Читать книгу El juego de los afligidos - Andrés Colorado Vélez - Страница 11

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II

A mí no me pareció extraño; ni me sorprendió, como le pasó a Claudia, que Carolina, la dueña de la billetera que ella se había encontrado en uno de los baños de la Universidad de Antioquia, fuera la novia de Julián.

—Este mundo es un pañuelo. ¿A qué no adivinás quién es Carolina Arbeláez? —me preguntó Claudia, con un tono de sorpresa que me hacía imaginarla al otro lado del teléfono como una chismosa de barrio en el preámbulo de su último descubrimiento: sin bañarse aún, los labios secos, un cigarrillo entre los dedos con una larga ceniza a punto de quemarla y la mirada brillante y delirante—: pues es la novia de Julián, el tipo que te saludó ayer en la noche, el flaco desaliñado que estaba esperando taxi cerca de nosotros, ahí en la esquina de la 65. ¿Sí te acordás?

—Ah, ya recuerdo. El que me decías que era amigo de Óscar, tu exnovio… Pero ¿y cómo o por qué te diste cuenta de que es la novia de él? —le pregunté, queriendo enredar un poco la situación, como para que creyera que lo que me estaba contando era la revelación de un gran enigma.

—Pues porque esculqué la billetera de Carolina y encontré una foto de documento de Julián. Entonces lo llamé y le pregunté si conocía a una tal Carolina Arbeláez…

—Ya veo —le interrumpí.

—¡Se emocionó tanto, amor! Tú no te imaginas. Quedamos de vernos hoy en Gato Pardo para entregarle la billetera. ¿Vienes conmigo, no? —dijo y antes de colgar acordamos encontrarnos en la Universidad de Antioquia, por los lados de la jardinera de la papelería Monín.

Claro que acepté ir con Claudia a la Universidad de Antioquia para entregarle la billetera a su dueña. Por nada del mundo me iba a perder el placer de gozar personalmente de la belleza de esa mujer que ya había visto en las fotos del carné de la universidad, del pase de conducción y de la cédula el día que ella se encontró la billetera. Tanto me había alertado la belleza de Carolina que me recuerdo contando las horas que me separaban de la entrega de la billetera. Aunque bueno, además estaba aquello de que yo disfrutaba conociendo a los amigos y familiares de Claudia. Y si bien Carolina no era su amiga, la amistad de su novio Julián con el exnovio de Claudia me permitía imaginar que allí habría sabor. Ese sabor local que desde la primera semana que comencé a salir con Claudia he gozado de su mano. Pues resulta que a sus familiares y amigos los conocíamos en sus barrios, en sus casas, metiéndonos en lo más profundo de su intimidad. No porque uno fuera entrometido, sino porque ellos, que siempre tenían un pretexto para abrir una botella de aguardiente y hacer un sancocho en la calle, lo invitaban a uno a mirar su vida por el lado de las costuras, a desenrollar la colcha de retazos de su existencia: la venta de drogas con la que sostuvieron la casa en una época, los hijos, los tíos o los hermanos asesinados o encarcelados, los embarazos no deseados, la falta de educación, las nulas oportunidades de un trabajo y un sueldo digno, la persistencia ante las adversidades, las rumbas eternas en las navidades, los ríos de aguardiente en cumpleaños, en las finales de fútbol y en los reencuentros familiares.

Unas costumbres, una rumba y un derrumbe que estaban en perfecta consonancia con lo que yo era por aquellos días; más que días, fue una época que había tenido su inicio meses atrás, antes de conocer a Claudia y hacernos novios. Época en que por accidentes de la vida había llegado a mis aficiones literarias y musicales la cultura afro, digo, caribeña, afrocaribeña: del realismo mágico de García Márquez, el color, la brisa y el calor de algunos de sus congéneres de La Cueva de Barranquilla. Yo brincaba, como bailando una descarga, a la vanguardia, la fiebre y el sabor del Andrés Caicedo, de ¡Que viva la música!... Asimismo, me deslizaba del son cubano a la salsa arrecha, hecha en Nueva York. Y continuaba resbalándome entre mambos, boleros y guarachas: del Trío Matamoros y el Trío La Rosa a Richi Ray y Bobby Cruz, a Cortijo y su Combo e Ismael Rivera; de Dámaso Pérez Prado a Tito Rodríguez y Los Hermanos Lebrón.

Recuerdo que esa tarde, antes de que me fueran presentados formalmente Carolina y Julián, casualmente los conocí de oídas. Como tenía que devolver un par de libros a la biblioteca de la universidad, llegué temprano a la cita con Claudia. Tomándome un café y fumando mientras esperaba, ahí en la jardinera que da al frente de la papelería Monín, me entretuve escuchando la conversación de la pareja que estaba a mis espaldas:

—… Lo que pasa es que a vos te encanta restregarme en la cara hasta el más mínimo error que cometo.

—¿Cómo? No, nena, estás equivocada. Yo te he dicho una y mil veces que odio la prepotencia, que no soporto a la gente que tiene que sacar a relucir los pergaminos, los diplomas, hasta los más mínimos logros académicos e intelectuales para hacer un comentario…

—¡Nooo! Me desesperás, ¿sabés? Una cosa, y esto hay que dejarlo claro, es la prepotencia, y otra, muy distinta es la cobardía, la pusilanimidad y la humildad tuya, ante lo cual cualquier cosa que se diga y como se diga es prepotente.

—Ya sabía yo que me ibas a salir con lo mismo. En consecuencia, no me queda más que repetirte: ¿para qué, para qué hablar de uno, de los sueños, de los proyectos, de los miedos propios a los demás? ¿Para qué, si precisamente uno que se atreve a callar y a escuchar a los otros sabe que a la gente, por amiga, por aliada que aparente ser, solo le importan sus cosas? Pero no, resulta que a vos te parece que callar, siendo uno conocedor de la situación, es ser humilde, ¿ah? Antes que reservado, o prudente e incluso inteligente.

—¡Ya no más…, ya no más! Estoy hasta la coronilla con tus ataques, con esa forma diestra que tenés de ver un hijueputa problema donde no lo hay.

—¿Qué? ¿Y es que vos acaso vas a seguir el resto de tu vida, o por lo menos del tiempo que estemos juntos, sin escucharte, sin prestar verdadera atención a lo que decís y a cómo lo decís?

—¿Ah, ahora resulta que la culpa es mía?

—¿Si ves, nena, si ves? ¿Quién ha estado aquí buscando culpables? Nadie. Es más, sos vos la que ahora trae a colación la palabra, el propósito de inculpar a alguien.

—No puedo…, no puedo creerlo. No seas hijueputa. Pará, detené ese látigo, esa moral tuya que anda censurando todos, hasta el más mínimo de mis actos… Es desesperante, la verdad que es muy desesperante tratar de dialogar, de entrar en razón con una persona que no espera a que uno termine de hacer o decir las cosas para atacar, para reprochar lo que uno hace.

—¿Qué? El que no puede creer soy yo…

—Me imagino que vas a sacar nuevamente tu látigo, ¿no? Que me vas a destrozar, a herirme de corazón, a mí, como te quiero, como te adoro, que sé que sos parte de mí…; hijueputa, y que por eso cada cosa que me decís me llega hasta lo más profundo del alma… Pero dale, te escucho. Dejame escuchar nuevamente a ese ser moral que hay en vos, a ese moralista radical que me persigue…

—¿Moralista…?

—¡Sí, moralista! Vos sos el ser humano más moralista que yo haya conocido en la vida. Y dejame que te lo diga en el tono académico que, según vos, tengo yo para hablar: no moralista católico ni oficial, por decirlo de algún modo, que obra según los criterios aceptados por la sociedad en una época, evitando, claro está, los instintos anárquicos que de tanto en tanto aparecen en el hombre. No. Cuando yo digo que vos sos muy moralista me refiero a algo peor, que, para que no se te olvide nunca, te lo voy a decir en el tono coloquial o deportivo que creo es el que a vos te gusta: me refiero a tu capacidad de entrega, a tu humildad, a esos hijueputas deseos que mantenés de que todo el mundo esté bien, de que no le falte nada a nadie.

—¿Capacidad de entrega, deseos de que todo el mundo esté bien? ¿Eso me lo estás diciendo vos, que supuestamente me conocés? ¿Cuántas, decime, cuántas hijueputas veces he mandado todo al diablo? Cuántas, ¿eh? ¿Cuántas en las que vos has sido testigo de que no es una charla, de que no es una broma, a diferencia tuya, que siempre estás con la esperanza de que las cosas mejoren, de que la vida cambie su curso y todo sea color de rosa…? Sí, color de rosa, que así es como a vos te gustan las cosas, la vida: un buen vivir, un mejor hogar, una buena casa, un bello presente y un rosadísimo futuro.

—¡Ayy, no me vengás con esas maricadas ahora! Los dos muy bien sabemos qué es lo que realmente se esconde detrás de aquello que vos llamás mi sueño rosado de vida y de lo que vos te das ínfulas y que no es otra cosa que un estilo de vida neohippie…

—¡¿Que qué?! ¿Neohippie?...

—¡Ay… sí, sí! Pero como te digo, no me vengás con eso ahora… Porque mejor no te tranquilizás un poquito y me decís de una buena vez que estás es enojado porque te pedí que vinieras…

—¿Tranquilizarme?... Una vez más compruebo que no vale la pena llegar hasta el punto de decirte lo que realmente pienso, deseo, temo, pues termino echándome la soga al cuello. Y si no, mirá eso: neohippie me llamaste.

—¡¿Qué puedo hacer yo?! Vos me atacás, pues yo te ataco. Que te lastime donde te duela y que te duela más por ser yo, pues…

—¿Pues qué? Ah, sí, ya sé. Pues no es tu culpa… Pero lo es. En fin, que no era este exactamente el punto al que yo quería llegar, pero es al que invariablemente vos llegás.

—Ya veo. Y luego decís que quien tiene manías dictatoriales soy yo, y mirate ¿ah?

—¿Qué me mire? ¿Eso me pedís vos, que me mire? Cuando estoy cansado de decirte, y te lo digo con mil ejemplos, que te mirés, que te fijés en lo que predicás para que así podás ver por vos misma a los extremos a que llegás. Al monstruo en que te transformás con tal de salir avante de cuanta escena hacés parte.

—Sí, sí, sí, ya sé. Otra vez la fusta, el látigo contra mi integridad.

—¿El látigo, la fusta, decís? ¿No recurrís vos acaso a ello cada vez que te referís a mí como el cobarde, el pusilánime que le saca el cuerpo a las responsabilidades? Neohippie me has dicho hace un momento, ¿ah? Neohippie porque no quiero caminar al lado tuyo el sendero rosa de tu proyecto de vida. Cuando yo ni proyecto tengo…

—¡Ay, por favor, ya! ¡Me tenés mamada, hasta la coronilla, con este sermón! Si lo que querés es que te pida disculpas por haberte hecho venir conmigo, por haberte sacado de la casa y haber interrumpido tus horas de lectura y de escritura, pues te pido que me disculpés. Pero es a vos, mi novio, mi amigo, mi compañero, a quien creo que puedo recurrir para este tipo de cosas… ¡Qué son muy tontas!, ¡qué son muy simples para vos!, pues ¿qué le vamos a hacer? Para mí no…

Cuando llegaron al final de la discusión, los sentí callarse unos minutos. Después, fue él quien pretextando ganas de tomarse un café y fumarse un cigarro le pidió a ella lo acompañara a la cafetería. Entonces pasaron cerca de mí mientras yo miraba para otro lado y me hacía el desentendido, a pesar de que deseaba constatar en sus rostros a los protagonistas de semejante discusión. Unos segundos después, los vi perderse entre la multitud que se agolpaba en torno a la cafetería de Pastora; ella, de mediana estatura, cabello liso más abajo de los hombros, cuerpo firme y bien delineado del que un corto vestido negro, como de seda, que se le adhería a la piel, permitía así afirmarlo. Él, unos diez centímetros más alto y, aunque delgado, de espalda ancha y brazos gruesos, vestido de forma sencilla: camisa negra fondo entero dobladas las mangas hasta la mitad del brazo, jean azul y tenis blancos.

Ellos se fueron y a los pocos minutos llegó Claudia. Entonces, casi sobre la hora, nos encaminamos al Gato Pardo, el bar de salsa al frente de la universidad, sobre la calle Barranquilla, el lugar acordado para hacer entrega de la billetera a su dueña. Una vez allí, y no bien habíamos pedido un par de cervezas para esperar, llegaron Carolina y Julián; este mundo, vaya que sí es un pañuelo, o mejor, una mala ficción, pensé en cuanto me presentaba y reconocía, por cómo iban vestidos, a la pareja que hacía poco discutía a mis espaldas en la jardinera de la universidad.

***

Carolina, que acaba de narrarle a su amiga Ana la escena de la jardinera de la Universidad de Antioquia, su último combate con Julián, digno de dos pesos pesados por el título mundial (tribunas atestadas de gente entre la luminosidad que le dan al ring la publicidad y los millones de los patrocinadores), aprieta fuertemente el teléfono con la mano izquierda mientras, con la derecha, trata de encender el cigarrillo que tiembla en sus labios. Y luego agrega —con la sapiencia del comentarista de mil jornadas— un comentario del monumental encuentro que dos grandes le han legado a la historia del boxeo, mientras la audiencia de Ana crece en emoción.

CAROLINA AL TELÉFONO

... ¡Sí, estuve molesta…! ¡Lo estuve, y bastante! Quizás sin ningún derecho, pero un enojo, claro, persiste, ya desde hace algunos días me acompaña, por aquello que él hizo sin querer o dejó de hacer…, por las palabras que pronunció a boca llena sin el más mínimo vestigio de tacto (su cualidad ganadora), y por aquellas tan necesarias que se ha negado a pronunciar y que, en consecuencia, me ha negado vivir...

Pero esta vez lo vi actuar de una manera tan intolerante y desenfadada hacia mí que no pude suponer más que desprecio… En estos últimos días no he visto ni aprecio ni cariño ni respeto, nada más que un cómodo lecho, ¡que cómo no confesarlo… he disfrutado inmensamente! Creo que nos cuesta más separarnos que el hecho de soportar el tedio de los días de una relación desgastada… ¡¿Es la carne del otro, no?!

... La verdad es que llevo meses luchando… contra mí misma, contra mis deseos, mis impulsos y mis sueños; contra mis impulsos más primarios y mis razonamientos más profundos… Me ha partido el corazón un millón quince veces, y cada vez de forma irreparable… Débil, enamorada o enamorada del amor, pienso que esta es la última vez. Ingenuamente, preví para los dos una relación más sana, una que en vez de desmoronarse con los golpes, se haría más y más fuerte; una en que el reconocimiento de nuestras debilidades nos enseñaría respeto, aceptación, equidad y tolerancia, y en la que guardaríamos como tesoros esos rasgos de la vida y el alma que nos entregamos en confidencia, con honestidad y desnudez.

... ¡Obras son amores!, dicen. Sin duda me ha querido…, pero tal vez no lo suficiente, por eso tal vez me ve como una gallina…. ¡Pero ¿qué puedo hacer?, soy romántica, mimada y caprichosa!... ¿Pensar en un futuro de bienestar, mi idea de bienestar, la satisfacción egoísta de mis deseos, me hace una gallina?

... Como sea, nunca comprendí exactamente a qué se refería, qué quería decir cuando me llamaba gallina. La persistencia en ello, sin embargo, me parece una especie de venganza por decirle —algunas veces— viejo y fracasado. ¡Que soy malcriada, creída, sabihonda, controladora y terca, sí, claro que sí! ¿Insegura y dependiente?, por supuesto. Lo cierto es que para lo que yo entiendo por gallina, el concepto, creo, es algo que se aleja inmensamente de lo que soy, y representa algo que nunca quiero llegar a ser, y que quisiera estar segura de que nunca seré... Cada día que vivo, cada objeto que observo, cada canción que escucho, cada cosa que siento, cada pensamiento que pienso, cada persona con la que hablo… lo confirman… Está vez se equivocó…

El juego de los afligidos

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