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Todos los whatsapp que tenía con mamá se borraron cuando se me rompió el celular el miércoles pasado. A veces los releía, aunque solo decían cosas tipo: LLEGASTE?, o EL AVIÓN SE RETRASÓ, o CUÁNDO VEO A LAS CHICAS, o YA BAJO. En el teléfono nuevo también desapareció de la lista de contactos favoritos. Tuve que volver a armarla. De paso la reordené: primero está mi marido (antes estaba mamá). Sigue Rosa, la mayor, la única de mis hijos que tiene celular. Papá subió varios puestos. Mis hermanos están más abajo: la más chica, el mayor, la del medio y el arquitecto, en ese orden. En su momento no me pareció borrarla a mamá, aunque no la fuera a llamar nunca más. Pero agregarla ahora me parece siniestro. También era siniestro equivocarme y llamarla sin querer. A veces me pasa todavía: en mis llamadas recientes hay una a mamá. Listo, creo que es mejor así.

Invito a papá a casa. Le compro turrón, le compro el vino que le gusta, trato de darle el mejor sillón, el más cómodo. Pero nada es suficientemente bueno para él. No tengo querer, suspira, replicando a su madre, que a su vez replicaba a la suya. En realidad no lo sé, pero me lo imagino como uno de esos hábitos malsanos que se heredan de generación en generación. Lo que quiere decir papá es que ya todo le da lo mismo. Es su nueva moda: fingir que ahora que es viejo y viudo las cosas le dan lo mismo. No me sonrío complaciente. No soy su cómplice, nunca lo fui.

Me cuenta que es el cumpleaños de su hermano mayor. Noventa años. Me muestra el mail que le escribió. Es emotivo, corto, casi una polaroid. Papá se recuerda a sí mismo, niño de ocho, esperando ansioso a su hermano de veintitrés, después de un largo período de ausencia a causa del servicio militar. En su mail evoca el instante preciso del baño en ducha, los dos juntos, están desnudos. Su hermano le presta su shampoo Mulsified, lo hace sentir importante. Fin. Entiendo que en esas líneas quiere decirle que la fraternidad es un sentimiento fuerte, un amor que no se borra nunca a pesar de todo. Pienso que con su hermano se sintió acompañado, aunque fueran instantes. Como yo con los míos. Me digo que solo es capaz de decirlo así, por escrito. Y me gustaría contestarle algo más, pero solo le digo: muy lindo. A la noche, en el cuento que discutimos en el taller de lectura, aparece esta frase: hay algo biológicamente gratificante en llevarse bien con un hermano. La anoto.

Al día siguiente vamos a su departamento, el mismo de siempre, el que compró con mamá cuando nos mudamos a Buenos Aires. Estamos todos, los cinco hermanos y él. Yo siempre me siento en la cabecera desde que se murió mamá. Nadie quería sentarse en ese lugar pero yo dije: a mí me encanta. ¿No te impresiona? Para nada. Aprovecho para cambiar algunas reglas. El que se sienta en la cabecera manda. Saco el kiwi de la ensalada de frutas, sirvo con la mano. ¿Qué hacés, Ana? No me rompan los huevos. La mesa es un quilombo desde que murió mamá. Todo es un quilombo desde que murió mamá. Típico sábado de sol que me da en la cara y me molesta porque estoy en la cabecera. Mi hija Rosa dice: ¿me puedo ir? Las sobremesas son re largas en esta casa. Primero le digo no y después: hacé lo que quieras. Todos hagamos lo que tengamos ganas.

Hablamos de todo un poco. También hablamos de mamá, con naturalidad, como si no estuviera muerta. Intercalamos recuerdos comunes con frases venenosas, y con lo que hicimos hoy o ayer. Papá se saca los anteojos, se seca una lágrima que le resbala callada y aclara: no estoy llorando. Como cuando Rosa era chica, que se caía y decía: no me dolió. Los dos me hacen acordar a mí, a ese orgullo ridículo. Uno de mis hermanos se burla. Otro se ríe. Yo también. Somos seis huérfanos perversos, soberbios, desolados.

Rosa me dice: mamá, sos igual al abuelo, y yo le contesto que ya sé. ¿Qué? ¿No te gusta ser igual al abuelo?, me pregunta, al descubrir la tensión en mi voz. Está mirando una foto que tiene en su celular, es una foto de una foto, en blanco y negro, papá tirado en un sillón o en una cama, con una mano atrás de la cabeza y la otra sosteniendo un libro, una pierna doblada y la otra estirada, la boca entreabierta, la mirada fija. Es joven, displicente, está en cuero. Yo nunca había visto esa foto. Le pregunto a Rosa de dónde la sacó. No me contesta. Todos los que están en la mesa se van pasando el celular y dicen: es igual, es igual.

El domingo salgo de nuevo con papá, aunque me siento pésimo. Sé que está aburrido. Le digo que elija restorán. Me dice que no tiene querer. Le doy opciones. Elige uno y, en cuanto lo hace, ya sabe exactamente lo que va a pedir. Siempre hace lo mismo. Y después va a criticar, como critica siempre todo. Su plato, los mozos, los vecinos de las otras mesas, mi tono. Y yo me voy a enojar. Y voy a volver molesta, como siempre que salgo con papá.

Hablo por teléfono con mi hermano mayor. Me dice que, para él, a los setenta y pico podés elegir entre ser un anciano sabio o un viejo de mierda. Él planea ser un anciano sabio; yo no estoy tan segura de poder elegir.

Estamos en casa, es de noche. Mis hijos merodean. Mi marido pone música fuerte mientras cocina. Me molesta. Cuando éramos chicos, papá ponía música fuerte. Siempre jazz. A mí solo me gustaba el jazz cuando él me invitaba a bailar parada sobre sus pies, agarrada de sus manos, como si fuéramos una sola persona, un único movimiento. Me gustaba cuando ponía a Jean-Luc Ponty, porque era con violines y me parecía más alegre y moderno que sus otros discos. Me encantaban esos bailes pero, al final, siempre me resultaban cortos.

Estás muy callada hoy

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