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1 Enma

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Dos años después

—¡Jane! ¡Jane! Como te hagas daño, ¡tus padres me matan! —le grité, dejándome la garganta.

Maldita fuera la hora en la que decidí quedarme con la renacuaja de Katrina y Joan, mis mejores amigos. Solo se me ocurría a mí, sabiendo lo terremoto que era, decirles que se marchasen a cenar, que yo cuidaba de mi sobrina postiza. ¡Me cagaba en la leche!

Nooo acha ada —me contestó en su media lengua, como si supiese perfectamente lo que estaba hablando.

Tenía que intuir, según su idioma, que no pasaba nada, como si ella fuera consciente de que subirse sobre la mesa del salón no implicaba peligro alguno. Bufé con desesperación y di grandes zancadas hasta llegar a ella. La sujeté por la cintura y la deposité en el suelo mientras se dedicaba a patalear como una poseída y mi cabello rubio se estampaba en ambos lados de mi rostro al intentar sostenerla en mis brazos.

—¡Jane! ¡No estamos haciendo natación!

—¡Étameee!

—¡No voy a soltarte! —la advertí tajante.

No podía llegar a comprender cómo siendo tan pequeña era tan lista y loca. El teléfono sonó y, sin soltarla de mis brazos, me dirigí a la encimera de la cocina.

—¿Sí? —pregunté con brusquedad una vez que descolgué.

—Menudo humor. —Se rieron al otro lado de la línea.

—Mira, Susan, como te rías otra vez, te mando a tu sobrina en un paquete con un lazo —le espeté, mirando a la pequeña lagartija.

Ella puso morritos de esos que te dan ganas de comértelos a bocados y tuve que sonreír.

—¡Oh, vamos! No seas tan exagerada. Si es un amor de niña… —se recochineó su verdadera tía.

—¡Y una porra! —Se carcajeó a mi costa—. ¿Para qué me llamas, bonita?

—Tienes un genio que es imposible decir que no eres española.

—Y tú tienes un pavo que es imposible decir que no eres inglesa —la piqué.

Pero ella, como hacía siempre, volvió a reírse. Nunca imaginé que una persona como Susan —por lo menos cuando la conocí junto con toda la historia de Katrina, Joan y Kylian1— fuese a ser tan risueña en comparación con cómo se mostraba por aquel entonces.

—Te llamaba porque mañana tenemos una reunión con uno de los directivos de la cadena Lincón. ¿Sabes de quién te hablo?

—Sí, claro. ¿De qué se trata?

—Han concertado un viaje para varias agencias y entre ellas estamos nosotras. Lo típico: ver los nuevos trasatlánticos y sus instalaciones. Ya sabes, unas minivacaciones de una semana.

Hacía dos años que mi vida cambió de manera radical. Me compré un diminuto apartamento en un pueblo de Mánchester, nada que ver con el piso que tenía antes en el centro de la ciudad, supergrande y con una orientación que muchos envidiaban. Había pasado del lujo a algo mucho más discreto y, sobre todo, pequeño. Me fui del trabajo sin firmar siquiera el finiquito, y dejé una carta sobre la mesa del despacho de mi jefe, Edgar Warren, donde me despedía de la empresa por voluntad propia. Ese mismo día me trasladé a la casa de Katrina, donde guardaba la mudanza esperando a que me dieran las llaves de mi nuevo hogar, y a las dos semanas me mudé. Cambié mi número de teléfono y no volví a saber nada ni de mis compañeros de trabajo. Si alguien se enteraba de mi paradero, estaba segura de que Edgar vendría en mi búsqueda, y eso era lo que intentaba evitar a toda costa.

—¿Iremos las dos? —le pregunté sin apartar los ojos de Jane, que intentaba escapar de mis brazos.

—No creo. Recuerda que tenemos pendientes varios viajes y vendrán a por los papeles dentro de tres días.

—¿Y cuándo se supone que debo marcharme? —me interesé.

—Pasado mañana.

—¡¿Pasado mañana?! ¿Y avisan con tan poco tiempo? —me extrañé.

—Sí, hija, ha sido todo deprisa y corriendo. Quieren lanzar las ofertas para noviembre, y si no terminan de cerrar los trámites, es imposible que lleguen para las campañas navideñas.

—Bien, entonces, mañana pasaré para que me des los datos y volveré a casa a preparar la maleta.

—¡Genial! Pues nos vemos mañana, jefa.

Un año y medio más tarde, decidí montar mi propia agencia de viajes, llamada Garlys. No era de las más reconocidas en Mánchester, pero a mí me bastaba para poder sobrevivir y pagarle a Susan, la hermana de Joan, que comenzó a trabajar conmigo el mismo día de la inauguración.

Enfoqué toda mi atención en la niña, quien, curiosamente, se había calmado en mis brazos.

—Bueno, Jane, ¿quieres que juguemos a algo? ¿O vemos una peli en el sofá con un cubo de palomitas de colores?

Alzó una ceja con picardía y moví las mías con énfasis al ver el brillo en sus ojos. La niña aplaudió, y yo me volví loca de contenta al saber que ¡por fin! podría sentarme en el sofá durante un rato.

No supe cuánto tiempo pasó hasta que escuché el timbre de casa. Abrí los ojos, pegados por el sueño, y miré a Jane, que descansaba tranquilamente apoyada en mi pecho. La separé un poco, la dejé tumbada y me levanté. Observé mi reloj: la una de la mañana. Debía ser Katrina.

En efecto, no me equivoqué cuando abrí y me encontré a un radiante matrimonio que, con el paso de los días, evolucionaba y se profesaba el amor que sentían el uno por el otro.

—¡Hombre, la parejita del año! —susurré, en broma, para no despertar a Jane.

Joan se rio y Katrina depositó un beso en mi mejilla. Entraron. Su fabuloso padre se acercó a ella sin hacer ruido, la estrechó entre sus enormes brazos y, por último, le dio un pequeño beso en su cabecita.

—¿Cómo se ha portado? —me preguntó Katrina.

—¡Bien! —le contesté con mucha euforia—. Ya sabes cómo es. —Le guiñé un ojo.

—No sabes cómo te lo agradezco, Enma.

—No tienes que hacerlo, para eso están las amigas. Además, lo más seguro es que me quede como la tía de los gatos. Mejor que por lo menos mis sobrinos vengan a verme. —Hice una mueca graciosa.

—No creo que termines quedándote como tal. El problema es que tampoco lo buscas. —Joan rio.

—Agh. —Hice un movimiento con la mano, dándole a entender que no me importaba, y ambos sonrieron.

—Buenas noches —se despidió Katrina.

Sonreí y les dije adiós. Di la vuelta sobre mis talones para dirigirme a mi dormitorio. Tras quitarme el reloj, lo metí en el joyero que tenía en la cómoda. En ese momento, un fino collar llamó mi atención al asomar por él. Dejé que se escurriera entre mis dedos, y allí estaba.

—Debería haberme deshecho de ti hace mucho tiempo… —murmuré, mirándolo.

El collar que Edgar me regaló con su inicial apareció para llevarse otra noche de sufrimiento; una en las que me era imposible conciliar el sueño, pensando en todas las veces que lo había echado de menos durante tantísimo tiempo, y ahora que por fin había conseguido pasar página de verdad, aparecía como si nada. Siempre dije que la inicial que llevaba era por mi nombre, sin embargo, aunque él nunca me lo dijo, sabía de sobra que esa E significaba la posesión que tenía sobre mí. No era por Enma, sino por Edgar.

—Mañana te irás de mi vida para siempre —musité perdida.

Estaba claro, al día siguiente lo tiraría, aunque le hubiese costado una pequeña fortuna.

Me levanté a la misma hora de todos los días para ir a abrir la agencia. Cuando terminé de vestirme, cogí mi bolso junto con la agenda que siempre me acompañaba y salí disparada hacia mi pequeño coche. No era mucha cosa. Además, siempre había sido una persona de bienes materiales normales, y aunque en un tiempo sí pude permitirme aquellos caprichos como comprarme un coche de alta gama, no lo quería. Mi chatarrilla, como yo la llamaba, era estupenda para una sola persona.

—¡Hola, hola! —saludé con efusividad a Susan.

—Buenos días, ¿quieres un café?

Me enseñó la taza y no pude evitar arrugar el entrecejo cuando la levantó.

—¿Café solo? ¿Desde cuándo tomas café solo? ¡Si lo odias! —me extrañé.

—Ufff —bufó, y después comenzó a soplarlo.

—Anoche estuviste de juerga —evidencié.

—Sí. —Sonrió—. Kylian me invitó a cenar, y después nos dieron las mil y pico tomándonos una copa. —Movió su cucharilla con nerviosismo, observando su contenido. Me crucé de brazos en silencio, esperando a que alzase su rostro y me mirase. Al hacerlo, frunció el ceño al no saber el motivo de mi inspección—. ¿Qué pasa?

—Susan… —Resoplé y tiré de la silla hacia atrás para sentarme frente a ella—. Sabes que estás jugando con fuego, ¿verdad?

—¡Y dale! ¡Que yo no estoy jugando a nada!

—No me vengas con tonterías. No me trago tus cuentos, y lo sabes. ¿Cuánto va a durarte el tonteo con Kylian? —La señalé.

Desde que abrí la agencia y ella entró a trabajar, el trato que creamos fue increíble, dando paso a una amistad verdadera, y lo que menos quería era que sufriese por amor. De eso, yo sabía un poco.

—Enma —dejó su café y extendió su mano en mi dirección para tocarme—, te juro que no nos hemos acostado. —Negó con la cabeza, intentando apartar ese pensamiento de su mente—. ¡Es que no nos hemos ni besado! Tenemos una buena relación: quedamos, nos contamos nuestras cosas y después cada uno se marcha a su casa —terminó con hastío.

Asentí sin convencimiento, para después descruzar mis brazos y apuntarla con el dedo.

—Muy bien. Pero que sepas que el problema no está en acostarse o no con alguien, sino en que sé que tus sentimientos hacia él son diferentes, aunque no lo admitas. Y recuerda —volví a señalarla con más énfasis y me levanté de la silla para marcharme a mi despacho— que lleva tu misma sangre.

—No del todo… —murmuró, intentando que no la oyese cuando me giré.

Me di la vuelta y la fulminé de un solo vistazo.

—¡Es tu hermanastro! —Elevé los brazos al techo.

Ella rio y negó con la cabeza a la vez.

—Lo sé, por eso mismo no debes preocuparte. No ocurrirá nada.

Asentí. Sin embargo, en el fondo sabía que el día menos pensado se buscaría un buen lío; o, mejor dicho, se buscarían. Porque cuando ella no lo llamaba, lo hacía él.

—Aquí tienes todos los papeles del viaje. El recorrido es por Italia. Espero que lo pases bien. —Sonrió.

Los ojeé de uno en uno.

—¿Sabemos cuánta gente va? —me interesé.

—Sí, sobre unas dos mil personas.

—O sea, que va vacío relativamente.

—Casi. Es una inspección, por así decirlo, con las agencias más relevantes y demás. Lo de siempre con esta compañía.

—Perfecto.

—Aquí detrás —me indicó la última hoja— vienen también los invitados de la competencia. Ya sabes que esto es un «A ver quién mea más qué yo». Irán bastantes cadenas. Es una oportunidad para que saludes a los directivos.

El corazón se me paralizó como hacía mucho tiempo que no ocurría. Revisé la lista, desesperada, rezando para mis adentros por no encontrarme el nombre de la persona a la que juré que nunca más volvería a ver, y como si Susan hubiese leído mi pensamiento, dijo:

—Waris Luk está en la lista.

Por no decir: «Edgar Warren está en la lista».

El día llegó, y a las dos de la tarde estaba con el gran maletón turquesa y la bolsa de mano —que más bien era otra maleta pero en pequeño— en el puerto de Barcelona. Dirigí mis pasos hacia los controles que había antes de entrar y llegué al final de la estancia, donde un gran photocall se alzaba para todas las personas del barco. Algunos venían con la familia al completo, y yo, como de costumbre, iba sola.

Avancé por delante de los fotógrafos y de la gente que esperaba la cola y escuché que uno de ellos me llamaba:

—Señorita, ¿no quiere un recuerdo?

Me giré en dirección a la voz y negué con la cabeza, dándole las gracias en silencio. Cuando estuve a punto de continuar con mi paso, una mano firme me sujetó de la cintura, girándome.

—¡Hola, hola! —me saludó con euforia.

—¡¡Luke!!

Nos fundimos en un gran abrazo lleno de risas. Antes de despegarnos, observé que estaba más fuerte de lo que recordaba. Verlo allí fue un soplo de aire fresco que necesitaba para afrontar aquel viaje. El apasionante Luke Evanks, amigo y confidente en algunos casos, había aparecido de la nada provocándome la mayor sorpresa que habría podido imaginar. Analicé su esculpido cuerpo durante unos segundos, dándole un repaso que el agradeció con media sonrisa en sus bonitos y finos labios mientras me atravesaba con aquellos ojos tan oscuros como la noche. Elevé mi rostro para poder mirarlo mejor, pues era bastante más alto que yo.

—¡Vaya! Estás machacándote bien, ¿eh? —lo halagué, tocando su brazo.

—En algo tendré que invertir las vacaciones.

Alcé una ceja de forma interrogante, pero no le pregunté por el motivo en cuestión. Imaginé que ya me lo contaría con más tranquilidad.

—Vamos, hagámonos una foto de recuerdo. Hace dos años que no te veo. —Me guiñó un ojo, sin borrar esa espectacular sonrisa que siempre poseía.

Reí. Con su mano en mi cintura, nos dirigimos hacia el dichoso photocall, donde el fotógrafo sonrió por haberlo conseguido de una manera u otra. Segundos después accedimos al puerto, y no pude evitar soltar un murmuro de sorpresa:

—Madre mía… No sé si habrá alguno que pueda superarlo.

—Ejem… —carraspeó—, gracias. —Me miró mal.

—No digo que los tuyos sean malos, pero esto… —musité anonadada.

—Es una enorme máquina, las cosas como son.

Luke también tenía una cadena de cruceros, llamada Evanks, que más o menos se creó a la misma vez que las del señor Lincón, el dueño del gran trasatlántico que teníamos delante. A Luke lo conocí cuando trabajaba para Waris Luk, con Edgar, quien en ciertas ocasiones programaba viajes a medias con su empresa.

Sin palabras, admiré cada detalle del barco. Sus catorce plantas ocasionaron que una especie de vértigo se apoderase de mí, y tuve que bajar la vista para no marearme. Era de color blanco, con algunos adornos en las líneas que separaban las plantas de color naranja, y toda la cubierta era de un azul tan intenso como el mar de noche.

—No es apto para cardíacos —me aseguró con una sonrisa de oreja a oreja.

—No, desde luego que no lo es —le respondí de la misma forma.

—¿Vamos?

Extendió su mano para que pasase delante de él y así lo hice, mostrándole un gesto de agradecimiento. Él solo llevaba una simple maleta de mano pequeña. Le lancé un vistazo a mi gran equipaje, haciendo una mueca con los labios.

—Me da la sensación de que he venido para quedarme más de una semana —musité con desgana.

—No te fijes en mi maleta. Cabe más de lo que te imaginas.

En la entrada, dos hombres de la tripulación escanearon nuestros equipajes y después pasaron el detector por los papeles con el código de acceso que nos habían facilitado. Un hermoso vestidor con una iluminación bestial se abrió paso ante nuestras miradas sorprendidas. Me dio tiempo a contar siete ascensores que tardaban dos segundos en llenarse hasta las trancas, y frente a ellos, una gran escalera tan ancha que podrían caber quince personas de lado, como mínimo. Los suelos estaban cubiertos de una moqueta de color rojo, con una gran hilera en los filos de un oro intenso. Contemplé el plano en una de las columnas, sorprendiéndome al ver la cantidad de cosas que tenía, muy similares a otros. Pero eso sí, con todo lujo de detalles.

—Bien, señorita, dejamos las maletas y ¿adónde vamos? ¿Prefieres tomarte una copa en la terraza o quizá bañarte en la piscina olímpica, o tal vez sentarte en los taburetes de la otra piscina? —Hizo un gesto de indiferencia—. No sé, hay tantas cosas que está empezando a dolerme la cabeza.

Solté una carcajada por su comentario. Luke siempre fue un loco risueño de la vida, y eso no había cambiado en los dos años que no nos veíamos.

—La verdad es que no lo tengo muy claro, pero primero —volví mis ojos a las maletas— vamos a dejar el equipaje.

—¡Pues andando!

Esperamos pacientes el ascensor, sin hacer ningún comentario fuera de lugar. La gente que se subió minutos después con nosotros eran familiares, amigos o conocidos del resto de los dueños de otras cadenas que también estaban en el barco. Llegamos a la cuarta planta y, de casualidad, Luke tenía la habitación de al lado.

—Cinco minutos. —Me señaló—. Tenemos que hablar de muchas cosas.

Sonreí.

—¡Oído cocina!

Pasé la tarjeta por el lector y la puerta se abrió, mostrándome una habitación gigantesca con una cama de al menos dos metros de ancho, vestida con unas sábanas blanquecinas y una colcha a juego con los cojines de un rojo intenso. Disponía de un cabecero de color negro de la misma medida, y junto a él había unas amplias cortinas de diversos tonos un poco más apagados que dejaban entrever una diminuta terraza con una mesa y dos sillas de diseño.

Tras inspeccionar la habitación con minuciosidad, dejé la maleta a un lado y me permití tirarme en la cama. Todavía me quedaban dos minutos. Sonreí al comprobar mi reloj. Echaba de menos a Luke, pero jamás fui capaz de ponerme en contacto con él por miedo a que le revelase a Edgar mi paradero. Y ahora solo rezaba para que no hubiese acudido al crucero, o el tiempo y el esfuerzo que había puesto por apartarme de todo lo que se relacionaba con él se irían al traste de un plumazo. Por mucho que intentara convencerme de que mis sentimientos hacia él ya no existían, en el fondo sabía que era mentira.

Salí de la habitación y Luke lo hizo a la vez. Me observó con cara de interesante, y no pude evitar soltar una carcajada cuando en su boca se mostró una perfecta O, indicándome el lujazo que teníamos alrededor.

—Voy a tener que empezar a plantearme el diseño de mis barcos de otra manera.

—¡Oh, vamos! No seas tonto, tus barcos son estupendos. Solo que este es nuevo y tiene más chorradas. Además, no puede competir con tus precios. —Le guiñé un ojo.

Bajamos las escaleras andando con tal de no esperar a que los ascensores llegasen y nos paramos en la cubierta tres, donde se encontraba el restaurante. Cogimos una mesa para dos y enseguida las cartas tomaron posición en nuestras manos.

—Me comería la mesa con las dos sillas —comentó.

—Ya somos dos.

A lo tonto a lo tonto, nos dieron las tres y media de la tarde, y el estómago nos rugía con fuerza. Le pedimos nuestras comidas al camarero, quien nos atendió con amabilidad. Cuando se fue, Luke apoyó sus codos encima de la mesa y me miró con intensidad.

—¿Por qué no trabajas conmigo?

—Ya tengo trabajo —le contesté, y le pegué un sorbo a mi copa de vino.

—Eso ya lo sé. Me refiero al motivo por el cual no me has llamado para concertar mis cruceros.

Dejé la copa en la mesa, notando cómo se me iba un color y me venía otro. Nadie tenía constancia de mi pequeña agencia, por eso mismo no trabajaba con ninguna persona con la que lo hubiese hecho con anterioridad.

—¿Cómo…? —Casi me atraganté.

—¿Qué haces aquí, Enma?

Miró a su alrededor con una sonrisa de oreja a oreja y, con dos de sus dedos, señaló la estancia. Me había pillado.

—Viajar. Obvio.

—Sabes que esto es una comprobación preliminar de las instalaciones, ¿no?

«Detalle que habías pasado por alto», me dijo mi mente.

—¿Y? A veces invitan a personas que no tienen nada que ver con el mundillo. Eso también lo sabes. Tú mismo lo haces con las promociones —disimulé, y le di otro sorbo a mi copa.

—A este tipo de viajes no suelen invitar a personas que no tengan nada que ver, Enma. Ni promociones ni sorteos ni pollas.

Aguanté la risilla que a punto estuvo de salirme por su tono.

—Algunas veces sí, y lo sabes. No sé a qué viene tanta tontería.

Dejé mi copa en la mesa y lo miré fijamente, sin titubear y segura de poder salir de aquella trampa mortal. Me observó juguetón al ver mi gesto, pues sabía que estaba engañándolo. El juego terminó cuando añadió:

—¿Pensabas que era un secreto que tenías una agencia de viajes desde hace un año y medio? —Alzó una ceja con interés.

—¿Y cómo sabes eso? —Puse mi habitual gesto de confusión: juntar mis manos en mi regazo acompañado de un rostro sorprendido; aunque, esa vez, enfurruñado más bien.

—¡Todos lo sabemos! O por lo menos todos los que trabajamos de vez en cuando con Warren.

El cuerpo me dio una fuerte sacudida que por suerte pude controlar.

—¿Que… qué? —Puso cara de no entender qué era lo que le preguntaba, así que opté por dejarme de tonterías y continué; a fin de cuentas, me había pillado—: No te llamé porque quería empezar de nuevo, y tampoco iba a usar los contactos de Waris Luk para mi beneficio. Eso sería una desfachatez por mi parte después de llevar ocho años allí —me excusé.

—¡Vamos, Enma! Todo el mundo sabe que cuando te marchas de un trabajo, y más si montas una agencia de viajes, ¡usas los contactos que tengas! —evidenció con una mueca graciosa—. Y tú más, que eras la que hablabas con todos los gerentes constantemente para cerrar los acuerdos.

Tragué saliva, intentando canalizar el nudo que estaba creándose con lentitud en mi garganta, sin dejarme respirar, asfixiándome.

—¿Y tú…? ¿Cómo…? —titubeé, temiendo la respuesta.

—No es malo que hayas querido forjar un futuro de manera independiente. Warren es un capullo, eso lo sabemos todos.

Ni por asomo se imaginaba cuánto.

Luke nunca estuvo al tanto de nuestra supuesta «relación». En realidad, nadie lo supo. Por parte de los dos fuimos lo más discretos que pudimos, y creí que, hasta entonces, nadie sospechaba. La discreción fue esencial y nadie fue consciente de lo contrario. Lo que sí sabía era que Luke tenía un trato especial con Edgar y eran íntimos amigos desde hacía muchísimos años, aunque en los negocios siguieran siendo rivales.

—No es eso. Es que no sé cómo te has enterado estando tan lejos y siendo una agencia tan pequeña y poco llamativa. Me ha sorprendido, nada más.

Traté de no darle importancia al tema.

—Pues muy sencillo. —Le presté suma atención—. El día de tu desaparición y tras esa carta de despedida que le dejaste a tu exjefe sobre la mesa, comenzó un reto personal para el señor Warren. —Esas palabras me alteraron, y se me notó—. Comenzó a buscarte hasta debajo de las piedras, incluso me pidió que si sabía de tu paradero lo avisara. Pero, obviamente, no le hizo falta. Ya sabes que él tiene su propia liga de contactos.

—¿Y… se supone que me encontró?

—¡Claro que te encontró!, ¡por Dios, Enma! ¿Acaso se le escapa algo de las manos? No sé ni cómo me haces esa pregunta. Edgar tiene oídos en el mundo entero.

No podía creérmelo…

Todo ese tiempo había sabido dónde estaba, que tenía mi propia agencia de viajes, y jamás de los jamases vino a por mí. ¿Y yo con una preocupación que me asfixiaba?

—En cuanto inauguraste, lo llamaron. Tiene amigos, o enemigos, llámalo como quieras, por todos sitios. Y eso también lo sabes.

—¿Te dijo algo? —le pregunté ansiosa.

—¡Qué va! Me enteraba a retazos de las cosas, pero lo hacía. Dos días después de que te marcharas, fui a su despacho para ofrecerle un nuevo trato, y al no verte, me extrañé. —Se echó hacia atrás en la silla, como si el tema que estábamos tratando no tuviese importancia—. Si te digo la verdad, nunca lo había visto tan desquiciado. —Intenté no abrir mis ojos más de la cuenta por la impresión que en ese instante sentía. «Lo sabía… Sabía dónde estabas y no te buscó… Estúpida»—. He de decir que le ha costado bastante que otra persona ocupe tu puesto. No era lo mismo, y tampoco daba pie con bola a la hora de cerrar los acuerdos, por lo menos los primeros días. Pero al final imagino que terminó acostumbrándose. —Hizo un gesto de indiferencia.

—¿Es alguien que ya trabajaba en Waris Luk?

—Para no querer saber nada, estás preguntona —bromeó.

Negué con la cabeza e instalé una falsa sonrisa en mis labios, restándole importancia.

—Creo que se llama David, si no recuerdo mal. —Hizo un gesto como de pensar—. Sí, David era. Ya se ha acostumbrado, pero al principio tenía a Warren desquiciado. No sabes cómo gritaba y se enfadaba cuando las cosas salían mal.

Pues sí, sí que lo sabía, aunque no se lo diría a él. Conocía de sobra el carácter que Edgar manejaba en los negocios, y algunas veces era tan exigente que daba miedo llevarle la contraria, indistintamente de que a mí eso no me amilanaba cuando tenía que decirle dónde estaba fallando.

—No he tenido contacto con nadie, como te decía —traté de cambiar el foco de la conversación—, por eso mismo no sabía nada. He estado trabajando con compañías más pequeñas. Mi agencia no es que sea famosísima, pero funcionamos bien.

—También lo sé. —En ese momento, sí que tuve que abrir los ojos, tanto como el plato que tenía frente a mí—. Edgar lo tiene todo muy controlado. —Se rio—. Volviendo al tema de antes, si quisieras trabajar para mi compañía, estaría dispuesto a enfrentarme al mayor enemigo del mercado —terminó con una sonrisa risueña.

—Estoy bien ahora, pero gracias por la propuesta. Lo meditaré.

El camarero terminó de servirnos la comanda y ambos nos sumimos en la comida; eso sí, sin dejar de hablar.

—He de reconocer que esta vez don Lincón —comentó con retintín, refiriéndose al dueño del transatlántico— se ha superado con todo esto. —Señaló el restaurante con el tenedor en la mano haciendo círculos, y lo observé confundida.

—¿A qué te refieres?

Me miró sin entenderme.

—Enma, estás un poco espesa hoy. Lincón y Warren son socios. Todo esto es de los dos. Se unieron para el proyecto hace cosa de un año.

Paralizada y con la mandíbula que casi me llegaba al suelo, no supe qué responder, ni mucho menos qué hacer. Miré a mi alrededor cuando un extraño calambrazo me atravesó, seguido de un escalofrío nada más y nada menos que aterrador. Guie mis ojos por el salón, y justamente en una de las mesas del fondo lo vi. Sus cristalinos ojos brillaban más de lo normal mientras me penetraba con tal intensidad que mi cuerpo comenzó a temblar. Su gesto rígido y autoritario ocasionó que mi boca se secase y que fuera incapaz de apartar mi mirada de él. Paseó una de sus enormes manos, esas que tanto me habían tocado, por su espeso cabello negro. Su camisa se apretó más a su pecho cuando cogió aire copiosamente, dejando que desde mi posición atisbara aquel pequeño detalle que indicaba que estaba enfadado.

Me había visto, y lo peor era que lo sabía todo.

Y no hizo nada.

Mi obsesión

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