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En 30 días cumplo 26 años, una edad adorable para morir. Transcurre el otoño en Europa y no he hecho nada excepto vivir bien. Más que bien. Hasta siento culpa de haber vivido tan bien estos últimos meses; sin embargo, siento que me muero. Estoy enfermo. La noche de ayer he sentido, prácticamente, que me volvía loco, que la locura me iba devorando. Tuve miedo. Tuve miedo de ser decapitado, de perder súbitamente la cabeza de una mordida. También he visto caras en la oscuridad. No sé cómo he podido contener el grito.
Vivo en Reppia, un pueblito ligur de once residentes. Hoy escuché comentar a Jvanna: “La gente ya no viene a vivir aquí”. Los once residentes bordean los 80 y 90 años. Claramente acá no hay ni mierda. Pero no tengo otro lugar a donde ir. Regresar a Pavía, a casa de la tía Marta, me parece muy conchudo. Además, odio los zancudos.
Ni un bar, ni una pizzería, ni un café, aquí no hay nada. Están la iglesia, el cementerio y el Centro Residenziale Riabilitativo “Il Sorriso”, para cuando uno se vuelve loco. De eso he tenido miedo la otra noche. Un poco. Además, la habitación está llena de mobiliario del 1 800, fotografías de difuntos, un cuadro de Charitas que mira resignado hacia el cielo, y otro cuadro que me da un miedo tremendo. Hoy también encontré el lugar perfecto para escribir: la última planta de la casa, junto a la escalera de caracol y la ventana, en el desván.
Federica y yo nos conocimos hace un mes. Dentro de una hora habrán pasado exactamente 30 días desde que vivimos juntos. No nos hemos separado desde entonces. Estoy esperando esa hora, las 18:30, para salir al jardín y llevarle alguna de las flores que encuentre por ahí. Y, así con esta forma simbólica, decirle que la quiero, y darle las gracias por quererme.
Cuando arribé a Génova lo hice en un tren regional cuyo trayecto duró poco más de una hora. Una hora y diez. No he visto, en todos mis viajes, una ciudad tan armónica con su propio caos. Las calles de metro y medio o dos metros de ancho, como recovecos; edificios viejos, altos y estrechos; el cardumen de personas en direcciones contrarias; las cuestas y los descensos; los ángulos sucios y las viejas y cómodas esquinas húmedas de orina; el aire a puerto, a mar, a sal, a pescado crudo, a aceite. Sentí que mientras caminaba entraba en el hocico del océano.
18:39. Estamos ya juntos. En el pasado. Le he dado la flor violeta que he encontrado en la casa vecina. Se ha puesto contenta. Muy contenta se ha puesto. Hemos recordado el tiempo, los detalles del instante en que nuestras vidas se han calibrado, y nos hemos reído de alegría.
Hace unos días la tía Marta me envió un mensaje desalentador:
Hola, Renzo. Me ha llegado el recibo del teléfono. La cuenta es de 220 euros gracias a tus llamadas al Perú, Luxemburgo y Alemania. Normalmente pago 39 euros. Creo que no podré hospedarte nuevamente. Ya no tengo confianza. Te he ayudado con la bicicleta, con tu inscripción en el voluntariado; podrías haberme dicho sobre tus llamadas. Lo siento mucho.
El mensaje lo recibí en la mañana, antes del desayuno. Estuve largo rato meditando una respuesta conciliadora que amortizara los hechos. Horas después le respondí de la siguiente manera:
Querida tía, siento mucho que el recibo telefónico haya alcanzado tamaña cifra. No imaginé nunca que la cuenta ascendería a semejante monto. Lamento mucho que ahora la situación sea de esta manera. Te agradezco toda la ayuda que me has brindado desde que puse un pie en tu casa.
Su mensaje me ha dado un sabor amargo. No pienso volver a dirigirle la palabra. Y con la tía Ivonne, bueno, tendré que arreglármelas con ella para recuperar la maleta que dejé en su casa.
Aquí nos vamos acercando dócilmente al invierno. En Reppia el tiempo es húmedo. Mi catarro recrudece todas las mañanas. Es insoportable la avalancha de mocos y la congestión nasal que sufro. Pero la casa es hermosa, y Federica y yo estamos solos. Tenemos toda la casa para nosotros. Quizá por todo el invierno, quizá menos. No tenemos idea. No sabemos nada. Es tan emocionante que todo el cuerpo me tirita.
A lo largo de mi infancia he desarrollado una suerte de veneración al abuelo Víctor, una especie de subsidio paterno que no ha compensado nunca –tan sólo en un aspecto lejanamente espiritual, y ya en la adultez– el profundo abismo que ha significado para mí la ruptura de relaciones con mi padre. Es esa misma veneración que hace que, en las situaciones más trascendentales de mi vida, le pida milagritos, como si fuese un santo. Lo vengo haciendo desde que llegué a Europa, y no puedo decir que no haya servido. O es eso, o es la intensa lluvia de oraciones que mandó a rezar por mí la tía Conchito, oraciones que, por más agnóstico que me declare, no puedo negar que, en algo, han de haber funcionado.
Con esto de mi vigésimo sexto cumpleaños, Raffaella se ha adelantado a todos y me ha llenado de ropa para este invierno. Me trata mejor de lo que me han tratado mis tías Marta e Ivonne que, después de recibirme con una serie de peros, me han lanzado a la calle. Claro que no se lo he contado a la abuela. Será para que se le suba la presión. Tampoco he recibido respuesta de la tía Marta. Los 200 euros de la cuenta telefónica le revelaron la criatura aprovechadora que soy en verdad.
He insistido con la tía Ivonne para que me mande la maleta directamente a Chiavari, a casa de Federica. No es que la necesite con urgencia, pero me gustaría recuperar la camperita de aviador de cuero marrón que compré en ese mercadillo de San Telmo; más que todo por un valor sentimental; claro, un valor sentimental que asciende a 700 pesos argentinos. Cuando me la pongo me viene inmediatamente a la cabeza la caminata que hice desde San Telmo hasta La Boca con la rubia de Eline Jansens. No sé nada de ella. Sé que vive en Buenos Aires, sólo eso. Estaba loca por Buenos Aires. Yo también estaba loco por Buenos Aires.