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Ana María Martínez Sagi:
un laberinto de presencias
ОглавлениеQuizá porque todo hombre de letras gesta dentro de sí un hombre de acción reprimido, me embarqué, hace ya dos décadas, en la misión de rescatar a Ana María Martínez Sagi de los yacimientos de amnesia en que había sido enterrada. El detonante de mi búsqueda fue una vieja recopilación de entrevistas (o interviús, como antaño se decía) de César González-Ruano, titulada Caras, caretas y carotas (1930), que cayó en mis manos a mediados de la década de los noventa. El libro incluía, junto a testimonios de los grandes personajes literarios de la época (Unamuno, Pérez de Ayala, Blasco Ibáñez, etcétera), una semblanza de una tal «Ana María Martínez Sagi, poeta, sindicalista y virgen del stádium», que acababa de llegar a Madrid para promocionar su primer poemario, titulado Caminos, por el que deambulaba el fantasma del amor. Con un periodismo transido de urgente poesía, Ruano retrataba a una muchacha joven, de veinte años tal vez escasos, «apretada de soles», con el pelo «como una llama rubia en el frío rostro de estatua», consagrada con igual fervor al cultivo de la poesía y el sport, que se declaraba, en pleno reinado de Alfonso XIII, «convencidamente republicana» y reconocía haber participado en conferencias y mítines políticos. «En la conversación no se descubría. Guardaba el tabernáculo de su intimidad —escribía Ruano—, sin entregar su secreto».
Ruano cantaba la morbidez de un cuerpo joven y el misterioso abismo de un silencio que no consiente, pero tampoco se opone. Quienes posean un temperamento inquisitivo entenderán el efecto que me produjo la lectura de aquellas páginas. Aun suponiendo que la semblanza de Ana María Martínez Sagi sublimase al personaje en el que se inspiraba, aun suponiendo que sus declaraciones estuvieran tergiversadas, su figura cordial y musculada se me imponía como el emblema de una nueva Eva. ¿Confesaré que durante varias noches apenas logré conciliar el sueño, tratando de imaginar a aquella misteriosa mujer? ¿Habría muerto o estaría viva? ¿Quedaría constancia de su literatura, de su dedicación al deporte, de su activismo político? ¿Cómo sería aquella «virgen del stádium» a la que yo ni siquiera había oído nombrar?
No fue una tarea sencilla descifrar los itinerarios de su biografía. Pregunté a los expertos más renombrados en la literatura de la época por el fantasma alado de aquella mujer, pero ninguno supo darme pistas. Fatigué archivos y bibliotecas, pero no conseguí encontrar rastro de aquel libro de versos, Caminos, influido según Ruano por Alfonsina Storni y Juana de Ibarbourou. Nadie recordaba a Ana María Martínez Sagi: sus libros habían sido saludados con ditirambos unánimes en otro tiempo, pero su nombre había sido desterrado de las antologías y los diccionarios. Recordé entonces que, en el prólogo de Caras, caretas y carotas, Ruano mencionaba que las entrevistas incluidas en el libro resumían diez años de trabajo en periódicos ya extintos, como El Heraldo, que casi nunca pagaban y hacían del periodismo una inacabable condena a galeras. Frecuenté durante años las hemerotecas, cifrando mis esfuerzos en el hallazgo de aquella entrevista extraviada entre bosques de tipografía borrosa. Cuando por fin di con ella (había sido publicada el 19 de junio de 1930), consulté los demás periódicos de Madrid en las fechas contiguas: para mi sorpresa, me topé con recensiones, entrevistas y artículos encomiásticos firmados por las plumas más reconocidas del momento —desde Luis Astrana Marín a Rafael Cansinos-Asséns— que no vacilaban en proclamar a Ana María «heredera de Rosalía de Castro» y en lanzarle piropos, no sé si galantes o literarios, que sin duda debieron de halagarla.
Una amiga a la que logré contagiar mis inquietudes, Noemí Montetes, localizó un ejemplar de Caminos (1929), el libro inaugural de Ana María Martínez Sagi, en la Biblioteca Central de Barcelona, así como un ejemplar de otro libro muy posterior, Laberinto de presencias (1969), que reposaba en los anaqueles de la biblioteca de la Universidad Rovira i Virgili, en Tarragona. Entretanto, otra amiga de Barcelona, Alicia Mairal, me llamó un día alborozada para comunicarme que, revisando los padrones de los pueblos barceloneses, había localizado a una anciana llamada Ana María Martínez Sagi, censada en Moià, una localidad cercana a Manresa. Escribí de inmediato una carta reverencial al domicilio donde, al parecer, se había sepultado en vida aquella misteriosa Ana María, solicitándole un encuentro. Durante un par de meses aguardé en vano su respuesta; cuando ya mis esperanzas estaban aniquiladas, una voz antigua como el mundo, muy debilitada o convaleciente, se asomó a mi teléfono, identificándose. Era aquella «virgen del stádium» a la que había entrevistado Ruano muchos años atrás, para entonces demolida por décadas de desengaño y olvido. Me confesó que la lectura de mi carta la había irritado sobremanera, no tanto por su contenido (que era incluso demasiado respetuoso), sino porque le recordaba que seguía viva justo cuando más vencida y anhelosa de encontrar la muerte estaba. Durante semanas la había tenido enterrada entre los prospectos de propaganda y los recibos de la luz, que para entonces eran ya los únicos inquilinos de su buzón; hasta que se dio cuenta de que, si no me respondía, todos los recuerdos que atesoraba se perderían para siempre, como lágrimas en la lluvia.
Acudí raudo a Moià, donde me encontré con una mujer nonagenaria que se movía muy lentamente, encorvada por el reúma, cuarteada de arrugas que borraban sus facciones. Hablamos durante semanas; o sobre todo habló ella, mientras yo grababa en un magnetófono sus palabras, que tenían algo de salmodia o letanía y se fundían con la noche, como si el pasado fuese un cadáver demasiado gravoso que la dejaba sin aliento. Fruto de aquellas confidencias y de las mil y una pesquisas que me condujeron hasta ella, fue mi libro Las esquinas del aire1, una quest que su protagonista no alcanzó a leer, pues murió exactamente el mismo día en que yo la terminaba de corregir. En aquel libro, fabulé los episodios de mi búsqueda y acepté como veraces las confidencias de Ana María Martínez Sagi, que en ocasiones embellecía circunstancias biográficas que, con el paso de los años, he logrado al fin dilucidar, despojándolas de aderezos postizos. Otras, en cambio, no he podido todavía alumbrarlas del todo. Forse altro canterà con miglior plettro.
De la cuna a la poesía
Ana María Martínez Sagi nació el 16 de febrero de 1907 en la barcelonesa calle de Bailén, n.º 33, tercero, según consta en su inscripción en el Registro Civil, realizada un par de días más tarde2. Su padre, José Martínez Tatxé, de ascendencia francesa, un acaudalado empresario textil especializado en tejidos de estilo inglés, promotor del deporte y tesorero del Fútbol Club Barcelona, contaba a la sazón treinta y cinco años. Según me explicó Ana María con legítimo orgullo, Martínez Tatxé se desvivía por auxiliar a sus obreros cuando les sobrevenía alguna desgracia y era frecuente que los visitase, en las barriadas misérrimas, para aprovisionarlos de víveres o premiarlos con alguna paga adicional. En cambio, su madre, Consuelo Sagi, hermana del célebre barítono Emilio Sagi Barba3 y diez años menor que su marido (con quien se había casado con apenas dieciséis), no compartía estas ideas avanzadas y procuró siempre inculcar a sus hijas un espíritu hogareño contra el que Ana María no tardaría en rebelarse. Nuestra autora fue la tercera de cuatro hermanos, tras la primogénita María Josefa4 (familiarmente conocida como Mari Pepa) y Armando, que se revelaría pronto como un amante furibundo —al igual que la propia Ana María— del deporte5. Siete años más tarde nacería la benjamina Berta, predilecta de su madre, con quien nuestra autora mantendría siempre una relación muy conflictiva6.
A una edad muy temprana, mientras trastea en casa con su hermano Armando, aprovechando la ausencia de los padres, Ana María descubrirá en un armario un gorrito de marinero con una cinta azul sobre la que su madre había bordado con letras doradas el nombre de «Alejandro». Así fue como supo que doña Consuelo había deseado que naciese niño. Ignoro si la anécdota es cierta (fue la propia Ana María quien me la confió) o se trata de una elaboración posterior, pero, desde luego, las fricciones y desavenencias con su madre serían constantes desde la infancia, para agravarse durante la adolescencia y juventud, hasta llegar a la ruptura definitiva, por motivos que luego explicaremos. En sus inéditas Andanzas de la memoria, unas impresiones autobiográficas escritas a finales de los años sesenta o principios de los setenta, Ana María dedicará muchas páginas a evocar los desapegos e intemperancias de doña Consuelo, una mujer tan hermosa como tiránica que sólo satisfacía plenamente su vocación de mando con su hija menor, Berta, a la que lograría moldear a su imagen y semejanza. Ana María, en cambio, siempre se le mostró esquiva y buscó la compañía de su hermano Armando, que improvisaba partidos de fútbol en el pasillo de la casa. Los estropicios que ambos hermanos causaban en la vajilla familiar terminaron por convencer a sus padres de que debían internarlos en sendas instituciones educativas religiosas: Armando en los escolapios de Tarrasa y Ana María en el colegio de las hermanas de Saint Joseph de Cluny, donde recibió una esmerada educación afrancesada.
Como ocurría en tantos hogares de la alta burguesía catalana de la época, los padres de Ana María Martínez Sagi evitaban hablar en catalán delante de sus hijos por considerarlo una «lengua de payeses»7. Ana María, sin embargo, pasaba en sus primeros años de vida muchas horas con una niñera, de nombre Soledad, encargada de su crianza, de la que guardaba un imborrable recuerdo. Con Soledad, que había nacido en un pueblo de la montaña y jamás había pisado una escuela, aprendería Ana María la música y los giros del catalán (al que, sin embargo, nunca logró hacer del todo su lengua literaria); con ella aprendería a rezar y a soñar, a exorcizar sus miedos y a alimentar su fantasía (pues era la encargada de contarle algún cuento antes de dormir); con ella aprendería, en fin, a montar en los tranvías atestados y a desenvolverse entre el bullicio de la Rambla, adonde Soledad acudía para que un escribano le transcribiera las cartas que mandaba a su familia8.
También recordaba con afecto Ana María a la «tieta» Teresa, una prima solterona de su padre, que durante largas temporadas se hacía cargo de la casa (pues la tiránica doña Consuelo exigía constantemente a su marido viajes de recreo por Europa), hasta terminar quedándose a vivir en ella. Durante toda su infancia, Ana María padeció problemas de anginas, por lo que su padre solía llevarla al balneario de Vallfogona, cuyas aguas estaban recomendadas para las afecciones de garganta. Los veranos los pasaba en Sentmenat, donde la familia poseía una masía; algunos de los recuerdos más vívidos de la infancia de Ana María, luego recreados en sus Andanzas de la memoria, tienen como escenario los paisajes del Vallés. En la adolescencia florecieron sus primeras inquietudes artísticas: acude a cursos de pintura en la Llotja, la Escuela de Artes y Oficios de Barcelona, donde recibe clases de Miquel Farré i Albagés, con quien mantendrá un vago idilio, llegando a posar como modelo para alguno de sus murales9; y empieza a leer con fruición a las poetisas hispanoamericanas en boga. Serán años marcados por sus problemas hormonales y sus dificultades para menstruar, que la hacen engordar de manera incontrolable. Ni el ejercicio ni las severas dietas que se imponía lograban corregir este desarreglo, y finalmente su padre decidió llevarla a la consulta madrileña del doctor Gregorio Marañón, quien descubriría que sus ovarios y su matriz se habían quedado atrofiados. Marañón recetó a nuestra autora un tratamiento de tintura de yodo y le recomendó la práctica del deporte, si no deseaba adquirir demasiado pronto una figura oronda y matronal. Ana María siguió al dedillo las indicaciones del ilustre médico, convirtiéndose desde entonces en una deportista furibunda. Aprendió todos los estilos de natación, empezó a frecuentar las estaciones de esquí —sobre todo La Molina, uno de sus parajes predilectos—y se inscribió en el Real Club de Tenis del barrio de Pedralbes, formando pareja de dobles mixtos con su hermano Armando. En unos pocos años se convertiría en una jovencita de carnes prietas y piel bronceada, siempre vestida a la moda, para escándalo y disgusto de su madre, que en más de una ocasión la amenazó con desheredarla. Pero siempre el padre mediaba en las trifulcas hogareñas.
Más o menos por entonces Ana María viaja a León, en compañía de su hermana Mari Pepa, invitada por unas primas. Allí conoce a varios representantes de la bohemia local, que enseguida la hacen destinataria de sus madrigales y requiebros. Entre todos ellos hay uno que logra conquistar su corazón, o siquiera halagar su vanidad, llamado Mario Arnold, que la saluda muy ceremoniosamente durante el paseo vespertino y le envía largas epístolas amorosas10. Cuando Ana María concluya su estancia en León, Mario Arnold la seguirá hasta Sentmenat, tratando de prolongar aquel casto noviazgo, que podemos rastrear en numerosos madrigales publicados en la prensa leonesa; y también, por cierto, en algún soneto de tono galante aparecido en el «Suplemento Femenino» del diario Las Noticias de Barcelona, donde Ana María empezó a colaborar con cierta asiduidad en diciembre de 1926, cuando apenas contaba diecinueve años, primero con retazos de un diario ficticio de tono un tanto ñoño, enseguida con poemas y artículos, hasta que su firma desaparece en 1933. Este «Suplemento Femenino», dirigido en sus inicios por Alfredo Pallardó11, fue el primero de esta naturaleza aparecido en la prensa española; de línea más bien conservadora, daba cobijo a multitud de composiciones líricas y artículos literarios (casi todos escritos por mujeres), e incluía comentarios de moda y hogar. Entre sus colaboradoras más asiduas y conspicuas se contaba Regina Opisso de Llorens12, quien se convertiría en una de las principales valedoras de nuestra autora durante los primeros años de su andadura literaria, llegando a apadrinar su primer poemario, Caminos (1929), con un «Post-Scriptum» muy elogioso. Muchos de los poemas incluidos en Caminos e Inquietud (1932) los publicó primero Ana María en las páginas de este «Suplemento Femenino», que se encartaba todos los viernes en Las Noticias; otros nos permiten conocer mejor la prehistoria literaria de nuestra autora, desde el tono edulcorado inicial hasta la búsqueda de una voz propia.
Deporte, feminismo y República
Sin duda, en la formación política de nuestra autora fue muy relevante su incorporación al Club Femení i d’Esports, en cuyas actividades llegaría a participar muy intensamente13. Fundado en 1928, en plena dictadura de Miguel Primo de Rivera, bajo el lema «Feminitat, Esport, Cultura», el Club Femení promovía la incorporación de la mujer trabajadora a actividades que hasta entonces le habían sido vedadas, en oposición a otros clubes elitistas o asociaciones benéficas de inspiración conservadora, que imponían cuotas de inscripción muy elevadas. En su declaración de principios, el Club Femení se define como «una organización esencialmente democrática que proporciona a las muchachas de Barcelona los medios para practicar alegremente los deportes y la cultura física; una organización abierta al mismo tiempo a todas las inquietudes culturales y políticas, donde se forja el espíritu moderno de la mujer catalana, dentro de un cuerpo que se trata de hacer sano y fuerte». El Club, creado por iniciativa de las hermanas Teresa y Josefina Torrens14 y de la pedagoga Enriqueta Sèculi15, inició su andadura con apenas dieciocho socias (entre quienes ya se contaba nuestra autora) y alcanzó en su etapa de mayor apogeo una cifra próxima a las dos mil. No se pagaban cuotas de inscripción y la aportación mensual no excedía la cifra modesta de dos pesetas, asequible incluso para las muchachas obreras que, a cambio, podían utilizar los locales del club, con gimnasio y una biblioteca bien nutrida con donaciones de procedencia diversa, así como disfrutar de estadios y piscinas de propiedad municipal (en noviembre de 1931, por ejemplo, el Ayuntamiento de Barcelona cedió al Club las Termas de la Plaza de España, unos locales construidos con motivo de la Exposición Universal de 1929).
Por supuesto, la fundación del Club Femení i d’Esports fue acogida con displicencia y sorna en círculos refractarios a la emancipación femenina. No faltaron los sarcasmos hirientes de muchas plumas masculinas desde las tribunas periodísticas más variadas; e incluso alguna mujer se permitió tratar el asunto con cierta irónica o descreída condescendencia. Es, por ejemplo, el caso de Elisabeth Mulder, quien publica bajo el seudónimo de Elena Mitre16 un artículo en el vespertino La Noche, el 10 de noviembre de 1928, titulado «Clubes femeninos», en el que afirma sin ambages que «un club femenino exactamente igual a la mayoría de los masculinos y compuesto por inscritas de diferentes profesiones, aspiraciones, categorías, ideales, devociones y tendencias, sería… sería… ¡una catástrofe!». A continuación, puesta a explicar las razones de esa catástrofe, Mulder no vacila en señalar la propia naturaleza femenina: «Sólo una cosa puede hacer que se realice la solidaridad femenina sin diferencia de clases: el pánico. En la guerra todas somos una, por la paz. Pero en la paz vivimos en perfecta guerra. […] La mujer es refractaria a su propio reflejo y en un círculo femenino su principal ocupación consistiría en anularse, porque mientras no tengan una preparación más adecuada y un espíritu de tolerancia más amplio, dos mujeres, en un club, no serán otra cosa que dos fuerzas iguales y contrarias».
Sin duda, aquellas afirmaciones tuvieron que molestar a Ana María Martínez Sagi, quien algún tiempo después tendría ocasión de conocer sobradamente a la mujer que se escondía detrás del seudónimo de Elena Mitre. Y, con el tiempo, la propia Martínez Sagi acabaría haciendo afirmaciones semejantes, escarmentada de las muchas zancadillas sufridas en ámbitos femeninos. Ya en una fecha tan temprana como 1932 escribirá sin ambages: «Sempre he cregut que la dona té dos eterns enemics. Un de petit, poc perillós: l’home. L’altre, veritablement terrible, cruel fins al martiri: una altra dona»17. Y tres años más tarde, en una época mucho más desengañada, cuando ya ha abandonado el Club Femení i d’Esports, reflexionará: «Com a dona, i com a esportista, lamento que no sigui així; i sento que els fets vinguin a demostrar-me contínuament com totes aquelles frases tan boniques de la ‘cordialitat entre les dones’, de ‘l’amistat entre les dones’, de ‘l’harmonia entre les dones’, no són res més que això: paraules»18.
Pero antes de dar la razón a Elisabeth Mulder, Ana María multiplicará los esfuerzos, en su afán proselitista por incorporar nuevas socias al Club Femení, concediendo entrevistas en las que canta las bondades de esta organización y saliendo a la palestra para enfrentarse con quienes osaban desmerecer —por misoginia o mero desdén— las actividades del Club (y, en general, con quienes pretendían ningunear o trivializar sus logros). Y, a la vez que se prodiga en la prensa en la defensa del Club Femení, Ana María se convierte en una de sus socias más activas tanto en el estadio como en el estrado, participando en multitud de competiciones deportivas de las más variadas disciplinas (remo, esquí y, especialmente, atletismo) y pronunciando diversas conferencias sobre la necesidad que la mujer tiene de adquirir una cultura tanto física como espiritual si en verdad anhela la emancipación19. En noviembre de 1931, la Junta Directiva del Club Femení i d’Esports incorporará a nuestra autora como secretaria de la Comisión de Cultura, presidida por Maria Teresa Vernet, una escritora de prestigio a la que Ana María Martínez Sagi había prestado anteriormente mucha atención20. Y en 1932 el Club concede a Ana María el premio de poesía Joaquim Cabot por su composición «Estiu», una de las pocas que llegaría a publicar en catalán. La implicación de nuestra autora en las actividades culturales y deportivas organizadas por el Club es por estas fechas máxima.
Aunque Ana María nunca destaque como activista política, su implicación en la causa republicana es indubitable. En una entrevista tan temprana como la que César González-Ruano le hace para El Heraldo de Madrid, se declara sin ambages «convencidamente republicana». Y en mayo de 1931 participa en la redacción de un manifiesto de apoyo a la recién constituida República, en el que las firmantes21 solicitan a las mujeres de Cataluña su adhesión a la causa republicana, «que quiere decir la promesa de trabajar en su favor y de defenderla siempre que sea necesario». Serán muchos los artículos reivindicativos que por estas mismas fechas publique Ana María, haciendo profesión de fe republicana, algunos incluso de un tono encendido no exento de ciertas asperezas22. Su decidida militancia republicana alcanzará su cúspide en mayo de 1932, cuando sea una de las cinco firmantes23 del manifiesto fundacional del Front Únic Femení Esquerrista, agrupación cívica nacida con el propósito de «fomentar y orientar el espíritu de ciudadanía de las mujeres y de combatir a las fuerzas enemigas de los derechos de libertad de los hombres y de los pueblos». El manifiesto detallaba los principios que este Front Únic se proponía defender:
a) La Nacionalitat de Catalunya i els seus drets a la completa llibertat. Propugnar l’agermanament dels països d’Oc. Dret de tots els pobles a regir lliurement llurs destins.
b) Negació de tota mena de poder personal. Sobirania de la voluntat popular.
c) La llibertat de consciència i el respecte a totes les creences. Refusar a les religions la intromissió en la política i a les organitzacions polítiques la promiscuïtat amb les religions.
d) Resoldre la desigualtat dels estaments. Reivindicació de l’obrer. Dret de tots els infants a l’educació integral. Universitat popular.
Sin embargo, cuando unos pocos días más tarde se celebre la asamblea de constitución de este Front Únic, Ana María no formará parte ya de su comisión organizadora, en la que enseguida adoptarán gran protagonismo Anna Murià y Rosa Maria Arquimbau24. Una vez aprobados los estatutos de la organización, se procede a una votación para elegir a las integrantes del Comité Central en la que Ana María Martínez Sagi apenas obtiene un voto25, quedando por lo tanto apartada del mismo. Aunque nos faltan elementos de juicio para poder establecerlo tajantemente, sospechamos que esta preterición de nuestra autora marca el inicio de su desencanto, que desde luego no se traducirá en desafección hacia la causa republicana o en abandono de las tesis feministas, pero que la aparta paulatinamente de la primera fila reivindicativa. ¿Cuáles fueron las razones por las que Ana María encontró tan poco apoyo entre las afiliadas del Front Únic Femení Esquerrista? Sin duda, debieron influir sus desavenencias personales con alguna de sus promotoras; y también las reticencias que en algunas compañeras suscitaban sus colaboraciones en el «Suplemento Femenino» de Las Noticias, que sólo acogía colaboraciones en lengua castellana y cuya tendencia editorial —pese al cambio de régimen político— seguía siendo más bien conservadora. Además, para entonces Ana María había empezado a colaborar estelarmente en la revista madrileña Crónica, que, si bien era declaradamente republicana, había sido tachada desde posiciones izquierdistas de «ligera» y «sensacionalista». Y no parece improbable que el éxito restallante que Ana María Martínez Sagi había cosechado con Caminos, su primer poemario (escrito, como todos los demás, en castellano), sobre todo en los círculos literarios madrileños, hubiese provocado resquemores y envidias entre sus compañeras. No podemos, en fin, descartar tampoco que la influencia de Elisabeth Mulder sobre nuestra autora (que por aquellas fechas era muy marcada) le aconsejase adoptar posiciones menos comprometidas ideológicamente. Pero todas estas posibles causas convergentes exigen una explicación más detallada.
Alas de luz en el alma
A finales de 1929, Ana María Martínez Sagi publica Caminos, su primer poemario, con un pórtico de Sara Insúa26 y un «Post-Scriptum» de Regina Opisso de Llorens. En sus palabras preliminares, Insúa define así a Ana María: «Un poeta netamente amoroso. Amoroso y triste, que busca por caminos espinosos, que arañan y muerden —caminos de dolor—, ese dulce sufrir, esa ansia ácida, creadora de los héroes inmortales del poema y de la novela, que se llama amor». Y, al analizar sus versos, abunda en esta línea y añade que son «una revelación de su alma exquisita y enferma de pasión, que busca en vano el ideal que no se concreta. Son tal vez la expresión universal del amor que, como hijo del pecado, deja siempre atrás heces, remordimientos, concesiones, arrepentimientos, iras y, en suma, dolor». Por su parte, Regina Opisso hace una observación muy lúcidamente paradójica (casi un oxímoron) que quizá sirva para definir mejor que ninguna otra el espíritu de Caminos: «Y hay también en estas composiciones un misticismo que podríamos llamar misticismo pasional». Antes, resalta en una semblanza fugaz la condición también paradójica de Ana María Martínez Sagi, en quien conviven, en extraña simbiosis, el frenesí de la modernidad y el rescoldo de la tradición:
Y, no obstante ser Ana María una mujer ultra-sensitiva, es a la vez una fémina ultramoderna, que ama los deportes y los practica con singular entusiasmo.
El tenis es su juego preferido. Prodigiosa raquetista, la hemos visto bajo nuestro cielo añil, corriendo y agitando en alto la raqueta como si fuese una gran ala de mariposa.
Excelente nadadora, ama el mar y se sumerge en sus aguas sin temor, como otra Anita Kellerman27. Así es Ana María, la esquiadora gentil devota de la nieve y de la sombra oscura de los bosques; la excursionista que conoce la cinta blanca de todos los caminos; así es esta mujercita que escribe versos, redacta interviús y escribe artículos con una prosa limpia y fluida como un madrigal.
Muchos de los poemas incluidos en Caminos habían aparecido previamente en el mencionado «Suplemento Femenino» de Las Noticias. En ellos comparece una joven que, a sus escasos veintidós años, sigue paseando por la vida con «alas de luz en el alma, / inquietud en las pupilas, / y en el corazón la llama / de la piedad encendida»; pero que, en medio de tanta inocencia, empieza a maldecir la desolada certeza de tantas noches «sin ternura, sin amor. / Sin encontrar un hermano / que comprenda cuán humano / es mi cáliz de dolor». A lo largo de todo el libro se reitera un afán generoso de donación, pero también la sospecha de que su «dolorido lamento / huirá en alas del viento / y nadie lo ha de escuchar». O que, en caso de que alguien lo escuche, «será tan tarde / que habrán muerto mis canciones / y mi juventud fragante / y serán nieve los labios / que no pudieron besarte». Quizá la mayor originalidad de Caminos consista en la omnipresencia de un amor blanco en el que quedan excluidos los tumultos de la pasión, «el deseo vil e impuro» del que ya la autora parece hastiada, antes incluso de haberlo conocido. Como modelo de ese amor sin mancha, la poetisa menciona el casto idilio (»todo blanco… todo blanco») que la naturaleza mantiene con la luna. E invoca la presencia de un amado que es apenas la sombra de un sueño, un amado sin carnalidad que renuncie a los «besos de fuego / que queman los labios» y le ofrezca besos «como una azucena / de puros y blancos» que alejen «pasión y deseo».
«Luz y barro», tal vez el poema más memorable de Caminos, introduce la repugnancia ante el hombre que busca la satisfacción de su lujuria: «No te acerques, pues, hombre. Tú estas hecho / de carne y de deseo... El aliento que sale de tu boca / abrasa [...] / Me asquean tus caricias. Cuando besas, / me dejas en los labios una mancha». Una angustiada repulsa ante el deseo masculino que hallamos, más o menos explícita o disimulada, en otras composiciones del libro, a veces disfrazada de una sublimación mística, a veces envuelta en una suerte de solidaridad panteísta, en comunión con el paisaje, que se convierte así en una proyección de su «alma cansada que vive sollozando»:
Hoy me da pena todo: los árboles desnudos,
la calle solitaria, la tarde tan callada,
los sollozos del viento que pasa enloquecido,
la canción melancólica de la fuente lejana.
La feliz inocencia de aquel niño que ríe,
la pureza inefable de sus pupilas claras,
la belleza infinita de su corazón limpio
que ha de saber tan pronto todas las cosas malas.
Y de esa percepción del dolor omnipresente que anida en el mundo surge una voz prematuramente desengañada y pesarosa («Tras el logro y la conquista, la renuncia. / Tras la fe, las hondas dudas torturantes. / Tras el goce y el amor, el desencanto / infinito y el hastío de la carne») que, hacia el final del libro, se declara con sobrecogedor pesimismo «un astro lejano que ha tiempo que no brilla», «una tierra estéril sin frutos», «un verso no escrito», «un beso sin fuego, un cuerpo sin vida». En Caminos son fácilmente distinguibles las influencias de la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou (que había escrito «No codicies mi boca. Mi boca es de ceniza / y es un hueco sonido de campanas mi risa»), de quien toma prestado el fervoroso panteísmo, liberándolo de su tórrida sensualidad. Y también son notorios los ecos de la argentina Alfonsina Storni, de quien nuestra autora heredó un deseo de sentirse alada y en perpetua donación a los demás, aunque esa donación la condujese al acabamiento (también la Storni había sentido el deseo de «ir cruzando la vida con alas en el alma, / con alas en el cuerpo, con alas en la idea / y un ligero cariño a la muerte que llega»). Pero, más allá de estas influencias incontestables, lo que distingue Caminos y lo eleva sobre el légamo de tópicos de un modernismo tardío es, precisamente, su clima de ingenuo misticismo, su calidad de azucena todavía no tronchada o de armiño que aún no ha mancillado su pelaje, a pesar de que ya se haya asomado a los continentes pavorosos de la angustia. Si en sus maestras sudamericanas el dolor o la exultación se expresan a través de la carne, en la Ana María Martínez Sagi de Caminos no encontramos otra expresión que la de un alma dispuesta a brindarse, tal vez también a inmolarse.
Aunque la recepción del libro fue algo lenta y tardía, su éxito será incontestable. Quien primero repara en su calidad es Elisabeth Mulder, la escritora todavía desconocida para nuestra autora, que publica en las páginas de La Noche28 una reseña muy elogiosa, celebrando la irrupción de «una mujer que canta, entre tanta mujer que grita». Mulder capta la amalgama de sentimientos encontrados que se apuntan en los poemas de nuestra autora, adivinando en ella uno de esos temperamentos polifacéticos capaces de librarse del amaneramiento y del hastío, «los dos grandes enemigos de la vida y de la obra de un artista». Tras la reseña de Mulder, una Ana María hasta entonces titubeante sobre las virtudes de su poesía se lanza a la conquista de Madrid, con la complicidad de su amiga y mentora Sara Insúa, que le prepara una entrevista con su hermano Alberto29 y convence a Rafael Cansinos Asséns para que escriba en La libertad una reseña del libro30, también muy elogiosa, en la que el gran polígrafo señala la influencia de las poetisas sudamericanas y pondera con gran penetración el erotismo de la autora, «hecho a un tiempo mismo de ardor y de reserva, de temor y de anhelo», así como «el patético drama del amor luchando consigo mismo en un ansia de sublimaciones» que se transparenta en sus mejores versos. Además, Cansinos se encargará de avisar a César González-Ruano de la presencia de la novel poetisa en Madrid; y Ruano la entrevistará para El Heraldo de Madrid 31, en una pieza magistral, a la vez atrevida y poética, que logra captar psicológicamente y envolver de misterio a la «enérgica muchachita de Barcelona, inteligente y republicana, que vino un día a sacarme del rincón del café con el espejuelo de un libro de versos». La entrevista de Ruano contiene pasajes tan memorables como este retrato (que es también una etopeya) de nuestra autora:
Era una muchacha joven, de veinte años tal vez escasos. Y sin embargo daba una impresión de seguridad, de madurez apretada y soberbia. El pelo era una llama rubia en el frío rostro de estatua. Tenía esa belleza de algunas mujeres de su raza que no se capta en el primer momento. Una belleza que incluso repelía al simple golpe de vista y que precisaba una cultura de la contemplación. Había que irse acostumbrando a la nariz recta, al maxilar poderoso, a los ojos de una serenidad helada, nada cordial, a aquella boca pequeña, de labios finos, que entreabierta dejaba ver una dentadura blanquísima, unos dientes afilados como los de algunos animales feroces.
Iba vestida con un sencillo traje negro. Los brazos desnudos se adivinaban blancos debajo de aquel color tostado por el mar y la montaña. Estaba abrasada aquella carne prodigiosa, materialmente quemada aquella piel que, a trozos, se veía pelarse. Sombreaba su rostro un vello tenue, casi rojo, que le envolvía como en una suave pelusa de melocotón. No era muy alta, pero lo parecía por aquel torso juvenil y en aquel plante de plomada, en aquella perfecta gravitación de su cuerpo, en la pierna musculada y el zapato sin tacón, que la afirmaban de un modo preciso y pesado en la tierra.
Era una bien plantada, y para ella los ángeles separatistas de Cataluña debían cantar en el friso de la raza su mejor sardana.
En la conversación no se descubría. Guardaba el tabernáculo de su intimidad, dando la impresión y sugestión de ella, pero sin entregar su secreto.
Toda la entrevista tiene un aire galante en el que no faltan elogios al acento catalán de Ana María: «¿Quién ha sido el burro, Dios mío —se pregunta Ruano—, que ha dicho que el catalán es áspero y duro? Tal vez yo. En Ana María este acento es una gracia más. Oyéndola hablar me cargan los andaluces». Y contiene pasajes que nos ayudan a entender mejor el entusiasmo y desparpajo que por entonces inspiraban el pensamiento y la actividad de la poeta recién estrenada y curtida deportista:
—¡Ah! Sí, señor; yo soy nadadora; he intervenido en concursos de lanzamiento de disco y jabalina; he endurecido mi juventud en el paso gimnástico, y todo el sport ha sido el objeto principal de mi vida.
—Pero usted ama el sport de un modo animal y no sentimental, de un modo carnal y no mental, instintivo y no reflexivo… De lo contrario, en sus poesías habría algo de esto, y no lo hay. ¿Es que separa usted las dos cosas?
—Desde luego. Yo hago sport como una chica y poesías como una mujer.
—¿No sería más exacto que hace usted sport como un chico y poesía como una mujer?
Ana María ríe:
—Sí, sí; es posible eso.
—¿Por qué no dio su anunciado recital en el Lyceum?
—Estas señoras han estado muy amables conmigo, pero…
—¿Pero qué?
—Pues no sé; que encontré aquello un poco frío, un poco, ¿cómo decirle…? Catalogado. Eso es, catalogado en «vanguardista». Yo no soy ni vanguardista, ni ultraísta, ni clasicista, ni feminista… Me fastidian mucho los «istas» y los «ismos». De tener algún «ista», puede que sea sindicalista únicamente.
—¿Esto lo dice en serio?
—Sí; claro que sí. Por lo menos soy republicana, convencidamente republicana, y he intervenido en actos públicos, hablado en mítines…
En su segunda expedición madrileña, Ana María Martínez Sagi daría al fin su recital en el Lyceum, acompañado de una conferencia sobre el Club Femení que causaría gran revuelo en la prensa, como luego veremos. Muchos años después, en las conversaciones que mantuve con ella en vísperas de su muerte, nuestra autora recordaba todavía con nitidez aquella entrevista con Ruano, que seguía considerando la mejor de cuantas le habían hecho, y las vicisitudes galantes que la rodearon:
Vino a casa de una prima mía, donde yo me hospedaba, para entrevistarme. Mi prima ya me había advertido: “Sé muy prudente, ese hombre es un donjuán, no respeta a ninguna mujer”. César me pareció precioso, tenía estampa de mosquetero: alto, delgado, el bigote levemente rubio y una voz muy caliente, como de barítono, que me enamoró. Empezó a hablarme, pero yo era incapaz de seguir su conversación; sólo lo miraba de hito en hito y pensaba: “¡Dios mío, no me extraña que hayas tenido tantos líos con tantas mujeres distintas!”. Al acabar la interviú, me propuso que fuésemos a El Escorial. Viajamos en tren, me invitó a comer en un merendero platos típicos madrileños y me enseñó el monasterio. Cuando atravesábamos un gran salón, me pidió que acercase la oreja a una pared, mientras me hablaba desde la opuesta; por un extraño efecto acústico, parecía que me estuviese susurrando al oído. “Qué bonita eres, Ana María —me dijo—. ¿Sabes que me gustas mucho? Yo no creía que hubiera catalanas tan guapas como tú”. Parecía un mosquetero, y tenía voz de barítono…
La repercusión de aquella visita de Ana María Martínez Sagi a la capital fue tan estruendosa, y los ditirambos que recibió tan encendidos, que otras poetisas de la época fueron incapaces de simular sus celos. Así le ocurrió, por ejemplo, a Pilar de Valderrama (la «Guiomar» machadiana), que a la sazón acababa de publicar su segundo poemario, Esencias, con un recibimiento crítico más bien tibio. En una de sus cartas a Antonio Machado, con quien mantenía un idilio clandestino (pues era mujer casada), debió de quejarse amargamente de las alabanzas que a nuestra autora le habían dedicado destacados escritores y periodistas. A lo que Machado respondió atribulado: «Perdona, mi reina, mi diosa. Y conste que la sucesora de Rosalía eres tú, y no esa nadadora catalana. ¡Si yo pudiese escribir sin trabas!». Y todavía en otra carta posterior, Machado seguirá intentando aplacar el enfado de Pilar de Valderrama: «Leí […] el artículo de Insúa sobre esa nadadora catalana. De esa clase de trabajos, tan arbitrarios, donde nada se prueba y todo son afirmaciones gratuitas, no queda nunca gran cosa […]. En suma, que esa poetisa catalana podrá ser un portento, pero lo será a pesar de sus exegetas y panegiristas»32.
También en Barcelona impresionará mucho el recibimiento entusiástico que Ana María ha recibido en Madrid; y la prensa catalana no vacilará en engrosar el número de sus exegetas y panegiristas. Entre ellos, merece destacarse a Luis Astrana Marín, insigne cervantista y esforzado traductor de Shakespeare, que publica33 una pintoresca recensión de Caminos en la que se entremezclan las observaciones burdamente misóginas («Cuando he hallado una mujer hermosa, la conversación la ha revelado necia; y cuando di con una entendida, fue patente su fealdad») y los elogios a la poetisa de musa «pura y natural, como la fuente que brota al pie de la montaña», en cuyas composiciones el crítico no encuentra una «psicología complicada ni atormentada, ni exotismos falaces, ni refinamientos morbosos, ni imitaciones peligrosas», sino un «temperamento varonil fuertemente sensual». Sin temor a incurrir en la hipérbole, Astrana Marín afirma que no encuentra «semejanza entre Ana María y ninguna otra poetisa española del presente»; y señala sus puntos de contacto, en «el temperamento y en la expresión», con Gertrudis Gómez de Avellaneda, para concluir que, sin duda, su prosa también «debe de ser muy aliñada y correcta».
Lo cierto es que hasta entonces Ana María apenas nos había brindado unas pocas (y primerizas) muestras de su prosa en el «Suplemento Femenino» de Las Noticias, pero será a partir de ese momento cuando su firma se haga asidua de las publicaciones periódicas, tanto en castellano como en catalán. En el semanario Deportes, que se encarta en Las Noticias, alterna entrevistas a escritoras del momento con reflexiones sobre el sport femenino34. Pero donde su colaboración adquiere mayor consistencia es en el semanario La Rambla, que con el lema «Esport i Ciutadania» acaba de fundar Josep Sunyol i Garriga, un empresario y militante catalanista que desde 1931 ocupará escaño en el Congreso de los Diputados en representación de Esquerra Republicana y que algunos años más tarde —en julio de 1935— alcanzará la presidencia del Fútbol Club Barcelona35. Desde los estertores de la monarquía, Sunyol convertirá La Rambla en una de las publicaciones más populares de la época, siempre alineada con los postulados políticos de Francesc Macià, incorporando a sus páginas diversas firmas femeninas, entre las que enseguida destaca nuestra autora, que mantendrá su colaboración hasta las vísperas de la Guerra Civil, aunque no siempre con el mismo protagonismo36.
Las crónicas, reportajes e interviús de Ana María en La Rambla merecen especial atención, pues fueron las únicas piezas periodísticas que escribió en catalán (lengua que, sin embargo, nunca llegó a dominar con la misma soltura que la castellana) y también las más comprometidas con la causa feminista y republicana. Aunque de tono y asunto variados, las colaboraciones de nuestra autora mantendrán una serie de características comunes: siempre entrevista, por ejemplo, a mujeres destacadas por su actividad en favor de la emancipación femenina (escritoras, abogadas, pedagogas, actrices, etcétera); y sus reportajes abordan cuestiones sociales palpitantes ante las que suele adoptar un tono reivindicativo. Especial mención requieren sus crónicas, en las que arremete contra los sectores y estamentos más refractarios a los ideales republicanos, así como contra cierto cerrilismo ambiental que se resiste a reconocer las conquistas sociales y políticas de la mujer (aunque tampoco faltan las pullas, a veces muy agrias, contra la falta de compañerismo del sexo femenino). Sorprende que la veta sarcástica de Ana María Martínez Sagi (patente, por ejemplo, en sus crónicas de eventos sociales) no encon- trase demasiada continuidad37; y que, en cambio, se la obligase a escribir insulsos artículos sobre «cultura física femenina» en los que se limitaba a recomendar a las lectoras una serie de ejercicios para mantener o mejorar la línea.
Pero tal vez este confinamiento en el periodismo de asunto deportivo se explique porque nuestra autora había alcanzado gran notoriedad como atleta, especialmente en la modalidad de lanzamiento de jabalina. Tras participar en diversos festivales y campeonatos catalanes, siempre con el equipo del Club Femení i d’Esports, Ana María formará parte de la selección catalana que compita en los primeros Campeonatos Femeninos de Atletismo, celebrados en Madrid en octubre de 1931. Esta nueva visita a la capital acrecentará todavía más su fama.
A la conquista de Madrid
La selección catalana, vertebrada en torno al Club Femení i d’Esports, obtendrá la victoria colectiva, además de numerosas distinciones individuales, en el Campeonato, que se desarrolla bajo una lluvia torrencial y sobre un terreno cubierto de agua; y Ana María impondrá su dictadura en el lanzamiento de jabalina con una plusmarca nacional de veinte metros y sesenta centímetros. La prensa madrileña concederá amplia cobertura al evento; así, por ejemplo, la revista Crónica, además de reservar su portada al triunfo de las atletas catalanas38, dedica en páginas interiores un reportaje titulado «Figuras, gestos y frases de las muchachas que han ganado el primer Campeonato femenino de atletismo» que incluye una entrevista a la «gentilísima» ganadora de lanzamiento de jabalina, «periodista militante y poetisa inspirada». Ana María aprovechará la ocasión para entonar las loas del Club Femení i d’Esports y para anunciar la conferencia, rematada con un recital poético, que se dispone a pronunciar en Madrid:
Regresa la señorita Ana María Martínez Sagi. Presentación sin estiramiento y charla como de antiguos camaradas:
—Tenía —me confiesa— grandes deseos de volver a Madrid. Este esfuerzo nuestro es menester que se sepa y, si es posible, que se imite en ciudades como la capital, donde hay una mujer de la clase media a la que es preciso independizar, sacar de su hogar, para llevársela al campo, al Club, a los deportes...
»Nuestra labor en Barcelona ha sido ímproba, y me refiero ahora no a la organización del equipo que ha venido a tomar parte en los campeonatos femeninos, sino a la tarea de dar vida al Club Femenino y de Sports. Esta Sociedad la hemos creado unas cuantas amigas, llenas de buen deseo, para agrupar a las muchachas de la clase media que simpatizasen con este afán nuestro de la vida al aire libre y de la cultura, que no es exhibicionismo, y mucho menos deseos de crear marimachos.
»Los comienzos fueron dificilísimos. Hay que tener en cuenta que éramos muy pocas y todas teníamos trabajo en oficinas o talleres. Había que sacrificar las escasas horas libres para dar forma a nuestro pensamiento... con una cuota de dos pesetas.
»Muchas de las que vinieron al principio se cansaron pronto, porque vieron que no había tennis, ni flirteo, ni discusiones estúpidas. Hicieron bien dejándonos.
»Hoy las cosas han cambiado mucho. Tenemos cerca de dos mil socias y un local donde nos reunimos para dar clases, charlar, atender a nuestras particulares organizaciones, etc. Pero, además, hemos solicitado de la Generalidad que nos conceda la planta baja de uno de los magníficos hoteles que se construyeron en la Plaza de España para la Exposición. Es un local espléndido, propio para gimnasio, con numerosas dependencias y una magnífica piscina. Si logramos que nos lo den —y tenemos las mejores impresiones—, habremos dado un salto decisivo.
»A mí me parece que en Madrid sería preciso que un grupo de muchachas de buena voluntad, de tantas chicas simpatiquísimas como hemos tratado estos días, enamoradas de la sierra, que desdeñen un poco los prejuicios absurdos, se reunieran para constituir una Agrupación parecida a la nuestra. Más adelante, y contando con nosotras, estableceríamos un intercambio que por descontado estoy segura que sería de corazón fraternal. Tal vez los primeros pasos serían difíciles, y hasta no faltarían algunas sonrisas burlonas. Pero en ellas estaría el acicate más poderoso...
»De todo esto voy a hablar en el Lyceum Femenino, y en cualquier otro sitio, si tuviera oportunidad y tiempo.
»A mí me trae a Madrid el deseo de dar un recital de mis poesías. Labor modestísima de una muchacha muy catalana que hace poesía en un castellano que creo hondo y sentido. Pero esto no lo diga. Podría sonar a jactancia, y nada más lejos de ello. Lo que quisiera demostrar es que se puede hacer compatible el trabajo, la afición a la poesía y el atletismo. Todo en una feminidad que me enorgullece. Y lo que hago yo, es natural que muy mejorado, podrá hacerlo otra cualquiera. ¿No lo cree? ¿Irá a la conferencia?
Ana María, en efecto, había planificado a la perfección el viaje. Su conferencia en el Lyceum Club Femenino, la institución fundada en 1926 por María de Maeztu, produjo gran revuelo entre su auditorio, compuesto en su mayoría por señoras que aún entendían la «liberación femenina» como una bula que el marido concedía a su esposa para tomar el té y jugar a los naipes con sus amigas. A la mañana siguiente, el 30 de octubre de 1931, toda la prensa madrileña glosará profusamente la intervención de nuestra autora, a la que se describe como «una muchacha en plena floración de juventud, graciosa, bella, simpática sin afectación, que sabe trabajar y que del propio esfuerzo laborioso ha de vivir»39. Y el diario ABC le dedicará íntegramente su portada, haciéndose eco de la «brillante conferencia» de quien «encarna en la vida una hermosa alianza: la de las letras y el deporte». El cronista de Ahora, Ángel Díez de la Heras, reprodujo algunos pasajes de la conferencia:
El “Club Femení i d’Esports” no es uno de esos clubes femeninos donde las señoras se reúnen a hablar mal de las amigas y a analizar la licenciosa vida de los maridos o la conducta insufrible de las criadas, ni es uno de esos clubes deportivos donde van las muchachas a jugar al tenis con Pablito y con Pedrito, o a meterse en una canoa con un precioso traje de marinero de la escuadra inglesa, y a flirtear y a bailar, y a beber cocktails.
»El “Club Femení i d’Esports” es una organización esencialmente democrática a la que pertenecen las obreras y las empleadas con el mismo título que las estudiantes y las que ejercen profesiones liberales, sin jerarquías ni distinción de clases sociales. Una organización donde se proporciona a las muchachas de Barcelona los medios de practicar alegremente los deportes y la cultura física. Una organización abierta al mismo tiempo a todas las inquietudes culturales y políticas, donde se forja el espíritu moderno de la mujer catalana, dentro de un cuerpo que se trata de hacer sano y fuerte. [...]
»A nosotras nos preocupa la muchacha de clase media y la chica obrera: encerrada la primera ocho o diez horas en la oficina; la segunda, prisionera de la fábrica o el taller, en una atmósfera malsana, obligada a un trabajo duro y agotador; estas muchachas que trabajan, que producen y que arriesgan su salud, sin posibilidad de restaurar sus energías, de divertirse con algo que efectivamente las distraiga y al mismo tiempo les reporte un beneficio espiritual. De estas mujeres no se había preocupado nadie en Barcelona, y mucho me temo que en España tampoco.
»Y he aquí, pues, que unas cuantas muchachas animadas de una voluntad y un tesón sin límites, resolvimos crear con nuestro solo esfuerzo, animadas de un verdadero espíritu de comprensión y de compañerismo, esta entidad. Estipulamos la cuota mensual de una peseta. El primer mes recogimos la importantísima cantidad de dieciocho pesetas. Ya era algo.
»Por supuesto, el “Club Femení i d’Esports” fue el centro de burlas y supuestas donosuras por parte de los sectores más contrarios al progreso, que hicieron dificilísima la labor inicial. Algunas de las que emprendieron el camino se cansaron, vencidas por los escollos que surgían a nuestro paso. Otras, en cambio, resistimos. Hoy el Club, en su tercer año de vida, cuenta con mil setecientas socias y tiene local social, biblioteca bastante nutrida, gimnasio, campo de deportes junto a las montañas del Tibidabo y una playa, exclusivamente para nosotras, a veinte minutos de la ciudad.
»¡Si supierais cuántas anormalidades, cuántas naturalezas enclenques, cuántas constituciones débiles hemos salvado! Una mujer médico cuida de la revisión de las fichas para que cada socia practique la cultura física que le conviene. Seguidamente se duchan. ¡Si supierais qué regalo y qué delicia significa para la mayoría de ellas, que viven en casitas pobres, en viviendas míseras, éste del agua!
»Nos interesa la política; nos preocupa toda la cuestión social. Somos leales a la República y aspiramos a la disolución de las clases, del mismo modo que aspiramos a que en nuestro Club no haya jerarquías, sólo compañeras de verdad. Nos interesan también la literatura y el arte en todas sus manifestaciones, y nos preocupa construir un futuro mejor.
Tras la conferencia, Ana María leyó poemas de «un libro en preparación» (a buen seguro Inquietud, que entregaría a la imprenta al año siguiente), acogidos con una ovación cerrada. De regreso a Barcelona, en una entrevista publicada en La Rambla 40, nuestra autora reconocerá paladinamente la generosidad del público y la prensa madrileños:
Le confieso sinceramente que no esperaba una acogida tan favorable, sobre todo por parte de la prensa, y más concretamente de la prensa de derechas, que no acostumbra a ser nunca demasiado amable con Cataluña, ni le interesa por tanto todo aquello que a ella haga referencia. No obstante, esta vez, y ante mi estupefacción, no ha sido así. Se ocuparon de mi actuación en la tribuna con mucho interés y tuvieron —esto fue lo que más me satisfizo— palabras muy cordiales para nuestra tierra. Ahora estoy muy contenta, porque después de aquella charla —yo no doy conferencias, y el título pomposo de conferenciante no me corresponde ni me agrada una pizca— muchas señoras vienen a exponerme sus proyectos en relación con nuestro Club Femení. Parece que, al exponerles nuestra actividad desde el principio de la fundación del Club, esta actividad nuestra, esencialmente democrática, apolítica y cultural en todos los aspectos, les interesó hasta el punto de que un grupo de ellas, el más identificado con nuestra labor, con un estimable afán de cordialidad, simpatía y comprensión hacia Cataluña, ha querido —y ya está trabajando actualmente— crear una entidad parecida a la nuestra, que llevará también el nombre de «Club Femení i d’Esports» de Madrid, pero haciendo constar que está absolutamente identificado con nosotros y adherido a nuestro Club Femení41. Estoy bastante satisfecha de todo esto. Puede ser la primera vez que unas mujeres de Madrid sienten el deseo de unirse, para una obra cultural, con las mujeres de Cataluña. Hermandad, concordia, comprensión: ¡no querría otra cosa! ¡Quién sabe si seremos las mujeres las que lo conseguimos!
Pero el mayor logro de esta aventura madrileña fue su incorporación a la nómina de colaboradores de Crónica, la revista gráfica más importante del momento (en reñida competencia con Estampa), donde mantendría una muy fructífera colaboración durante años. Sin duda, serán las piezas que Ana María Martínez Sagi publique en Crónica las más notables de toda su obra periodística, las más palpitantes de dinamismo e inquietud social. En ellas, entrevista lo mismo a las empleadas de la industria textil que a las mujeres que, aún tímidamente, acceden a puestos de responsabilidad política o disfrutan de sus primeros éxitos literarios. No se recata, por supuesto, nuestra autora de pregonar su fe republicana; pero, en general, son colaboraciones de tono más amable que las que por aquellas mismas fechas publicaba en catalán en el semanario La Rambla. Por supuesto, en su empeño de promoción de la mujer, Ana María no se sustrae al debate político que, a medida que se aproximaban las elecciones de noviembre de 1933, se imponía entre la sociedad española, sobre la conveniencia o inconveniencia de que las mujeres acudieran a las urnas42. Y, junto a este periodismo atento al «momento crucial», no faltan otras piezas más escoradas hacia los temas de interés humano. Así, no tiene empacho en compartir durante una jornada entera la ajetreada labor de las peluqueras, siempre expuestas a las veleidades de su clientela histérica; ni en actuar de cronista en el concurso de belleza que anualmente celebran las modistillas de Barcelona; ni en describirnos con un naturalismo hiriente las desgracias y miserias de los mendigos que, a falta de otro techo menos precario, pernoctan en el interior de las calderas de los barcos, corroídas de óxido y arrumbadas en los malecones del puerto de Barcelona. Tampoco faltan las secciones de consejos de cultura física para guardar la línea, las interviús a las estrellas de la farándula y el cinematógrafo y los apuntes costumbristas, sobre las floristas de la Rambla o los flirts entre criadas y quintos, donde el estilo accesible y sintético de Ana María Martínez Sagi se mejora con esa calidez del escritor que se hermana con sus criaturas. Incluso probará a publicar algún cuento, como el folletinesco «La dama en gris» (en el que aborda el anhelo de maternidad, una de las obsesiones más recurrentes de su obra) o el ácido «Amor» (en el que lanza sus dardos contra el matrimonio).
Donde viven las almas
Entretanto, Ana María está viviendo el que seguramente sea el episodio cenital de su existencia. Ha logrado al fin conocer a Elisabeth Mulder, la autora de aquella reseña encomiástica dedicada a su libro Caminos 43; y enseguida surgirá entre ambas una relación íntima, que para Elisabeth Mulder seguramente no significó lo mismo que para nuestra autora. Hacia 1930, Mulder es una poeta consagrada y colaboradora asidua en la revista El Hogar y la Moda y en el diario vespertino La Noche. Acaba de enviudar a una edad muy temprana, con apenas veintiséis años, tras un matrimonio problemático que había provocado ciertas interferencias con su vocación literaria44; y era madre de un niño de siete años con el que, según sabemos por la prensa de la época, hizo diversos viajes por Europa. Ana María Martínez Sagi lee entonces con avidez los poemas de Elisabeth Mulder, que van a ejercer una notoria (aunque no siempre benéfica) influencia sobre los que ella por entonces estaba escribiendo, de tono muy distinto a los que incluyó en su primer libro. En marzo de 1931, aparece en el «Suplemento Femenino» de Las Noticias un poema de Martínez Sagi titulado «Desaliento», dedicado a Mulder, «con mi gratitud por su generosa comprensión», en el que son fácilmente reconocibles los estilemas de la poesía mulderiana; y otro, titulado «El encuentro», en el que es posible adivinar ciertos trazos tomentosos alusivos a la relación que se había entablado entre ambas: «Me encontré frente a ti. Me miraste. / Pude yo aún balbucir una frase banal. / Fue tu sonrisa lívida… Más tarde te alejaste. / Después nada… La Vida… Todo ha seguido igual…»45. Nunca sabremos el grado de compromiso e intensidad que Elisabeth Mulder puso en esta relación; por testimonios de la propia Martínez Sagi, sabemos en cambio que nuestra autora se enamoró rendidamente de la autora de Sinfonía en rojo, que desde entonces se convertiría en su maestra literaria y en su musa recurrente tanto de los poemas de su siguiente libro, Inquietud, como de muchos que escribirá durante el exilio, muy especialmente los contenidos en Amor perdido (fechados entre 1933 y 1968 e incluidos en su libro Laberinto de presencias) y en el libro inédito La voz sola, del que ofrecemos en este volumen una amplia antología. En todos estos poemas son constantes las referencias a unas vacaciones que ambas autoras pasaron juntas en Alcudia (Mallorca) durante la Pascua de 1932 y que tal vez fueron la culminación de su problemático e intenso idilio, también el embrión o detonante de una posterior ruptura. De la viva huella que aquellos días dejaron en la memoria de Ana María Martínez Sagi rinde también testimonio un largo texto todavía inédito, de tono muy lírico y exaltado, que nuestra autora escribió por entonces, a mitad de camino entre el diario y la ensoñación, y que nunca se atrevería a publicar en vida, ni siquiera a mecanografiar. En él se alternan prosas intimistas y esbozos de poemas (algunos de los cuales Ana María reelaboraría mucho tiempo después) en donde, a veces de forma sublimada, a veces arrebatadamente carnal, se recrean aquellas jornadas irrepetibles. No podemos asegurar con certeza si la recreación que Ana María ofrece de aquel episodio se atiene a la realidad (de hecho, las escenas «mediterráneas» se entremezclan con otras de ambiente alpino, inspiradas en otro viaje que nuestra autora hizo con Mulder y con su hijo a Suiza); podemos, en cambio, afirmar que, más de sesenta años después, nuestra autora seguía recordándolo como el acontecimiento nuclear de su vida, cuya fuerza irradiadora alumbraba sin cesar su memoria, después de haber nutrido su inspiración.
Indudablemente, Elisabeth Mulder nunca quiso que aquella relación trascendiese; y es probable que el rendido amor de Ana María le resultase pronto enojoso. Aunque escribió en un par de ocasiones sobre los libros de nuestra autora46 y le dedicó un poema muy curioso y penetrante47, Elisabeth Mulder no permitió —temerosa, tal vez, de que sus alabanzas fuesen excesivas, o demasiado reveladoras— que su amiga la entrevistase o escribiese sobre su obra en ninguna de las publicaciones que por aquellas fechas acogían regularmente su firma48. Decimos que no lo permitió porque nos cuesta creer que Ana María no intentase en más de una ocasión escribir sobre Mulder, habiéndose mostrado siempre tan generosa con otras autoras amigas (Maria Teresa Vernet, Sara Insúa o Regina Opisso, por ejemplo). Por lo demás, Elisabeth Mulder fue muy generosa con ella: la recomendó en las revistas Brisas y Lecturas, donde colaboraba asiduamente49; y convenció al director de La Noche para que incluyese una «Página de la Mujer» coordinada por Ana María Martínez Sagi, cuya existencia, lamentablemente, no se prolongaría más allá de tres meses50. Sospechamos que a Elisabeth Mulder le resultaba algo embarazosa la veneración que Ana María le tributaba, tal vez porque nunca llegase a estar enamorada de ella, tal vez porque temiese que la excesiva sinceridad de su discípula y amante pudiese traslucirse fatalmente en su escritura. No debemos olvidar que una relación de naturaleza lésbica era en aquellos años algo que, de haber trascendido, habría causado un fenomenal escándalo, sobre todo en los círculos selectos en los que Mulder se desenvolvía. Pero tal vez los esfuerzos de discreción de Elisabeth Mulder no fuesen del todo eficaces: en 1933, por ejemplo, la siempre cáustica Rosa Maria Arquimbau (que, como la propia Ana María, colaboraba regularmente en La Rambla) publicó una novela corta, titulada Al marge, en donde aparecía, como personaje secundario, una escritora burguesa, muy elegante y distinguida, que mantiene una relación clandestina con una periodista lesbiana y algo hombruna51. De mis muchas conversaciones con una anciana Ana María Martínez Sagi, a finales de los años noventa, deduje que Elisabeth Mulder siempre se empeñó en que su relación se mantuviese en la clandestinidad. O tal vez le preocupase que para Ana María aquella relación fuese algo más —mucho más, en realidad— que un mero devaneo.
Es probable, pues, que la publicación de Inquietud, el segundo libro de Ana María Martínez Sagi, preocupase a su amiga, por contener poemas en exceso reveladores. Publicado en 1932, con ilustraciones de Miquel Farré (el pintor con el que nuestra autora había mantenido un leve flirteo, allá en la adolescencia), Inquietud se inicia, a modo de prólogo, con el citado «Retrato de Ana María Martínez Sagi» de Elisabeth Mulder, que, sin duda alguna, contiene alusiones en clave que sólo las dos autoras pueden entender plenamente:
«Pequeña Ana María, clara y gentil…».
¡Ah, sí, pequeña Ana María, tú eres todo en abril!
Primavera está en ti con arraigo profundo,
como está en una flor la síntesis del mundo.
Tu alígera sandalia deja sonora huella,
y tu juventud es una rima más, rotunda y bella.
El retrato poético de Elisabeth Mulder abunda en revelaciones sobre el carácter de Ana María («Tu alma —lava impalpable— se derrama / por las vertientes de la vida. / Te has hecho toda llama, / ¡oh lámpara votiva! / Te has hecho toda llama… / Acaso, te has hecho toda herida») que nos ayudan a entender mejor los poemas de Inquietud, muchos de ellos de tono presagioso. En alguno de ellos, nuestra poeta invoca la presencia de un niño fantasmal («Pequeño vellón de lana, / ¿no irá el viento a arrebatármelo?»), un tema recurrente en su obra que revela la lectura de los primeros poemarios de la chilena Gabriela Mistral (a la que seguramente habría conocido en la Residencia de Señoritas del Palacio de Pedralbes). Pero si alguna influencia sobrevuela obsesivamente Inquietud, hasta casi vampirizar la voz personal de la autora, es la de Elisabeth Mulder, a quien Ana María dedica un interesantísimo y dilucidador retrato que se inicia así:
Mujer-esfinge,
misteriosa, enigmática, compleja.
Abismo de inquietud, sima profunda,
captadora de estrellas.
Y que incluye algunas precisiones que a la dedicataria, sin duda, debieron resultar en exceso comprometedoras («¡Qué mano audaz sosegará el tropel / de tus horas fantásticas e inquietas! // ¡Y qué agua prodigiosa hará el milagro / de colmarte la boca de sedienta!»). Además, algunos de los poemas incluidos en Inquietud semejan variaciones de los que Elisabeth Mulder había publicado tres años atrás en Sinfonía en rojo. En «Lamentación», por ejemplo, Ana María, abismada en «una aguda tristeza» que se le sube a los ojos y «en un largo silencio que me duele / como una llaga viva», ansía «ser árbol, / ser piedra» y «vivir años y siglos, quieta, quieta, / ignorada y perdida, / en un sueño piadoso que me haga / olvidar de mí misma». Un desiderátum que también reclamaba Elisabeth Mulder en «Lasitud», uno de los poemas de Sinfonía en rojo: «Y me siento cansada intensamente; y me hundo / en un sueño que no es un sueño de este mundo, / así es de dominante y de duro y de amargo: / me abismo en la inconsciencia de un extraño letargo. / Mis párpados se cierran. Como una losa fría / cubre el sueño profundo mi existencia sombría». En la misma «Lamentación», hacia el final, Ana María Martínez Sagi implora a la Serenidad que escuche su «voz hecha de angustia y amargura» y la estreche entre sus brazos, para dejarle «el alma limpia de inquietudes, / como una Primavera florecida». Súplica que se corresponde con la que antes había formulado Elisabeth Mulder en Sinfonía en rojo, donde pide a la Serenidad que borre «las huellas / de las caricias tristes / que sobre mi alma pesan / como un fárrago negro / de liturgias violentas» y que acoja bajo sus alas «este corazón mío ensombrecido / y ciego de inquietud y de inconsciencia».
Un análisis sinóptico de ambos libros nos depararía un prolijo saldo de paralelismos, glosas, homenajes y otros débitos que delatan la rendida admiración, casi dependencia, que Ana María Martínez Sagi tributaba por entonces a Elisabeth Mulder. Basten, a modo de ilustración o ejemplo, unos versos extraídos de sendas plegarias al Dolor con que ambas autoras saludan al inquilino más frecuente de su alma. Escribe Ana María Martínez Sagi en «Canto al Dolor», la composición que clausura Inquietud: «Dolor: yo te bendigo porque me haces fuerte. / Dolor: yo te bendigo porque me haces buena. / Una extraña atracción me ha llevado a quererte / y a adorar el martirio de tu dura cadena». Bendición muy semejante a la que hallamos en la «Acción de gracias» que Elisabeth Mulder incluye en Sinfonía en rojo: «Gracias, gracias, Dolor; me has hecho fuerte / con la hiel y el acíbar que me han dado; / por ti he desafiado / al amor, a la vida y a la muerte». La presencia de Elisabeth Mulder en Inquietud no es tan sólo, sin embargo, una resonancia literaria más que notoria. Aquella mujer «altiva y torturada, sensitiva y bella» es también la destinataria de los anhelos amorosos de Ana María Martínez Sagi, aunque nunca se mencione su nombre52: «Todo el amor oculto que latía en mi alma, / todo el cariño inmenso que nadie ha adivinado, / se ha mostrado a tus ojos convertido en torrente / que ha venido, impetuoso, a morir en tus brazos». Y tal es el ímpetu de ese amor oculto que, por primera vez, la poesía de Ana María Martínez Sagi se aviene a cantar el amor carnal que había repudiado en Caminos, por estar hecho de barro. Así, por ejemplo, escribe en «La cita»: «Yo vendría hacia ti, desnuda como el día, / maravillosa y blanca como una aurora. / En las pupilas grises, la fiebre brillaría. / En los labios audaces, la sed devoradora». También encontramos en el libro algunas composiciones en las que esa sed devoradora se tropieza con el rechazo, o siquiera con la ambigua tibieza, de la persona amada: «La inquietud es entonces / mi sola compañera, / y una fuerza misteriosa me tortura, / me rinde, me aniquila, me doblega, / y es cuando sufro, y grito, y lloro, y rujo, / y soy salvaje lo mismo que una fiera». Y en el poema titulado «Mi derrota», Ana María lanza un lamento desgarrador: «¡Entre tus manos pálidas mi vida quedó rota!». Inquietud, en fin, incorpora, como remansos entre tanto dolor, poemas de un impresionismo descriptivo, donde la autora proyecta sobre el paisaje sus estados de ánimo, casi siempre declinantes, en un procedimiento que luego repetirá en muchas composiciones escritas durante su largo exilio. Si en Caminos se vislumbraba a una muchacha cuyo conocimiento trágico del amor era puramente intuitivo o ideal, en Inquietud se nos ofrece la autopsia de un corazón malherido que ha perdido la esperanza de la sanación. Se ha producido un cambio traumático en la voz poética de Ana María Martínez Sagi, que ha perdido el misticismo y la musicalidad de antaño para tornarse más desesperada y acuciante, más áspera y lastimera, en homenaje a su amada maestra53.
Del Fútbol Club Barcelona al frente de Aragón
Para explicarme su ruptura con Elisabeth Mulder, Ana María Martínez Sagi me contó en su día que doña Consuelo, su madre, enterada de que habían viajado juntas a Mallorca, exigió a la autora de Sinfonía en rojo que se alejase de su hija, amenazándola con arrojar sobre ella la sombra del escándalo. Elisabeth Mulder, según esta versión, se habría amedrentado ante las acusaciones de doña Consuelo, que en caso de ser propagadas no sólo la habrían condenado al ostracismo social, sino que además habrían extendido el baldón sobre su único hijo. Ana María habría recibido entonces una carta de caligrafía trémula que apenas recordaba la caligrafía de trazo diáfano de Elisabeth Mulder, donde su amada le exponía las extorsiones que doña Consuelo había planeado en caso de que se negara a liquidar la relación. Y se resignó a la ruptura, convencida de que Elisabeth Mulder no había actuado movida por otras razones54. Desde entonces, dedicaría sus sueños y sus vigilias a recrear aquel idilio imposible, con una obstinación y un ensimismamiento que alimentarían sus poemas más inspirados.
A la ruptura con Elisabeth Mulder se sucederían otras desgracias personales que cambiarían por completo la existencia de nuestra autora. En enero de 1930 había muerto repentinamente su padre, José Martínez Tatxé, víctima de una angina de pecho que abrevió los padecimientos físicos y espirituales que venía sufriendo desde hacía algunos años. Los ahorros de la familia se habían esfumado, entretanto, con la quiebra de la banca catalana, y sus negocios textiles se encaminaban irremisiblemente hacia la suspensión de pagos. Además, su hermana María Josefa había abandonado el hogar familiar, tras casarse con el diplomático colombiano Jorge Arturo Muñoz Currea; y su hermano Armando se embarcaría pronto, sin previo aviso, rumbo al Uruguay, para librarse del servicio militar y también de un matrimonio desdichado. Ana María resuelve entonces, para asegurarse un sueldo que le permita abandonar el domicilio familiar, presentarse a unas oposiciones convocadas por el Ayuntamiento de Barcelona, obteniendo una plaza de secretaria o «escribiente mecanógrafa»55. A través del expediente que se custodia en el Archivo Municipal de la Ciudad Condal podemos seguir las vicisitudes de su modesta carrera administrativa: el 2 de julio de 1932 presenta su solicitud como aspirante al puesto; un par de días después, obtiene un certificado de «buena conducta y antecedentes inmejorables»; el 30 de diciembre de 1932 es nombrada «escribiente mecanógrafa»; el 10 de enero de 1933 toma posesión del cargo, asignándosele un puesto en el departamento de Intervención; el 28 de junio del mismo año se requieren sus servicios en el Palacio de Pedralbes para ayudar a su conservador a inventariar los bienes del Museo de Artes Decorativas y de la Residencia de Señoritas Estudiantes; y en 1935 se incorpora a la plantilla de la «Gaseta Municipal». También sabemos, gracias a este expediente, que tras abandonar el domicilio familiar, Ana María se instala en un piso más modesto de la calle Cabanes. Aunque había imaginado que su trabajo de secretaria le dejaría tiempo de sobra para proseguir sus labores literarias, lo cierto es que su producción decrecerá notoriamente en los años siguientes, no sabemos si por exigencias de su puesto municipal o por pérdida de ilusiones: no volverá a publicar ningún libro de versos en estos años, sus poemas dejan de aparecer en el «Suplemento Femenino» de Las Noticias y sus colaboraciones periodísticas, tanto en catalán como en castellano, decrecen notablemente, a la vez que se hacen más esporádicas y rutinarias (y casi siempre de asunto deportivo).
Son años en los que también decrece su actividad pública. En julio de 1933 renuncia a sus cargos en el Club Femení i d’Esports, harta de tropezarse con impedimentos y zancadillas por parte de otras socias que pretendían un cambio en la orientación de la ya declinante institución56. En los artículos que publica en estos años, Ana María hará mucho hincapié en la falta de compañerismo que reina en los ambientes femeninos; e incluso llegará a lanzar una diatriba contra el Club Femení i d’Esports57, inmerso para entonces en una penosa decadencia que, a su juicio, era hija del abandono, la indisciplina y el mal comportamiento de algunas señoritas «que se llamaban deportistas y que, una vez llegadas al estadio, olvidaban los más elementales deberes de la educación». Tal vez para compensarla de tantas decepciones, Josep Sunyol i Garriga la incorpora en agosto de 1934 a la Junta Directiva del Fútbol Club Barcelona, convirtiéndose así en la primera mujer que accedía a esta responsabilidad en un equipo de fútbol, no sólo en España, sino en todo el mundo. La prensa, tanto en Barcelona como en Madrid, se hizo eco profusamente del acontecimiento, aunque tal vez fuera la revista Crónica58 la que ofreció una información más exhaustiva, firmada por Braulio Solsona59: «Ana María Martínez Sagi —leemos allí—, que no sólo es una deportista notabilísima, sino una escritora que goza de gran crédito, aportará al cargo para el que ha sido designada una capacidad evidente, un admirable sentido práctico y una visión certera de los asuntos sociales y deportivos». Sunyol —añade Solsona—, «que conoce perfectamente las dotes que adornan a su inteligente colaboradora», la ha incorporado a la Junta Directiva «por sorpresa», «sin decirle nada»; y el primer impulso de Ana María había sido «negarse a aceptar». «Pero entendiendo —concluye el cronista— que la mujer no debe quedar al margen de las actividades sociales, de las inquietudes ciudadanas, se decidió a aceptar […] con el propósito de cumplir con su deber lo mejor posible, de trabajar, de corresponder a la confianza que en ella se ha depositado… Y con el ánimo de salir airosa de la dura prueba, para que se borre ese prejuicio que coloca a la mujer en un lugar de subordinación. Desde su nuevo cargo quiere trabajar por el mejoramiento físico y moral de la mujer. Establecer clases de gimnasia para las mujeres. Preparar a conciencia a las niñas que quieran cultivar el deporte, protegiéndolas del peligro de actuar sin control. Organizar cursillos, conferencias, excursiones; hacer una labor cultural eficaz en todos los momentos...».
Desgraciadamente, el ambiente de virilidad cejijunta que rodeaba el fútbol no le dejó desarrollar sus proyectos. A la postre, el rechazo de los socios la obligaría a presentar su dimisión un año después, cuando ya en el aire se atisbaban las inminencias de la pólvora. Más o menos por aquellas fechas, Ana María asiste a una conferencia pronunciada por el anarquista Buenaventura Durruti en el Palacio de Pedralbes; el verbo áspero e incendiario del orador la cautiva y despierta su curiosidad por el comunismo libertario. Tal vez por ello, en julio de 1936, una vez sofocada la sublevación acaudillada por el general Goded, decide incorporarse a las columnas de milicias antifascistas que en aquellos días se organizan, con destino al frente de Aragón. Consigue de su cuñado Muñoz Currea, a la sazón canciller y secretario del consulado de Colombia en Barcelona, un carné de corresponsal de El Tiempo de Bogotá 60; y el 30 de julio de 1936 solicita permiso en el Ayuntamiento para abandonar su puesto e incorporarse como reportera a las columnas, que le es concedido de inmediato.
Primeramente llegará hasta Sariñena, en la comarca de Los Monegros, acompañando a la columna del P.O.U.M., para incorporarse más tarde —tras un brevísimo retorno a Barcelona— a las columnas de milicianos anarquistas instaladas en Caspe. En estas primeras semanas de la guerra, Ana María publicará sus crónicas, muy vibrantes y llenas de originalidad (aunque, desde luego, desaforadamente parciales y, en algún caso, no exentas de algunos ribetes de ensañamiento61) en el diario vespertino La Noche, que durante años —mientras había mantenido posiciones próximas al Partido Radical de Lerroux— había sido la tribuna predilecta de su amada Elisabeth Mulder y que para entonces había sido incautado por la Confederación Nacional del Trabajo. Así ocurrirá hasta que, a finales de agosto de 1936, realizando su acostumbrada labor informativa en el frente, Ana María es alcanzada por los cascos de una granada, que le producen «heridas de relativa importancia» en ambas piernas que aconsejan su evacuación a Barcelona, donde rápidamente se recupera. El 7 de septiembre se publica una sabrosísima entrevista en La Noche, en la que una Ana María ya recuperada y ataviada como miliciana —con «mono color café, correaje de general y una pistola de juguete»— responde el entrevistador con toda profusión de detalles, dictados por el entusiasmo. Ana María está por entonces —o así lo parece— convencida de la victoria de la República y muy orgullosa de su oficio de reportera:
—¿Qué impresión te produjo entrar en combate al lado de las fuerzas leales?
—Una impresión inolvidable. Una cosa muy distinta es oír un tiroteo en la calle, estando una bajo techo, o escucharlo en mitad de un campo desierto, sin poder resguardarte, y sabiendo con certeza que las balas vienen en dirección tuya. Cuando oí el primer obús, me quedé paralizada. El segundo, lo vi estallar a pocos metros; pero yo estaba ya pegada a la tierra, adherida a los terrenos y a los rastrojos, con todas mis fuerzas. En dos horas me levanté para volver a tirarme rápidamente al suelo lo menos ochenta veces. Nunca había andado a gatas tanto trecho seguido. La sed me tenía exhausta. Sudaba a chorros. Como colofón, en el día de mi «debut», no quiso dejar tampoco la aviación enemiga de cooperar con el espectáculo. Nos envió unas cuantas bombas, pero yo me metí entre unas gavillas de trigo, y a pesar de que con las explosiones me caía encima una lluvia de piedras, no asomé la cabeza hasta que los aparatos no estuvieron por lo menos en Zaragoza. En fin: que fueron unas horitas deliciosas y entretenidas. El comandante Ortiz me decía luego, burlón: «¿No querías emociones violentas y aventuras sensacionales? Pues ahí las tienes. Supongo que el programa no te habrá defraudado». Al día siguiente, nuestras fuerzas tomaron cumplida revancha. Las baterías no cesaron de disparar y el bombardeo de nuestra aviación sembró el pánico entre las huestes enemigas. ¡Cómo me parecía entonces divertido observar por el telémetro los efectos de nuestras granadas rompedoras y de las bombas incendiarias!
Cuando le preguntan si piensa escribir algún «libro-reportaje de la lucha por tierras aragonesas», Ana María responderá de manera un tanto críptica: «Lo desearía, pero no tengo tiempo. En colaboración tal vez podría escribirlo. Yo tenía elegido un nombre: el de una escritora de gran inteligencia, cultura y sensibilidad y de auténtico espíritu republicano, pero he fracasado en mis gestiones»62. Y asegura que, tras reponerse de sus heridas, está dispuesta a volver al frente e incorporarse otra vez como reportera en apenas un par de días. Pero, extrañamente, en La Noche no volvió a aparecer ninguna crónica o reportaje suyo.
¿Qué es lo que le sucedió a Ana María en su regreso al frente de Aragón? Porque sabemos, en efecto, que tal regreso se produjo. En una crónica aparecida el 23 de septiembre en el diario anarquista Solidaridad Obrera, el corresponsal de guerra Baltasar Miró63 narra su llegada a Lécera (Zaragoza), «un pueblo triste, de casas parduscas y estrechas, melancólicas ahora bajo el ruido monótono de la lluvia», y, tras preguntar a los guardias civiles dónde se halla el Comité de Guerra, lo envían a una pequeña habitación en la que «unos hombres jóvenes, sentados alrededor de una mesa campesina, fuman incansablemente», mientras en un ángulo, sobre una pequeña cama, «está tendida una muchacha bajita que viste pantalones largos y habla acompañando sus palabras con gestos enérgicos, seguros. Es la periodista barcelonesa Ana María Martínez Sagi». ¿Por qué las crónicas de nuestra autora no volvieron a aparecer en La Noche? No nos extrañaría que fuese por extrañas desconfianzas del mando64, o por razones de censura política, o bien porque sus osadías y altiveces hubiesen provocado su preterición. Hemos rebuscado incansablemente otras publicaciones barcelonesas, pero no hemos conseguido encontrar la firma de Ana María en ninguna durante estos meses. Sabemos, en cambio, que a principios de octubre65 tuvo la desgracia de sufrir, mientras recorría el frente, un accidente automovilístico que le produjo una fractura de clavícula y la obligó a trasladarse nuevamente a Barcelona, donde fue hospitalizada. Y en Barcelona se halla todavía el 6 de enero de 1937, fecha en la que solicita su inscripción en la Agrupación Profesional de Periodistas de la U. G. T.66, apenas unos pocos días antes de que su firma se consolide en Nuevo Aragón, el diario anarquista «portavoz del Consejo Regional de Defensa», que estrena su andadura el 20 de enero de 1937 y que desaparecerá el 11 de agosto del mismo año, con la disolución por orden gubernativa del Consejo. Nuevo Aragón se imprimía en Caspe, a la sazón capital del Aragón republicano, bajo control de los anarquistas, que consiguieron imponer (tras una dura represión) un régimen de colectividades y actuar con una independencia que siempre fue contemplada con irritación por el Gobierno republicano. En sus artículos de Nuevo Aragón comienza nuestra autora a firmar «Ana María Sagi», extirpándose el «Martínez» paterno; decisión por completo sorprendente, si consideramos que siempre se había sentido más vinculada a su padre (y que seguía tributando aversión a su madre, con la que nunca se reconcilió). Pero tal vez Ana María pensase que así su firma se impondría mejor y resultaría más eufónica y fácilmente reconocible para sus lectores. Resulta evidente a todas luces que su posición en Nuevo Aragón era privilegiada: alardea de su amistad con Joaquín Ascaso, presidente del Consejo; asume con frecuencia un consciente protagonismo (como, por ejemplo, cuando se encarga de entrevistar al presidente Companys en su visita a Caspe); no se recata de lanzar agrios reproches a las poblaciones de la retaguardia, poco comprometidas con los esfuerzos del frente; y, en general, se permite en su labor informativa movimientos y actitudes que estaban vedados a la mayoría de los corresponsales de guerra. Las aportaciones de Ana María Sagi a Nuevo Aragón son muy variadas, desde la crónica de guerra dictada al teléfono al poema elegíaco; y destaca, sobre todo, en su periodismo atento al «factor humano» (aunque, desde luego, no falten tampoco las piezas más crudamente propagandísticas).
Cuando el Consejo de Aragón sea disuelto, en agosto de 1937, y las tropas de Líster se impongan en el territorio, Ana María desaparecerá misteriosamente sin dejar ni rastro. No hemos podido encontrar su firma en ninguna otra publicación a partir de este momento. Imaginamos que, como casi todos los anarquistas que no fueron detenidos y encarcelados, volvería a Barcelona, mohína y escarmentada, con muy pocas ganas de hacerse notar. Tampoco nos atrevemos a descartar que aprovechase las influencias de su cuñado diplomático (que había mandado a su mujer e hijos a Toulouse, ahorrándoles las penurias de la guerra) para escapar a Francia, como hicieron por entonces otros libertarios, temerosos de las represalias comunistas67. En las conversaciones que mantuve con una Ana María anciana, su testimonio siempre fue invariable: había cruzado la frontera por Cerbère el 29 de enero de 1939, coincidiendo con la entrada de las tropas del general Yagüe en Barcelona; y recordaba vívidamente hasta los detalles más nimios de aquella terrible desbandada republicana a través de la frontera, primero al volante de un viejo automóvil atestado al que se le acabó partiendo el eje, después a pie, bajo una tormenta de nieve, hasta alcanzar territorio francés, donde fue socorrida por unos cuáqueros a las afueras de Perpiñán. Según esta versión, se habría librado, gracias a la intervención de su cuñado diplomático, de los campos de concentración donde la mayoría de los exiliados españoles fueron hacinados; y, finalmente, se habría reunido en Toulouse con su hermana Mari Pepa y con sus sobrinos68. Ya no volvería a pisar el suelo que la vio nacer hasta treinta años después.
Un laberinto de presencias
Si se le hubiese ocurrido hacerlo antes, habría tenido seguramente que afrontar una condena de cárcel. El 7 de julio de 1939, el pleno del Ayuntamiento de Barcelona acuerda su destitución «con pérdida de todos sus derechos y haberes desde el 18 de julio de 1936», por no haberse «reintegrado al servicio municipal después de la liberación de la ciudad sin que haya justificado dicha actitud». Y dos años más tarde, el Juzgado Instructor de Depuración de Funcionarios Municipales ratificaba el acuerdo del Ayuntamiento, tras incoar una investigación sobre la «conducta político-social» de Ana María Martínez Sagi. El informe69 que se remite a este Juzgado desde la Delegación Provincial de Información e Investigación de Falange Española no puede ser más elocuente:
La informada está conceptuada como persona de ideas rojo-separatistas.
Pertenecía a Esquerra Republicana de Cataluña, figurando también entre los elementos de la C. N. T.
El 30 de julio del 36 se alistó voluntariamente en las milicias que partieron hacia el frente de Aragón, donde estuvo en calidad de miliciana, dejando de prestar por dicho motivo y durante bastante tiempo sus funciones en el Ayuntamiento.
En todas sus manifestaciones demostró su adhesión a la causa roja.
Cuando este expediente de depuración concluya, Ana María lleva ya mucho tiempo en Francia. Contamos con muy poca documentación sobre los años de exilio de nuestra autora, por lo que a partir de ahora tendremos que fiarnos de su testimonio. Tras una breve estancia en Toulouse, decide marchar a París cuando su hermana y sus sobrinos vuelven a Barcelona. Allí pasará penurias varias, hasta llegar a dormir en los bancos de los parques; allí asistirá, en junio de 1940, a la derrota ignominiosa de Francia y a la entrada triunfal del ejército alemán. Un edicto de los invasores estipulaba que los refugiados políticos residentes en París fuesen trasladados a provincias para evitar conspiraciones y conciliábulos. A nuestra autora le es adjudicado como destino Chartres, donde conseguirá trabajo como dependienta de una pescadería e ingresará en un grupo de resistentes formado por franceses, polacos y checos. Sobre su participación en la Resistencia francesa hemos hallado este testimonio en una entrevista de Karen Robinson publicada por The Champaign-Urbana News Gazette el 19 de junio de 197770:
En 1941, Ana María se unió al movimiento de la Resistencia francesa contra los nazis. Trabajó como conductora de una ambulancia y también procuró documentación falsa y pasaportes a aquellos que trataban de huir del país.
—Toda mi vida he luchado contra la injusticia, la dictadura, la opresión —me dice—. Así que decidí incorporarme a la Resistencia. Salvé a muchos judíos y a muchos franceses que huían del avance nazi. Siempre fue algo voluntario. Siempre lo hice porque quise hacerlo.
Cuando le pregunté por las condiciones de Francia durante la guerra me respondió:
—No puedes imaginarte el terror reinante. Todos teníamos miedo. Se nos asignaban raciones muy pobres de comida. Nos daban dos rebanadas de pan y un huevo, que debían durarnos toda una semana. El pan era por lo común verde, porque el pan en buenas condiciones lo enviaban a Alemania. Fue una situación terrible que padecieron en especial los ancianos y los niños.
Luego me describió la noche en la que pasó seis horas sobre una cornisa de apenas veinte centímetros de ancha, a seis alturas del nivel del suelo, escondiéndose de la Gestapo.
—La Gestapo venía a arrestarme —me dijo—. Cuando la Gestapo venía por ti era porque tenían tu nombre y sabían lo que habías hecho en su contra. El concierge, que también pertenecía a la Resistencia, tenía un botón especial que podía pulsar y al instante se encendía una pequeña luz roja en mi habitación, alertándome de que algo sucedía. A causa del toque de queda de las ocho de la tarde, nadie tenía permiso para permanecer en las calles tras el anochecer… Estaba todo tan silencioso que podías oír a los soldats y el ruido de sus botazas —me dijo, alzándose para imitar una marcha nazi—. Así que cuando llegó la Gestapo y se encendió la luz roja en mi apartamento supe al instante que no podía escapar, que no tenía tiempo para huir. Al pie de mi balcón había una cornisa, ni siquiera tan ancha como mi pie, que rodeaba el edificio. Aunque sufro de miedo a las alturas, el instinto de supervivencia es más fuerte. Poquito a poco, poquito a poco me deslicé sobre la cornisa, hasta llegar a la fachada norte del edificio, donde pude permanecer hasta que se marcharon. De modo que esperé y esperé. Me recité interiormente mis propios poemas, para mantener ocupada la mente. Aquellos tipos se quedaron en mi apartamento hasta las seis, tal vez las siete de la mañana. Para entonces, mis pobres piernas ya no podían aguantar más. Y finalmente escuche que se marchaban. Estaba tan exhausta y mi apartamento tan alejado que me dije: «Si encuentro la ventana de un baño abierta, me meteré dentro». Cuando me decidí a hacerlo, me topé con un pobre hombre que estaba afeitándose. Le dije: «Por favor, se lo ruego, no haga ruido o me atraparán…». Estuve durante muchas horas en situación de peligro —concluyó.
A mediados de 1942, Ana María obtiene un permiso para regresar a París, donde empieza a ganarse la vida como traductora para revistas cinematográficas, lectora para editoriales y profesora de español, a la vez que sigue colaborando con la Resistencia. Alquila una buhardilla en el barrio de Montparnasse, en plena avenida del Maine, la calle que cruza el cementerio. Allí, ante la tumba de Baudelaire, se encontrará con un viejo amigo de la juventud, César González-Ruano, que por entonces acababa de salir de la prisión militar de Cherche-Midi, donde había cumplido una confusa condena de tres meses. Ana María recordaba con inmenso cariño las reuniones en casa de Ruano, en compañía del escultor Mateo Hernández y el pintor Oscar Domínguez, entre otros. Y Ruano, de regreso a España, la incluye en una copiosa Antología de poetas españoles contemporáneos (1946) que realizó por encargo del editor Gustavo Gili, incorporando varios poemas inéditos de Ana María (que, sin duda, ella misma le procuró), nunca más recopilados en libro. La selección la precede una breve semblanza que nos brinda algún leve vislumbre de una mujer que ya no es aquella muchacha «apretada de soles», musculada y bella, cuyo primer libro de versos Ruano había celebrado en 1930:
Nació en Barcelona. Deportista. Campeona de disco y de natación. Es uno de los más fuertes temperamentos líricos de su generación femenina. En cierto modo, una enteriza y sensible continuadora de las poetisas americanas precursoras. Con quien puede tener más puntos de contacto es con Juana de Ibarbourou. Sus primeros versos, versos calientes y dorados de un Mediterráneo que ella interpreta y conduce por las venas de una poesía directa y sencilla, tienen una clave que responde a su misma vida, angustiada con sus misterios y secretos. Más tarde, un considerable avance hacia la precisión, no abandona nunca un marcado gusto por esa sencillez y ese amor hacia lo directo, hacia lo apasionado. Su poesía, cosa que comprendo perfectamente, se va alejando de lo expresivamente femenino, perdiendo sexo y haciéndose abstracta. Ana María Martínez Sagi durante estos últimos años vivía en París, en mi barrio de Montparnasse. Había luchado mucho con la vida y con los imperios obscuros de su mundo interior.
Y aún tendría que seguir luchando durante muchos años. Tras la liberación de París, Ana María sigue ganándose la vida con eventuales encargos de las editoriales y clases particulares de español. Hacía 1947, con dieciocho francos en el bolsillo, viaja a Cannes, donde empieza a trabajar como pintora callejera en el paseo de La Croisette, rescatando las enseñanzas que había recibido en la Llotja, allá en la adolescencia. Un día tendrá la ocurrencia de empezar a pintar con polvillo de oro fulares, que vende a la propietaria de una tienda de modas del Cap d’Antibes, entre cuyas clientas se cuenta Yvonne Blanche Labrousse, más conocida como la Begún, la mujer del Aga-Khan, que además de adquirirle cientos de pañuelos la contrata como decoradora de su mansión. Con la fortuna que entonces logró reunir, Ana María Martínez Sagi adquirió una casa en Montauroux, en la Provenza, así como terrenos que dedicó al cultivo del espliego y el jazmín para la industria perfumera. Según nos aseguró, aquellos fueron los años más dichosos de su vida; y nunca dejó de añorarlos.
Pero aquellos cultivos florales, que durante algún tiempo le aseguraron unos ingresos que le permitirían viajar por medio mundo, fueron a la postre ruinosos. Hacia 1959, tal vez empujada por aquellos «imperios oscuros de su mundo interior» a los que se refería Ruano, cruzó el océano y viajó por diversos países de Hispanoamérica, hasta asentarse en los Estados Unidos, donde impartió clases en diversas instituciones académicas, especialmente en la Universidad de Urbana (Illinois), primeramente destinada —durante dos años— al departamento de Español, después al de Francés, donde permanecerá hasta 1977. Como las autoridades federales se negaban a concederle un permiso definitivo de residencia, Ana María tenía que solicitar cada curso un visado temporal que renovaba a su extinción, intercalando entre las peticiones estancias de cuatro meses fuera del país, que generalmente aprovechaba para viajar por Europa. En 1963 trató en vano de conseguir un permiso de residencia definitiva en Estados Unidos, para lo que aportó numerosas cartas de recomendación de profesores universitarios, que ponderan sus muchas capacidades, su cultura y generosidad, sus originales métodos de enseñanza y su dedicación a los alumnos; uno de los profesores, incluso, se permite recordar que, por hablar catalán, podría ser muy útil al Gobierno, si de nuevo hubiese que descifrar mensajes escritos en «lenguas poco conocidas», como había ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial. Pero el permiso no le fue concedido y Ana María tuvo que seguir abandonando el país a cada poco. Así, por ejemplo, entre octubre de 1965 y mayo de 1966 estuvo ampliando sus estudios en la Alliance Française de París, lo que le permitió, a su vuelta a Illinois, mejorar en el escalafón académico. Un par de años más tarde, viendo que son muchos los exiliados sin delitos de sangre que, con el aperturismo de la dictadura de Franco, se atreven a regresar a España, solicita un año sabático en la Universidad para «preparar la publicación de sus manuscritos», que le es concedido.
Y es que, durante aquellas tres décadas de exilio, Ana María no había dejado de escribir poesía. Ha preparado un volumen, Laberinto de presencias (1969), que acabará ocupando casi cuatrocientas páginas, con una selección de sus mejores poemas, que distribuye en seis libros: Canciones de la isla (1932-1936); País de la ausencia (1938-1940); Amor perdido (1933-1968); Jalones entre la niebla (1940-1967); Los motivos del mar (1945-1955); y Visiones y sortilegios (1945-1960). Al final de cada poema, nuestra autora añade el lugar donde ha sido escrito, lo que convierte Laberinto de presencias en la ajetreada crónica de un exilio poético, un atlas de geografías errantes en el que se concitan, además de España, Francia y Estados Unidos, Suecia, Grecia, Italia, Bélgica y hasta regiones tan intrincadas como Laponia. Como contraste a tanta variedad cosmopolita, el libro fue impreso en un taller gráfico de León, seguramente recomendado por aquellas primas suyas que la acogieron en su casa, allá en la lejana juventud. En Laberinto de presencias predominan, por un lado, el impresionismo descriptivo, a veces de intención simbolista, y por otro, la incesante glosa de su amor inextinguible por Elisabeth Mulder, cuya evocación la sigue haciendo penar treinta años después. A pesar de su tono misceláneo y de los muy diversos estados de ánimo que alberga (como corresponde a un libro que resume casi cuarenta años de creación), prevalece en los seis libros de Laberinto de presencias cierto tono elegíaco y desgarrado, como de canto de un cisne que ha decidido habitar para siempre en un sueño mohoso y apartado.
En Canciones de la isla, Ana María se dedica a celebrar los paisajes de Mallorca, un paraíso que, más que recreado por la memoria, parece conmemorado por la inmediatez de los sentidos. En un tono exultante, la poeta canta el metal bruñido del mar y el olor de las algas putrefactas, las aliagas de los bosques y los limonares que perfuman los caminos, las playas de arenas rubias y la catedral de Palma («navío anclado en tierra bajo un palio de nubes»); y, en definitiva, la dicha fugaz de sentirse viva, bajo una bóveda de luz en la que ha quedado abolido el tiempo. En el último poema del libro, «Puerto de Alcudia», aparecen «dos sombras desveladas», asomadas a «una ventana en la noche», en pleno mes de abril, imagen que se repetirá profusamente en otros muchos poemas de Laberinto de presencias y, más tarde, en el libro inédito La voz sola.
La pura celebración de los sentidos que se enseñorea de Canciones de la isla es sustituida por una absorta nostalgia en País de la ausencia, poemario escrito mayoritariamente en Francia. Aquí rememora Ana María el sol de la infancia que iluminó sus estancias en Sentmenat; y también las «mañanas tersas y cándidas» de La Molina, donde esquiaba de joven entre «regimientos de abetos / con caperuzas albas». Pero, a la postre, sobre aquellos soles remotos triunfan las tinieblas del destierro; y entonces brota el «dolor de mi voz muerta / entre el arrebatado clamor de los vivos», y el país de la ausencia es evocado como una «paramera gigante» por la que desfila la machadiana sombra de Caín.
Amor perdido, por su parte, es sin duda el libro más logrado de Laberinto de presencias, y también el más estremecido por esa verdad clandestina que Ana María nunca se atrevió a pronunciar. Aquí la respiración del poema se hace más desbocada, como si el dolor de «aquel nombre que un día / le quemara los labios» no se aviniese con el ritmo quebrado de su anterior poesía. Causa sobrecogimiento y congoja comprobar cómo el amor que había golpeado a una veinteañera, «dejándola en una isla / de donde nunca volvió», persiste a lo largo del tiempo, como un «venablo de luz / hincado en el corazón», mientras la noche desfila por la tierra. En Amor perdido conviven el ensimismamiento de la nostalgia y el apóstrofe desesperado («Buscándote en cada cuerpo / viví maldiciendo a Dios»), el tentáculo feroz del deseo y la invención de mundos despoblados donde sólo sobrevive la ceniza de una pasión.
Jalones entre la niebla, por su parte, suma al dolor retrospectivo de aquel amor perdido en una «isla de ensueño» el dolor del exiliado que anhela la muerte como una liberación. Ana María evoca en este libro, como en un álbum de fotografías lóbregas, los paisajes de su éxodo; y la crónica del destierro se alterna con la descripción de la cárcel donde yace postrado su espíritu. Todo el poemario destila un sabor de lenta espina que se clava «carne adentro», mientras los «eternos fantasmas / y el nombre que no digo / el corazón me abrasan». Pero también asoman los poemas puramente descriptivos, como el que dedica al barrio de Montparnasse; incluso tiene cabida la felicidad, o al menos su espejismo, que cristaliza en las composiciones datadas en Montauroux. Tampoco los dos libros que completan Laberinto de presencias, Los motivos del mar y Visiones y sortilegios, se atreven a pronunciar el nombre de aquel amor de pupilas verdes que, «como un garfio agudo», había lastimado su memoria. En ellos, la voz de nuestra poeta va perdiendo fuelle o haciéndose impostada, mientras se acoge progresivamente a un surrealismo algo trivial o devaluado.
El libro, que firmó (como sus crónicas de guerra en Nuevo Aragón) como Ana María Sagi, apenas fue glosado en la prensa española, aunque la revista Destino, excepcionalmente, publicó dos entrevistas a la autora, firmadas por Carmen Alcalde y Robert Saladrigas71. Ambas destilan la amargura y el desencanto del exiliado que se siente extranjero al volver a su tierra: Barcelona se le antoja una ciudad huraña, inhóspita y sucia; reprocha el desvío de «los amigos de antaño» y menciona con especial tristeza una voz, «aquella voz que recordaba cálida y amistosa», que se hizo dura y hostil72. Sus palabras más ásperas las reserva, sin embargo, para los ambientes intelectuales, que considera poblados por una «grotesca fauna» de «poetisos, novelistas garbanceros, críticos de ocasión y contestatarios de belicosa pluma, cortos alcances y barbas revolucionarias». La tragedia de Ana María, como la de tantos otros exiliados, había consistido en habitar durante treinta años en una patria de ensueño, custodiándola como un tabernáculo, soñándola minuciosamente, para después, al regreso, tropezarse con otra España que no se correspondía con la imagen acuñada en la memoria. Esta incongruencia entre la realidad y el deseo la confundía Ana María con una muestra de ingratitud por parte de los españoles de las nuevas generaciones, que ni siquiera la conocían. La bienvenida poco entusiasta que le dispensaron alimentó sus lamentaciones, que acabaron revistiéndose con los andrajos del rencor, el desabrimiento y una cierta manía persecutoria. Una de las pocas personas que por entonces le brindó su comprensión, la joven escritora Carmen Alcalde (con quien, sin embargo, acabaría riñendo), nos ha hecho algunas confidencias sobre aquella Ana María resentida y atrabiliaria, a la vez mendiga de afectos e inclemente con las pocas personas que estaban dispuestas a brindárselos, que había renegado de sus pasiones políticas juveniles y se había convertido en una furibunda detractora del catalanismo (tal vez porque, durante el exilio, había redescubierto o fortalecido su identidad española).
En los años siguientes, Ana María seguirá dando clases en Urbana durante el curso y visitando durante el verano Barcelona (donde acabará ahuyentando a sus pocas amistades y enzarzándose en biliosas querellas familiares con su hermana Berta) y Mallorca, donde la acoge la familia de su otra hermana, Mari Pepa. Brinda algún recital poético en librerías de la isla y pule un par de poemarios de muy distinto tono que nunca llegaría a publicar: Noche sobre el grito, imprecatorio y jeremíaco, donde expresa su dolor ante una España ingrata y extranjera que reniega de sus hijos dispersos por el mundo, mientras se entrega a la pitanza de la prosperidad recién adquirida; y La voz sola, delicado y doliente, a nuestro juicio la cima de su genio poético, que vuelve obsesivamente al corazón sangrante del recuerdo para glosar una vez más su remoto idilio con Elisabeth Mulder, allá en una isla real o soñada, epicentro perenne de su vida afectiva y poética. También entonces escribe sus inéditas Andanzas de la memoria, un compendio de amables y evocadoras estampas que no llegan a ser memorias y que rehúyen pudorosamente los aspectos más tortuosos y trágicos de su vida.
En 1977, con los setenta años recién cumplidos, abandona por fin la enseñanza en los Estados Unidos y se instala en Barcelona. Uno de sus primeros empeños consistirá en reclamar una pensión de jubilación; para ello dirige al alcalde de la ciudad, a la sazón José María Socías Humbert, un escrito en el que reclama que se cancelen las sanciones que sobre ella pesan, en aplicación del decreto 3357/1975, de 5 de diciembre, que declaraba revisadas de oficio las sanciones administrativas impuestas por responsabilidades políticas derivadas del conflicto bélico de 1936 y, en consecuencia, anulados sus efectos. El Ayuntamiento atiende su petición, reconociendo que, conforme a la nueva legislación sobre amnistía política e indulto, Ana María tiene derecho a que se computen a todos los efectos de antigüedad los treinta y siete años y ocho meses que ha permanecido apartada de su puesto, desde el 16 de junio de 1939 hasta el 16 de febrero de 1977, fecha en que ha cumplido la edad de jubilación. Se asimila entonces su empleo al de auxiliar administrativo y se le asigna una pensión de 16.385 pesetas73, que, junto a la que ya había empezado a percibir de la Universidad de Illinois, le permitirá sufragar decentemente los gastos de la vejez.
Pero a los primeros achaques se sumará enseguida el desinterés por la literatura. El numen que la había acompañado por los despeñaderos del exilio, alumbrando sus noches más oscuras, la abandona para siempre, calcinado o exhausto. Ana María, que nunca había dejado de sentirse extranjera en la ciudad que había sido testigo de su gloria juvenil, lee un día un reportaje en La Vanguardia en el que se encomian los encantos naturales de Moià, capital de la comarca del Moyanés, y decide enterrar allí su voz sola, olvidada del mundo, encerrada con sus recuerdos póstumos, abrazada al espectro de un amor lejano que nunca dejó de alumbrar sus insomnios, hasta que en 1998, muy impedida ya, tiene que recogerse en una residencia de ancianos de Santpedor74.
Allí moriría el 2 de enero de 2000, exactamente el mismo día en que yo terminaba de escribir Las esquinas del aire, el libro que dediqué a rescatar su memoria. Ahora, casi dos décadas después, concluyo la edición de esta antología de su obra, incluyendo algunos textos que la propia Ana María me donó para su publicación. Así completaré la misión de rescatar de los yacimientos de amnesia a aquella «virgen del stádium» a la que vi llorar, muy anciana y magullada por el desamor y los desdenes, lágrimas que me siguen hiriendo como puñales.
J. M. P.