Читать книгу Las crónicas de Ediron - Alejandro Bermejo Jiménez - Страница 8
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Remir y Sideris habían pasado la noche en el desierto. Aunque la Corona de Arân había sido visible durante la noche, aún les quedaba una distancia considerable hasta llegar a la ciudad. No fue hasta ya avanzando el día cuando los dos compañeros vislumbraron carros y diferentes personas yendo y viniendo en dirección a la ciudad. Se acercaban para vender sus mercancías, así como para comprar otras.
La única manera de acceder a la Corona era a través de una rampa que empezaba en la nuca del Gigante e iba ascendiendo, rodeando la cabeza hasta llegar a la entrada de la ciudad, situada por encima de la frente. La rampa, construida de madera y piedra, tenía diferentes zonas donde parar debido a su gran tamaño. En cada zona de descanso existían diversos establecimientos: desde pequeños comercios, casetas de guardias y zonas de abastecimiento y descanso para animales. Varios carros de mercancías necesitaban ser empujados para poder subir la pendiente.
Cuando Remir y Sideris llegaron a lo alto de la cabeza estaban sin aliento. El hombre notaba el zumbido de una vena en la sien palpitando sin cesar. Sideris no estaba mejor: su lengua pendía de la boca, arrastrándola como si fuera un peso más con el que cargar. Hacía mucho calor y Remir estaba seguro de que todo el sudor que estaba expulsando podía llenar varios cubos. Se acercó al borde de la rampa para disfrutar del aire y, mirando hacia abajo, Remir podía ver la protuberancia de la nariz de la cabeza del Gigante. Desde su posición, tenía una visión clara de todo el terreno alrededor de la ciudad. Era imposible acercarse sin ser visto.
El ajetreo se intensificó en las puertas de la ciudad, que, incluso estando abiertas, varios guardias hacían parar a los extranjeros, inspeccionando a los visitantes y las cargas que traían para decidir si entraban o no. Muchos animales de carga se quejaban tras la gran subida, pero sus amos seguían presionándolos para seguir avanzando con sus bultos. Remir vio a varios mercaderes dejar algunas bolsas en las manos de los guardias.
—¡Alto!
Un guardia se dirigía directamente a Remir y Sideris, quienes caminaban en dirección a la entrada de la Corona de Arân. Portaba una capa sobre su uniforme de guardia, necesaria para protegerse del constante movimiento de arena de la ciudad. Una lanza estaba en su mano, aunque Remir supo que llevaba una espada debajo de la capa.
—¡Alto! —repitió el guardia, ya cerca de los dos compañeros. Echó una mirada con el ceño fruncido a Sideris—. ¿Qué propósito os trae a la Corona de Arân?
—Venimos a ver al escribano de la ciudad.
—¿Al escribano? ¿Qué asuntos tratáis con él?
Remir cogió la cabeza del bandido de su cinto y la sostuvo enfrente del guardia. Este se apartó un poco.
—El bandido autoproclamado rey del desierto quiere tener unas palabras con él.
—Guarda eso —ordenó el guardia tras recomponerse. Miró a Sideris, y de nuevo a Remir—. No es buena idea que entréis en la ciudad. Estamos prohibiendo el paso a extranjeros con animales.
Remir frunció el ceño. Se ató la cabeza de nuevo al cinto, y luego señaló a todos las personas con animales que estaban entrando en la ciudad.
—Creo que estos extranjeros tienen animales y están entrando. Mira, por ahí entra un buen hombre con un buey.
—Esos animales sirven para el transporte de mercancías, tu chucho puede dar problemas.
—A mi «chucho» no le gusta que le llamen así. Es un lobo muy dócil, ¿verdad que sí?
Sideris soltó un gran ladrido. El buey que estaba en la entrada arrastrando un carro se sobresaltó, obligando a su amo a mantenerlo a raya con una vara.
—Parece que el buey puede dar problemas también, y esos cuernos que tiene… —puntualizó Remir. Después miró al guardia, quien no le estaba dando la mejor de las miradas—. Solo queremos ver al escribano, darle la prueba de que el bandido está muerto, y cobrar la recompensa. Con esto, mi compañero y yo nos iremos de la ciudad hoy mismo. No tenemos intención de causar ningún altercado.
El buey de la entrada no estaba respondiendo bien a los constantes azotes de su amo. Varios guardias se unieron para calmar al animal. El guardia que estaba con Remir y Sideris se giró para controlar el altercado, y viendo que sus compañeros le llamaban, asintió a Remir, dándoles el permiso para poder entrar en la ciudad. Humano y lobo no se lo pensaron dos veces y atravesaron las puertas, dejando atrás al encabritado buey.
Se decía que la Corona de Arân cada vez era más y más pesada por la cantidad de personas que vivían en ella, y hacía que la cabeza del Gigante se hundiera más en la arena. Existía una gran superpoblación en la ciudad, que era más bien limitada. Las nuevas edificaciones se comían el espacio libre con más frecuencia, provocando que las calles secundarias se estrecharan, lo justo para que pasaran una o dos personas a la vez. Lo único ancho era la calle principal, por donde desfilaban arriba y abajo los mercaderes con sus carros.
Una gran muralla rodeaba las casas, lo cual las protegía del viento y de la arena que traía en cada ráfaga. Aun así, muchas viviendas tenían telas en los techos para minimizar la entrada de polvo y arena en sus hogares. Estas estaban construidas de una arcilla capaz de absorber el calor del día y expulsarlo por la noche, combatiendo de esta manera los cambios drásticos de temperatura del desierto de Arân. Este material hacía que adquirieran un color parecido al de la arena.
Remir dirigió la mirada hacia una de las calles estrechas para decidir qué recorrido escogían para llegar hasta el escribano. Parecía que no había ninguna pista que les indicara por donde ir. En la calle, una mujer había abierto la ventana de su casa y había sacado un cubo que contenía un material marrón y maloliente. Remir no hizo más que imaginarse el contenido del cubo que estaba siendo arrojado a la calle, junto a un hombre que estaba aliviándose en la pared. Otro hombre, no muy lejos de donde habían caído las heces del cubo, estaba a cuatro patas, expulsando un líquido blanco por la boca. Remir y Sideris decidieron no interrumpir el día de aquellas buenas personas y continuaron andando, viendo que la mayoría de la población se movía por allí. No tardaron en llegar a un lugar grande y espacioso, que Remir supuso era la plaza central.
En la plaza había congregada una multitud de personas que iba y venía por la misma calle que conectaba con la entrada principal de la ciudad. Había varias paradas que vendían diferente género, desde verdura, carne ya cortada, hasta armas y armaduras de todo tipo. Aun desde la distancia, Remir escuchaba los gritos de los vendedores, intentando hacerse notar respecto a su competencia.
—¡Estás en el medio, muchacho!
Una voz en la espalda de Remir le sobresaltó. Era el propietario del buey alterado. Remir se movió a un lado, y aprovechó la oportunidad para preguntar:
—Disculpa, ¿me podrías decir dónde puedo encontrar al escribano?
—¿Me ves con cara de letras, chaval? —sin esperar respuesta, escupió al suelo tras un breve ataque de tos—. Que no te engañen las gafas, son del buey. Pregunta en la taberna, al noreste desde la plaza.
El hombre siguió escupiendo según avanzaba entre la multitud. Siguiendo las instrucciones, Remir y Sideris se dirigieron al noreste desde la plaza. Por suerte, durante el trayecto por varias calles secundarias no encontraron ningún ciudadano expulsando desechos humanos y pronto se encontraron de frente con un edificio con un gran letrero gastado, con una jarra de cerveza dibujada, y rezaba El Piojo Ebrio. Remir y Sideris entraron.
La taberna estaba a oscuras, la luz del exterior apenas entraba por los sucios cristales de las ventanas. Si no fuera por las velas puestas en las mesas, la estancia estaría completamente a oscuras en pleno día. Los ojos de Remir tardaron un rato en acostumbrase a la penumbra. El antro estaba casi vacío, a excepción de dos hombres sentados en una mesa redonda, con sendas jarras de cerveza y discutiendo en voz alta. Los hombres mostraban signos de que esas cervezas no eran las primeras del día. Remir los dejó atrás y se dirigió a la barra, donde no había nadie. Mientras esperaba, prestó atención a la conversación de los dos hombres.
—Birtek asegura que los vio —comentaba uno de ellos.
—¿Birtek? —el segundo hombre buscaba algo en el interior de su nariz—. ¡Ese no sabe quién es hasta que se lo recuerdan! ¿Seguro que no los confundió con alguna de sus ovejas?
—¡No! Me lo contó él mismo: criaturas que no había visto antes, de baja estatura y piel verde.
—¡Solo le faltaba decir que tenían un solo ojo como él para describirse!
Los dos hombres rieron a la vez con sonoras carcajadas.
—Lo que vio seguramente fue esa maldita mosca que le entró en el ojo y no pudo sacarse con el tenedor —continuó el que estaba hurgando en la nariz. Movía los dedos de forma circular con el preciado tesoro.
—¡Su cara era de terror cuando me lo contaba!
—¡Esa es la cara que tiene desde que se casó con esa mujer!
Los dos hombres rieron de nuevo, con jarra en mano, salpicando por doquier. Ambos mostraban unas barrigas grandes y redondas.
—¿Qué va a ser? —preguntó una voz cerca de Remir. Este se giró; era el camarero.
—Información. Querría saber dónde…
—Tenemos cerveza —el camarero le cortó enseguida.
Remir se lo pensó un momento y pidió una cerveza. El tabernero cogió una jarra cercana y la llenó de un barril que tenía cerca. Le dio la jarra llena a Remir, y este dejó unas monedas al lado. El tabernero se quedó mirando a Remir mientras cogía la jarra y se la llevaba a sus labios. La nariz de Remir le advirtió que no tomara el brebaje; olía a cualquier otra cosa menos a cerveza.
—¿Dónde puedo encontrar al escribano de la ciudad? —fue directamente al grano, apartando la jarra de sus labios.
El tabernero tardó en responder. Se lo quedó mirando a un rato, y a veces miraba a la jarra que le acababa de servir.
—El escribano trabaja para el Regente local.
—Solo necesito saber dónde puedo encontrarlo. Mi amigo —Remir señaló la bolsa colgando de su costado— necesita tener unas palabras con él.
El tabernero arqueó un labio, expresando repugnancia. Remir podía ver el mecanismo de su mente que producía que los pensamientos trabajasen entre sus dos espesas cejas: se proponía evitar ayudar a Remir o hacer que se fuera lo antes posible de su taberna.
—Al oeste de la plaza. La casa grande y roja —contestó al fin.
—¡Tabernero, otra jarra de cerveza por aquí! —gritó uno de los borrachos.
Inmediatamente, el tabernero cogió la jarra de Remir y la llevó hasta la mesa de los hombres. El que la había pedido empezó a tragar sin descanso. Varias gotas le caían por los lados de la boca.
Remir y Sideris abandonaron el oscuro antro y volvieron en dirección a la plaza central. Esta albergaba más gente que antes; nuevas paradas habían aparecido, se escuchaban más gritos, y la multitud se movía constantemente. Incluso varias parejas de guardias vigilaban las transacciones que se llevaban a cabo. A veces intervenían, con algún que otro golpe de lanza, en las discusiones y disputas que se generaban.
Humano y lobo rodearon la muchedumbre y cogieron una calle segundaria, hacia el este, según las indicaciones del tabernero. Se encontraron rápidamente con callejones sin salida, o tan estrechas que no podían pasar. En una ocasión, Remir pisó algo que no quiso saber qué era. Varias calles los llevaban en la dirección contraria para tomar otra que los llevaba en la correcta.
Después de sortear el laberinto, Remir y Sideris vieron una casa de dos pisos, de tonalidad roja, al final de la calle de donde estaban. Se dirigieron hacia allí. Había un letrero con un dibujo de una pluma de escritura. El humano suspiró, aliviado de haber encontrado su objetivo.
Remir golpeó suavemente la puerta con el puño. No obtuvo respuesta. Un sonido de campanas sonó en algún lugar de la ciudad. Volvió a llamar, pero esta vez golpeó con algo más de fuerza. En el segundo impacto, la puerta se abrió un poco tras un crujido. El sonido de las campanas seguía sonando. Remir miró a Sideris, y empujó la puerta para abrirla.
—¿Hola? —saludó Remir al entrar en la casa.
El recibidor de la vivienda contenía una gran moqueta que se extendía y luego se dividía a izquierda y derecha, hacia otras habitaciones. La moqueta amortiguaba los cautelosos pasos de los recién llegados. Había un banco de madera con varias almohadas, y en la pared de enfrente, un pequeño aparador con papeles desordenados. Remir pudo ver un armario con vitrina que contenía muchos libros, de gran tamaño y cuidadosamente mantenidos.
Remir siguió inspeccionando la estancia, atento a cualquier movimiento.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó de nuevo, pero solo el silencio le contestó.
«Quizá deba esperar a que regrese», pensó a la vez que se acercaba al banco para sentarse. Pero justo antes de hacerlo, un objeto le llamó la atención: un recipiente de tinta estaba tirado en la moqueta, cerca de la puerta de la izquierda, tiñéndolo todo de negro.
El cazarrecompensas se acercó a la estancia y entró, intrigado por el pequeño charco de tinta. Un gran escritorio inundado de papeles, libros y otros documentos ocupaba la habitación, pero Remir se concentró en otra cosa: en el cuerpo sin vida, tirado boca a arriba con una espada clavada en el pecho, que yacía en la misma moqueta que llegaba del recibidor. La sangre había coloreado todo alrededor del cadáver del mismo color que el exterior de la casa.
—Oh, no, ¡no! —asustado, Remir se acercó al cuerpo. Las campanas seguían sonando.
Pudo deducir con facilidad que el cadáver pertenecía al escribano. Lo identificó porque en una de las manos había una pluma y un portapapeles, que seguramente contenía el frasco de tinta que había visto antes. Rápidamente, Remir salvó una gran montaña de cenizas, apartó un pedestal donde los libros de la víctima habrían reposado, y se arrodilló ante el escribano e inspeccionó el cuerpo: la espada le había atravesado el esternón y se mantenía fija dentro del cuerpo. El arma también estaba manchada de sangre, pero eso no pudo ocultar algo que a Remir le asustó aún más: la misma marca que había encontrado en las armas de los goblins, en el desierto, se encontraba allí.
¡BUM!
Remir se puso de pie de golpe. Tenía las manos y las rodillas manchadas de sangre. Sideris ladraba. Las campanas seguían sonando en la ciudad.
—¡ASESINO! ¡ALTO!
Varios guardias habían entrado en el despacho del escribano con las espadas desenvainadas.
—¡No! ¡No lo he atacado yo! —intentó aclarar Remir. Los guardias estaban muy cerca de él, gritando y salpicando más la estancia de sangre con sus pisadas. Sideris seguía ladrando, soltando alguna mordedura al aire—. ¡No Sideris, tranquilo!
Un fuerte golpe en la mandíbula lanzó a Remir contra la pared. Apoyó las manos en ella, pero la cabeza le empezó a dar vueltas. Se giró y vio a dos guardias que le cogían de la pechera y lo arrastraban fuera de la estancia. Remir estaba desorientado por el golpe, pero puso pies en firme e intentó resistirse.
—¡Sideris, déjalo, corre!
El lobo se defendía de los guardias que le atacaban con las espadas. Lo estaban acorralando contra la pared cuando otro guardia apareció. Lanzó una red sobre Sideris que lo atrapó rápidamente. El guardia empezó a arrastrarlo. El lobo cayó de lado mientras el guardia se lo llevaba; pataleaba y lanzaba dentadas sin parar, pero la red solo hacía más que enredarse en el cuerpo del animal.
—¡NO! ¡SIDERIS!
Remir sentía una inusual rabia en su interior. Un fuego impulsado por el cautiverio y el maltrato a su compañero. Intentó usar esta renovada fuerza forcejándose con los guardias que lo retenían. Solo quería salvar a su compañero e irse de esta sucia ciudad. En un descuido de uno de sus captores, logró zafarse con un codazo dirigido a las tripas. Pero de poco le sirvió, en cuanto dio un paso, un par más de manos le agarraron del cuello de la ropa y lo inmovilizaron, mientras veía como los demás guardias seguían arrastrando a su compañero, que desapareció al girar una esquina. Remir no pudo dar ni un paso más cuando todo se volvió negro.