mantenía en pie. A su alrededor había tres cuerpos más, todos con horribles heridas de mordisco. La sangre goteaba del hocico del lobo, el cual intentaba buscar un hueco en la defensa de su enemigo. Estaba bien protegido con un escudo, y en cuanto Sideris se acercaba, le asestaba un golpe con la espada. En una ocasión estuvo a punto de darle, pero el animal lo esquivó hábilmente.

Mientras daba un pequeño salto hacia su izquierda, el lobo captó un movimiento a espaldas del bandido. Sabía quién era, lo había olido segundos antes de que lo pudiera ver. Rápidamente, Sideris fue corriendo en dirección a su contrincante, sabiendo que primero intentaría alcanzarle con su espada, pero lo esquivaría con una ligera finta a la derecha, y levantaría el escudo. Sideris lo golpeó con el lomo de su cuerpo. El bandido, perdiendo el equilibrio, se tambaleó hacia atrás, y Remir, saltando desde la parte de arriba del trono de piedra, espada en alto sujetada por ambas manos, sesgó el aire con todas sus fuerzas. La cabeza del líder de los bandidos rodó, salpicando la arena de sangre. Rápidamente, Remir la cogió de los pelos, arrancó un par de trozos de tela de uno de los cuerpos inertes que tenía cerca, y envolvió la prueba que demostraba que habían completado la misión.

El lobo ladró una vez, dando a entender a Remir que debían irse pues los demás bandidos no tardarían en aparecer. Asintiendo, el humano se dejó dirigir por Sideris por un lado del pie de piedra, abandonando así el campamento de los bandidos. Corrieron por las bases de las dunas del desierto, rodeándolas y zigzagueando entre ellas, donde sus huellas serían menos visibles y eran fácilmente borrables con el viento y la arena que caía de las montañas del desierto. Además, en ocasiones como aquella, la oscuridad de la noche era la aliada perfecta.

Los dos compañeros corrieron sin mirar atrás durante horas. Los primeros rayos de luz habían aparecido en el firmamento cuando Remir se aventuró a disminuir el ritmo y analizó la situación: no detectaba ningún movimiento extraño, por lo que ambos siguieron su camino, ya más relajados y conscientes de su victoria.

Más tarde, encontraron un lugar seguro para descansar y recuperar fuerzas. Remir dirigió su mirada al lobo, que se había tumbado a su lado. Aunque sabía que estaba atento a todo, podía notar la respiración pausada que tenía al dormir. El hombre concluyó que necesitaban reposar, y dejó de pensar en los acontecimientos de aquella noche. Habían podido evitar una confrontación mayor y se habían alzado victoriosos. En breve llegarían a la Corona de Arân. Y, con ese pensamiento, Remir se recostó al lado de Sideris, con la última visión antes de cerrar los ojos del cielo estrellado que vislumbraba entre los dedos de la mano de un Gigante.

Las crónicas de Ediron

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