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El cementerio donde está enterrada mi mamá es mi jardín favorito. Tiene árboles añejos con lianas y orquídeas escondidas, mucha sombra y a sus pies una laguna encantada. Algunos piensan que tiene fantasmas, es un poco escalofriante. Para mí solo tiene magia. Para algunos enamorados también. Se corre la bola de que en el pueblo lo usan como Villa Cariño.

Mi hermano arquitecto hoy estaba cortando con una sierra un molde en telgopor: estaba imitando la forma irregular que tienen las lápidas originales de mi familia en el cementerio, particulares menhires de granito negro, como arrancados de su bloque primitivo y solo pulidos en el frente, como quien no quiere la cosa, para poner el nombre del muerto. Pero ya no se consiguen, como muchas otras cosas. Con ese molde, los va a imitar después en hormigón y va a forrar solo el frente con una placa fina de granito: va a quedar bien. Papá, por supuesto, tiene guardada para él una de las lápidas originales, que hace juego con la de mamá y las de todos los demás familiares enterrados ahí: mi abuelo, mi abuela, mis bisabuelos, mis dos tíos, una tía, una prima, entre otros. También tiene armada la cortina musical para su entierro, un tema de jazz elegido para el preciso momento en que bajen el cajón. Es de Avishai Cohen, se llama “Remembering” y, exactamente en el minuto 2:01, todos los instrumentos se detienen: el piano, el contrabajo, la batería. Solo queda un eco. Es ahí, dice papá, sosteniendo sus dos manos en el aire como un director de orquesta: en ese preciso instante el cajón tiene que frenar y quedar suspendido en el aire, igual que los instrumentos, y después, nos indica haciendo con sus manos el ademán de arriar unas sogas, retomar la trayectoria hasta llegar a tierra. Tiene todo preparado para la fiesta.

Mamá, pobre, solo había pedido que la cremaran. Murió en Buenos Aires después de tres años de un cáncer atroz, un viernes 25 de mayo, al mediodía de un fin de semana largo que se anticipaba larguísimo. Cuando llamamos a la funeraria nos informaron que, por el feriado, la cremación iba a retrasarse tres días, y por ende también el entierro. Un horror, mamá ahí muerta esperando, ¿y nosotros qué hacemos mientras tanto? Estábamos mi papá y los cinco hermanos en ronda en el pasillo. Yo dije, usando una de las frases terminantes típicas de mamá: de ninguna manera. No la cremamos nada. Mañana mismo salimos para allá en auto. Y pasado es el entierro. El mundo es de los vivos. Nos miramos aliviados. Mi hermana menor dijo: ¿les parece bien no cumplir su última voluntad? Me recontra parece, le contesté.

De inmediato empezamos a coordinar la logística del traslado. Una caravana fúnebre al litoral: después de todo somos especialistas en encadenarnos uno atrás de otro, como esos esclavos con grilletes arrastrándose en fila. Fue el fin de la cuestión. Esa noche papá durmió en su cama y al lado mamá, muerta. Fue su última noche en casa. Yo me arrepiento de haberle dado un beso en la frente; estaba helada.

A mamá no le gustaba la música, pero la noche anterior al entierro papá estuvo horas frente a su computadora, con los auriculares puestos, hasta que encontró la pieza perfecta: “Be my love”, de Keith Jarrett. Un solo de piano. Al día siguiente, papá acercó el auto al pozo que habían cavado para el féretro, puso la música y abrió las cuatro puertas. Cuando estaba viva, mamá siempre le pedía que bajara el volumen. Sin embargo creo que esta última declaración de amor le hubiera gustado. El monte tupido y el colchón de nubes grises que cubría el cielo atemperaron el sonido, una acústica a su medida. Lloviznaba.

Después del entierro le pedimos a mi prima aficionada a los jardines que plantara rosas detrás de la lápida. A mamá le encantaban. Hay tres plantas. Una crece altísima, inexplicablemente, como en el cuento de las habichuelas mágicas. La de al lado está petisa, mucho no prospera. Y la otra quedó igual de petisa que la del medio pero raquítica, enferma, al borde de la muerte. Igual sobrevive hace cinco años. Hay un rosal por cada una de las tres hijas mujeres que tuvo mamá. ¿Cuál seré yo? ¿El que crece, el que permanece o el que parece morir?

Hoy fui por tercer día consecutivo al cementerio y para los floreros de la tumba junté tres rosas rojas que me pidió papá y cinco blancas que elegí yo. Por el camino pasaron en la radio del pueblo un tema de Roxette que no escuchaba desde un verano de 1989 aburridísimo como tantos veranos adolescentes aburridísimos que pasé acá. El florero quedó feo, como de River. Le digo a papá: ¿para qué me obligás a juntar de las rojas? Sabés que no quedan bien. Él me contesta: para cortar la monotonía.

El cielo estaba rosa y cuando nos estábamos yendo, hacia abajo de la barranca donde empieza la laguna, aparecieron cientos de bichitos de luz.

Estás muy callada hoy

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