Читать книгу Cuánto pesa una cabeza humana - Alfonso Armada, Xavier Aldekoa - Страница 15
Día 8, domingo 22
ОглавлениеAlgunas máscaras
las más picudas
vienen de Venecia
de la necesidad de que el virus
la muerte
no nos reconozca.
Son los que mueren solos
con su conciencia
en las angarillas de la razón
carne sin misterio
sombra inerte
y la pregunta
como una ráfaga de viento
que golpea
y hace añicos
lo que parecía a salvo.
Pero hay manos
que salvan ese abismo.
Los hospitales
ya eran estaciones.
Pero ahora están bajo custodia.
Que canten los pájaros no nos alarma
que rompan el estado de sitio
no son los tambores de una guerra
la de nuestra generación
son heraldos amables
de lo que Wislawa decía
que nos estábamos perdiendo
«sus buenas 24 horas
1440 minutos de ocasiones
86 400 segundos que mirar».
Nuestra amiga lleva siete años
–multiplicad esta noche
aprovechando el ábaco del pánico–
encerrada en sí misma.
Ella es un estado de sitio.
Ella es Orán y todas las ciudades.
Ella es un centinela.
Ella sí está confinada
y desde el panóptico de su azotea
nos observa:
escribe con los iris
y tiene servidores mecánicos
que la mantienen de este lado
donde la realidad
reparte ortigas y mascarillas
guantes e hidroalcohol
arrebatos de ira y oxígeno silencioso
estados de ánimo y trenes latentes
cuarzo, feldespato, mica y glicerina
armarios rotos
y hogueras en algún lugar del tiempo
señales para los barcos
y un morse de tinta china y temblor
manos bañadas en añil
niños disfrazados de azul cobalto.
En «La estrella vespertina»
Louise Glück
que se ha instalado en nuestra casa
sin saberlo
enciende un candil
que alumbra toda la noche:
luz de posición:
«Por primera vez en muchos años, esta noche
apareció ante mí
una visión del resplandor de la tierra:
en el cielo vespertino
la primera estrella
se hacía más y más brillante
a medida que la tierra se iba oscureciendo
hasta que ya no pudo oscurecerse más.
Y la luz, que era la luz de la muerte,
parecía devolver a la tierra
su poder de consolar».