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Prólogo

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Esa fue la última vez que hablé de él.

El día en el que intenté olvidarme de su boca, de sus caricias, de su carácter y de sus desquiciantes besos. O por lo menos hice lo posible para que no volviese a suceder.

Él era quien me llevaba hasta el firmamento, el que me hacía tocar las estrellas con la punta de mis dedos; ese a quien un día decidí que borraría de mi mente a base de martillazos si era necesario. Porque una cosa tenía clara: Edgar Warren solo se quería a sí mismo.

Y no me refería a que fuese un hombre malo, no, sino a que jamás sería capaz de amarme como yo lo hacía. Porque estaba empezando a amarlo de una forma desgarradora y bestial, igual que lo eran nuestros encuentros fortuitos.

Edgar era un tipo duro, una persona que no se dejaba pisar por cualquiera con facilidad, alguien temible y respetado. Pero en la intimidad, conmigo, le gustaba que me adueñase de sus sentidos, que mandara en él, cediéndome el control casi siempre. Y digo amante porque estaba casado y tenía dos hijos con cinco años.

Eso a él no le importaba, y yo…, simplemente, era la otra; pensamiento que en más de una ocasión me planteé. Si el no respetaba a su familia, ¿de verdad creía que alguna vez lo dejaría todo por mí? La respuesta era sencilla: no. No iba a hacerlo nunca. Y cometí, bajo mi estado de enamoramiento hasta las trancas, el peor error de mi vida al ser consciente de los sentimientos que florecían como una tormenta arrolladora dentro de mi corazón. Me encantaba poder controlar su cuerpo a mi antojo cuando nos veíamos, adoraba ser la que lo dominara.

Esa noche, después de un tiempo, me di cuenta de lo que podía llegar a gustarme estar a su maldito lado, ser su sumisa hasta desfallecer si me lo pedía y dejar que guiara todos mis pasos hasta que el sol asomara por la ventana de mi dormitorio. Y ese fue otro de los fallos más grandes que cometí, porque una vez que crees que estás anulada por completo, es muy difícil dar marcha atrás. Y lo peor es cuando te sientes vacía, como a mí me pasó. Porque tenía claro que jamás encontraría a otro Edgar Warren.

Pero, ahora, centrémonos en aquella noche.

Toqué mis dedos entre sí por detrás de la silla. La cuerda no raspaba, y su tacto era tan suave que me pedía ser acariciada sin descanso. Tenía las muñecas cogidas con fuerza al respaldo, y mis ojos, tapados con un antifaz que desprendía un olor excesivo a cuero. Notaba cómo mi pecho subía y bajaba por la incertidumbre de no saber dónde se encontraba él.

Acabábamos de asistir a una de las enormes fiestas que Edgar organizaba en su mansión, donde la gran mayoría de los trabajadores de Waris Luk habían asistido gracias a la invitación del jefe para celebrar un nuevo comienzo por los futuros proyectos de la empresa. Era la típica fiesta en la que el alcohol volaba de un lado a otro. Las drogas, aunque no querían que las viésemos, también. Se respiraba tanto dinero en el ambiente que, en un determinado momento de la noche, decidí marcharme porque no lo aguantaba más. Había nacido en una familia humilde, que se buscaba la vida y luchaba día a día por llenar la nevera de su casa, y ver aquel despilfarro de dinero me superaba con creces. La sorpresa vino cuando, al salir por el enorme jardín que rodeaba la vivienda, una gran mano me sujetó con fuerza la muñeca. Al girarme, me di cuenta de que el jefe no se quedó solo en eso, sino que me contempló con sus fieros ojos cargados de promesas y lujuria.

Ahora, subyugada a su merced en la silla y a la espera de que regresase, con solo recordar el deseo en su mirada, mi vientre me dio un pinchazo tan doloroso que incluso me quemó y me encendió como una hoguera.

Escuché sus pasos en la lejanía, indicio inequívoco de que no estaba allí conmigo en el salón. Sin embargo, segundos después, oí la cremallera de su pantalón. Su caro perfume impactó contra mis fosas nasales, ocasionando que un leve mareo se apoderara de mí. Solté un jadeo ahogado y entreabrí los labios para dejar escapar el aire que no llegaba con suficiente fuerza a mis pulmones.

Sentí su gran mano posarse sobre mi pelo. Tiró con ímpetu hacia atrás, creando así una larga coleta que me rozaba la cintura. Cuando llegó al final de esta, la sujetó con fuerza, haciendo que mi cabeza se fuese en la misma dirección. Su boca se posó en mi cuello y repartió pequeños mordiscos que rozaban lo doloroso. Y me gustaba… Más que eso, me encantaba.

Un pequeño gemido salió de mi garganta. Se detuvo durante unos segundos, en los que escuché como decía:

—Shhh… O tendré que amordazarte.

Y esa última palabra ocasionó que mi cuerpo desnudo se tensara de pies a cabeza.

Siguió con su reguero de mordiscos hasta llegar a mis pezones, donde se entretuvo haciéndolos sufrir con sus dientes y constantes pellizcos. Reaccionaron a su tacto poniéndose duros como una piedra, y me dolieron de lo erectos que estaban. Bajó su dedo por mi boca y se detuvo en mi labio inferior para tirar de él hacia abajo. Noté la punta de su glande húmedo recorrer mi garganta, hasta que se posó en mi boca, donde acentuó unos círculos lentos y precisos. Con parsimonia, fue aplastándolo contra mis labios, y deseosa, los abrí para recibirlo.

—No.

Su voz firme y tajante resonó en la estancia como el rugido de un león, y eso provocó que mis instintos desearan arrepentirse de haber dejado que él tomara el mando esa vez.

El mando sin poder poner objeción a nada.

Sus manos bajaron por mi pecho y descendieron con una cadencia aplastante hasta llegar a la abertura de mi sexo. Escuché que respiró con dificultad cuando su dedo pasó varias veces por ella, para después tocar mi botón y presionarlo con una fuerza desmedida.

Si algo tenía Edgar, era que podía hacer perder la cabeza a cualquiera con una simple mirada de esos ojos tan azules como el océano; su porte, elegante y sensual, con aires de grandeza; su rostro, con un mentón fuerte y cuadrado junto a una barba perfectamente recortada, y su cuerpo bronceado, tan duro como el acero, tan terso que añoraba a cada instante poder rozar cualquier parte de esos casi dos imponentes metros de altura, aunque solo fuese por un instante. Era perfecto, pero a la vez estaba tan maldito que ni él mismo era consciente de ello.

Introdujo un dedo en mi sexo y se empapó por completo de la humedad chorreante que albergaba, para después abandonarlo y dejarme frustrada. Todos mis sentidos estaban alerta, y fue entonces cuando supe que se había puesto de pie. Apoyó las manos en el respaldar de la silla, a ambos lados de mis hombros, y se quedó inclinado muy cerca de mi rostro. Sentía en mi cara su respiración y ese particular olor a hombre sexy y demoledor que siempre llevaba con él.

El mismo dedo que había introducido en mí lo llevó a mi boca. Lo movió en círculos y lo chupé hasta saciarme. Un rugido salió de su garganta cuando vio tal énfasis, y en menos de lo que esperaba, lo sacó para sustituirlo por su grueso y amplio miembro. Dio un golpe en mis labios, indicándome que podía continuar, y así hice. Los abrí con unas ganas desbordantes de saborearlo. Paseé mi lengua por su hinchada cabeza y descendí hasta llegar a sus testículos, los cuales embadurné durante un rato con mi saliva hasta oír cómo perdía los papeles lamida tras lamida. Pero no podía engañarme; él tenía el control y aguantaría lo que fuese necesario.

Me acostumbré a su longitud poco a poco, y él se perdió en un abismo de sensaciones mientras se la chupaba con maestría. Sujetó mi cabeza y presionó hasta el final, soltando pequeños gruñidos desde lo más profundo de su garganta. Deseaba poder quitarme el antifaz de los ojos para verlo. Y pareció escucharme, pues se deshizo de él con rapidez. Pero necesitaba mis manos para tocarlo hasta que perdiera la poca cordura que tenía. Sus impresionantes ojos me atravesaron, fundiendo su azul cristalino con el mío destellante, diciéndonos tantas cosas y deseando otras tantas que no tendríamos noche para llevarlas a cabo.

Se apartó ligeramente de mí y se situó detrás de mi cuerpo. Noté que las cuerdas se aflojaban y pensé que me soltaría al fin. Aunque nada más lejos de la realidad, pues no me dejaría tocarlo; el juego continuaba, para mi desolación. Se colocó en la posición anterior y me quedé encajada entre su miembro, ya tapado, y la silla. Elevó mis manos con destreza y las subió hasta dejarlas en alto para terminar de apretar las cuerdas.

Sabía que no podía hacerlo, pero la necesidad de pasear mis manos por su espeso cabello negro, por su hermosa barba, por su fuerte pecho, estaba ganando la batalla. Las ganas estaban pudiendo conmigo, y de nuevo me arrepentí de estar en la maldita silla y de aquel maldito juego. Restregué mi nariz por su vientre, aspirando su olor por un instante, y se movió hacia atrás gruñendo, como solía hacer siempre.

—Enma, no.

Mi nombre en sus labios sonó a amenaza; una amenaza terrible y tentadora que no pude sostener. Me arriesgué a ser una impertinente y no lo obedecí. Descendí mis manos atadas con rapidez, tanta que se le escaparon de las suyas, y las paseé por su piel hasta llegar a su abultada erección, que, en silencio, pedía a gritos ser liberada. Me levanté como un huracán, posé mis dedos en su pecho y serpenteé por él a toda prisa. Necesitaba acariciarlo.

Esa vez no dijo nada. Se apartó veloz, sujetó mis manos con una de las suyas y me giró con brusquedad, de manera que quedé de cara a la silla. Las ató con fuerza para impedir que me soltase y colocó una de mis rodillas en el asiento. Por último, tiró de mis caderas con rudeza y desesperación hacia atrás.

—Mal, nena, mal —me reprendió con tono mordaz.

—Edgar… —musité, llena de deseo.

De repente, desapareció de detrás de mi espalda, pero segundos después noté su piel junto a la mía. Una piel suave, perturbadora y apetecible, la cual deseaba que se rozara conmigo hasta desfallecer. Supe que estaba desnudo porque su erección golpeó mi trasero con esmero. Sus manos rozaron mi pelo, y una mordaza —efectivamente, tal y como me había dicho antes— se colocó en mi boca con agilidad. La mordí con una sonrisa que él notó y apreté mis dientes. Iba a ser duro, lo veía venir.

Antes de introducirse en el fondo de mis entrañas, le dio tal palmetazo a mi cachete que como mínimo me dejaría marca durante unos días. Pero eso no era suficiente para mí después de todo lo que había visto y vivido con él. Necesitaba más. Contoneé mi trasero para que supiera lo que estaba buscando, y no tardó en coger la indirecta. Otra fuerte cachetada resonó en la austera habitación cuando me golpeó en el mismo lugar. El placentero picor me hizo cerrar los ojos. Durante un largo rato perdí la cuenta, y dejé de sentirlas por lo acostumbrada que estaba la zona afectada a recibir aquellos impactos en mi piel.

Me penetró de una manera tan bestial que la silla se movió unos milímetros. Con una de sus manos me agarró la pierna que mantenía flexionada, y con la otra sujetó con firmeza mi cadera, clavando sus ágiles dedos en ella hasta casi hundirlos en mi cuerpo. Me movió a una velocidad de vértigo. Sus embestidas eran extremadamente salvajes. Mis pechos tocaban el respaldo de la silla con golpes rudos y secos. Intenté sujetarme a la madera, pero con el nudo que había creado alrededor de mis muñecas me fue imposible.

Mientras bombeaba como un demente, maltratando mi sexo de tal manera que creí que moriría de placer, me permití pensar en varias cosas. ¿Qué futuro podría tener con él? Estaba el tema de su familia, que, en cierto modo, era una de las cosas más importantes. Pero también debía ser consciente de que nuestros encuentros solo se reducían a cosas del trabajo —dado que era mi jefe en Waris Luk, la cadena de cruceros más conocida de Europa— y a las veces que follábamos como locos en cualquier parte. Daba igual si era en su despacho, en mi casa o incluso en el aparcamiento de la empresa. Y lo peor de toda esa situación era que mi pecho comenzaba a quemar cuando lo veía, indicándome que un sentimiento tan profundo como el amor estaba naciendo dentro de él.

Tuve que abandonar mi reflexión cuando un terrible orgasmo se apoderó de mí sin darme unos minutos para procesar lo que estaba ocurriendo. Seguía como un loco pujando, rasgándome el alma. Los rudos y continuos palmetazos impactaban en la zona contraria de mi trasero dolorido; sensación que no despreciaba, puesto que me llevaba hasta límites insospechables de placer.

Después de un intenso rato en el que nuestros cuerpos no se separaron y Edgar no me permitió tocarlo bajo ningún concepto, terminamos satisfechos y rendidos. Desató los nudos de mis muñecas con tanta delicadeza que me quedé hipnotizada mientras se afanaba por deshacerse de ellos y dirigirme a la cama. Al tumbarnos, contemplé su rostro tranquilo cuando cerró los ojos durante unos instantes. Grabé en mi retina a fuego lento cada facción suya: su fuerte y perfilado mentón; sus grandes ojos, que te arrastraban a un abismo con tan solo mirarlos aunque estuviesen cerrados; su pequeña nariz y sus carnosos y llamativos labios, que me pedían a gritos que los devorara de nuevo, y aquel cabello moreno, tan oscuro como el azabache, donde deseaba enterrar mis dedos hasta saciarme.

En ese momento, me di cuenta de una sola cosa: no podía volver a verlo nunca más.

Mi obsesión

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