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La respiración se me cortó.

Mis manos comenzaron a sudar y mis piernas flaquearon. Posé mis ojos en el hombre que tenía arrodillado frente a mí, subí la mano y agarré su pelo con fuerza para que me mirase. Lo hizo, y comprobé que su pecho subía y bajaba a una velocidad de vértigo con mi simple contacto. Tiré de él hacia atrás con firmeza, apretando mis dientes y maldiciéndome por ser tan vulnerable.

Sus manos descansaban a ambos lados de sus piernas arrodilladas y su pecho casi podía rozar mi vientre. Observé su boca entreabrirse lo suficiente, buscando ese aire que parecía no querer llegar. En ese instante sentí que quemaba, que me arrebataba la poca voluntad, y el deseo irrefrenable por él explotó como un volcán lleno de lava. Agaché mi rostro hasta pegarlo al suyo, lo miré directamente a los ojos y pude contemplar la necesidad que tenía de mí. Después, junté mi frente con la suya y exhalé un fuerte suspiro que me rompió en dos mientras cerraba los ojos, disfrutando de esa sensación de tener lo que has anhelado durante tanto tiempo.

Rocé sus labios con los míos en varias ocasiones, de manera muy suave y fugaz, lo que provocó que un ronco gruñido saliera de su garganta porque no permití que llegase a besarme del todo. Y ese fue el último empujón que me faltó para lanzarme a sus brazos como si fuese mi salvavidas.

—Tócame —le ordené.

Sus grandes manos aprisionaron mi cuerpo y lo abrazaron por completo, de manera que caí encima de él con las rodillas a ambos lados, quedándome a horcajadas sobre su cuerpo. Con sus manos bordeó mi rostro, y con uno de sus dedos bajó por el filo de los botones de mi camisa, tocando mi piel por encima de la tela. Mi pecho se oprimió por el contacto. Sus ojos ascendieron hasta encontrarse con los míos y sus malditos labios volvieron a entreabrirse buscando su propio tesoro. Los míos también lo hicieron, y dejaron escapar un pequeño gemido cuando sujetó mi cabello con fuerza.

Su boca buscó con desespero la mía, sin embargo, se tomó su tiempo deleitándose con el roce, repartiendo pequeños besos en mis mejillas, en mi mentón, hasta terminar de nuevo sobre mis labios, donde su lengua lamió los míos con premura, con exigencia y con un ímpetu inhumano que me desarmó. Nunca supe cómo podía besar tan jodidamente bien, cómo podía hacer que perdiese la cabeza con un simple beso.

Sujeté su pelo con más ahínco. Noté que todo mi cuerpo cosquilleaba con el vaivén de sus roces, destruyéndome con un beso salvaje y brusco. Me restregué con desesperación sobre su cuerpo y le di rienda suelta al torbellino de emociones que me ahogaba. Sentí su gran bulto a punto de reventar justo cuando sus manos descendieron para tocar mi sexo por encima de la tela de mis pantalones.

Jadeé.

Nuestras respiraciones se tornaron descompasadas, nuestros cuerpos pidieron alivio con urgencia y nuestras manos volaron por el cuerpo de ambos, buscando ese contacto que durante dos años se había perdido. Eché mi cabeza hacia atrás al dejar salir otro gemido, más grande que el anterior, cuando Edgar abandonó mi boca para devorar con delirio mi cuello. Segundos después, esos carnosos y chispeantes labios se reunieron con los míos para volver a la batalla. A una batalla que decía a gritos lo mucho que se habían echado de menos.

El sonido de la puerta al abrirse nos separó, ocasionando que ambos nos mirásemos sin soltarnos y sin perder nuestra conexión visual, con la respiración tan entrecortada que era imposible ocultar lo que había ocurrido.

—¿Enma?

La voz de Luke me sacó del ensimismamiento. Traté de levantarme, pero Edgar sujetó mis caderas con fuerza para que eso no ocurriese. Le hice un pequeño gesto con las manos para que me soltase, y en sus ojos pude ver la súplica para que no lo hiciera. Volví a pedírselo en silencio y al final cedió. Me incorporé como una pluma y me levanté.

—Ya iba —lo informé, asomándome por detrás de la pantalla.

Luke arrugó el entrecejo con confusión. Antes de salir, me toqué los labios hinchados, gesto que no pasó desapercibido para Edgar. Aunque trató de disimular la sonrisa, por las arruguitas de sus ojos supe que le divertía mi preocupación.

—¿Qué hacías detrás de…? —La pregunta se quedó en el aire, lo que me dio a entender que su amigo acababa de salir de su escondite, detrás de mí. Me giré para fulminar a Edgar. Con semblante serio e implacable, como era habitual en él, se mostró sin ningún pudor. Aprecié una negación con la cabeza por parte de Luke. Me observó, y después lo hizo en dirección a su amigo—. Te espero fuera —murmuró con desgana.

Fui a dar un paso para llegar hasta él, pero Edgar me detuvo sujetándome por el codo. Me volví molesta por su arrebato.

—¿Por qué has salido?

—No tengo que esconderme de nadie —me dijo mordaz.

—Sí, sí que tienes que hacerlo. Te recuerdo que tienes mujer.

Me crucé de brazos mientras me observaba sin pestañear, y comenzó a enfadarse por mi reprimenda.

—Si me entero de que tienes algo con Luke… —me señaló, dando un paso en mi dirección—, te juro que dejará de respirar en menos de dos minutos.

Su amenaza me cortó la respiración, y su semblante, aún más.

—¿De qué estás hablando? —murmuré atónita—. Solo somos amigos. Y en el caso de que estuviera con otra persona, ¿acaso tendría que darte explicaciones? —Entrecerré los ojos.

Apretó los dientes, soltó su agarre sobre mí muy despacio y, deteniéndose a mi lado con esa determinación que poseía, sentenció:

—Yo soy tuyo, pero tú eres mía.

Acto seguido, se encaminó hacia la puerta, dejándome confundida y temblorosa. Escuché el fuerte golpe al cerrar con malas formas, y no pude evitar apoyarme en una de las sillas y esconder mi cara entre mis manos.

Y lloré.

Lloré de rabia, de impotencia, por no entenderlo. Si tanto me necesitaba, ¿por qué nunca se planteó dejarlo todo por mí? ¿Por qué siempre fui el segundo plato para sus necesidades? Tantas preguntas se agolpaban en mi mente que no fui capaz de centrarme en todas.

La puerta volvió a abrirse y Luke entró con el semblante teñido por la tristeza. Giré mi rostro hacia el frente para que no viera las lágrimas recorriendo mis mejillas, las limpié con premura y decidí levantarme para marcharme.

—Enma… —Rozó mi brazo antes de que pasase por su lado. Me volví y comprobé que sus ojos se apagaban al ver el gran dolor que reflejaban los míos—. Te dije que te alejaras de él. Y no me hiciste caso.

—No puedo hacerte caso, Luke —murmuré, rota de dolor.

Sus labios se juntaron en una triste mueca. Sin poder soportarlo durante más tiempo, avancé hasta la salida, por la que me perdí entre los pasillos intentando mitigar los latidos de mi corazón.

Pasadas las doce de la noche, decidí salir de mi agujero particular llamado habitación. Jamás lo había pasado tan mal en un crucero, y estaban quitándoseme las ganas de volver a alguno; aunque, tomándomelo de una manera positiva, por así decirlo, solo me quedaban dos días a bordo y todo pasaría. Lo que no tenía tan claro era el tiempo que necesitaría para recuperarme.

Me puse un vestido blanco con flores estampadas de color azul y bajé al restaurante para coger un par de trozos de pizza. Al final, la pobre Roma se quedó sin ver, y menos mal que era la cuarta vez que iba, o no me lo habría perdonado.

Paseé por las cubiertas hasta que llegué. Mientras esperaba la cola, vi que un hombre trajeado salía de una de las salas de la parte derecha.

—¿Hay alguna fiesta esta noche? —le pregunté al italiano que me servía un par de trozos.

—Ah, sí, bueno —puso los ojos en blanco—, es una fiesta solo para los gerentes de otras cadenas. La han organizado los propietarios del barco.

Asentí agradecida, apreciando una sonrisa en los labios del camarero, y me encaminé hacia la zona por donde había visto salir al hombre. En la entrada, observé que dos tipos con traje la guardaban, lo cual me extrañó.

El hombre que segundos antes había salido de la estancia movió sus pies en dirección a la entrada, borracho como una cuba, tropezando con todo lo que encontraba a su paso. Dejé los trozos de comida en una esquinita y me lancé a por él, sabiendo que era mi única baza para acceder. Agarré sus solapas de inmediato.

—¡Eh, cuidado! —le murmuré mimosa, haciendo como que se había chocado conmigo—. Casi te caes.

Le puse ojitos de felina ligona, cosa que casi nunca fallaba cuando quería conseguir algo con babosos como el que tenía delante. El tipo mostró una sonrisa lasciva de oreja a oreja.

—¿Estás sola, guapa? —me preguntó, trabándosele la lengua. Asentí como una tonta, toqueteándome el pelo con descaro, y volvió a preguntarme—: ¿Te apetece venir a una fiesta?

Mi sonrisa fue triunfal, y accedí a la vez que enroscaba mi cabello con sensualidad en uno de mis dedos.

—Bueno, no tengo nada que hacer.

—Entonces, vas a disfrutar, y de muchas maneras. —Soltó una pequeña carcajada, echándome con ello su apestoso aliento.

Al detenernos en la entrada, el tipo con el que iba tuvo que hablar con los de seguridad para que me dejasen entrar. Aun así, no estuvieron muy convencidos. En la fiesta, pude escuchar que estaba totalmente prohibido el acceso a personas que no tuviesen la invitación expresa de los dueños del trasatlántico. Cuando entré, los ojos se me abrieron de par en par al ser consciente de lo que había.

El mundo de la perversión y la fantasía se encontraba delante de mis ojos, y no pude evitar buscar a Edgar en todos los pequeños escenarios de la sala, a cual más particular. Me dio tiempo a contar cuatro.

Mi acompañante me empujó y, pegándose a mi oído, murmuró:

—¿Demasiado, muñeca?

Negué con la cabeza y sonreí, provocándolo un poquito más.

—¿Dónde están los dueños del barco?

Traté de no darle importancia a la pregunta. Con la mano que sostenía su nueva copa, señaló hacia uno de los escenarios, en el que encontré a Lincón con tres mujeres. Una de ellas estaba de rodillas metiéndose su pequeña polla en la garganta. Otra se masturbaba con un consolador frente a él, en cuclillas, y la última se colgaba de una tela, dejando que el hombre la devorase. La simple imagen me produjo un daño cerebral difícil de olvidar. No soportaba a ese hombre, y mucho menos lo hacía viéndolo desnudo.

—Ahí solo hay uno —me aseguró como si nada.

Y no me extrañó que la fiesta fuese privada… Las mujeres se paseaban sin ropa con las bandejas en las manos. Los hombres hacían lo mismo y en las mismas condiciones. Algunos llevaban complementos de cuero, otros de purpurina, y así un sinfín de cosas que no me dio tiempo a contemplar bajo la tenue luz de las distintas zonas.

El público observaba expectante los diversos espectáculos que se realizaban en la sala. Al lado de Lincón, dos mujeres se masturbaban ante la mirada de varios hombres que se encontraban apoyados en el filo del escenario lleno de luces de neón, lanzándoles billetes o metiéndoselos entre la tela del tanga y su piel. Cerca de ellas, dos hombres arremetían duras embestidas contra una mujer con los ojos vendados y las manos atadas a una silla. En la última que faltaba, una chica demasiado joven, bajo mi punto de vista, se desnudaba contoneando sus caderas al son de la música, excesivamente alta.

—Creo que el otro está en el reservado cuatro. —Lo miré sin haberlo escuchado bien y sonrió, deseando comerme de pies a cabeza—. Allí.

Señaló con el dedo unas cortinas que se encontraban en la otra parte de la estancia, separadas de la sala principal por cuatro escalones de color rojo y negro; imaginé que para diferenciar la zona reservada de las demás.

Sentí que mi estómago se agitaba y mi cuerpo temblaba de los nervios.

—Si me disculpas un momento, voy a los aseos y ahora mismo vuelvo.

Le hice un gesto con la mano, sonriendo como una idiota. Se confió, así que sentó en una de las butacas frente a Lincón. Con paso acelerado, me encaminé hacia las cortinas rojas del reservado número cuatro.

Detuve mis pies al ver salir del interior a un hombre robusto con pinta de matón. Comprobé las alternativas que tenía para colarme, pero no atiné con ninguna cuando vi que se quedaba quieto frente a la única entrada por la que podía acceder. Pensé durante unos segundos en un plan suicida. No me quedaban más opciones, por lo que, tras echar un leve vistazo hacia atrás para verificar que mi acompañante no me había seguido, anduve hacia el mastodonte.

Tal y como pensaba, el matón —porque ya lo había bautizado así— posó su mano en mi hombro y negó con la cabeza. Observé la distancia para llegar, y con solo dos zancadas más estaría dentro.

—El señor Warren me ha llamado —le aseguré con tono firme.

—El señor Warren no está aquí. —Su tono no fue para nada amigable. Ni siquiera se dignó a mirarme.

—Eso no es cierto. Sé que está aquí —añadí mordaz.

—Pues no tengo constancia de que alguien haya quedado con él —dictaminó con rudeza.

Resoplé, y cuando me giré solo un poco para despistarlo, esquivé su mano y conseguí llegar a las putas cortinas rojas que me separaban de él. ¿Por qué tanta seguridad?

Porque cuando las abrí lo entendí todo.

Todo.

Mis ojos se posaron en su mano, que sostenía una pequeña tarjeta para rejuntar lo que supuse que sería coca, esparcida por la mesa. Con la otra amontonaba el polvo blanquecino que se salía del espacio rectangular que él creaba.

Cinco mujeres se contoneaban alrededor de él. Una de ellas lo sobaba de arriba abajo, en su lado izquierdo, y las otras tres se daban el festín lamiéndose las unas a las otras, creando una cadena de lujuria sobre el largo sillón rojo. La que tocaba con lascivia por encima de la ropa a Edgar se agachó para introducirse la droga por la nariz y después se tocó su sexo, llevando luego sus impregnados dedos llenos de flujos hacia la boca de la otra mujer, que se encontraba tumbada para que los chupara. Él tenía la camisa con unos cuantos botones desabrochados, las mangas en los antebrazos y la concentración fija en su asquerosa tarea.

Elevó sus ojos hasta toparse con los míos circunspectos, momento en el que el matón me sujetó de la cintura y me sacó a rastras de allí. Me revolví como una lagartija, siendo incapaz de soltarme de sus fuertes brazos tatuados, chillando para que me bajase. Con el sonido de la música tan alto y la gente tan pendiente de los espectáculos, nadie se dio cuenta de la que se había montado en un segundo. Edgar se levantó y extendió su mano hacia el hombre que me sostenía mientras yo pataleaba como una descosida.

—Suéltala —le ordenó.

El tipo me observó con desprecio al obedecer. Me arreglé el vestido como pude y lo aniquilé con la mirada. Edgar me miró sin saber qué hacer; lo pude notar en sus ojos histéricos y rojos, que se fijaban en mí y después volvían a la droga. Di un paso firme hacia el reservado, cerré las cortinas con un fuerte movimiento de mis brazos cuando entró y le lancé una mirada a las cinco mujeres que había para que se marchasen. Cuando desaparecieron, lo contemplé con asco.

—¿Qué cojones haces?

No me contestó. Pasó por mi lado sin inmutarse, se sentó como si oyera llover y de nuevo cogió la maldita tarjeta para rejuntar la droga ante mi mirada confusa y acusatoria, la misma que él ignoró cuando volcó toda su atención en el polvito.

—¿Qué haces aquí, Enma?

La pregunta sin venir a cuento me crispó al ver cómo me ignoraba. Sin pensármelo, pasé una mano por la mesa con fuerza, tirando todo el contenido al suelo. Abrió los ojos de par en par, tratando de retener en la mesa lo poco que quedaba.

—¡¿Qué coño estás haciendo?! —me gritó como un demente. Acto seguido, se levantó del sofá de manera abrupta.

—¡¿Por qué estás metiéndote esta mierda?! —le pregunté en el mismo tono, señalando el suelo.

Arrastré mis pies varias veces por la losa, queriendo eliminar cualquier rastro de aquel veneno. Seguía observándome desencajado.

—¡¿Estás loca?!

Pero no. El loco era él, o por lo menos eso me pareció. La mesa tembló y mi mano también por el gran palmetazo que di sobre ella.

—¡¡¡Contéstame!!! —le exigí.

—¡¿Qué quieres que te conteste?! —vociferó, fuera de sí.

Se acercó como un diablo enloquecido, pero no consiguió intimidarme. Apreté mi mandíbula y dirigí mis ojos hacia los suyos de manera temeraria.

—¿Desde cuándo te metes esto?

Se frotó la cara varias veces, seguido de los ojos, y dio dos pasos para bordear la mesa y llegar hasta mí. Se alzó amenazante, pero en ningún momento se me ocurrió bajar la mirada con miedo, aunque en el fondo estaba temblando como una hoja.

—¿Con qué derecho has hecho eso? —me escupió con rabia.

—Con el derecho que me dé la gana. —Recalqué lo último, sílaba por sílaba, pegando mi rostro prácticamente al suyo.

Sentí su respiración feroz en mi cara, y sus ojos recayeron sobre mí, echando humo. Elevó su dedo índice para apuntarme directamente a la cara, pero antes de que pudiera decir ni una sola palabra, le propiné un manotazo que provocó que se moviera una milésima. Bufó como un toro, y al intentar levantar de nuevo la mano, elevé la mía para repetir el gesto. La sujetó con una fuerza desmedida.

—No vuelvas a darme un manotazo de esa manera —gruñó.

—¡Y tú no vuelvas a señalarme con el dedo!

El fuego de sus ojos se reflejó en los míos. Parecíamos dos titanes a punto de enzarzarse en una pelea. Su nariz por poco tocó la mía. En ese instante, las cortinas se abrieron y entró mi acompañante de la puerta.

—Muñeca, estaba buscándote —me dijo lascivo.

Dio un fuerte palmetazo en mi trasero, ocasionando un respingo por mi parte. Lo miré con mala cara cuando fue a cogerme del brazo para sacarme del reservado. Entonces, uno de los tres perdió la poca cabeza que le quedaba.

Mi obsesión

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