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[ V ]

Ayer fue un día de mierda. Tremendo. “Federica, tengo que regresar al Perú”, le dije. Sin el soporte de la tía Marta era mejor poner –o fingir poner– las cosas sobre el tapete. La he dejado tan confundida que no hemos hablado serenamente sino hasta las ocho de esta mañana. Mi ridícula escena romántica de anoche no ha bastado sino para confundirla aún más, para dejarla más aturdida, más insegura. Mientras miraba un documental de la rai sobre Edith Piaf, bien acomodado en el sofá, podía escucharla llorar distendidamente en la mansarda. Se me apretaba el corazón. Qué injusto era. Qué injusto era yo. Así que subí a calmarla. La encontré sosteniéndose la cabeza con ambas manos, pensando desesperadamente, no lo sé, mientras sollozaba. Me senté a su lado. Le acaricié la sien y el pelo. Le dije que lo sentía, que hubiera deseado no levantarnos esa mañana, quedarnos calientitos arropados en la cama, en silencio. Poco después se calmó. Nos quedamos abrazados largos minutos, y luego nos besamos, nos acariciamos y tras algunos arrumacos, nos calentamos completamente. En el primer piso continuaba el documental y, mientras recíprocamente nos hacíamos cumplidos al cuerpo, a la carne, Edith Piaf entonaba fuerte Non, je ne regrette rien. “No voy a regresar al Perú”, le dije, “de todas maneras tengo el permiso turístico vencido”.

Fue cuando la situación con mi padre se volvió incontrolable que saltó nuevamente a la luz la idea del divorcio. Lo que mi padre venía haciendo con el dinero del despido no era más un misterio, era clarísimo. No estaba enganchado con una puta. Estaba enganchado con una puta y, además, con algunas de las jovencitas estudiantes de cocina que caían en sus tentáculos con la promesa de un contrato de trabajo. Para mi mamá, que pretendía aún salvar el cadáver de su matrimonio, fue como una puñalada en el pecho. Fotografías e incluso calzones fueron hallados entre los cajones de la guarida de mi padre que, ofendido, atinó simplemente a cerrar el pico y a no objetar nada. Mi hermana y yo entendimos que era inevitable, que la separación era, incluso, sana; y que debíamos tomar partido. Así fue. Ambos lo señalamos, ante la familia, como el monstruo que era, y pedimos ayuda. Su ausencia significaría un gran traspié en nuestras vidas, y no conllevaría necesariamente a la resolución de nuestros problemas.

Luego de un tiempo, y ya pasados los primeros procesos contenciosos, a mi papá lo vimos contadas veces. Se esforzó, sin embargo, en demostrar que nosotros, Claudia y yo, sí contábamos para él. Tal vez la ruptura estaba fresca aún, y a pesar de la crisis que habíamos tenido que vivir juntos en ese departamento del infierno, sentía el deber de hacerse presente como padre. Tal vez era puro teatro para sacarse de encima la presión del proceso legal, qué sé yo. Una tarde se apareció para llevarme de compras. Desde la ventana lo vi llegar en un micro que lo dejó en la esquina de la casa, en Brasil con Almagro. Luego caminó lentamente mientras me hacía una seña. Me preguntó qué necesitaba. Le dije que no tenía mucha ropa, así que fuimos a tiendas Él. Hice que me comprara un blazer azul marino de 450 soles, además de un par de pantalones de tela drill y una chompa negra de cuello “v”. Saliendo del negocio, ya con el bolsillo adolorido, insinuó que la cita iba llegando a su fin. Me ofreció algo de comer y luego nos despedimos. Días después nos enteramos de que mi padre había comentado, entre los miserables de los Rodríguez Burga, que nosotros sólo lo buscábamos para que nos comprara ropa, y que no nos interesaba en absoluto su presencia. Lo cierto es que algo de verdad tenía esa acusación, al menos de mi parte. A mí su presencia me daba lo mismo. Incluso me sentía más tranquilo sabiendo que él ya no vivía con nosotros y que lo veríamos una vez a las 500, y que esa “una vez a las 500” sería para que nos indemnizara por habernos jodido la infancia. Yo lo veía así. Lo que hiciera antes o después de encontrarse conmigo, me tenía sin cuidado. Me sentía en la cima de la montaña rusa, libre del padre, y en pleno fervor de la adolescencia. Ya luego vendría el violento descenso. Mi mamá, a su vez, sufría la crisis del posdivorcio.

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