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Capítulo 53

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Así que salió Antoñita, el señor de Avrigny llamó a Amaury en voz alta.

—Ven, hijo mío—díjole al verle entrar,—y dime tú también lo que tengas que decirme.

—En dos palabras voy a decirle a usted, no lo que me ha traído a verle, pues lo que me trae aquí es el deseo de aprovechar este único día que nos concede en un mes, sino el asunto de que tengo que hablarle…

—Habla, hijo mío, habla—dijo el doctor reconociendo en la voz de Amaury los mismos síntomas de turbación que ya había reconocido en la de Antonia.—Habla: te escucho con toda mi alma.

—Señor—continuó Amaury,—a pesar de mi juventud ha querido usted que le reemplace cerca de Antoñita; me ha nombrado, en fin, su segundo tutor.

—Sí, porque veía en ti una amistad de hermano para con ella.

—También me invitó a que buscase entre mis amigos algún joven noble y rico que fuese digno de ella.

—Es verdad.

—Pues bien—siguió diciendo Amaury;—después de haber pensado maduramente en el hombre que convenía a Antoñita por su nombre y su riqueza, acabo de pedir la mano de su sobrina para…

Amaury se detuvo sin aliento.

—¿Para quién?—preguntó el doctor mientras Amaury se afirmaba en su resolución, dirigiendo una larga mirada hacia el cementerio.

—Para el vizconde Raúl de Mengis—dijo Amaury.

—Está bien—dijo el doctor.—La proposición es grave y merece tomarse en consideración.

Volviéndose en seguida exclamó:

—¡Antoñita!

Esta abrió tímidamente la puerta.

—Ven acá, hija mía—dijo alargándole una mano, mientras que con la otra obligaba a Amaury a permanecer en su asiento;—ven y siéntate aquí. Ahora dame tu mano; Amaury ya me ha dado la suya.

Antoñita obedeció.

El doctor miró con gran ternura a ambos, que mudos y trémulos aguardaban, y después besoles en la frente, diciendo:

—He podido contemplar dos corazones generosos, y me alegro de lo que pasa.

—Pero, ¿qué sucede?—preguntó temblando Antoñita.

—Sucede que Amaury te ama y que tú amas a Amaury.

Los dos lanzaron un grito de sorpresa, y quisieron levantarse.

—¡Tío mío!—dijo Antoñita.

—¡Señor!—exclamó el joven.

—Hay que dejar hablar al padre, al anciano, al moribundo—contestó el doctor con extraña solemnidad,—sin interrumpirle; y ya que estamos los tres reunidos como hace nueve meses en el momento en que Magdalena acababa de expirar, voy a trazar la historia de ese amor en este tiempo. He leído lo que tú has escrito, Amaury; he oído lo que tú has dicho, Antoñita. Todo lo he observado y estudiado bien en mi soledad y después de la vida agitada que Dios me ha dado, conozco no solamente las enfermedades, sino también las pasiones, que son dolores del alma: así es que repito (y ésta es una felicidad por lo cual me felicito), que es real y verdadero ese amor. Y para que no haya dudas voy a probarlo ahora mismo.

Los dos jóvenes permanecieron como petrificados. El doctor continuó:

—Amaury, tienes un corazón muy noble y un alma leal y sincera. A raíz de la muerte de mi hija, estabas firmemente resuelto a suicidarte y al marchar concebiste la esperanza de morir. En tus primeras cartas se veía un profundo hastío de la vida. Nada mirabas sino dentro de ti mismo, no fijabas la atención en lo que te rodeaba… Pero, después, poco a poco los objetos exteriores han acabado por interesarte, el don de admirar, el entusiasmo, que tiene raíces tan vivas en las almas de veinte años, han principiado a renacer y reverdecer en tu pecho.

Entonces te cansaste de la soledad y pensaste en lo venidero, tu naturaleza tierna ha llamado vagamente y sin darte tú cuenta de ello, al amor, y como eres de esos hombres en quienes los recuerdos ejercen un poder sin límites, la primera figura que ha aparecido en tus sueños, ha sido la de una amiga de tu infancia. Precisamente la voz de esta amiga era la única que llegó hasta ti durante el destierro, y como las palabras que decía eran dulces y seductoras, te dejaste arrastrar por tus secretas esperanzas; volviste a París, a ese mundo con el cual creías hace nueve meses haber roto para siempre.

Te embriagaste allí con la presencia de la que era para ti el universo, y excitado por los celos, animado por la resistencia que tú mismo te oponías, iluminado por algún acontecimiento fortuito que tal vez en el momento en que ni siquiera lo sospechabas, ha alumbrado tus propios sentimientos, has leído con espanto en tu propio corazón, y convencido de que si continuabas luchando sucumbirías en la lucha, has tomado un partido extremo, una resolución desesperada; has venido, en fin, a pedirme la mano de Antoñita para Raúl.

—¿Mi mano para Raúl?—exclamó Antonia.

—Sí, para Raúl de Mengis, que sabías que ella no amaba, con la vaga esperanza tal vez, de que en el momento de que propusiera este casamiento, había de confesar que te amaba.

Amaury cubriose el rostro con las manos, y lanzó un gemido.

—Me parece que he hecho perfectamente la autopsia de tu corazón, y el análisis de tus sentimientos. Enorgullécete, Amaury, porque esos sentimientos son los de un joven honrado y tu corazón es hidalgo.

—¡Oh, padre mío, padre mío!—exclamó Amaury—en vano trataríamos de ocultarle algo: nada se escapa a su mirada que, como la de Dios, sondea los más secretos pliegues del alma.

—Por lo que atañe a ti, Antoñita—continuó el doctor,—ya es otra cosa. Tú amas a Amaury desde que le conociste.

—No hay por qué negarlo, hija mía—agregó, al ver que Antonia se estremecía e inclinaba la frente como tratando de ocultar su rubor.—Ese amor oculto ha sido siempre demasiado sublime y generoso para que te avergüences de él. Tú has sufrido mucho. Celosa e indignada contra ti misma por tus celos, hallaste una tortura y un remordimiento en lo que hay de más santo en el mundo, en un amor virginal.

Mucho has sufrido y sin un testigo de tu pena, sin un confidente de tus lágrimas, sin un sostén de tu debilidad que te gritase: «¡Animo! ¡eso que has hecho es grande y hermoso!»

Una persona, sin embargo, contemplaba, y admiraba tu heroico, silencio. Esa persona era tu anciano tío, que muchas veces ha sentido asomarse las lágrimas a sus ojos y ha abierto los brazos dejándoles caer luego con un suspiro; y hasta cuando Dios llamó a su rival… a tu hermana, quise decir (Antonia, hizo un movimiento), hasta entonces te reprendiste toda esperanza, como un delito.

No obstante, Amaury sufría, y como su pesar te atormentaba a ti, no pudiste menos de consolarle con todo tu poder, transformándote, aunque de lejos, en hermana de la caridad de su enfermo espíritu. Después volviste a verle, y entonces fue más dolorosa y terrible que nunca la lucha que hubo de sostener tu alma. Por último, un día comprendiste que él también te amaba, y para resistir esta última prueba, para permanecer fiel hasta el fin a tus grandes quimeras de abnegación y de respeto a los muertos, pierdes tu vida, la das al primero que llega, buscas a Felipe para huir de Amaury; y sin hacer feliz al uno hieres mortalmente el corazón del otro, sin hablar de tu propio corazón, que también sacrificas y ofreces en holocausto.

Pero, por fortuna—continuó el doctor mirándoles alternativamente,—por fortuna me hallo todavía entre los dos para evitar los efectos de este recíproco engaño, para salvar a dos almas de su doble error gritándoles que se aman.

El padre de Magdalena hizo una pausa mirando primero a Amaury, sentado a su derecha, después a Antonia, sentada a su izquierda, ambos confundidos, con los ojos bajos y sin atreverse a dirigir sus miradas ni hacia él ni hacia ellos mismos. Sonriose y prosiguió diciendo con su bondad paternal.

—Hijos míos, no hay motivo para permanecer así delante de mí, mudos y cabizbajos, como quien se juzga culpable y demanda perdón. No; no hay que arrepentirse de amar; no, no se debe ofender a la muerta venerada, cuya tumba vemos desde aquí. En el Cielo, desde donde ahora nos contempla, desaparecen las miserables pasiones y los mezquinos celos, y su perdón es mucho más absoluto y menos personal que el mío; porque, si es preciso decir la verdad, Amaury, si es preciso abrirte el alma del hombre que aquí hace ahora de juez no te absuelvo tan fácilmente, sino con una especie de alegría vanidosa y de ávaro egoísmo.

Ciertamente, yo soy tan culpable y menos puro que tú, al decirme orgullosamente, como lo hago, que voy a ser el único en reunirme con mi hija. Virgen en la tierra, virgen en el Cielo, será de este modo exclusivamente mía y sabrá que yo la amaba mejor. Está mal hecho y no es justo—prosiguió como hablando para sí;—el padre es ya un anciano y el novio es joven. Yo he recorrido ya el camino de mi vida y puedo considerarme llegado al término de un viaje tan largo y tan doloroso mientras que los demás comienzan ahora su peregrinación al través de la existencia, vislumbrando en lo venidero lo que yo ya he tenido en lo pasado. A esa edad no se muere, sino que se vive de amor, por el contrario.

Así, pues, hijos míos, no hay que tener injustificados reparos, ni hay que luchar contra los propios intereses, ni empeñarse en ir contra las leyes de la Naturaleza, ni rebelarse contra Dios, que rige nuestro destino y nuestros actos. ¡Bastante hemos luchado, sufrido y expiado! Para ambos guarda amor y felicidad lo venidero, y yo bendigo ese amor en nombre de Magdalena. ¡He aquí mis brazos!

Al oír estas palabras los dos jóvenes deslizáronse de sus asientos y cayeron de hinojos a los pies del doctor, que poniendo las manos sobre sus cabezas, alzó los ojos al cielo brillándole de gozo la mirada mientras sus labios parecían murmurar una oración de gracias al Altísimo. Ellos, en tanto, con timidez y en voz baja se decían:

—¿Es cierto que me amaba usted hace ya tiempo, Antoñita?

—Así, pues, su amor ¿no era una ilusión, Amaury?

—¿No está usted viendo mi alegría?—exclamaba éste.

—Y usted ¿no ve mis lágrimas?—replicaba ella.

Y en palabras entrecortadas, apretones de manos y miradas de intensa ternura, desbordábase su amor por tanto tiempo contenido, mientras el bondadoso anciano, presto a dejar ya esta vida, desde el borde de su tumba impetraba de Dios bendiciones sobre la cabeza de los que aun debían disfrutar los goces de la existencia.

—Ea, hijos míos, yo no estoy para sufrir emociones—dijo el señor de Avrigny.—Ahora soy completamente feliz con esta unión, y me iré muy tranquilo al otro mundo. Pero no tenemos tiempo que perder; por lo menos yo, no puedo tener más prisa. La boda se habrá de efectuar dentro de este mismo mes. Como yo no puedo ni quiero salir de Ville d'Avray enviaré poderes e instrucciones al conde de Mengis para que me represente. Dentro de un mes, Amaury, el 1.º de agosto, me traerás a tu esposa y aquí pasaremos, como hoy, el día los tres juntos.

En aquel instante, mientras Amaury y Antonia, muy emocionados contestaban al doctor cubriendo de besos y de lágrimas sus manos, se oyó un gran rumor en el vestíbulo y abriéndose la puerta de la estancia entró el criado José.

—¿Quién viene ahora a molestarnos?—preguntó Avrigny.

—Señor—respondió el sirviente—es un caballero que ha venido en un simón y dice que necesita verle a usted a toda costa para hablarle de un asunto del cual depende la felicidad de la señorita Antonia. Pedro y Jaime se han visto muy apurados para contenerle. En fin, ahí le tiene usted.

Efectivamente, cuando el fiel José pronunciaba estas palabras, entró Felipe, encendido y jadeante: saludó al doctor y a su sobrina y estrechó la mano a Amaury. José se retiró discretamente.

—¡Ah! ¿Estás aquí, amigo Amaury?—dijo Felipe.—Me alegro mucho; así podrás decirle luego al conde de Mengis cómo sabe Felipe Auvray reparar los desaciertos que le hace cometer su torpeza.

Amaury y Antoñita cambiaron una mirada y Felipe, avanzando con gravedad hacia el doctor le dijo solemnemente:

—Pídole mil perdones, señor de Avrigny, por presentarme aquí con tal desaliño en el traje, que hasta traigo agujereado el sombrero; pero las circunstancias que me obligan a venir son tan especiales que no admiten dilación. Caballero, tengo el honor de pedirle la mano de su sobrina la señorita Antonia de Valgenceuse.

—Y yo a mi vez, caballero—contestó el doctor—tengo el honor de invitarle a usted a la boda de mi sobrina, la señorita Antonia de Valgenceuse, con el conde Amaury de Leoville, la cual habrá de celebrarse a fines de este mes.

Felipe de Auvray lanzó un grito agudo, desgarrador, indefinible, y sin saludar, sin despedirse de nadie, huyó de aquella casa como un loco, y un momento después el simón llevaba al desesperado mozo camino de París.

El desdichado Felipe había llegado, como siempre, con media hora de retraso.

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