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Me gusta volver a casa. Me gusta vivir entre edificios, no necesito más verde que el de mi balcón ni más flores que las que armo con una habilidad desprolija en unos jarrones enormes en mi living. No me interesa disfrutar de la naturaleza los fines de semana. Salir de la ciudad me cansa, salir con tráfico puede llegar a anular mis ganas de todo, hasta de tener un perro. Igual, el sábado nos despertamos temprano para ir a ver unos perritos en un criadero.

Son diez cachorros y diez familias en espera, priorizadas según el orden de llegada. La número diez no elige, se queda con el que sobra. Es una familia de apellido Rodríguez. Dicen que necesitan un perrito porque la pasaron muy mal, que deberían tener prioridad. Ah, mirá, ¿sí? ¿Por qué? ¿Qué les pasó?, le pregunto más tarde a mi marido, que estuvo conversando con ellos porque los conoce. Estamos todos almorzando en el departamento de papá. Se les murió el padrastro, lo re amaban, dice mi marido. Ah. A mí se me murió mi mamá y no ando dando pena por ahí. ¿Qué más les pasó? También se les murió Mamina, la abuela. ¿Pero me estás jodiendo? Las abuelas de todos se mueren, a mí se me murió Totona unos meses antes que mamá y no por eso pretendo elegir el perro. Necesito un perro porque quiero un perro. El que me toque. Punto. Papá se ríe desde el otro extremo de la mesa. Mi hermana acota: mirá cómo se ríe el otro hijo de puta. Rosa nos mira y se lamenta: son una familia de mierda, ¿qué les pasa? Mi marido dice: están tristes y quieren elegir el perrito, ¿qué te molesta?

Me molesta. Yo también estoy triste.

En mi familia hay un desdén genético por la búsqueda de la felicidad. Algo en nuestro núcleo originario está fallado. Tenemos insatisfacción garantizada. Totona, mi abuela materna, cuando veía a cualquiera de sus nietos reírse decía: está contento, pobre infeliz. Como si cualquier estado de plenitud se correspondiera con una fase inferior del desarrollo.

Tal vez tenga razón Rosa y seamos una familia de mierda, una vereda de baldosas sueltas después de un día de lluvia. Cuando pisamos en el lugar equivocado nuestras palabras salpican como gotas de agua sucia, inesperadas, asquerosas.

Irene, la psicóloga de Pedro, dijo que podíamos pasar a una sesión por semana en lugar de dos, pero que tenemos que seguir. Hay un par de tuerquitas que todavía tenemos que ajustar, nos dijo a mi marido y a mí, haciendo con la mano el ademán de ajustar una tuerquita. Pedro es justiciero y sufre. Hace interpretaciones equivocadas de los hechos, las transforma en certezas y sufre. Se siente ofendido. Es muy sensible, tiene una gran profundidad y sufre.

La idea es que tenga más herramientas y pueda… gestionar mejor su sufrimiento, completo yo en mi mente. Que por ejemplo sea como los Rodríguez, que en vez de quedarse con el sufrimiento adentro, van y exigen prioridad para elegir el perro. Irene tiende a no terminar las frases, las termino yo después, cuando trato de transmitir lo que me dijo. Le entiendo todo.

En el criadero hay tres hembras y siete machos. Nosotros estamos número dos en la lista de espera y preferimos hembra. Los Rodríguez, que son número diez, piden hembra pero ya no hay. La nena de los Rodríguez hace una escena de llanto y contorsiones. Querían hembra, necesitan hembra. Ya tienen hasta el nombre elegido. La nena es muy muy hipersensible, dicen. No es que tenga algo, acotan, es muy especial. Ah, no me digas. Mis hijos también son especiales, yo soy especial, y todavía no le pusimos nombre al perro. Mis hijos estuvieron como dos, tres días sin nombre. Nunca fui de esas que eligen el nombre apenas quedan embarazadas. Yo necesité verles la cara a mis hijos y pensar un tiempo. No tenemos apuro por definir cómo se va a llamar el perro.

Mónica es la dueña del criadero. Ama lo que hace. Ama a los perros y ama a los niños con problemas porque piensa que los puede salvar con sus perros. Ama a sus amigas y sus amigas la aman. Y no solo eso: los maridos de sus amigas y el suyo se aman entre sí. Mónica ama a algunos de los clientes que vienen a comprar sus cachorros. Sobre todo a los que también la aman a ella y le dicen: qué genia sos, Moni. A otros, los detesta. Moni no le vende sus cachorros a cualquiera. Eso lo saben muy bien los Rodríguez, saben que tienen que parecer especiales.

En su perfil de Facebook, Moni dice: mi tarea es fácil, unir perros únicos con familias geniales. Unos días después, descubro que los Rodríguez se salieron con la suya: Moni publicó una foto de la nena abrazada a un cachorro. Tiene una sonrisa enorme y, desde la última vez que la vi, le falta un diente. El epígrafe dice: “¡Luna ya tiene mejor amiga! Dulce vida a este par”.

Ese día, cuando nos fuimos del criadero, estaba un poco cansada de la pelea muda con los Rodríguez. Porque a ellos les sonreí, hasta cuando la nena hizo pataleta. A Moni también le sonreí, aunque su energía positiva me resulta agotadora.

Le pregunté a mi marido: ¿y? ¿cómo te ves con el cachorro? La verdad es que tengo un cagazo... me dijo. Pero no sabés lo que era tu cara, estabas sacada, más copada que los chicos.

En casa, Rosa y Elena comparten cuarto. Yo duermo con mi marido. El perro va a dormir con Pedro, el único que duerme solo.

Estás muy callada hoy

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