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Capítulo 40

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Antonia a Amaury «5 de noviembre.

»He estado otra vez en casa de mi tío; le he vuelto a ver y he pasado en su compañía un día parecido al del mes pasado. Hemos hallado en su persona los mismos síntomas de abatimiento y he dicho y he escuchado casi las mismas palabras que en la anterior entrevista; así, que casi no puedo decir a usted nada nuevo que se refiera a su estado, pues de sobra lo conoce.

»Ni tampoco tengo nuevas noticias que darle en todo lo que a mí afecta.

»Con la bondad que le caracteriza me dice usted que quiere saber de mí.—¿Qué puedo yo decirle, Amaury? Sólo Dios ve y juzga mis pensamientos; y mis acciones se repiten a diario con una uniformidad, con una monotonía desesperante.

»Durante el día me ocupo en los quehaceres domésticos y en las labores propias de mi sexo: a ratos bordo y a ratos toco el piano.

»Algunas veces vienen a visitarme los antiguos amigos de mi tío y su presencia rompe en tales ocasiones esta monotonía de mi vida. Pero, si he de ser sincera, diré que sólo dos nombres oigo pronunciar con agrado.

»Es el primero el del conde de Mengis, pues él y su esposa se muestran conmigo muy amables y me tratan como a una hija.

»El segundo nombre, Amaury, es el de su amigo Felipe Auvray. Este es el único que sin ser sesentón tiene entrada en mi casa, y yo le recibo en presencia de la señora Braun, naturalmente. Y si goza tal privilegio, bien sabe Dios que no lo debe a su insulsa conversación, sino a la circunstancia de ser amigo de usted, hermano mío.

»El me habla poco de usted, pero en cambio le hablo yo, y como él le conoce tanto, aprovecho esa circunstancia y aun abuso de ella siempre que viene a verme. Cuando entra me saluda, y si hay otra visita guarda silencio con aire meditabundo y se contenta con mirarme de un modo tan insistente que yo acabo por sentirme desazonada y molesta.

»Si me encuentra sola con la señora Braun se muestra más animado; pero así y todo, me veo obligada a soportar casi todo el peso de la conversación, que indefectiblemente recae sobre Magdalena o sobre usted.

»No debo ocultar esta confesión a un hombre de sentimientos tan nobles y delicados como usted… El cariño es el alimento del alma, y usted constituye el único afecto de mi infancia, el único que hoy tengo y el único que me resta en lo futuro.

»Con toda sinceridad le declaro que me consume este aislamiento en que vivo, y del cual me quejo a usted porque en mi alma no cabe el disimulo… ¿Obro bien? No lo sé; pero yo quisiera distraerme, salir, frecuentar la sociedad… vivir, en suma.

»Estas habitaciones me dan frío; en ellas tengo miedo, y al encontrarme ante un busto marmóreo o uno de esos inmóviles retratos que adornan sus paredes, resurge en mí la Antoñita de siempre. ¡Temo que soy la misma, Amaury!

»El melancólico y tristón Felipe, goza el privilegio de que me río de él para mi fuero interno cuando le tengo en mi presencia, y con la señora Braun cuando se ha marchado… A ése no tengo que respetarle…

»Puede usted reñirme por esta tendencia a la burla que yo misma me echo en cara, sobre todo tratándose de uno de sus mejores amigos. Puede usted reñirme, Amaury, pues es el único capaz de corregir mis defectos si así se lo propone… Pero no me gusta oírle hablar de usted: querría oírle a usted mismo.

»¿Cuál es ahora su disposición de ánimo? ¿En qué piensa? ¿Qué siente?

»¡Oh! ¡Cuán triste es mi posición, colocada entre usted y mi tío!… Me espantan, me aniquilan, esos dos grandes dolores…

»Tenga usted en mí, hermano mío, un poco de confianza y no deje que mi alma se consuma en tan triste soledad. Un espíritu débil que se asusta y que llora merece alguna condescendencia.

»A veces llego a envidiar la suerte de Magdalena. Ella dejó este mundo siendo amada y ahora es feliz allá arriba, mientras que yo vivo enterrada en la soledad y el olvido, más odiosos que la tumba…

»Antonia de Valgenceuse.»

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