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Francisca no es mala, sufrió mucho, me decía mamá para convencerme de que Francisca no era mala. Recién cuando tuve una hija me di cuenta de que, en el fondo, era buena. Es lo que les pasa a muchas mujeres. Cuando paren a sus hijos es cuando entienden a sus madres. Yo, cuando parí a mi hija, entendí a Francisca, mi niñera. Cuando parí a mi primera hija de todas maneras le puse Rosa, el nombre de mi otra niñera, la buena, aunque tengo que decir que Francisca, el de la mala, también fue un nombre que consideramos.

Francisca llegó un día a casa desde lejos, sola y a pie. Era huérfana. Se había ido de la estancia en donde trabajaba, cansada de que abusaran de ella. Su patrón la había violado y la había dejado embarazada. Después le sacó el bebé y lo crió como a un patroncito. A mí me encantaba escabullirme al cuarto de Francisca y espiar la foto del niño vestido de chaleco y pantalón marrón haciendo juego, camisa celeste y un bonete de cumpleaños que se parecía a los de mis libros de cuentos. Estaba parado en una silla, solo, frente a una torta con una vela que decía “2”. Yo siempre le preguntaba a Francisca, ¿quién es? A veces ella no contestaba, a veces decía “nadie” y a veces decía “mi hijo”. Mamá no necesitaba otra empleada pero estaba en el final de su quinto embarazo, el último, así que la contrató. Además mi mamá siempre fue defensora de las madres solteras, de las mujeres golpeadas, de los ex combatientes, de los que no podían estudiar y de los que no tenían padres. Francisca reunía varias de esas condiciones. Era huérfana de padres, huérfana de hijo y quería hacer la primaria. Mientras trabajó en casa fue a la escuela nocturna. También a catequesis. Tomó la primera comunión el mismo día que yo, al fondo de la fila.

Según me cuentan, yo tenía cuatro años cuando llegó y apenas la vi me fui corriendo. Por eso no te quiere, decían mis hermanos grandes cuando venían de visita de Buenos Aires. No te quiere porque vos tampoco la querés. A mí me gustaba estar con Rosa. Rosa me apañaba, me hablaba con dulzura, me dejaba hacerle peinados y ayudar en la cocina. Me daba una tablita, un cuchillo y me dejaba picar carne, pelar papas y zanahorias. Francisca, en cambio, me retaba siempre. No me dejaba pisar cuando pasaba el trapo y si por casualidad me veía caminando por el pasillo, me corría con el escurridor. Mamá no nos dejaba estar adentro de la casa durante el día. No podía quedarme sentada leyendo cuando afuera había sol; le parecía inútil. Y Francisca lo aplicaba a rajatabla. A mi hermana menor, en cambio, le decía mi bebé porque la había visto nacer, la dejaba hacer cualquier cosa. Ella no tuvo la oportunidad de salir corriendo. Era la única que la hacía reír.

Francisca tenía un lunar enorme en la cara, marrón, arrugado, con pelos, igual al de la madrastra de Blancanieves cuando se convertía en bruja. Cada vez que mamá y papá viajaban a Buenos Aires a visitar a mis hermanos, que se habían ido a vivir con mi abuela para hacer el secundario, Francisca se convertía en mi madrastra. O en mi bruja, que para las niñas que leían cuentos como yo era lo mismo. Se apropiaba de la casa, ponía chamamé a todo volumen y silbaba las melodías. No me permitía dejar ni un solo bocado en el plato y no le importaba obligarme a comer las comidas que yo más odiaba, como niños envueltos. Que era como comerme a mí misma, o a mi hermana. Yo le escribía a mamá cartas de amor desgarradoras. Mis primeras cartas de amor. Le decía te estranio. Le preguntaba cuándo volvés. Le contaba que Francisca me pegaba cuando no le hacía caso, y que era muy mala. Le decía que la casa estaba triste sin ella. Se las dejaba en su almohada y ella las leía cuando volvía. Nunca me decía nada pero las guardó todas; las pude volver a leer muchos años después. En primer año de la facultad, en un taller de escritura nos hicieron elegir un personaje cualquiera y escribir un perfil. Yo elegí a Francisca. Cuando uno de mis hermanos lo leyó en voz alta en el living, mamá se largó a llorar y dijo: no me daba cuenta.

Un día mamá me llamó a la cocina y me dijo: despedite de Rosa, que se va. Rosa no tenía el uniforme puesto y vi a sus pies su bolso de cuerina verde. Cómo que se va, pregunté. ¿Adónde? Se va con su hija, me dijo mamá. Pero voy a venir de visita, me dijo Rosa. La abracé fuerte y volví corriendo a la pileta de fibra de vidrio turquesa que papá había mandado a poner en el jardín y me quedé un rato sumergida, aguantando la respiración. Nunca más la vi. Nunca más comí cosas tan ricas como las que cocinaba ella: pollo frito, aros de cebolla, soufflé de chocolate. Mucho tiempo después me enteré de que Rosa robaba. Mamá le había dado varias oportunidades, pero parece que Rosa no lo podía evitar.

Para que no estuviera tan triste me trajeron un fox terrier. Le puse Top. Todos los mediodías cuando volvía de la escuela le hacía una comida especial que había leído en un libro de perros. Con las habilidades heredadas de Rosa picaba carne, rallaba manzana y zanahoria, cocinaba en la hornalla. Un día lo picó una yarará y no lo vi más. Papá en cambio me dijo: se habrá perdido. Así que todos los días al mediodía cuando volvía de la escuela, en lugar de hacerle la comida, salía al jardín y llamaba: Top, Top, Top. Me contaron lo de la yarará años más tarde. En mi familia se usa mucho eso de que los niños se enteren de todo mucho tiempo después. De que todos nos enteremos de todo mucho tiempo después.

Me empecé a aburrir más que antes. A la siesta, miraba el monte desde la galería y le contaba a mi hermana menor historias inventadas que ella escuchaba con atención. Le decía que allá al fondo, cruzando todos esos árboles, en un lugar que se llamaba Montecarlo, yo tenía una casa y un hijo que criaba sola, y éramos muy felices. De repente agarraba la bicicleta, me iba un rato y cuando volvía le decía: fui a visitar a mi hijo. Otras veces, a la noche, le decía que me iba a convertir en bruja. Cambiaba mi semblante y mi tono de voz hasta que lograba hacerla entrar en pánico. A veces el miedo le duraba hasta el día siguiente y no la podía ni tocar. Al final me aburría de contarle historias y prefería leer. El problema era que ya conocía de memoria casi todos los libros de la biblioteca. Entonces le decía a mi hermana que me eligiera uno que yo no hubiera leído o que por lo menos tuviera muchas ganas de releer. Si fallaba, agarraba el libro seleccionado y se lo tiraba con fuerza desde mi cama a la suya. La dejaba enterrada bajo un alud de libros.

Aquella vez que mamá me dijo que Francisca había sufrido mucho también me contó que estaba triste porque el hijo no la recibía y decía que ella no era su madre. Cuando nos mudamos a Buenos Aires, Francisca se vino con nosotros. Como a mí, le gustó más la ciudad y, como yo, se quedó para siempre. Cuando dejó de trabajar con nosotros, se enamoró de un hombre bueno o por lo menos se fue a vivir con él. Un colectivero de Lanús que se llama Cayetano. Desde que murió mamá, cada tanto nos visita. A mí o a mi hermana menor. Sin previo aviso, viene desde Lanús y toca el timbre de nuestras casas. Cayetano prefiere esperarla abajo. Le convido algo de tomar, nos sentamos en el living y solo hablamos de ahora: de mis hijos, de la casa que se quiere hacer, de todo lo que le duele: el hígado, la espalda, las rodillas.

Estás muy callada hoy

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