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En el jardín todo creció sin control, verde y desordenado. Papá mandó llamar a un ejército de jardineros para poner en caja la brotación repentina. Ahora que se apagaron los motores de las cortadoras de pasto solo se oyen las chicharras, que se superponen en un canon que me perturba. Como el calor. Siempre digo que prefiero el calor, pero el de acá es un sopapo en el medio de la cara.

Mi casa natal me recuerda a muchas cosas que no me gustan de mí; por eso, desde que vivo en Buenos Aires, necesito irme, venir por un tiempo corto y después irme. La primera vez que invité a una amiga teníamos dieciocho y transcurría lento el enero de 1992. Paca llegó muy temprano en el micro desde Retiro, miró las lagunas que se veían desde la ventana de mi cuarto y dijo: es un paraíso. Yo me quedé tan sorprendida como cuando, a mis ocho años, la maestra de catequesis me dijo que mamá era muy linda.

¿Linda? ¿Paraíso? Nunca me había dado cuenta: la vida no era solo lo que veía a través de mis ojos.

Mucho tiempo después, cuando me reeduqué a mí misma, cuando me fui y volví, pude empezar a entender. Cuando era chica sabía correr descalza por los caminos de tierra. Después perdí el talento. O el callo. Ahora camino con cuidado, busco con mis pies la frescura amable de las lajas del piso de afuera.

Papá dice que quiere mudarse al desierto de Atacama, que no soporta más la humedad. Habla poco y en general se queja. Dice que necesita ir al pueblo, y después pasar por el cementerio. Todos los días vamos al cementerio. A la gente le parece raro. A nosotros, normal.

Quiere sacarse una foto carnet para renovar su licencia de conducir. Pregunta varias veces: ¿quién había dicho que necesitaba ir a la farmacia? Podríamos ir juntos, así de paso me saco la foto. A papá le encanta necesitar cosas o que las necesite otro; eso le permite irse. Irse a comprar, a retirar, a encargar. Irse. En eso también nos parecemos. Yo no, digo. Yo no, dice mi hermana menor. Yo no, dice Rosa. Está bien, te acompaño, digo. Hubiera preferido salir a pasear en bici, no digo. A papá le cuesta andar solo. En realidad, ya que van, quiero unas ojotas número 37, alcohol boricado y Corteroid en gotas, dice mi hermana. Qué paja, ¿y entonces por qué no vas vos?, tampoco digo.

Apenas nos subimos al auto, papá lo desvía del camino hacia el pasto. Me dice que tiene unas plantaciones secretas de rosas al fondo del jardín, casi llegando al arroyo. Le pregunto por qué están escondidas atrás de los árboles de naranjas; nunca las había visto, son muchísimas. Me contesta que de ahora en más, nunca se va a quedar sin rosas. Se baja y elige cinco. Yo lo miro desde el asiento del acompañante.

Cuando llegamos al pueblo, el aire está tan denso que se hace difícil respirar. En Rolando Fotografía, además de las fotos carnet, papá hace copias de dos fotos de mamá: mirá, ¿te gustan? Las dos son fotos sacadas con celular, en baja definición, no valen nada, pero digo: buenísimas. Hacer copias en papel es una de sus últimas debilidades. Casi siempre son fotos de personas muertas o a punto de morir.

En Rolando Fotografía, como en todo el pueblo, las cosas se hacen lentísimo. Estamos todos sumergidos, en cámara lenta, moviéndonos con esfuerzo. Perdón, me dice papá desde el mostrador, y se acerca arrastrando los pies por las baldosas de barro, tardaron muchísimo. No te preocupes, le digo desde un sillón bordó, con la cuerina adherida a mis piernas desnudas y el celular en la mano; aprovecho para leer mensajes. Acá, en el pueblo, todas las chicas usamos poca ropa, y nuestra piel se pega a la de los otros cuando nos saludamos con dos besos, cuando nos sentamos, cuando nos rozamos transpirados, cuando el calor nos va haciendo perder el pudor.

En la farmacia tenemos otra larga espera frente a un ventilador de pie que desparrama apatía y polvo en partes iguales. Hay una sola cosa de todo lo que vinimos a comprar. La tierra colorada se nos empieza a incrustar, estamos quedando del color del pueblo. Basta, no vayamos a otra farmacia, volvamos, digo, además faltan las ojotas, pero me cansé.

En la farmacia de Tamy siempre había de todo, pero ya no existe más. En esa esquina ahora hay una heladería que se llama Duomo y, al lado, su casa de ladrillos está abandonada. Al final, a sus padres todo les salió mal. A Tamy la conocí en un cumpleaños. Tenía una media cola y el pelo negro luminoso, igual de brillante que sus zapatos de charol. Teníamos cinco años, fue amor a primera vista. Hicimos pareja en todos los juegos: comer la manzana sin manos, pescar con imanes en la pelopincho, explotar globos con la cola, bailar con los pies atados. Tamy iba a cumplir seis el 19 de junio, yo el 19 de abril. Daba igual. Desde ese día nos consideramos mellizas.

Un mes más tarde empezamos primer grado en la misma escuela. Mi abuelo me vino a buscar en saco blanco, en su auto blanco. Nos sacaron una foto: yo sostengo un portafolio de cuero azul en mi mano derecha. Cuando volvimos a casa, le dije a papá: todavía no aprendí a leer, pero apenas me enseñen te aviso. Como el día de aquel cumpleaños, Tamy estaba vestida de fiesta. Su delantal blanco era el único que tenía unas puntillas bordadas alrededor del cuello, sus medias tenían volados. Lo mío, en cambio, era todo liso. Mamá decía que simple era mejor. Yo no estaba nada convencida; le decía que sí pero en secreto, todo lo de Tamy me parecía preferible a lo mío. En su casa comían con jugo, en la mía con agua. A ella la bañaban a la tarde, después de la siesta, y le ponían vestidos y mucho perfume. A mí me bañaban a la noche, rápido, y me ponían el pijama y unas pantuflas peludas de Jujuy que, aunque al principio me emocionaron, después del primer lavado quedaron rígidas y perdieron la gracia. En Navidad, el árbol de lo de Tamy era mil veces mejor que el de casa: era tupido, altísimo, falso. Las bolas eran enormes y multicolores, y además tenían nieve. El nuestro era un pino natural que Don Vantaggio cortaba del jardín y que nunca era lo suficientemente fuerte como para sostenerse erguido con los adornos. La casa de Tamy era en el pueblo, en el medio de todo, y tenía una pileta riñón. Mi casa, en cambio, estaba aislada entre dos lagunas enormes con carpinchos y siete yacarés que habíamos llevado de pichones con papá en una bolsa de arpillera, un día que salimos en bote. Desde que los soltamos, nunca más me quise meter, pero no me importó porque el barro que se colaba entre los dedos de mis pies siempre me dio escalofríos en la nuca. Prefería la pulcritud de la pileta riñón, toda la vida.

Hasta su nombre era mil veces mejor que el mío; nadie que yo conociera se llamaba Tamy. Ana, en cambio, siempre me pareció demasiado común; era igual al derecho y al revés, no tenía nada de misterio, ni siquiera una y griega. Pero lo mejor de Tamy era el trabajo de sus padres. No era en una oficina aburrida con planillas llenas de números, como el de mi papá. De ahí, lo único que me divertía era borrar con saliva las cuentas que papá hacía con un lápiz de mina sobre su escritorio de fórmica blanca. Marta y Ramón, en cambio, eran dueños de la Farmacia San Martín. A la hora de la siesta, cuando se iban a descansar a su cuarto en la casa de ladrillos, Tamy y yo entrábamos a ese mundo en penumbras, lleno de reservas mágicas y secretas. Los remedios se ordenaban de piso a techo en estantes de madera oscura. Nuestros preferidos eran los Mejoralitos, por el color y por el sabor. Pero nos fascinaban los artículos de perfumería, que se guardaban en vitrinas de vidrio detrás del mostrador. Nos pintábamos los labios, los párpados, las mejillas. Mis primeras sesiones intensas de maquillaje fueron durante esas siestas de calor en la penumbra de la farmacia. Una tarde descubrimos unos sobrecitos plateados y, adentro, unos plastiquitos patinosos de colores. Nos pusimos un forro en cada dedo y nos los pasamos por las caras. Repetimos el ritual muchas veces, hasta que un día entró Marta. Nos miró. Estábamos arrodilladas. Escondimos las manos, pero no los sobrecitos que habíamos dejado en el piso como restos de golosinas. No nos dijo nada. Pero los cambió de lugar y nunca más los encontramos.

Desde que no están más Tamy ni la farmacia, perdí interés en el pueblo. Trato de ir lo menos posible. Nos subimos al auto y el aire acondicionado a tope tarda en responder. Papá se mete en todos los baches, agarra calles a contramano y pasa semáforos en rojo. Cambiaron todo, se excusa, todo. Qué gente horrible hay ahora, dice mirando por la ventana. Fijate que cuanto más fea la gente más tatuajes y aros tiene. Qué primitivismo. Mirá esa gorda.

Cuando llegamos al cementerio, las rosas que papá cortó y apoyó en el asiento de atrás del auto están totalmente marchitas. Qué desastre, dice. Él también está mustio y agobiado. Nos sentamos un rato en el banco de madera que mandó poner frente a la tumba de mamá. Es un cementerio selva. Tiene todos los tonos de verde, todos los tamaños de hojas. Hasta los troncos de los árboles parecen vestidos de fiesta, cubiertos de helechos, de orquídeas, de enredaderas. Güembé, icypó, caraguatá. No se me ocurre un lugar más excesivo y vital que este. El pasto es tupido y despide vapor, los pájaros se van acomodando en las copas de los árboles para pasar la noche. Acá todo crece demasiado, es lo único que dice papá.

Los floreros habían quedado vacíos del día anterior, aunque por lo general tienen una combinación de yerberas, rosas y agapantus mezclados sin otro criterio que la ofrenda desmedida. Siempre pienso que a mamá no le gustaría. Cuando me ocupo de las flores trato de armarle ramos más sobrios, a su gusto. El problema es que en enero languidecen rápido.

No te preocupes, mañana traemos unas lindas, le digo a papá. Hoy hace demasiado calor.

Estás muy callada hoy

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