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[ IV ]

Apenas 60 días juntos y siento como si hubiésemos convivido años enteros, décadas. Es una chica estupenda. Por las mañanas, cuando ella se levanta primero –usualmente lo hago yo–, me calienta una taza de leche, y deja sobre la mesa del comedor el vasito con jugo de naranja y el paquete de biscotti. Así, cuando me levanto viscoso –como un molusco, lleno de pesadez y de catarro– me arrastro directamente a engullir lo que ella me ha acomodado.

También he tenido otro episodio de ataque de pánico. Ocurren generalmente en las noches. Todos los miedos arriban y se conjuran en la oscuridad. Para afrontarlo, he tenido que rezar. Le he pedido al abuelo Víctor que me deje ver nuevamente la luz del día. Y he rezado el Padre Nuestro y el Ave María repitiéndolos una y otra vez como una letanía macabra, invocando el sueño profundo. Así, si moría, morirme bien dormido.

La aventura empresarial de mi padre empezó exactamente aquel día en que se apareció por la casa coreando el nombre de su empresa: vh Gourmet. Servicios de Catering. Menudo nombre se había escogido. Pero no sólo eso, parecía que aquel día mi padre había salido apenas de un baño chamánico de florecimiento. Le dijo a mi madre una de las cosas más lindas que jamás escuché en sus doce años de matrimonio: “Quiero que renuncies a tu trabajo”.

Sabíamos todos que mi madre odiaba su trabajo, y nos dolía verla levantarse tan temprano todos los días, cumplir con su rol de madre y con su rol de trabajadora del Estado –de un estado de mierda, claro–. Nos dolía verla caminar hacia la avenida San Felipe –a veces tomaba una combi desde la Brasil hasta el óvalo– y esperar allí, –algunas mañanas con llovizna, otras con neblina– una cochina y destartalada combi para llegar hasta la avenida San Luis y tener que caminar nuevamente unos 15 o 20 minutos hasta el c.e.i. 123, en la avenida del Aire.

Mi madre se lo pensó dos veces, claro. Renunciar, así como así, no era muy sensato. Y bueno, acordaron que una licencia de un año era lo más seguro. Nadie se imaginaba que ese año sería uno de los peores años de nuestras vidas.

Habían pasado ya unos meses y la empresa de mi padre no arrancaba del todo, sin embargo, aquello no parecía pretexto para escatimar en gastos, sino todo lo contrario. Tenía ya alquilada una pequeña oficina cerca de la Plaza Bolívar –en el centro de Lima– en un edificio rojo y viejo, sucio. También había mandado a hacer unas ridículas tarjetas de presentación con fondo blanco y un logo que parecía diseñado por un niño de seis años borracho.

Visité la oficina un par de veces. La compartía con otro señor que, según mi padre, también iniciaba su negocio propio, pero que nunca lo vi, nunca lo vimos. Miento… La primera oficina que alquiló quedaba a unas pocas cuadras de la iglesia de las Nazarenas, en un jirón no sé cuántos. Esta oficina la visité también un par de veces. De ella tengo un miserable recuerdo con el tío Beto, posiblemente el más miserable de todos los hermanos de mi padre –el más pobrete, el más derrotado en términos económicos–. Usaba el teléfono de la oficina para llamar, seguramente, a los pocos clientes de la imprenta que aún le quedaban. Hizo unas tres llamadas mendigando algún trabajito. Luego colgó el teléfono sonriéndonos con la palabra “fracaso” estampada en la cara. Nadie necesitaba los obsoletos servicios gráficos del pobretón del tío Beto. Es más, nadie necesitaba al tío Beto; podía haberse caído muerto allí mismo y, a lo mucho, lo único que hubiese hecho mi padre sería haberlo acomodado en una esquina para que, más tarde, viniese el camión de la basura a llevárselo.

Había días en que mamá y papá se pasaban la tarde entera en la oficina –en la de la Plaza Bolívar–. Esos días parecían estupendos. Imaginaba que las cosas entre ellos iban bien, y que juntos sacarían adelante el proyecto de la empresa de catering. Pero no era exactamente así. Aquellos días eran los peores. Bastaba un poco de sentido común para entender que mi padre no tenía el camino claro, que estaba lleno de ideas sin forma, y que el alquiler de la oficina, la compra del sillón encuerado y la elaboración de las tarjetitas eran evidentemente pasos en falso, desatinados, mientras el dinero de indemnización iba consumiéndose. A la par de toda esta situación, salió a la luz una astronómica deuda que mi padre había acumulado durante sus dos últimos años de dependiente y que había mantenido en secreto para no escandalizarnos. Odiaba el escándalo. Toda la mierda salió a flote cuando empezamos a hacer aguas y tuvieron que poner sobre la mesa todas las cuentas de la casa. Mi padre había reventado sus tarjetas de crédito con los gastos más absurdos: camisas, zapatos, ropa en general; y además muebles y electrodomésticos que nosotros jamás vimos en casa. Era obvio que se había enganchado con alguna puta. Era triste, pero así era. Todo se pudría.

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