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Capítulo 51

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Y efectivamente, daban las siete en punto cuando Felipe y su apoderado, que le acompañaba en calidad de testigo, llegaban a la Muette, descendiendo de su alado vehículo. Casi en el mismo instante, fieles a la consigna, Amaury y su amigo Alberto se presentaban también en el lugar de la acción, aquél apeándose de a caballo, y saltando de su elegante cabriolé el otro.

No tardaron en ponerse a discusión las condiciones del duelo. El amigo de Felipe, que estaba algo avezado a esos trotes, acortó mucho los preparativos.

En su concepto su apadrinado era el ofendido, y como tal tenía derecho a la elección de armas: debían, a mayor abundamiento, servirse de las espadas o pistolas que, a prevención, habían llevado Felipe y él.

Alberto, advertido de antemano por Amaury para que accediese a todas las peticiones de la parte contraria, aunque rayaron en exigencias, se avino desde luego a todo, sin oponer más objeciones que las que son de rigor en tales casos.

Convinose, pues, en que el encuentro se verificaría a espada y con las propias armas de Felipe, dos espadas militares magníficas.

Una vez puestos de acuerdo Alberto y el procurador, aquél ofreció a éste un cigarro de su preciosísima petaca, pero viendo que rehusaba la fineza, púsose a encender tranquilamente su habano y luego, acercándose a Amaury, díjole sin recatar la voz y como para vengarse del desaire curialesco:

—Ea, ya está todo listo y a punto; el duelo va a ser a espada. Conque buena mano ¡y no te dé lástima ese pobre diablo!

Amaury sonrió e hizo un saludo; quitose el sombrero, que depositó en tierra; despojose del frac, el chaleco y los tirantes, y al serle entregada el arma volvió a saludar con verdadera elegancia, sin pizca de afectación. Felipe le imitó en todo con simiesca exactitud, pero al tomar la espada lo hizo en tan ridícula y deplorable forma que pareció que recibía un bastón.

Los dos se aproximaron simultáneamente, cruzáronse los aceros a seis pulgadas de la punta y luego de separarse un tanto los padrinos a derecha e izquierda respectivamente, comenzó la brega en seguida que se oyó la frase sacramental:

—¡Pueden empezar, caballeros!

Ni corto ni perezoso, Felipe fue el primero en tirarse a fondo con intrépida torpeza, que Amaury aprovechó para darle un bote y desarmarle, arrancándole de la mano el arma, que fue a parar buen trecho lejos de su dueño.

—Le hacía a usted algo más diestro, Felipe—dijo Amaury con tono irónico, no exento de amargura, porque en el fondo le repugnaba aquella superioridad que no deseaba.

—Perdone usted—repuso su adversario,—me parece haberle dicho antes algo de eso. Desconozco el manejo de la espada.

—Siendo así, que nos traigan las pistolas—replicó Amaury—hay que nivelar las fuerzas.

—Amaury—intervino Alberto por oficiosidad—¿estás realmente decidido a seguir adelante?

—Pregúntaselo más bien a Felipe.

Alberto comprendió la indicación y dirigiéndose solamente a su adversario repitió la pregunta.

—¡Pues no he de querer continuar!—prorrumpió Felipe.—Amaury me ha ultrajado y, a menos que no me dé amplias explicaciones, no cejaré en mi empeño.

—Pues bien, yo me lavo las manos—contestó Alberto;—he pretendido evitar el derramamiento de sangre; mas ante tal obstinación hay que bajar la cabeza. Pueden, pues, acribillarse, ya que ese es su gusto.

A una seña suya se le acercó el groom de Amaury, le entregó el cigarro y púsose a cargar flemáticamente las pistolas.

A todo esto Amaury se paseaba entretenido en hacer saltar con la punta de la espada los botones de oro de las margaritas silvestres.

—Alberto—exclamó de pronto volviéndose hacia su amigo—puesto que este caballero es el insultado supongo que disparará primero.

—¡Claro!—repuso Alberto, impávido, sin cesar en su operación.

Amaury, con la misma calma, tornó a su pueril tarea de arrancarles el corazón de oro a las inocentes florecillas.

Colocado que hubo las armas, Alberto entró en negociaciones con el procurador de Felipe, conviniendo ambos en que los dos adversarios se colocarían a cuarenta pasos de distancia pudiendo avanzar cada uno hasta diez, lo que reducía el trayecto a veinte pasos. Después de fijar en el suelo dos bastones a fin de señalar el punto de parada a cada uno de los combatientes, separáronse los padrinos, que al llegar a su respectivo puesto dieron las tres palmadas de rúbrica, para indicar a aquéllos que podían avanzar.

No bien adelantaron cuatro pasos, Felipe disparó. Amaury no hizo el menor movimiento; sólo Alberto dejó caer el cigarro y corrió a buscar su sombrero.

Extrañado Amaury e inquieto por la dirección que, según suponía, había tomado la bala, preguntó a su amigo:

—¿Qué ocurre?

—Nada—contestó Alberto dando vueltas a su sombrero entre los dedos e introduciendo el pulgar en un agujero que acababa de descubrir en el fieltro.—Una de dos; o este caballero se figura que juega a la carambola, o de otro modo desconoce por completo lo que tiene entre manos.

—¿Qué significa esto?—interpeló Amaury,—vacilando entre el temor y la duda de si su amigo se permitía alguna chanza.

Alberto le sacó de esta situación diciéndole:

—Sucede que no eres tú, sino yo el que se bate con este caballero, y a juzgar por la destreza que ha demostrado al dispararme, se ve que es un enemigo peligroso. Venga la pistola y concluyamos; quiero ver si gozo de tan buena puntería como él.

Felipe no sabía qué hacer ni qué excusa presentar; era tan grotesca su actitud y tan francas y ridículas sus palabras, que los demás rompieron a reír estrepitosamente.

Vino a sacarle al pobre Felipe de aquel apuro un coche que, apareciendo por una avenida transversal al trote largo, se detuvo en la de la Muette, al mismo tiempo que asomando medio cuerpo por la portezuela, gritaba un caballero con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Alto, señores, alto; deténganse ustedes!

Era el anciano conde de Mengis, a quien reconocieron al punto Felipe y Amaury.

Este arrojó el arma y se acercó a Alberto, quien a su vez acercose a Felipe, el cual aún conservaba la pistola descargada en la mano.

—¡Diantre, señor de Auvray, deme usted pronto esa arma!—exclamó el procurador.—Existe una ley contra los desafíos.

Felipe se la entregó maquinalmente, mientras se deshacía en protestas exageradas para convencer a Alberto de que si le había agujereado el sombrero había sido sin intención deliberada…

—¡Soberbia carrera acabo de emprender por vuestra culpa, caballeritos!—dijo el conde bajando del coche.

A Dios gracias llego a tiempo de evitar un desastre. Porque supongo que la detonación que acabo de oír no ha tenido consecuencias.

—Salvo el orificio que mi torpeza ha abierto en el sombrero de este señor—dijo humildemente Felipe,—no ha sido nada; y aun ello se debe a mi falta de maestría en el manejo de las armas.

—Pero, ¿se ha batido usted con este caballero?—preguntó asombrado el conde.

—No, señor, con Amaury; pero sin duda se me ha desviado el cañón y sin saber cómo el proyectil, dirigido a Amaury, ha estado a punto de matar a este caballero.

El conde juzgó que era hora de tratar en serio un negocio que le parecía muy grave; así, dijo cambiando de tono:

—Tengan la bondad, señores, de dejarme hablar sólo unos minutos con los señores de Auvray y de Leoville.

Alberto y el procurador se inclinaron, alejándose a una discreta distancia para que se quedaran solos los tres.

—¿Cómo así, señores?—dijo el de Mengis a los jóvenes.—¿Por qué han llevado acabo ese duelo? Usted no me prometió esto, Amaury. Le ruego que me diga el motivo que le indujo a tener ese encuentro con Felipe, faltando a su palabra.

—Felipe comprometió a Antoñita, y por eso me bato con él.

—Y usted, Felipe, ¿por qué causa se batió con su amigo?

—Porque Amaury me ha ofendido gravemente.

—Repito que usted estaba comprometiendo a Antoñita, y por eso le he insultado. El propio señor conde me advirtió que…

—Dispénseme, señor Auvray, le suplico me deje decirle dos palabras a Amaury.

—¿Y bien, señor conde?…

—No se aleje usted mucho; tengo que hablarle también.

Felipe saludó y se apartó unos pasos.

—Usted no me comprendió, por lo visto, Amaury—dijo el conde al quedar solo con éste.—Felipe no era el único que comprometía a Antoñita.

—¡Cómo!—exclamó Amaury—hay otra persona que se haya atrevido…

—Desgraciadamente, sí, y esa otra persona es usted, Amaury. Felipe comprometía a Antoñita con sus paseos a pie y usted con los suyos a caballo.

—¡Qué dice usted!—exclamó Amaury.—¿Es posible que alguien sospechara siquiera que yo quería a Antoñita?

—No ha faltado quien haya hecho esta conjetura; sepa usted que mi sobrino, único pretendiente formal a la mano de la señorita de Valgueceuse, se ha retirado, no por ceder el terreno al señor de Auvray, sino por usted, amigo mío.

—¿Por mí?—murmuró Amaury, aterrado.—¡Por mí!…

—¿Qué le extraña a usted?

—¿Dice usted que su sobrino se retira ante mí?

—En efecto, como no declare usted de un modo categórico que no abriga pretensión alguna a la mano de Antoñita.

—Haré más, si es preciso—repuso Amaury violentándose interiormente.—Soy pronto en mis decisiones: antes de anochecer sabrá usted si fui digno de la confianza que depositó en mí y si merezco el consejo que ahora mismo me está dando.

E hizo un ademán de retirarse, después de dirigir un saludo al conde.

—¿Se va usted sin decir nada a Felipe?—insinuó el anciano, deseando que terminase allí el lance.

—Cierto; le debo una satisfacción y voy a dársela—dijo Amaury.

—Felipe, acérquese usted—dijo el conde.

—Querido amigo—continuó Amaury dirigiéndose a Felipe,—después de haber disparado contra mí o con esta intención al menos, debo decirle que siento infinito la ofensa que haya podido inferirle y que ha motivado el lance.

—Amigo Amaury—repuso Felipe estrechándole francamente la mano,—no he pretendido matarte, ni siquiera agujerear el sombrero de tu amigo, percance que yo lamento en el alma.

—Muy bien, muy bien—exclamó satisfecho el conde;—así se hace. Desde hoy, a seguir siendo siempre buenos amigos. Se acabaron las rencillas.

Los aludidos se estrecharon efusivamente las manos.

—Señor conde—dijo luego Amaury,—me parece haberle oído decir que tenía que hablar con Felipe. Yo me marcho para poner en práctica la idea que he concebido.

Dicho esto saludó y se retiró con lentitud, como si en su ánimo influyese la gravedad del paso que iba a dar. Habló un instante con Alberto, a quien tuvo presente su agradecimiento, montó a caballo y se alejó al galope.

—Ahora que podemos hablar con entera franqueza, puesto que estamos solos—dijo el conde a Felipe,—le diré a usted que Amaury tenía razón al juzgar su conducta como comprometedora para Antoñita. Tan cierto es esto, que con otra, aventura como ésta, difícilmente lograría casarse, aun contando con una belleza y una fortuna como las que ella posee.

—Señor conde—contestó Felipe.—Hace poco he confesado mi culpa y ahora lo hago de nuevo. Suelo titubear mucho antes de tomar una resolución, pero así que me decido no hay nada capaz de detenerme en mi propósito. Ya sé cómo debo reparar mis yerros. Caballero, tengo el honor de presentarle mis respetos.

—¿Qué se propone usted hacer?—preguntó el conde de Mengis, temeroso de que Felipe se dispusiese a cometer alguna nueva simpleza.

—No le dé a usted cuidado, señor conde. Yo le aseguro que quedará contento de mí.

Y después de saludarle con gravedad se separó del anciano, para ir a reunirse con su padrino.

—Amigo mío—dijo a éste,—es necesario que se vaya usted a pie hasta la barrera de la Estrella o que apechugue con el ómnibus, pues yo necesito el coche para una carrera más larga que todo eso.

—¡Eh! ¡Caballero! ¡Alto ahí!—exclamó Alberto, que aún conservaba en la mano la pistola de Amaury.—¿Será usted capaz de irse sin que dispare contra usted?

—¡Ah! Es verdad, se me olvidaba. Perdone usted, caballero… ¿Quiere usted medir la distancia?…

—No hay necesidad—repuso Alberto.—Ya está usted bien ahí mismo; no se mueva.

Felipe se quedó parado y tieso como un poste al ver que Alberto le apuntaba.

—¿Qué va usted a hacer?—exclamaron corriendo hacia él, el procurador y el conde de Mengis.

Pero no tuvieron tiempo de impedir que disparara. Sonó el tiro y el sombrero de Felipe rodó sobre la hierba, con un agujero en el mismo sitio en que lo tenía, el de Alberto, horadado, como sabemos, por la bala de Felipe.

—Ahora estamos en paz—dijo riendo Alberto.—Puede usted irse, cuando guste, a sus quehaceres.

Auvray saludó, recogió su sombrero, saltó al simón, dijo algunas palabras al cochero, y el pesado vehículo partió por el camino de Boulogne.

Alberto ofreció al procurador un cigarro y un asiento en su tílburi, e inútil es decir que el curial aceptó ambas cosas.

El conde por su parte, dirigiose al otro extremo de la avenida en donde le aguardaba su carruaje, y al tiempo de montar en él murmuró:

—A fe mía, bien puede afirmarse que la generación llamada a suceder a la nuestra, es una generación de necios o de dementes.

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