Читать книгу Las crónicas de Ediron - Alejandro Bermejo Jiménez - Страница 6

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Un ligero golpe en el hombro hizo que Remir se despertara de repente. Instintivamente, deslizó una mano hacia la daga que tenía oculta en el cinto, listo para defenderse de cualquier peligro. Aún con el corazón latiendo con fuerza tras el movimiento brusco, el hombre vio que había sido Sideris quien le había despertado. El lobo presentaba un pelaje alborotado y miraba fijamente en una dirección mientras enseñaba sus colmillos, aunque sin hacer ningún ruido.

Remir se reincorporó algo confuso, mirando a su compañero mientras intentaba sacar su mente del mundo de los sueños.

—¿Qué pasa, Sideris? ¿Algo te inquieta? —preguntó en un susurro, incierto en qué podía estar causando el comportamiento de su compañero.

El lobo no hizo ningún gesto; siguió mirando hacia la misma dirección sin apartar sus ojos. Remir podía ver como se le iba erizando cada vez más el pelo de su lomo.

Remir dirigió la mirada hacia donde Sideris había puesto la suya. Al principio no vio nada, pero pronto vislumbró varias sombras. A lo lejos había cinco figuras de estatura más pequeña, y dos de altura mayor.

Cuando la vista aún dormida de Remir se ajustó, distinguió que las sombras estaban moviéndose entre ellas. Las pequeñas se agrupaban alrededor de las otras dos, aunque estaban en constante movimiento. A veces una sombra pequeña se elevaba del suelo en dirección a una de las de mayor estatura.

—¿Podrían ser los mercenarios? ¿Nos habrán descubierto? —preguntó a Sideris.

Ahora el lobo sí le miraba, y Remir intuyó que pensaba lo mismo.

—Tenemos que asegurarnos. Con cuidado de que no nos detecten, si no lo han hecho ya. No podemos dejar que nos sigan hasta la Corona de Arân.

Sin perder más tiempo, Remir envolvió sus pertenencias (incluyendo el arco y su carcaj lleno de flechas) en la manta donde había dormido y lo ocultó en un resquicio que había en una pequeña grieta de la mano del Gigante. El objetivo era acercarse sigilosamente, evitando cargar con elementos innecesarios para así dar libertad a sus movimientos y eliminar sonidos involuntarios.

Con la espada desenvainada, listo para cualquier contratiempo, Remir siguió a Sideris mientras se dirigía hacia las sombras, las cuales seguían bailando entre ellas. La distancia que los separaba no era tan grande como Remir había calculado. Así que los dos compañeros, en vez de dirigirse directamente hacia su objetivo, dieron un pequeño rodeo hasta situarse en una pequeña duna que los tapaba ligeramente y ofrecía una buena visión de lo que estaba pasando.

Las figuras de más altura eran dos mercenarios, a juzgar por los ropajes. Llevaban unos harapos muy similares a los que vestían los hombres de hacía dos noches. Pero Remir no sabía qué eran las pequeñas criaturas a primera vista: de un metro y medio de estatura aproximadamente, tenían la piel de una tonalidad oscura y verdosa. Sus facciones eran muy afiladas, las orejas eran grandes y puntiagudas, su barbilla se unía en una pronunciada punta, y la nariz era aguileña y aplastada. Algunas tenían un poco de pelo que les caía hasta los hombros, y otras eran completamente calvas. Vestían ropajes de cuero en muy mal estado, y casi todos iban descalzos.

Tanto los mercenarios como las pequeñas criaturas tenían espadas en mano. Los humanos se estaban defendiendo de los constantes ataques que lanzaban sus adversarios.

Remir se quedó parado viendo la situación que tenía enfrente de él, pues había caído en la cuenta de qué eran esas extrañas criaturas. «¡Goblins! ¡Hay cinco goblins en Ediron atacando a humanos!», dijo Remir para sus adentros.

El humano conocía la existencia de las oscuras criaturas. Había oído la historia de cómo los goblins, que habitaban en tierras lejanas, habían intentado llegar a las costas de Ediron. Por suerte, fueron repelidos en la misma playa evitando así su intención de conquista. Entonces, ¿qué hacían cinco de ellos en el desierto de Arân?

Los mercenarios se defendían bien de las criaturas, aunque estas cada vez estaban cerrando más el círculo a su alrededor. Remir y Sideris seguían moviéndose poco a poco en la duna, pues el sol se elevaba sobre de ellos y sus calurosos rayos les deslumbraban. Mientras el hombre se movía a hurtadillas, evitando ser visto, un grito le hizo pararse de golpe:

—¡Eh, ayuda! ¡Nos están atacando estos monstruos!

En un gran descuido por parte de Remir, el reflejo del sol en su espada desenvainada había descubierto su suposición. Por suerte para él, el mercenario no tuvo tiempo de más, pues una espada le había atravesado el pecho por la espalda. El arma salió de su cuerpo y este cayó desplomado en la arena bañándola de color rojo. Un goblin había aparecido detrás del fallecido bandido, mirando ahora en dirección a Remir con una mirada de odio. El arma, goteando sangre, mostraba una buena calidad en comparación con las ropas que portaban los seres. Le dijo algo al goblin más cercano y los dos empezaron a caminar en dirección a Remir y Sideris.

El otro mercenario se zafó de uno de los verdosos entes que intentaba saltar y atacarle desde el aire. Cuando estuvo libre, el mercenario fue corriendo hacia su compañero.

—¡Nooo! —gritaba el mercenario mientras sacudía el cuerpo—. ¡Hermano!

Y pronto otra espada reunió a los hermanos mercenarios, pues los goblins no habían desaprovechado la oportunidad de matar al humano distraído.

Remir podía ver cómo tenía cada vez más cerca dos de las criaturas mientras que las tres restantes se dirigían en la misma dirección. Un calor interno le recorrió todo el cuerpo, haciendo que sus manos empezaran a sudar.

—No podremos escapar de esta, Sideris. Tenemos que hacer frente a los goblins. ¡Prepárate!

En cuanto dijo esto, Remir empuñó su espada con las dos manos y saltó la duna en dirección a los goblins. Su compañero ladró y empezó a correr a su lado.

Remir fue moviéndose ligeramente para evitar seguir teniendo el sol de cara. Las criaturas más cercanas a él enseñaban unos múltiples, largos y afilados dientes en lo que parecía una sonrisa siniestra. Remir no quiso darles tiempo a sonreír más, pues en cuanto tuvo a uno de los goblins cerca, lanzó un poderoso golpe desde abajo. La criatura, sorprendida por el ataque en carrera, a duras penas pudo parar el impacto con su espada, saliendo disparada y cayendo sobre su espalda en la arena. Pero Remir no se paró a rematar a este goblin. A sabiendas de que tenía la otra criatura cerca, aprovechó el impulso de bajar la espada para hacer un tajo de hombro a cadera en la segunda criatura. Este no pudo parar el rápido ataque y una horrible herida se le abrió en el pecho.

Remir se volvió, trayendo la espada hacia sí mismo y vislumbrando donde estaban las tres criaturas restantes, pues Sideris se encontraba enzarzado arrancando la yugular del primer goblin que había caído en la arena.

De los seres restantes había uno que llevaba escudo y ya levantaba la espada para atacar a Remir. Este se adelantó pateando la defensa de su enemigo, haciendo que se tambaleara. El lobo salió de la nada y embistió a la criatura. Remir paró uno de los golpes que había lanzado otra de las criaturas y rápidamente se giró para enfrentarse a la tercera, pues había visto como saltaba hasta ponerse a una altura superior de la de Remir. «¿Qué tienen estas criaturas que no paran de saltar?» se preguntó.

El ataque lo paró con algo de dificultad, haciendo que se hundiera varios centímetros en la arena. Con frustración, Remir se dijo para sí mismo: «Tienen más fuerza de lo que aparentan, y aprovechan cualquier hueco que pueda haber para lanzar un ataque. Debo acabar con ellos rápidamente».

Así que, con un veloz movimiento de piernas, Remir se colocó a un lado del goblin que había saltado y que ya se encontraba en el suelo, y atacó. El enemigo paró el ataque, tambaleándose por la fuerza que había usado el humano. En cuanto el ataque fue bloqueado, el hombre usó una ligera finta y volvió a atacar a la criatura. Esta vez no pudo parar la segunda embestida. Cayó muerta al instante.

Remir tenía en frente suyo el último goblin. Sideris seguía enredado con la otra criatura, que había cogido al lobo y mientras le clavaba afiladas uñas, intentaba morderlo. Remir, queriendo ayudar a Sideris, utilizó una jugarreta: lanzó arena con la punta de la espada hacia la criatura que estaba enfrente mientras se lanzaba contra él. El goblin se echó para atrás tras recibir el impacto de la arena en su cara y Remir lo aprovechó para atravesar su pecho con la espada.

Una vez acabó con el goblin, Remir se giró y vio a Sideris sobre sus cuatro patas. Negra sangre le caía del hocico que tenía abierto; respiraba agitadamente mientras miraba a su vencido enemigo que yacía muerto bajo él. Un aullido rompió el silencio que había quedado tras la batalla.

Remir se acercó a Sideris. Tenía algunas heridas en el lomo, allí donde el goblin lo había herido con sus uñas. El animal ya estaba limpiándose el morro cuando un sonido a las espaldas de Remir los alertó. Ambos compañeros dirigieron la mirada al origen del ruido: uno de los goblins (al que Remir había rajado el pecho) aún seguía con vida.

El humano corrió, espada en mano, hacia la criatura moribunda. La cogió de la pechera con la mano libre y estampó al ser contra una roca que había cercana. Remir y goblin estaban ahora cara a cara.

—¡Criatura oscura! —le gritó—. ¿Qué hacéis en Ediron?

El goblin fijó sus oscuros ojos en los de Remir. En ellos se podría leer un odio muy profundo. Abrió la boca, despacio, enseñando sus largos dientes. Con una voz aguda, áspera y marcada, a la vez que escupía grandes cantidades de saliva, bramó:

—¡¿Criatura oscura?! Sucio humano, Él nos ha traído de vuelta a estas tierras, y cuando las Tres Hermanas vuelvan a reunirse, ¡nos serviréis de comida!

La criatura empezó a reírse de una forma perversa. Unos segundos después, la risa se transformó en tos. La criatura empezó a expulsar sangre negra y espesa por la boca cada vez que tenía un ataque de tos hasta que cesó en seco.

Remir liberó la pechera de la criatura de su mano y el cuerpo sin vida del goblin cayó en la arena con un golpe sordo, manchando los alrededores de sangre.

—¿Las Tres Hermanas? ¿Él? ¿De qué estaba hablando? —inquirió Remir. Sideris le miraba sin comprender. Seguía teniendo rastros de sangre negra.

Remir observaba la criatura sin vida todavía con esas preguntas en la cabeza. Pero cuando decidió ignorarlas e irse, se fijó en la espada que portaba. Como había apreciado antes, el arma tenía una calidad superior a las ropas que llevaban. Remir cogió la espada que aún estaba entre los verdes dedos del goblin que acababa de perecer. El acero de la hoja estaba impoluto, sello de que hacía poco que se había fabricado y no había visto muchos combates. La guarda de la espada era muy pequeña, y la empuñadura larga en proporción a su guarda. Con todo, la espada se manejaba bien en el brazo experto de Remir. Tras realizar varios movimientos con el arma, le llamó la atención un símbolo al final de la empuñadura: tres círculos situados de manera horizontal y uno solitario encima del círculo central de los alineados, de manera que el círculo único quedaba encima de los otros tres. Del círculo superior salían tres líneas: una hacia cada uno de los círculos inferiores, quedando así unidos con los demás.

La espada del goblin más cercano también era de la misma calidad y con el mismo marcado. Remir supuso que todas las criaturas tendrían el mismo símbolo, aunque desconocía su significado. Dejó caer la espada al lado de su dueño.

Remir y Sideris volvieron a la mano del Gigante que les había servido de campamento. Habían dejado los cuerpos de los mercenarios y de los goblins, pues pronto serían engullidos por los constantes movimientos de las arenas del desierto de Arân. Remir aprovechó para limpiar las heridas que tenía Sideris, y tras recoger todas sus pertenencias, pusieron rumbo al este.

«¿Quién es “Él”? ¿De verdad ha traído a los goblins de nuevo a Ediron? ¿Con qué objetivo? ¿Qué relación tiene esto con las Tres Hermanas? ¿Y quiénes son ellas?». Remir seguía formulándose preguntas sobre lo que había escuchado del goblin. Sabía que los goblins habían llegado en grandes barcos a las costas del este de Ediron con el propósito de conquistar Ediron con grandes números. Pero la conquista se vio frustrada antes de empezar, pues en las mismas playas encontraron una defensa que los hizo ceder. Su pérfido plan para expandirse por Ediron fracasó. Los goblins que quedaron con vida volvieron rápidamente a sus barcos y jamás volvieron a Ediron. «¿Qué las ha hecho volver tras tanto tiempo? ¿Les ha ofrecido Él algo? ¿Cómo han llegado sin que nadie se percatara de su presencia?».

Las estrellas empezaron a aparecer en el cielo mientras Remir seguía buscando alguna respuesta. Un ladrido de Sideris sacó a Remir de sus pensamientos: la Corona de Arân ya era visible en el horizonte.

A medida que se acercaban a la ciudad, esta parecía más imponente. Una enorme cabeza de Gigante surgía de la arena, con una mirada sin ojos fijada en el lejano horizonte del firmamento. Toda la boca estaba oculta bajo la tierra. La muralla de la ciudad, de cuadradas almenas, rodeaba toda la cabeza creando una corona de piedra para la cabeza del Gigante. En cada baluarte había varias antorchas encendidas.

Desde la distancia, bajo la noche estrellada, la enorme cabeza parecía estar encumbrada por una corona de piedra, llena de titilantes joyas de fuego creadas por las antorchas de los guardas.

Las crónicas de Ediron

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