Читать книгу Estás muy callada hoy - Ana Navajas - Страница 10

4

Оглавление

Cuando nos despertamos, Elena lloró por el regalo de Reyes que yo había dejado sobre sus sandalias con plataforma. Dijo que estaba celosa de Pedro, que ella también quería juguetes. No sé muy bien qué hacer con Elena, que usa corpiño, juega con muñecas, se pinta los labios, duerme con un peluche y le escribe cartas al Ratón Pérez. Igual no deja de maravillarme la pedagogía moderna. Elena es capaz de expresarse mientras que yo, en su lugar, hubiera masticado muda la frustración con una media sonrisa. Así que la abrazo fuerte mientras pienso que mamá, en mi lugar, la hubiera mandado a reflexionar por desagradecida, tratándola de usted: váyase a pensar al baño. Por un segundo me siento orgullosa de estar mejorando la especie. Después pienso en la hipermaternidad y me convenzo de que está bien que se frustre por esos shorts de jean comunes que le elegí en cinco minutos para poder ir a hacer otra cosa. No lo tengo muy claro.

Mamá era experta en contar cosas que parecían más peligrosas o dramáticas de lo que eran, o más espantosas, o más geniales o ridículas. Ella decía que exageraba un poco. Para mí, mentía. Muy pronto me enseñó a no contradecirla en público y a decir “no estoy de acuerdo” en lugar de “no fue así”. Aprendí. Pero cuando era yo la que no sabía de lo que estaba hablando y dependía de sus descripciones, caía en su trampa: le creía igual. Por ejemplo, cuando me contaba lo que estaba organizando para mi cumpleaños y al final resultaba ser uno común y corriente. Lo mismo cuando describía los lugares adonde íbamos a ir de vacaciones. O cuando se iba a Buenos Aires a visitar a mis hermanos mayores y me contaba por teléfono desde allá algún regalo que me había comprado, como para llenar de ilusión esas ausencias.

Una vez me dijo que me había comprado unas sandalias franciscanas. A los siete años yo no estaba al tanto de que el adjetivo franciscano fuera usado para describir cosas austeras, despojadas, casi sufrientes. El tipo de objetos que le gustaba a mi mamá. Según ella, las sandalias que me había comprado eran divinas, trenzadas. Me las imaginé blancas, con lazos que subirían por mis tobillos, llenas de adornos, y flores, y cascabeles. Mi decepción al recibirlas fue similar a la que había tenido un año antes, cuando después de su primer viaje a Europa me trajo una lámina de una virgen de Leonardo da Vinci para decorar mi cuarto, que objeté con tristeza diciéndole que me había imaginado algo más navideño. Una decepción enorme a la que me fui acostumbrando y que fui aprendiendo a controlar. A las sandalias las usé sin decir ni mu, hasta que me quedaron chicas. Por otra parte, no tenía otras.

El día de Reyes también es el día del cumpleaños de papá. ¿Cuántos cumple?, pensé a la mañana. Setenta y cinco, setenta y seis, no estoy segura. Pero allá vamos, todos, como siempre, la hipermaternidad al revés: somos hiperhijos, hipernietos. Lo llamo antes de subirme al avión que me va a llevar de vuelta a mi casa natal para decirle feliz cumpleaños y para que se acuerde de mandar a alguien a buscarnos cuando lleguemos al aeropuerto. Me nefrega mi cumpleaños, dice él por teléfono, desde su trono. Me nefrega igual que la Navidad y el Año Nuevo. Le digo que estamos yendo todos para allá por su cumple. ¿Desde cuándo no te importa, papá? Ah, que vengan sí me gusta, dice él.

En el avión le pregunto a Pedro, ¿querés jugar al iPad? No. ¿Dibujar? Tampoco. ¿Escribir? No. ¿Pensar? Sí, y mirar por la ventana. Le volvió la costumbre de agarrarme la mano mientras estamos comiendo, de apoyarse en mis piernas cuando me agacho, de interponerse mientras camino, y cuando le digo ay, Pedro, correte, me dice: es que te quiero.

Cuando papá era chico, su padre, el dueño de todo, había dispuesto que él tenía que repartir los regalos a los hijos del personal en el jardín de la casa grande, un jardín espeso de árboles anchos con monos y tucanes, que a papá le gustaba cazar con honda. De grande se arrepintió. Era un pequeño Rey Mago en el día de su cumpleaños: él mismo distribuía los paquetes a los niños que hacían fila. Una imagen feudal. O peronista. Papá es, por mucha diferencia, el menor de cuatro hermanos y esa tradición se inauguró con su nacimiento. Me lo imagino a los cinco o seis años, malcriado y vestido de blanco, con mocasines de cuero sin medias, como en algunas fotos. De repente no se si lo inventé. Por las dudas después le pregunto: ¿es cierto que repartías regalos? ¿Fue una vez o lo hacías siempre? ¡Por supuesto que es cierto!, contesta. Y dice que también es cierto que siempre se quedaban cortos y él tenía que regalar de sus propios juguetes. Se lo podemos contar al terapeuta, agrega, porque sabe que nunca más va a volver al psicoanalista vincular al que intenté arrastrarlo después de la muerte de mamá. La última vez, apenas salimos a la vereda, le reprochó a mi hermana mayor: ¿cómo se te ocurre contarle eso a un desconocido? Duramos cinco sesiones.

Cuando llegamos con mis hijos a mi casa natal con el chofer que papá mandó a buscarnos al aeropuerto, no encontramos a nadie. Solo a los perros. Es porque ya no está mamá. Ella hubiera cocinado. No hay olor a cumpleaños. Papá llega al rato y vamos a llevarle flores a mamá al cementerio. Su tumba parece el altar de Gilda; ya estuvieron todos mis hermanos antes que yo. El cumpleaños de papá dejó de ser el evento tenso en el que se había transformado cuando vivía mamá. Ella quería homenajearlo y ya no sabía cómo porque papá siempre tuvo la vara alta y es difícil de complacer. Mamá nos torturaba con ideas para la cena, con los preparativos, con su regalo.

En mi familia circula una frase machista que a mi hermana machista le encanta, y dice así: las mujeres pueden ser lápida o pedestal de sus maridos. Mamá era sin duda del segundo grupo pero ahora se sumó al primero: ese pedestal se convirtió en la lápida que corona su tumba, dejando a papá pequeño, mucho más pequeño de lo que creíamos.

Le traje de regalo una novela policial que seguro tire a la basura si no lo atrapa en las primeras páginas. Si le parece pésima, es probable que la despedace. Nuestras primas, en cambio, vinieron con ofrendas: una le trajo un paté hecho con el hígado de sus propios patos, otra un aceite de oliva y la tercera creo que nada pero si le trajo algo, seguro fue algo de comer. Ahora vamos a comer todos un chancho que encargamos. Por suerte ya lo cortaron y no tiene más forma de animal. La cabeza quedó en la cocina. Cuando Pedro se asoma y ve los dientes del chancho, ayuna. Papá dice estoy harto de comer chancho. Pero no nos importa.

Lo miro sentado en su cabecera. Una torta, cinco hijos y trece nietos me parece un festejo más que suficiente. Desde el otro extremo de la mesa, en el lugar que era de mamá y ahora es mío, saco fotos con el celular. Todos cantamos que los cumplas feliz, pero yo pienso: pobre papá. Cada día que pasa es un poco menos Rey Mago.

Estás muy callada hoy

Подняться наверх