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Capítulo 49

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Y el émulo de Cicerón y de M. Dupín, envanecido por la impresión que su dialéctica y su retórica parecían producir en el ánimo de su interlocutor, prosiguió diciendo:

—En primer lugar, mi traición a Magdalena no era tan grave como parecía, puesto que el objeto de mi nuevo amor era una persona que había vivido siempre a su lado, una amiga, prima, hermana pudiéramos decir, en quien me parece continuar mis pristinos amores, pues me retrata constantemente a Magdalena en sus gestos, en sus palabras. Amar a la segunda es como seguir amando a la primera.

—Has dicho bien—respondió el pensativo Amaury, con el rostro algo más sereno.

—Ya ves, pues, que tenía razón—contestó Felipe con regocijo.—Ahora, y en segundo lugar, no podrás menos de convenir conmigo en que el amor es el más espontáneo y libre de nuestros sentimientos, y el que nace más ajeno a la influencia de nuestra voluntad.

—¡Es muy cierto!—asintió Amaury.

—Todavía no he terminado—dijo Felipe con creciente entusiasmo.—En tercer lugar, ya que mi juventud y mi vehemente facultad amorosa han hecho resurgir en mí el amor intenso y vivaz, ¿estoy obligado a matar un instinto noble, natural, legítimo, casi divino, por dejarme llevar de preocupaciones y convencionalismos opuestos al orden de la Naturaleza, y por tanto no posibles en lo humano y dignos de que Basón les llamara errores fort?

—¡Claro está que no!—masculló Amaury.

—En tal caso—concluyó Felipe, con acento triunfal,—debes confesar que no es tan grave mi delito, y hasta disculpar mi amor hacia Antoñita.

—¿Y a mí qué me importa que la ames o no?—dijo Amaury.

A tal grosería contestó Felipe sonriendo con la mayor impertinencia:

—Querido Amaury, eso es cuenta mía.

—¡Cómo! ¿Después de comprometer con tus audacias e impertinencias a Antoñita, te atreverás a decir que ella te corresponde?

—No digo nada, querido Amaury, sino que buscando del mal el menos, si bien la comprometo con mis paseos por la calle de Angulema (ya comprendo que a ellos te refieres), por lo menos no la comprometo con mis palabras.

—Señor Auvray, ¿tendría usted bastante audacia para decir en mi presencia que le ama?

—Antes a ti que a otro: al fin eres su tutor.

—Está muy bien, pero se lo callaría usted.

—No veo el motivo si ello fuera verdad—dijo Felipe que empezaba a salir de sus casillas.

—Le repito a usted que no se atrevería a decirlo.

—Y yo le repito a usted que como ello fuese verdad me juzgaría tan orgulloso que se lo haría saber a todo el mundo, y lo publicaría a gritos…

—¡Cómo! ¿Te atreves a decir?…

—La verdad.

—¿Se atreve usted a afirmar que Antoñita le ama?

—Me atrevo a decir que ha hecho buena acogida a mis pretensiones y que ayer mismo…

—¡Acaba!

—Me autorizó para pedir su mano al doctor Avrigny.

—¡No es verdad!—exclamó Amaury.

—¿Cómo que no es verdad? ¿Usted se fija en que es un categórico mentís el que acaba de darme?

—Ya lo creo.

—¡Y me lo da deliberadamente!

—Por supuesto.

—¿Y no retira usted ese insulto inmotivado que acaba de dirigirme?

—¡De ningún modo!

—¡Basta, Amaury!—dijo entonces Felipe animándose por grados.—Te concedo que a pesar de mis atenuantes soy algo culpable en el fondo; pero entre amigos y personas de cultura social se trata al prójimo con más tolerancia. Eso, dicho en el Palacio de Justicia, como allí es costumbre, puede pasar; pero aquí, de ningún modo; no puedo tolerarlo ni aun viniendo de ti, y si te ratificas…

—Mira si lo hago, que repito que mientes.

—¡Amaury!—gritó Felipe exasperado.—Te advierto que, aunque abogado, tengo algún valor además del cívico, y me siento capaz de batirme.

—¡Acabáramos! Ya ve usted que hasta le concedo la ventaja de la elección de armas, porque soy yo el ofensor.

—Me son indiferentes, pues no he tenido hasta hoy en mi mano una pistola ni una espada.

—Yo llevaré unas y otras al terreno, y sus testigos elegirán. Indique usted la hora.

—A las siete de la mañana, si te conviene.

—¿Sitio?

—El bosque de Bolonia.

—¿Avenida?

—De la Muette.

—Está muy bien. Creo que tendremos bastante con un solo testigo para los dos, pues cuanto menos publicidad demos al lance, tanto menos padecerá la reputación de Antonia. Se trata de calumnias y…

—¿Cómo calumnias? ¿Te atreves a sostener que yo he calumniado a Antoñita?

—No sostengo sino que mañana a las siete estaré en el bosque de Bolonia, avenida de la Muette, con un testigo, y armas. ¡Hasta mañana!

—Mejor hasta la noche; pues hoy es jueves, día de recepción en casa de Antoñita, y por nada me privaría de verla.

—Está bien; a la noche la veremos, y mañana nos veremos.

Dicho esto, Amaury se alejó furioso y regocijado al mismo tiempo.

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