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En mi lista de deseos está morirme sin agonía, ni tribulaciones, ni dolor. Si en definitiva es lo mismo: un segundo estás, el siguiente no estás. Mi mamá, en cambio, se murió después de un largo padecimiento. En eso, como en muchas otras cosas, espero no parecerme a ella.

Tuvo tiempo de tirar todas las cartas que no quería que viéramos, de borrar los mails inapropiados, de repartir sus anillos, de hacer un último viaje, de regalarnos alguna ropa, de ordenar su mesa de luz. Mis hermanas le decían: mamá, no seas morbosa. A mí me parecía bien. Nadie quería hablar de su muerte con ella, no era un buen tema. Preferían planear cosas que nunca íbamos a llegar a hacer. Está bien visto pensar en positivo. Yo sí tenía ganas de hablar. En uno de sus últimos días, me dijo en voz muy bajita: esto es muy difícil, tengo miedo. Estoy segura de que se estaba refiriendo al gran salto; yo acerqué mi oído a su boca para escuchar mejor pero nos interrumpió la enfermera de cuidados paliativos, que no era nada adecuada para su puesto. Hablaba demasiado y nos quería contar sobre los últimos días del Flaco Spinetta. Yo no quería hablar con ella, quería hablar con mamá.

Su último día fue un viernes. Temprano a la mañana empezó a respirar con dificultad. Tuvimos tiempo de llamarnos por teléfono los cinco hermanos, de reunirnos en su casa, de avisarle a mi tía, a mi tío, estaba papá. Entrábamos y salíamos de su cuarto, le teníamos la mano. Ella ya no habló más. Supongo que durante toda esa mañana se habrá sentido absolutamente sola, aislada, escuchando aturdida su propia respiración, como cuando hacés buceo. El sonido de la muerte. En un momento me pareció que necesitaría intimidad. Era evidente que cada bocanada de aire le estaba costando más y más. Hay ciertas cosas para las que idealmente uno necesita prescindir del público. Como cagar, como morir.

Yo me retiré de la silla que había al lado de su cama y me fui al living, con los demás, a comer lo que nos había preparado Francisca, nuestra niñera de la infancia. Francisca ya hace años que no trabaja en casa pero durante las últimas semanas de mamá volvió para cocinarle, ayudarla a ir al baño o a cambiarse el camisón. Era cerca del mediodía. Teníamos hambre. Fue así: mientras mamá se moría, yo estaba comiendo salame y matambre arrollado. Después pensé que nunca jamás iba a tener ganas de volver a comerlos, porque me traerían recuerdos terribles. Pero no, por supuesto. Muy pronto estuve comiendo de los dos.

Sola y aterrorizada, como todos los que vienen mirando a la muerte agazapada en un rincón, mamá aprovechó y dijo: bueno, ahora. Tomó el último soplo de aire y lo soltó.

No me acuerdo bien la parte en que nos dijeron vengan todos al cuarto. No sé quién fue el que nos avisó. Creo que fue Francisca.

Estás muy callada hoy

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