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Llegamos con Jvanna hace unas horas, que vino para hacer unos trabajos en el jardín de la casa. Raffaella sigue volviéndose loca con esta cuestión del matrimonio. No para de coordinar y planificar y proponer ideas. Nos pone tensos a todos. Federica reniega a muerte con ella. Nosotros queremos una ceremonia simple, una cosa muy sencilla; pero todo se va convirtiendo en una bola cada vez más y más grande. Tenemos confetti, recuerditos, flores, arroz, mierditas, etc. Paralelo a todo esto, yo sigo con mi hipocondría. Sigo pensando, todos los días, que tengo una infección, que me voy a morir. Me busco síntomas inexistentes, manchas en el cuerpo, lunares extraños, etc. Me siento como un ente de pus. Es ridículo. Un joven como yo malgastando segundos en pensamientos de destrucción y muerte, de enfermedad. Cuando la verdad es que estoy muy bien. Estoy viviendo muy bien. El invierno es hermoso en Reppia. Los árboles se desangran, se incendian en rojo, en naranja, en amarillo, en oro, se mueren a medias y renacen, como los animales.
No pasaron sino largos meses viviendo una vida melancólica, a veces grave, de sentimientos holgados que se disparaban en todas direcciones, hasta que regresamos a la casa de la abuela. Se había transferido recientemente a un nuevo y amplio dúplex a una cuadra de mi avenida favorita de entre todas las avenidas humeantes y polutas de Lima: la Javier Prado –Oeste–. Un canal kilométrico que sirve de puente entre la zona este –con sus distritos aburridos y aguados, como San Borja, Surco y La Molina, y que a pesar de albergar a ciertas minorías de clase pudiente, no dejan de ser aburridos y aguados– y la zona oeste, contigua a la bahía de la Costa Verde, y en cuyas lindes se pueden visitar distritos como Pueblo Libre, con su Taberna Queirolo y su Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia del Perú; Jesús María, con sus casitas art déco de los años 30, bajitas, de jardines exteriores donde nunca falta un ficus; Miraflores y Barranco, con sus terrazas de cafés, teatrines y galerías que nos hacen pensar que Lima todavía es una posibilidad; y Magdalena del Mar, un microscópico distrito de menos de cuatro kilómetros cuadrados con lindas callecitas, como Bernardo Monteagudo o Ugarte y Moscoso, por donde caminar es casi una terapia de relajación, con un mercadito que palpita como un órgano con olor a fruta y a pescado, a nueces y a harinas, a caldos al paso y a ferreterías, con apacibles y silenciosos parquecitos bordeados con margaritas. Pero a mi madre todo eso le importaba una reverenda mierda.
Regresar a casa de la abuela no era un alivio, ni una ayuda, ni un carajo. Era retroceder, abandonar su casa, sus muebles, sus cositas personales, su intimidad, su tranquilidad, su soberanía, su independencia para administrar y para decidir la cotidianeidad de su vida. Era como amputarse la otra pierna o el otro brazo que le quedaba. Tuvimos que vender la mayoría de los muebles: lámparas, mesas, sofás, sillas, vitrinas, etc. Puse un anuncio en Internet, y en dos semanas desapareció todo. Fue triste despedirnos de nuestras cosas. Se iban en brazos de gente extraña, que se llevaba consigo pedacitos de nosotros.
Cuando empezamos a convivir con la abuela en Magdalena, yo ya había ingresado a la Facultad de Leyes de la upc y para costearla recibía una colecta mensual de todos los hermanos de mi madre –incluida ella–. Yo también ponía mi parte con el trabajito de medio tiempo que me había conseguido la tía Claudia –conocida en el mundillo jurídico de Lima por ser una de las cabezas de la constructora Graña y Montero– en una notaría muy cerca de la casa. Exactamente estuve once meses en Laos de Lama, siete de los cuales los pasé como tomador de firmas.
Salíamos alrededor de las nueve y media o diez de la mañana para regresar al medio día, entregar los documentos e ir a almorzar. Por la tarde repetíamos hasta las seis o seis y media. Recorríamos diferentes lugares de Lima. Nos veíamos con los clientes en distintas direcciones, en empresas, en restaurantes, en hoteles. Íbamos a donde nos mandaban. De vez en cuando algún anciano vendía sus terrenos o dejaba en herencia ciertos bienes, y debido a su decrepitud o invalidez éramos nosotros quienes debíamos llegar hasta su casa, subir las escaleras hasta su lecho y, muy delicadamente, hacerlo firmar y tomarle la huella del dedo índice para luego estamparla en la minuta o en la escritura pública. La jefa del área me tenía una simpatía especial. Me reservaba las firmas en los distritos más vivibles: Miraflores, San Isidro, Magdalena. Otros colegas eran enviados a los confines de las periferias, en el culo de Lima. Regresaban abatidos, con los zapatos gastados y empolvados.
En agosto de ese año había alcanzado ya siete largos meses trabajando para Laos de Lama, mi rendimiento había sido óptimo –cero llamadas de atención, cero tardanzas–, mis calificaciones en la universidad no bajaban del 15, por lo que me permití una pequeña concesión y partí para Europa en un viaje de tres meses. Viaje que fue financiado íntegramente con dinero de las arcas de la abuela con el objetivo de conocer el continente que tanto me quitaba el sueño. Al final hubo una especie de concilio familiar y se tomó la decisión de invertir en mi viaje, de manera que esta experiencia hubiese servido para incentivar mi desempeño laboral y universitario bajo la condición de devolver el dinero en cómodas cuotas durante los meses subsiguientes. Era una generosa demostración de lo que el trabajo duro y los estudios universitarios podían ofrecerme. Ese era, en síntesis, el mensaje que se me quiso dar; y yo obscenamente me comprometí a seguir el camino del éxito profesional en el Perú aceptando ese crédito familiar que ascendía a los 3 500 dólares.
Era mi primera vez fuera del país, y no podía esperar más para reencontrarme con mi noviecita de aquel entonces, Linda, que estudiaba francés en un politécnico en las afueras de Burdeos. Tres semanas estuve en casa de unos tíos, en Frankfurt. Me acogieron muy bien. Mi llegada coincidía con un periodo de vacaciones de ambos. Lo disfrutamos mucho –el tío Edwin murió en marzo de este año de cáncer en los ganglios–. Luego de esas tres semanas –que comprendieron un viaje en auto a Friburgo y un fin de semana largo en la turística Schwarzwald– me trasladé a Burdeos, en donde tuve una especie de luna de miel con Linda. Compartimos un studio minúsculo en la rue Des Sablières, y éramos ingenuamente felices. Nos duró poco, claro. Dos meses después ya estaba yo subiéndome a un avión hacia el Perú para seguir con mi vida, con la universidad y con el trabajito de medio tiempo en la notaría. Atrás habían quedado los viajecitos de fin de semana a Bayona y a Biarritz, a San Sebastián; las saliditas al Chicho y las borracheras en el Alligator; las caminatas por el quai, los martes de dos por uno en Domino’s y las películas de Almodóvar los jueves a la noche. Quedaban atrás Ginebra y París y Frankfurt arropadas en mi cabeza con la promesa de volver; de volver para quedarme. “Nos vemos en Lima”, le dije a Linda.
En febrero del 2013 rompí mi compromiso de vivir en Lima como un yuppie / progre y dejé la Facultad de Leyes para independizarme en el Cusco. Contacté a un viejo amigo del colegio que vivía allí hace algunos años. Me alentó a visitarlo. Me ofreció su casa por el tiempo que fuese necesario. Y así, con 400 soles y sin ninguna idea de lo que quería hacer, me fui dejando atrás la Facultad, el trabajito de medio tiempo; y dejando atrás también a mi noviecita Linda, que apenas cuatro meses después volvía al Perú para re-reencontrarse conmigo. Dejé todo y todo me dejó también.
Estuve viajando en un bus pobretón durante 23 o 24 horas pensando que en cualquier momento de la noche caeríamos por un barranco y moriríamos todos y al día siguiente aparecería mi nombre en todos los periódicos y mi madre lloraría en vivo por canal cuatro o canal cinco y saldría mi abuela dando alguna declaración telefónica y demás. Partimos con retraso de una hora. El conductor tenía un aspecto demacrado. El segundo conductor lucía más demacrado aún. Parecían trasnochados, trajinados. Vestían camisas ajadas y percudidas. Acomodaron los bultos en la bodega y luego se tomaron un café en el bar de la estación. Todos seguíamos esperando.
Luis era gerente del proyecto hotelero La casa de Don Ignacio, financiado por la Universidad San Ignacio de Loyola; un simpático hotelito que lo había catapultado al desenfrenado mundo hotelero de una de las ciudades más turísticas de la región. Me ofreció hospedarme por el tiempo que fuera necesario, y así fue hasta que pasadas unas semanas me anunció que alquilaría la habitación. Yo no pagaba alquiler, claro. La generosidad había durado 30 días exactos. Y bueno, como yo no tenía intención alguna de pagar una mensualidad de 500 soles, tuve que retirarme. Había gastado mis dos primeras semanas conociendo gente y caminando por el centro; haciendo una vida de turista pobretón, de medio pelo; comiendo pasta con jamón y queso parmesano cinco días a la semana; desayunando tacitas de café con leche y panes con mantequilla y mermelada. Por las tardes me hacía un té de coca que metía en un termo y que me daba la energía para ir y venir de allá para acá.
A Víctor Velaochaga lo conocí en la plaza de armas del Cusco mientras vendía los libros de su padre, el gran escritor y antropólogo, miembro de la amea1, Carlos Velaochaga. Nos hicimos muy amigos a pesar de su evidente problema de interacción social. Íbamos de fiesta a los bares y discotecas, y gastábamos el poquísimo dinero que teníamos. Nos divertíamos mucho. La amistad llegó al crepúsculo cuando empecé a frecuentarme con Julia Centracchio. Tiran más dos tetas que dos carretas, dice el dicho. Y bueno, Centracchio y yo terminamos viviendo juntos por una semana y media en el departamento de Luis. Julia regresaba de vivir en España para establecerse nuevamente en la Argentina. Había trabajado muchos años en Ibiza como camarera, viviendo una vida justa, estrecha, pobretona, pero ahorrando dinero para zafar, largarse de vuelta a Buenos Aires y poner un negocio de decoración en el garaje de su casa, en Tigre.
1 Asociación Mundial de Escritores Andinos.