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A la mañana siguiente me levanté con una imagen grabada en mi retina: un hombre que condenaba el resto de mis días a la soledad.

Durante el tiempo que me alejé de él intenté rehacer mi vida en varias ocasiones, pero nunca dio su fruto ni tuve una mínima posibilidad. Siempre se me escapaba de las manos y me sabía a poco todo en general: los besos de otra persona, el carácter, incluso la cosa más simple como lo era un piropo. Y el problema solo tenía un nombre: ninguno era Edgar. Ninguno tenía su voz, sus facciones o su actitud a la hora de volverme loca. Y un millón de veces me pregunté si era así como pretendía pasar página. Totalmente ofuscada, me dejaba llevar por las situaciones cotidianas, y lo único que hacía era blindar mi corazón de forma permanente.

Y, ahora, la persona que tenía la llave se encontraba en ese mismo barco. Por ende, era a la que más intentaba evitar, porque tenía claro que, con él, seguiría siendo el segundo plato por el resto de mis días. Sería «la otra». No tenía ni puñetera idea de cómo trataría a su mujer y tampoco me importaba, pero me daba rabia. Mucha. Solo la vi una vez en una gala benéfica de Waris Luk, y con eso me bastó para odiarla el resto de mi vida. Porque, aunque era yo la que estaba metiéndose dentro de una familia, era ella la que se lo llevaba todas las noches a su cama, la que recibía sus buenos días o el simple beso mañanero que ansiaba.

Edgar nunca se quedó a dormir conmigo. Perdí la cuenta de las veces que nos habíamos acostado cuando solo llevábamos «juntos» dos meses, o como quisiera llamarse esa relación, si es que podía catalogarse como tal. Quizá el problema no radicaba solo en que él estaba obsesionado conmigo. Quizá el problema era que yo también estaba obsesionada con él. Ya no sabía qué pensar.

Pegué un manotazo en las sábanas y después me tapé la cara con la almohada, desesperada. ¿Tanto tiempo para esto?, ¿para que en solo un día derribase las pocas defensas que tenía? Porque sabía de sobra que si el suceso del ascensor se repetía, no sería capaz de contenerme ni aunque mi conciencia estuviera chillándome. Y así era mi vida: una puta montaña rusa de emociones que ni yo misma podía controlar. Y lo peor era cómo cojones pensaba afrontar una semana con esos ojos clavándose en mí a todas horas.

Apoyé mis pies en el suelo, obligándome a ir a desayunar por la cuenta que me traía, o me tiraría los siete días metida en la cama; que, por cierto, ganas no me faltaban. Quizá sería una manera de evitarlo a toda costa, aunque la idea estúpida me trajese peores consecuencias de las que imaginaba. ¿Y si me dejaba llevar solo esos días?

No. No. No. Y mil veces no.

Si conseguía caer en las redes de Edgar, sí sería verdad que estaría perdida durante otros dos años más hasta que consiguiera despegar su olor de mi cuerpo.

Me puse un vestido de color crema y debajo un bikini azul marino que tenía guardado en el cajón desde hacía bastante tiempo. Quizá un baño en alguna de las piscinas me iría bien después de hacer la visita por el barco. Visita a la que esperaba que Edgar no acudiese.

Quince minutos después detuve mi paso en la entrada de la cafetería adaptada para el desayuno. Busqué con la mirada a Luke y lo encontré en la zona de las tortitas.

—Buenos días —lo saludé con una sonrisa.

Se giró para contemplarme y esbozó una gran sonrisa.

—Buenos días, dormilona. ¿Quieres tortitas? —Me señaló una de ellas y puse cara de asco—. ¡Pues vas a perder diez kilos cuando llegues a Mánchester! —exageró.

—Lo dulce no es uno de mis puntos fuertes —le aseguré.

—Pues allí tienes lo salado —me indicó con la mano mientras me giraba en la dirección que estaba señalando—. Claro que, si quieres cogerte algo de allí, tendrás que compartir turno con el maravilloso Edgar.

El pecho se me oprimió de nuevo y miré con mala cara a Luke, que hizo un gesto de no haber dicho nada malo.

—¿Te crees que le tengo miedo? —le pregunté ofuscada.

—Yo no he dicho tal cosa. —Alzó una ceja con diversión.

—Voy a enseñarte yo a ti el miedo que le tengo a tu amigo —me envalentoné.

Sujeté el plato con fuerza, aunque por dentro estaba como una jodida gelatina. Encaminé mis pasos hasta él y, con cara arrogante, le lancé una mirada a Luke, que me sonreía de oreja a oreja desde la distancia. Cuando se dio la vuelta, cambié mi gesto de manera radical y el puñetero pánico se apoderó de mí. Edgar se giró al notar una presencia tras él. Al verme, su rictus se tensó. Pasé mi mano por encima de su brazo sin llegar a tocarlo y después me serví un par de cosas más para marcharme de allí cuanto antes.

—Espero que recuerdes que tienes una visita guiada por el barco con Lincón en media hora.

Lo miré de reojo, contemplando cómo cruzaba sus poderosos brazos en el pecho. Iba vestido de manera informal, con camiseta básica y pantalones de deporte, y verlo de esa forma hizo que temblase de pies a cabeza. Era tan… condenadamente sexy. Tragué el nudo de la garganta y, con toda la decisión que encontré, le contesté:

—No hace falta que vengas tú a recordármelo. Tengo memoria.

Me escrutó con la mirada de una forma temeraria, y eso ocasionó que las piernas me cimbrearan como una hoja. Intenté mantenerme firme, aunque supe que no lo aguantaría si seguía así durante más tiempo cerca de él. Fui a darme la vuelta para irme, pero lo escuché decir:

—Y también te recuerdo que tienes una conversación conmigo, y no te bajarás de este barco hasta que me lo expliques.

Sin mirarlo, moví mi rostro un poco hacia la derecha.

—No creo que deba darte explicaciones sobre por qué hago las cosas.

Cuando tuve la intención de dar un paso para marcharme, se colocó delante de mí y me detuvo.

—¡Sí que me las debes! —bufó furioso sin llegar a gritar, aunque, en el fondo, sabía que estaba deseándolo.

Lo observé altiva. Sin añadir nada más, pasé por su lado, dejándolo como una estatua en medio del salón. Me senté en la mesa para dos en la que Luke estaba desayunando y dejé mi plato con un fuerte golpe que resonó en toda la cafetería.

—Si quieres pasar desapercibida, lo has conseguido —se mofó.

—Ja, ja, qué gracioso eres —me enfadé.

—No aguantas una broma. Estas más arisca de lo que te recordaba.

Suspiré y tomé asiento.

—Lo siento, es que… —Al darme cuenta del gran error que estaba a punto de cometer, paré de hablar. Me pasé las manos por la cara para intentar despejarme—. No he dormido bien. Solo es eso —me excusé.

—Ya. —No se lo creía—. Pues yo, ayer por la noche, estuve de copas con Warren en la cubierta. —Alcé mis ojos hacia él cuando pronunció su apellido, y pude apreciar que estaba sonriendo como un bellaco—. ¡Tranquila! No pregunté nada que no debiera, por supuesto. Y mucho menos le hablé de ti.

—No estoy preguntándote ni recriminándote nada.

Alzó una ceja con ironía.

—Se te nota en la mirada. No te digo más.

Negué con la cabeza y me dispuse a desayunar, por lo menos. Al terminar, dejé la taza de mi café solo encima del plato y noté que alguien posaba su mano en el respaldo de mi silla.

—¿Nos vamos?

La ronca y varonil voz de Edgar me hizo revolverme incómoda en mi asiento. No miré hacia atrás, sabiendo que estaba a mi espalda, y Luke en ningún momento cometió la impertinencia de observarme para ponerme más nerviosa. Luke tenía que encajar pocas piezas: el comportamiento de Edgar, el mío al verlo, los comentarios… Por mucho que siguiera ocultándolo, tarde o temprano lo descubriría.

—Sí, claro. Si me das unos segundos, voy a por una botella de agua.

Edgar no contestó, pero supe que había asentido cuando Luke le lanzó el pulgar hacia arriba en señal de aprobación. Cuando se marchó, no fui capaz de levantarme de la silla, hasta que, en mi oído, escuché un leve susurro seguido del tacto de sus labios, muy muy pegados a mi piel:

—La última vez que te follé hasta volverme loco fue en una silla muy parecida a esta.

Noté mis mejillas arder. Como movida por un resorte, me levanté de mi asiento, dispuesta a desaparecer. ¿Por qué demonios me hacía aquello? Tenía ganas de gritar y los ojos me escocían por las lágrimas acumuladas, ya no sabía si gracias a la rabia o al anhelo, ¡o por las dos cosas! Desbocada, llegué a la cubierta, me sujeté a la barandilla y contemplé el mar, quizá buscando esa paz que no conseguía encontrar.

—¿Todo bien?

Miré a Luke con un enfado considerable. Y eso que él no tenía la culpa.

—No. No vuelvas a dejarme sola.

Sonrió.

—¿Y puedo saber por qué motivo? —Le dio un trago a su botella de agua, mirándome de reojo.

—Porque… —Resoplé—. Luke, deja de hacerte el tonto, ¡por favor!

Lo contemplé molesta en el instante en el que Edgar y Lincón salían de la cafetería, este último con un pantalón corto y una camiseta hawaiana.

—Bueno, ha llegado la hora de hacerle una visita integral a este barco. —Lincón sonrió y dio dos palmadas en el aire.

Pero mis labios solo se curvaron un poco, y con esfuerzo.

Durante el recorrido, que duró más de una hora y media, sentí los ojos de Edgar clavarse en mi espalda de manera intimidante. No fui capaz de darme la vuelta para mirarlo ni una sola vez, y Luke, que se dio cuenta de ese detalle, intentó quedarse de vez en cuando detrás con él, dejándome a mí con Lincón, que hablaba y hablaba sin parar de todos los maravillosos espacios de los que disponía. Parecía querer vendérmelo.

—Tiene usted un barco muy bonito, señor Lincón.

—Sí, querida. Mi trabajo me ha costado, pero por fin lo he conseguido. Lo hemos conseguido —recalcó, volviendo la vista hacia atrás para mirar a Edgar—. Luke me ha dicho que tiene una agencia de viajes. Discúlpeme, pero no llevo aquí toda la información de los pasajeros. —Sonrió mientras se tocaba una de las sienes—. Quizá le interesaría trabajar con nuestra cadena. Sería todo un honor para nosotros contar con su presencia, Enma.

—Sí, claro. Cuando llegue, le diré a Susan que se ponga en contacto con usted.

—Aunque me gustaría, siento decirle que los temas de las promociones y las ofertas seguirá llevándolos el señor Warren, pero él estará encantado de atenderla, ¿verdad, Warren? —Se giró para mirarlo, y al no escucharlo contestar, supe de sobra que lo único que había hecho era asentir. En ese momento, tuve claro que jamás lo llamaría, y menos teniendo que cerrar los acuerdos con él—. Es un poco serio, pero en el fondo es buena persona —murmuró Lincón para que no lo oyesen.

Asentí justo en el momento en el que Luke nos alcanzaba, dejándome entre ellos dos y Edgar. Porque por nada del mundo pensaba ponerme a su lado, o habría sido capaz de morirme.

—En diez minutos te espero en mi habitación. Planta cinco, número seis, al fondo del pasillo.

El aire dejó de entrar en mis pulmones cuando su aliento rozó mi oído. ¿De verdad pensaba que iría?

—Ni lo sueñes, Edgar —le contesté sin mirarlo.

—Más te vale aparecer.

Cuando fui a responderle de la misma forma, se había marchado.

—¡Visita terminada! —anunció Lincón—. Ya podéis volver a disfrutar de estas instalaciones. Mañana llegaremos a Marsella, y os tengo preparada una excursión que os encantará. —Frotó sus manos con ansias.

—¡Bien! Entonces, mañana nos vemos. —Luke le guiñó un ojo. Puso su mano en mi espalda para guiar nuestros pasos hasta la cubierta y me preguntó—: ¿Vamos a la terraza?

—Sí, me he traído el bikini.

—Estás hecha una provocadora. Veremos a ver cómo salimos de la piscina.

Me reí por su comentario desmesurado, acompañado de una cara de rufián imperdonable.

Durante el trayecto a la piscina, pensé que Edgar debía estar esperándome en su habitación, aunque por nada del mundo pensaba subir. Mi cuerpo quedó cubierto por el simple bikini tras deshacerme de mi vestido, el cual dejé sobre la tumbona, y me encaminé hacia el agua, donde un montón de personas comenzaron a meterse para la fiesta de pompas que tendría lugar en menos de quince minutos. Tiré del brazo de Luke, pero negó con la cabeza.

—¡Vamos, será divertido!

—Yo te espero en la barra —me dijo muy convencido.

—¡Oh, venga, Luke! No seas aguafiestas.

—Que no, que no. Las pompas que van a soltar me dan repelús. Pensaba que serían de otra cosa, y ni loco me meto con esas cosas redondas llenas de jabón hasta las trancas. ¡Quita, quita!

Puse los ojos en blanco. Antes de entrar y perderlo de vista entre tantas personas, le dije adiós con la mano. Me coloqué en uno de los rincones, rodeada de gente que no conocía. Un monitor se detuvo en una especie de tarima, visible para las tres piscinas que circundaban la cubierta. Entre tanto barullo, era imposible ver a Luke, aunque rápidamente dejé de pensar en él cuando la música sonó y las pompas salieron disparadas desde enormes cañones incrustados en las paredes laterales de la piscina. Todo el mundo bailaba y se divertía al son de la música con los ejercicios que el monitor indicaba, y yo, como era habitual en mí, le seguí el ritmo. Porque si algo me gustaba, era bailar y la música.

—Te he dicho cinco minutos, ¿y tú te vienes a la piscina a bailar?

La tensa voz de Edgar ocasionó que diese un bote, asustándome, cuando de nuevo su aliento rozó mi oído. Me quedé paralizada durante unos segundos, pero me recompuse inmediatamente, bailando, como si él no estuviera. «Sabías que vendría», me dijo mi subconsciente. Y sí, lo sabía, aunque no querer asimilarlo era bien distinto. No me habría buscado en dos años, pero allí tenía siete días para no dejarme respirar.

—Si sigues moviéndote así, vas a hacer que pierda la cabeza.

—La cabeza la perdiste hace mucho tiempo, Edgar —repuse, ignorándolo.

El habitual escalofrío que me recorría las entrañas cada vez que se encontraba cerca resurgió. Sentí una de sus manos posarse en mi espalda y bajar con mucha lentitud, delineando mi columna vertebral hasta mi trasero. Mientras, con la otra sujetaba mi cintura con precisión, para terminar chocando con su duro pecho después de atraerme hacia él. Mis fuerzas flaquearon y mis sentidos se fueron al traste por aquel sensual roce, ocasionando que un pequeño gemido saliese de mi garganta de manera involuntaria. Me había oído, porque sentí, junto con el roce de sus labios en mi cuello, una pequeña sonrisa que no dejó lugar a dudas.

Intenté retomar el ritmo de la música, pero me fue imposible concentrarme cuando sus manos pasearon por mi cuerpo a su antojo, sin permiso, sin que nadie fuese consciente de ello. Miré alrededor, asegurándome de que nadie nos observaba, y ese morbo irremediable me calentó escandalosamente. La mano que tocaba mi trasero con decisión descendió lo suficiente hasta colocarse entre mis muslos mientras una de sus piernas se colaba por las mías, dándole paso a algo que no debía dejar que ocurriera. Pero estaba paralizada.

—¿Por qué huyes, Enma? ¿Por qué si no puedes? —murmuró con la voz cargada de erotismo.

Tocó por encima de la fina tela hasta apartarla y quitarla de su camino. A continuación, se introdujo por la abertura de mi sexo y, antes de que pudiera reaccionar, uno de sus dedos removió las cenizas que aún no estaban apagadas. Involuntariamente, me arqueé cuando lo sacó, y volvió a introducirlo con brío. Su pulgar presionó con maestría aquel botón que tan bien sabía manejar, instante en el que otro jadeo ahogado salió de mi garganta, esa vez más fuerte de lo que pretendía.

El monitor se giró, de manera que yo también lo hice, impulsada por la mano libre de Edgar, quedándome contra su pecho desnudo y ocasionando que la intrusión desapareciese. Elevé mis ojos hasta toparme con los suyos, que me observaban ansiosos. Subió la mano que había tocado mi zona más íntima hasta su boca y, con una sensualidad aplastante, se chupó los dedos sin apartar su mirada turquesa, que brillaba en exceso.

—Edgar…

No me dejó continuar cuando traté de detener aquella locura:

—Estás mojada… —musitó sin dejar de contemplarme.

Siguió el compás de la música, y la conexión tan habitual en nosotros resurgió de la nada. Los sentidos se me nublaron y pensé que caería al agua, pero eso no llegó a ocurrir, pues sus manos me tenían firmemente sujeta por la cintura. Sus labios se acercaron de manera peligrosa a los míos y mi mirada se desvió hacia ellos; tan rellenos, tan apetecibles, que sentí cómo se resecaba mi garganta, cómo lo deseaba.

Me miró con fijación y, rozando mi boca, murmuró:

—Podría follarte en medio de toda esta gente y no me importaría, Enma. No lo haría. —Detuvo sus ojos en los míos, que destellaban con fuerza—. Podría devorar ese coño de mil y una maneras en todos los rincones de este barco. —Su voz, cada vez más sensual, me atrapó—. Pídemelo. Solo pídemelo.

Sentí que el aire me fallaba por completo cuando, sin previo aviso, sujetó mis caderas y tiró de mi cuerpo hasta casi fundirme con él. Notaba su respiración acelerada, veía sus pupilas dilatadas por la excitación, y fui consciente del gran bulto que crecía bajo aquel bañador. Restregó su duro miembro en mi vientre de manera intencionada, apretando mis nalgas con euforia. Colocó su rostro en el hueco de mi cuello y le pegó un leve mordisco. Solté otro gemido más grande que el anterior.

—Necesito oír cómo te corres. —Su mano volvió a la misma zona de antes, apartando la tela—. Necesito que grites mi nombre, que me pidas más.

Tuve el impulso de contonearme, de restregarme contra él, de dejar que me hiciese lo que quisiese, y más en la piscina, sin importarme una mierda que al día siguiente nos echaran del barco, que diéramos un escándalo. Pero me di cuenta de que ese era mi gran error. Estaba cayendo en las redes de aquella araña gigantesca; de la araña que, debajo de su capa animal, era el mismísimo diablo vestido de traje.

Elegante.

Tentador.

Aniquilador.

A mi alrededor, la gente seguía entusiasmada de manera casi exultante al ritmo del joven, quien agitaba su cuerpo sin vergüenza delante de tantas personas. Aproveché el hueco que quedó libre a mi derecha para escapar de las garras de Edgar; huyendo, como de costumbre. No podía enfrentarlo. No podía, y lo supe desde el minuto uno en el que vi el nombre de su agencia en esa dichosa lista.

Pero mi intento se vio abocado a un fatídico fracaso cuando al dar dos pasos me sujetó de la muñeca y ejerció una presión inhumana. Me giré y me quedé frente a él, llena de rabia por no saber controlar los sentimientos que inspiraba en mí. Me observó entrecerrando los ojos, y supe que había perdido los papeles.

—Suéltame… —siseé entre dientes.

Negó con la cabeza, sin moverse del sitio y sin importarle quién pudiera vernos. Caminó conmigo casi a rastras por toda la cubierta, sin soltarme en ningún momento. Intenté por todos los medios deshacerme de su agarre, pero nada consiguió romper ese contacto.

—¡Edgar! Estás haciéndome daño. —Elevé mi tono de voz sin pretenderlo.

—Te he dado cinco minutos. Ni uno más ni uno menos —sentenció con voz firme e implacable.

—¡Que me sueltes, joder!

Aprecié que varias personas que estaban en la terraza de la cafetería, antes de entrar a los pasillos que daban a los ascensores, nos miraban con cierto interés. Mis mejillas se encendieron como una hoguera al ser consciente del espectáculo que estábamos dando. A simple vista no parecía nada normal, pues Edgar seguía sosteniendo mi muñeca con énfasis, sin importarle que no alcanzara su paso. Me conocía, y sabía que a la mínima de cambio huiría.

Al llegar a las escaleras no se molestó en mirar atrás cuando subió los escalones con furia. Forcejeé con su agarre desmesurado y conseguí sujetarme con la mano que tenía libre a la barandilla de las escaleras. Él se giró como un basilisco y me aniquiló de un simple vistazo.

—¡He dicho que me sueltes! —Esa vez grité con toda la ira posible, porque sabía que iba de cabeza al matadero, con él de la mano. Me ignoró, y pegó un pequeño tirón que casi me lanzó contra la moqueta roja del suelo. Moví mi muñeca sin parar durante un rato, sin ser consciente de dónde estábamos, hasta que mis ojos se fijaron en el pasillo y me di cuenta de que era la puñetera planta donde se encontraba su habitación—. ¡Edgar! No pienso ir contigo a ningún sitio. ¡Que me sueltes, joder!... ¡Edgar! —Me dejé la garganta llamándolo.

Parecía estar sordo o directamente pasaba de mí, pues no se detuvo ni un solo segundo. Justo en el momento en el que encontré un blanco fijo para darle una patada en la espinilla y de esa manera poder salir corriendo, alguien a mi espalda habló con la voz seria, aunque intentando mantener la calma:

—Suéltala, Edgar.

Mi obsesión

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