Читать книгу Cuánto pesa una cabeza humana - Alfonso Armada, Xavier Aldekoa - Страница 12

Día 5, jueves 19

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No sólo de palabras vive el hombre,

por eso salgo a la calle

con el salvoconducto de mi carrito de la compra

para buscar provisiones

y explorar el estado de las cosas.

La primera evidencia es la soledad

de las calles

de los que caminan:

solos.

Nos hemos convertido en islas a la deriva,

aunque parezca que tenemos un objeto

que esgrimir ante la policía

y ante nosotros mismos.

En la estafeta de correos

nada es como era.

Todos los empleados lucen guantes y mascarillas

como si fueran a operar

al que sólo pretende

enviar un libro a su hermano

cerca del mar

que ayer cumplió

más de cincuenta años:

Del Trastévere al Paraíso,

sobre los crímenes que algunos cometieron

para traer la felicidad a la Tierra.

Hay una marca en el suelo

que prescribe una distancia saludable

entre el mostrador de mármol

el cartero inmóvil

y nosotros.

Lo que está prohibido es tocarse.

Ante el cierre de loterías

ha quebrado el pensamiento mágico,

aunque soñamos que mañana

al despertar

el estado de sitio se habrá desvanecido.

De momento,

todos despertamos con algo de Gregorio Samsa.

Ahora tratamos de adivinar

cuántos viajeros lleva cada autobús:

la mayoría son carrozas vacías,

y conductores afantasmados.

El Circular que me rebasa

por si no hubiera bastantes paradojas

anuncia como herida

un musical en el costado:

Ghost!

La vida se ha vuelto redundante.

Demasiado extraña.

Todo está cerrado,

salvo los supermercados

las panaderías

las fruterías

los bancos

las funerarias

y las farmacias

(una boticaria me regala una caja de guantes violetas).

En los recintos

la distancia es ley.

Todavía se acepta dinero contante y sonante,

pero como el contacto personal

parece un vestigio del siglo xx.

Vislumbro el parque también sitiado

cerrado a cal y canto

e imagino las hierbas felices

creciendo lejos

de nuestra insaciable

necesidad de ser.

En mi ayuda vuelve Louise Glück y sus «Ecos»:

«Cuando aún era niña

mis padres se mudaron a un pequeño

valle, rodeado de montañas

en lo que se llamaba región de los lagos.

Desde el jardín de la cocina

se veían las cumbres

cubiertas de nieve hasta en verano.

Recuerdo un tipo de paz

que no volví a conocer nunca

[…].

Unos pocos años de fluidez

seguidos de un silencio largo como el silencio en el valle

antes de que las montañas te devolviesen

tu propia voz transformada en la voz de la naturaleza.

Ahora ese silencio me hace compañía.

Pregunto: ¿de qué murió mi alma?

y el silencio responde:

si tu alma murió ¿de quién

es la vida que vives y cuándo

te volviste esa persona?».

Yo también llevaba mucho tiempo en dique seco

sin la menor necesidad de escribir poemas

tal vez porque mi alma estaba muerta

y soterrada.

¿Amor?

Gracias a Basho sé

que el poeta chino Chuang Tzu

que vivió en el siglo iv antes de nuestra era

como las secuoyas

escribió preguntándose

si había soñado con una mariposa

o si fue la mariposa la que lo soñó.

¿Soñamos nosotros

o estamos siendo soñados?

La iglesia,

frente al parque

también estaba cerrada a cal y canto.

Nadie se salva del miedo.

Anota Basho:

«Bajo las mantas

sueño un país lejano.

Ya cae la nieve».

Y cuando la desesperación muestra los dientes

yo sueño con haberme ido

a un país cerca del mar,

como si fuera posible

alejarnos de lo que somos

de lo que hemos hecho

con el huerto y con nosotros

con los animales

y nuestra alma.

En un puesto de libros «a la ribera del Sena, en una caja llena de novelas policiacas inglesas» Cioran encuentra «¡un San Juan de la Cruz en formato de bolsillo! Se debe, creo, al título: The Dark Night of The Soul».

¿Acaso no buscaba

denodadamente

Juan

a Jesús

como un detective

del alma y del cuerpo?

¿Acaso no estamos ahora todos nosotros

sumidos en una nueva interminable

oscura noche del alma?

Alguien en La Vanguardia

evoca las palabras que Josep Pla

en el Cuaderno gris

dedicó a la insaciable gripe

que tantas vidas se llevó por delante

en 1918.

Busco mi precioso ejemplar negro

para retomar una lectura interrumpida

hace demasiado tiempo.

Lo abro donde lo dejé:

18 de octubre.

Lo juro.

No me hago trampas al solitario.

No fuerzo la suerte.

Es lo que C llamaría un fractal

y Jung un sincronismo.

Anoto:

«La gripe hace terribles estragos […]. Desde la calle se oían los llantos. Llantos en la casa y en la escalera del piso. Espectáculo impresionante, que contrasta con el aire vestido de la gente […]. Cuando se oye llorar, se toma un aire de buena persona […]. Cuando uno llora, ¿sufre? La que no llora, ¿sufre menos? […]. El entierro del señor Linares ha sido muy sentido. Por la noche, el tren pequeño nos lleva a casa, dentro de la luz incierta, pobre, de los vagones […]. El tren va lleno. Todos se sientan en un silencio agobiante. Los que vienen del mercado imitan a los que venimos del entierro. Si fuese posible imaginar un tren de pensadores, tendría el mismo aspecto […]. ¿En qué pensamos? Quizá en nada. El drama es que haya tantas cosas ante las cuales no se puede pensar en nada –tantas cosas ante las cuales el mecanismo mental es estéril».

Pla parece estar parado ahí

bajo las acacias espantosamente mutiladas de la calle del

[Doce de Octubre

que tan arbitrariamente me recuerda a Giorgio Morandi.

¿En qué pensamos?

Nos devanamos los sesos.

Nos entristecemos.

Nos indignamos.

Buscamos chivos expiatorios.

Nos resignamos.

Tratamos de vivir como vivíamos.

«Éramos tan felices», dice Íñigo Domínguez en el periódico.

No, no sólo de palabras vive el hombre,

pero miro alrededor

y miro adentro,

y vuelvo a encontrarme con Paul Celan que

en «Habla tú también»

escribe:

«Mira alrededor:

mira cómo en torno todo deviene vivo –

¡Por la muerte! ¡Vivo!

Verdad dice quien sombra dice».

Cuánto pesa una cabeza humana

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