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Detuvo su paso, haciendo que me estampase contra su perfecta espalda desnuda, sin embargo, en ningún momento soltó mi muñeca. Se giró como si estuviera poseído. Al ver que su semblante se teñía de tal furia que pensé que estaría a punto de cometer el mayor asesinato de la historia, decidí también mirar en la dirección que lo hacían sus ojos. Antes de que los míos se posasen sobre la persona que venía a rescatarme, recé para mis adentros por haberme equivocado al reconocer el tono de voz.

—¿Vas a decirme tú lo que tengo que hacer? —escupió con desdén.

Lo miré suplicante para que no siguiese con la conversación, ya que entonces sí era verdad que lo mataría en la misma puerta de su habitación. El carácter de Edgar, en muchas ocasiones, producía un miedo atroz en quien no lo conocía.

—Te ha pedido que la sueltes unas cuantas veces. Creo que ya está bien. —Se cruzó de brazos.

Edgar dio un paso al frente de forma intimidante, soltando mi muñeca con mucha lentitud, pero Luke no se movió del sitio ni separó sus ojos de él. Me interpuse antes de que pudiese avanzar, porque estaba cegado por la rabia.

—Y, si se puede saber —ironizó con tono rudo—, ¿qué coño te importa lo que haga con ella?

Su nariz se hinchó, inhalando con mucha fuerza con tal de no perder los pocos papeles que le quedaban. Esperó sin un ápice de paciencia a su contestación, y Luke respondió sin alterar su voz:

—Sí, me importa. Así que haz el favor de dejarla tranquila. Ya has dado un espectáculo. No quieras dos.

Edgar achicó sus ojos tanto que pensé que los perdería. Dio otro paso más, esa vez con la intención de no retroceder. Apretó los puños con fuerza y se encaminó en dirección a su amigo, quien, con total tranquilidad, lo contemplaba sin pestañear. Entretanto, yo trataba de permanecer frente a él para que no se enzarzaran en una pelea brutal. Como anteriormente había dicho, el temperamento de Edgar era ninguno.

—¡Edgar! —Toqué su hombro, llamando su atención.

Se detuvo para observarme, atravesándome hasta el alma con esa mirada tan profunda.

—Enma, vete. —Pude ver en los ojos de Edgar los instintos asesinos que pocos minutos antes solo habían asomado como una amenaza—. Si lo que quiere es pegarme por defender algo de lo que, creo, no tiene derecho, que lo haga —añadió Luke con valentía.

—Lo que quizá no sepas es que no te quedará un diente en la puta boca —lo advirtió con rudeza su amigo.

Luke alzó una ceja, acompañando el movimiento con una mueca de sus labios, y elevó sus manos lo suficiente, llamando su atención.

—Veámoslo entonces —le chuleó.

El rostro de Edgar se contrajo, encendiéndose de una manera temeraria. Intenté evitar a toda costa que no pasase por delante de mi cuerpo, ya que el pobre Luke se llevaría la paliza de su vida.

—Edgar, mírame —le pedí con la poca tranquilidad que me quedaba. No me escuchaba; al revés, intentaba zafarse de mi cuerpo con pequeños empujones—. Luke, vete —añadí sin apartar los ojos del hombre enrabiado.

—¡No voy a dejarte con este enfermo mental! —me aseguró, sin inmutarse por su comentario.

—¡¿Qué me has llamado?! —le vociferó el otro.

Sujeté sus hombros como pude, sin embargo, su gran cuerpo hizo que, con un simple movimiento, yo retrocediese un paso hacia atrás. Si no llega a ser por la mano de Luke, que me aferró con decisión, a punto habría estado de caerme. Cuando contemplé que Edgar alzaba su puño para estampárselo en la cara, dije en tono autoritario:

—¡Edgar, basta!

Como si fuese la mayor de las fieras, a la que con un simple silbido podía amansarse, sus ojos brillantes se clavaron en mí y detuvo su paso. Bajó aquel puño cargado de fiereza, sin dejar de contemplarme.

—Luke, vete, por favor —musité agotada.

—Pero… —intentó protestar.

—¿Piensas que voy a hacerle daño? —le preguntó Edgar con enfado.

Luke alzó una ceja con ironía. Edgar dio otro paso. Ya no quedaba distancia, pues los dos tenían sus frentes casi chocando.

—Luke, hazme caso. Por favor, no empeoremos más las cosas. Déjanos solos.

Traté de que razonasen, empujando a ambos para distanciarlos. Escuché cómo resoplaba, y giré mi vista hacia los ojos que habían vuelto a mí con urgencia.

—Si me necesitas, llámame.

—No va a necesitarte para nada. —Edgar bufó.

—¡Ya basta! —solté casi en un grito.

Le eché un breve vistazo a Luke y me volví en la dirección contraria, cogiendo una cantidad de aire gigantesca para lo que me esperaba a continuación.

—Si todo este numerito es porque quieres hablar conmigo, hablemos —le espeté de malas formas, y di un paso hacia delante.

—Quiero más que eso.

Su tono rudo me tensó, y mi voz interior me pidió que me olvidase de una maldita vez de todas las tonterías que tenía en la cabeza. Pasé por delante y me detuve frente a la puerta de su habitación. Él, por su parte, no apartó su felina mirada de mí ni para sacar la tarjeta, y en ese momento fui consciente de algo de lo que no me había percatado en los cinco años que estuve a su lado de una manera u otra.

Miedo.

El miedo a perder de vista lo que tanto anhelas. El miedo a sentir que se te escapa de las manos sin poder controlarlo. Y el miedo a ser consciente de que tu mayor demonio está ante ti y se llama obsesión.

Entré con paso acelerado, echándole un vistazo por encima a la gran suite. Obviamente era el jefe, pero aquello no tenía palabras. Era la elegancia personificada, el lujo y el poder en una simple habitación. Todo lo que poseía tenía un nombre, y se llamaba riqueza. Giré mi cuerpo de manera inmediata, me crucé de brazos y lo enfrenté con mal humor:

—¿Te crees que es normal el comportamiento que has tenido? —Se acercó con parsimonia hacia mí, y retrocedí un paso cuando alzó su mano con la intención de rozarme. Estaba deseándolo, podía verlo en sus ojos—. ¡Ni se te ocurra tocarme!

Soltando un fuerte resoplido, me obedeció. Se pasó una de sus grandes manos por aquel rostro perfecto, con una barba de varios días y un semblante serio y estremecedor. Después, se la llevó hasta su cabello negro y repitió el gesto. El corazón se me detuvo al observar, como tantas veces lo había hecho, aquel contraste con sus ojos tan claros que casi rozaban el gris plata.

—Era la única manera de que me hicieras caso. No voy a tirarme toda la vida detrás de ti. —Eso último lo dijo enfadado.

Alcé una ceja, sin poder creerme lo que acababa de soltar.

—¿Toda la vida? —le pregunté con ironía, y él supo por qué estaba diciéndolo—. Quizá no te hayas enterado o tengas tanto ego que no veas más allá de ti, pero cuando una persona te ¡evita! —elevé mi tono más de la cuenta al pronunciar la última palabra—, está claro que es porque no quiere saber nada de ti.

Alzó su rostro de manera altiva y movió sus labios de forma sensual, siéndome imposible obviarlos. Se dio cuenta de ese detalle y sonrió como un rufián.

—El problema es que esa persona a la que evitas no te ha hecho nada —añadió en tono neutro.

—O quizá puede ser que la persona a la que evito sea tan tonta que no quiere darse cuenta.

Se quedó callado durante unos segundos antes de pasar por mi lado para servirse una buena copa de alcohol, que no tenía ni idea de qué sería. Me señaló el vaso, invitándome, y negué con la cabeza, estupefacta. Porque Edgar Warren también tenía esa condición: la de pasota, la de «Me sudan los cojones, literalmente». Eso me sacaba de quicio, y siempre lo había hecho, o por lo menos las pocas veces que conseguíamos decir más de dos palabras coherentes cuando hablábamos, casi siempre de trabajo.

Se lo bebió de un trago. Después miró hacia el balcón y se sirvió otro, que acabó en su estómago de la misma forma que el anterior. Sin cambiar mi postura, lo miré.

—Me abandonaste con si fuera una puta carta —siseó entre dientes—. ¿Alguien te ha dicho que eso es de cobardes?

Noté que mi pecho iba a explotar; ya no sabía si de rabia o de todo lo que acumulaba.

—No te equivoques. Yo no te abandoné. —Se giró y fijó su atención en mí de manera desafiante—. Me despedí.

—Sin motivos. —Nuevamente, me contestó antes de darme tiempo a terminar.

Apreté los dientes, a punto de reventarlos.

—Tú y yo no éramos nada —escupí de malas formas—. Solo nos veíamos, como bien decías, para follar de vez en cuando. —Repetí su habitual palabra de cortesía con cierto sarcasmo y tonito—. Y hasta donde yo sé, a personas que no tienen nada —recalqué—, no se les debe ninguna explicación.

—A mí sí.

Sentí cómo mis mejillas quemaban. No sabía cuánto me quedaba para estallar como una bomba, pero intuí que poco. Amaba estar con él, pero cuando se ponía en aquel plan chulo y prepotente a partes iguales me desquiciaba.

—¿Por qué? —le pregunté con arrogancia—. ¿Te crees el dios del universo?

—¿Lo soy? —me vaciló.

Descrucé mis brazos, sin poder contener las ganas de matarlo con mis propias manos, y cerrando mi mano en un puño, lo estampé contra el escritorio que tenía a mi izquierda, movimiento que él siguió hasta que el sonido inundó la habitación.

—¡Maldita sea, Edgar!

Encaminó sus pasos hacia mí y, al quedar justamente enfrente, me preguntó en un susurro como si nada de lo que acababa de hacer o mi simple tono de voz le demostrasen lo cabreada que estaba:

—¿Puedo tocarte?

Sentí unas terribles ganas de llorar por su comportamiento, y la impotencia resurgió en mí como un ave fénix al no poder estamparle la cabeza contra la madera.

—No —sentencié—. No puedes tocarme.

—¿Y si no te hago caso? —Sonrió burlón.

Pero no me hizo ni puta gracia, y mucho menos cuando acercó su rostro tanto que casi rozó mis labios.

—Yo no soy tu dueña, Edgar —el aire comenzó a fallarme—, y no tengo que decirte lo que tienes que hacer o no —le respondí con desdén.

—Sí lo eres, y lo sabes —murmuró sensual.

Podía apreciar la tensión en sus brazos. En sus músculos. En su rostro. Apretaba tanto la mandíbula que puse en duda el aguante de esa perfecta y blanquecina dentadura. Cerró los ojos un instante, tratando de tranquilizarse; imaginé que por la cercanía que teníamos. Lo escuché respirar profundamente, para después volver a soltar el aire contenido. Pero lo que más me desarmó fue ver en esos preciosos ojos, cuando los abrió, la necesidad que tenía de mí.

¿Por qué? ¿Por qué yo y no otra persona? ¿Qué más daba? Mi pecho subía y bajaba a toda velocidad; mis manos, aunque traté de disimularlo, temblaban. Me traspasó, y pude apreciar un azul tan intenso y oscuro como muy pocas veces había visto. Lo único que podía era hacerle daño, de alguna forma tendría que entrar en razón, y no pensaba volver a pasar por lo mismo nunca más.

—No —hablé con decisión—. Lo único que sé es que eres un jodido demente que tiene un problema muy grande.

Mi firmeza lo dejó traspuesto, sin embargo, no se me olvidaba con quién hablaba. Segundos después, se recompuso tras apartarse de mí, sabiendo que no conseguiría ablandarme con un simple acercamiento. Porque, aunque en mi fuero interno ardiese de deseo por fundirme con su cuerpo, mi cabreo monumental y mi orgullo no lo permitirían.

—Ah, ¿sí?, ¿y cuál es? —me cuestionó con soberbia.

Ahora, la que acercó el rostro a su cara fui yo. Rechinando los dientes, le dije:

—Tu obsesión.

Sonrió lascivo.

Antes de que pudiera ser consciente, sujetó mis caderas y me pegó a él para que notase su dureza contra mi vientre. Acto seguido, le propiné un fuerte empujón y me aparté.

—La única obsesión que tengo ahora mismo —rio como un tirano, pasándose una mano por la barbilla— es la de tirarte sobre esa cama y follarte hasta que no recuerdes tu nombre. —Negué con la cabeza, sin poder entender su forma de actuar, mientras el continuaba—: Me debes dos años, nena.

Hizo una señal con dos de sus dedos y después los movió con chulería.

—¡No te debo una mierda! —Bufé con furia—. Sabías dónde estaba, y aun así ¡nunca viniste! —Irremediablemente, el despecho hizo acto de presencia.

—Tú sabías el camino a casa. No creo que tenga que recordártelo —añadió con una sonrisa exasperante.

«A casa… El camino a casa, dice», pensé con ironía.

Ante su forma irritante de hablarme, sus ojos vivaces llenos de deseo y todo su ostentoso cuerpo pidiéndome a gritos que lo tocase, decidí ser la Enma que tendría que haber sido antes de marcharme de aquella maldita oficina con el rabo entre las piernas. Porque una cosa tenía muy clara: a Edgar Warren no le gustaba el amor, no le gustaban los sentimientos y no le gustaba nada que no tuviera que ver con él mismo.

—¿No has encontrado a otra persona que quiera ser tu segundo plato cuando a ti te apetezca? ¿Es eso?

Me crucé de brazos otra vez y lo contemplé altanera, como si su simple mirada no me intimidara y me hiciera perder la cabeza. Negó, esa vez más serio de lo normal, y todo rastro del hombre gracioso —véase la ironía— y duro que minutos antes tenía desapareció. Volví al ataque con saña:

—¿Y por qué no se lo pides a tu mujer?

—No estamos hablando de ella. —Apretó los dientes y me señaló con un dedo, el cual aparté de un manotazo.

Me resquebrajé por dentro al ver que la defendía a capa y espada. ¿Y para qué? ¿Para engañarla después con miles de mujeres?

—¿Quieres saber por qué me fui? —le pregunté llena de odio; obviamente, por sus sentimientos no recíprocos. Asintió en un ademán casi imperceptible, sin romper la fina línea que juntaba sus labios. Sus insípidos gestos confirmaron mis pensamientos al respecto y supe que ese era mi momento. Si no lo soltaba todo de carrerilla, no sería capaz de hacerlo nunca—: Me fui porque me tiré cinco malditos años siendo tu amante —añadí con rabia—. Porque solo obtenía algo de ti cuando querías un puto revolcón o que te sometiera a mi antojo. —Su mirada se oscureció, confusa—. Y… —Alcé mi barbilla, arrogante, intentando que no me temblara la voz, aunque me fue imposible—: porque te amé.

Su gesto no cambió, incluso percibí que su respiración agitada aumentaba, pero ni una sola palabra separó sus labios. Y eso terminó por hundirme. Yo había cogido carrerilla y no pensaba parar hasta soltarlo todo, por mucho que don Edgar Warren no quisiese escucharlo. Él había preguntado. Él sabría la verdad. Así que continué:

—Te amé tanto que cada día se hacía eterno si no te tenía. Te amé tanto que me costaba respirar, y aunque te odiara más que a mí por no saber controlar esos malditos sentimientos, seguí amándote sin importarme una mierda que tú no fueras capaz de verme con otros ojos jamás en la vida. —Tragué el nudo que se creó en mi garganta al ver que no se pronunciaba—. Me fui porque necesitaba curarme —siseé, con los ojos llenos de lágrimas. Él no despegó la vista de mí ni por un instante. Tampoco se movió del sitio—. Porque necesitaba salvarme de ti.

Dos días habían transcurrido.

Dos días desde que expulsé de mi vida todo el rencor que sentía, sin un movimiento de cabeza siquiera por su parte cuando terminé mi monólogo.

Y no estaba mejor. No encontré esa maldita paz de la que siempre hablaba.

Dos días en los que nadie lo había visto por el barco, y sospeché que quizá había bajado en el puerto de Marsella cuando llegamos, ciudad a la que ni siquiera me atreví a ir por temor a encontrármelo.

En la soledad de mi habitación o mientras estuve vagando por el barco esos dos días intentando evitar a Luke por todos los medios, pensé en la de veces que había engañado a Katrina, mi mejor amiga, diciéndole que iba a dejar a su mujer, cuando todo eso no eran nada más que invenciones mías para conseguir convencerme de que algún día lo tendría solo para mí. Y me equivocaba. No sabía cuánto por aquel entonces.

Ese día llegaríamos a Roma. Aunque me hubiese perdido las maravillosas ciudades de Marsella y Génova, tenía claro que esa mañana, o salía de mi habitación, o moriría de asco dentro, por lo que me cambié de ropa a toda prisa. Al abrir la puerta, me encontré a Luke apoyado en la pared, mirándome con mala cara.

—Pensaba que te había comido la losa del cuarto de baño.

Tuve que reírme.

—No. Como ves, no lo ha hecho.

Pensativo, asintió. Después dijo:

—¿Vas a desayunar conmigo?, ¿o, por el contrario, también vas a evitarme como llevas haciendo dos días? He pensado que estabas cogiéndole gusto.

—Sí. —Sonreí—. Iré contigo a desayunar.

Movió su rostro en señal afirmativa, esbozando una leve sonrisa pícara. Pocos minutos después, al entrar en la cafetería, lo busqué con la mirada por todo el salón.

—No está.

Lo miré y le pregunté:

—¿Quién?

Alzó una ceja con ironía.

—Enma, ya vale —murmuró agotado.

Suspiré con fuerza, cogí mi plato y me senté de golpe. Luke hizo lo mismo y comenzó a comer, dando el tema por perdido. Mis ojos se quedaron fijos en el vaso que tenía frente a mí, hasta que, sin esperarlo, le solté a bocajarro:

—Fui la amante de Edgar durante cinco años, y me fui de Waris Luk porque me enamoré de él y supe que jamás me amaría de la misma forma. Fin de la historia, ¿te vale?

Dejó su tenedor en el aire, sin llegar a meterse la comida en la boca, y fijó sus ojos en mí de manera alarmante. Bajó el utensilio hasta su plato, se limpió con la servilleta y se pasó una mano por la barbilla.

—¿Cinco años? —me preguntó sin poder creérselo. Asentí; él suspiró—. ¿Qué viste en él para estar cinco años a su lado? Es… Es… —Las palabras no querían salir de su boca—. Es que no tendría peores calificativos para definirlo. A fin de cuentas, es una persona huraña, gruñona, está todo el día enfadado… No sé, Enma. Y si me equivoco, entonces es que no han servido para nada los veinte años que he estado con él, tanto en el trabajo como en la parte que me corresponde como amigo, si es que eso existe ya… —Añadió eso último taciturno.

—Él no es así. —Elevó sus ojos como si estuviera loca—. No siempre es así —rectifiqué.

Sentí ese escozor habitual. Escozor que me tragué con mucho sufrimiento, porque tenía ganas de llorar y llorar. De desahogarme con alguien que no fuese conmigo misma. De dejarme mimar mientras me consolaban.

—Ahora entiendo muchas cosas. —Lo observé sin entenderlo—. Su comportamiento cuando te fuiste fue desmesurado, algunas veces incluso aterrador. Fue… —pensó durante un momento— como si hubiera perdido el poco juicio que le quedaba.

—Pues no lo pareció cuando no vino a buscarme.

—Él no te echó. —Me miró y después me señaló con el dedo—. Tú te fuiste.

—No me quedó otro remedio. No iba a cambiar su perfecta vida por una don nadie como yo.

Se rio a mandíbula batiente.

—En serio, Enma, ¿en qué mundo vives?

—No te entiendo, Luke. Será que estoy espesa esta mañana…, o siempre —ironicé, porque vaya viajecito estaba dándole.

—Edgar está en la ruina. —Abrí los ojos como platos—. ¿Por qué te piensas que se ha unido a Lincón? O busca soluciones, o el negocio se va a la mierda, y poco le queda.

—Eso es imposible. Waris Luk es una de las cadenas de cruceros más grandes de Europa —defendí mordaz.

—Una cosa no tiene que ver con la otra. —Prosiguió con su desayuno mientras yo lo escrutaba, esperando una respuesta que él pareció no querer darme. Tras dos minutos intimidándolo de esa forma, puso los ojos en blanco y dejó el tenedor sobre la mesa—. Apártate de Edgar todo lo que puedas y más, Enma. Es mi amigo, le tengo mucho aprecio, pero no es un buen hombre, y eso lo sabe todo el mundo. Eres una mujer inteligente, olvídate de lo que tiene entre las piernas. Seguro que habrá más personas que puedan darte lo mismo.

Qué equivocado estaba si pensaba que todo giraba en torno al sexo.

—Luke, no me enamoré de su polla; me enamoré de él —le espeté malhumorada.

—Me imagino —me contestó con diversión, aunque su comentario había estado fuera de lugar. Puse mala cara, bufando como un toro al ver que la situación lo divertía, cuando a mí lo único que estaba consiguiendo era sacarme de mis casillas—. Edgar es un tío con muchos problemas tras él, y no olvides a Morgana, su mujer. —Recalcó eso último—. Por no hablar de que jamás hará sufrir a sus hijos por un simple capricho.

—Si lo que quieres es minarme la moral, estás consiguiéndolo. Pero también te diré que hace tiempo que mi corazón se cubrió con una coraza para Edgar Warren.

Medio mentí, porque estaba visto que la coraza de la que hablaba no era lo suficientemente fuerte.

—Bajo mi punto de vista, te esfuerzas poco en disimularlo, o esa coraza no funciona. —Lo fulminé con los ojos—. Lo que no entiendo es por qué reaccionó de esa manera cuando le dijiste que parara. Edgar no es un hombre al que le den órdenes. Él da las órdenes.

—Yo tampoco lo sé.

«Mentira».

Claro que lo sabía. Pero jamás desvelaría que el hombre más imponente de aquel negocio, el más agresivo, serio e implacable que todo el mundo veía, estaba obsesionado conmigo. Porque yo podía sufrir el resto de mi vida, pero nunca se me ocurriría destrozársela a él.

—Aun así, no me gustó. Me sentí incómodo hasta yo, y eso no debes permitirlo.

—Simplemente, detuve aquella locura, Luke. No saques las cosas de contexto —intenté desviar el tema para que no le diese más importancia.

—Eso no es lo que vi. O eso, o es que iba hasta las cejas y con una simple palabra tuya se perdió.

Arrugué el entrecejo al no saber qué había querido decir, y él pareció darse cuenta de la gran cagada que había cometido. Por lo visto, todos le guardábamos secretos al señor Warren. Lo insté con los ojos a que continuase, pero Luke movió los hombros quitándole importancia a su comentario.

—Luke, no voy a decirle nada. Estoy contándote cosas que no debería, aunque te agradezca el gran acto de valentía que tuviste por tu parte, pero…

Me cortó:

—¿Quieres decir que me habría ganado en una pelea?

Se hizo el ofendido, pero yo sabía que solo estaba intentando evitar la conversación; más o menos como había hecho yo con anterioridad.

—Sí, estoy segura de ello. —Tuve que reírme cuando arrugó el entrecejo.

—Sí. —Asintió mientras masticaba—. Creo que habría terminado en el hospital con las costillas rotas y los dientes en la mano.

Aunque Luke era un hombre fuerte, alto y grande, yo sabía que en una pelea con Edgar pocas personas podrían decir que habían salido ilesas, y el pobre Luke sería uno más del montón.

—Luke… —Me cansé de esperar.

Suspiró, mirándome con pesadumbre.

—Edgar se mete de todo menos miedo.

—No sé si te entiendo. ¿Estás diciéndome que… consume drogas? —Me dijo que sí con un simple gesto, sin ninguna emoción en su rostro—. Yo nunca lo he visto —le aseguré.

—Pues lo hace cuando le da la vena, Enma. Hazme caso, cuanto más lejos esté de ti, mejor te irá.

Dejamos de hablar cuando Lincón se acercó a nuestra mesa. Tomó asiento en una de las sillas y nos indicó que en diez minutos empezaría una breve reunión para las agencias en la sala de congresos de la cubierta principal, donde se encontraba la recepción. Tras ese tiempo, aligeramos el paso por el gran pasillo hasta que llegamos a unas puertas dobles en las que había más gente esperándonos. Miré el final de la mesa. Había espacio para unas veinte personas. Presidiéndola, se encontraba Edgar, que no se percató de mi presencia.

—¿Tú para qué vienes? —murmuré en el oído de Luke.

—No lo sé. Si me lo ha dicho, será por algo. —Movió sus hombros—. Mira, a lo mejor se piensa que somos pareja. —Sonrió travieso.

—No digas tonterías. Todo el mundo sabe que no te gustan las mujeres, aunque no lo aparentes.

—Oh, vaya —se lamentó, bromeando—, y yo que pensaba que iban a partirme dos costillas más —se mofó.

Le propiné un pequeño codazo, y por un «¡Auch!» que salió de sus labios, media mesa nos miró, incluido Edgar. Llevaba una camisa celeste con coderas de distintas formas. Se había remangado las mangas hasta media altura, luciendo tan endemoniadamente sexy como de costumbre. Nuestros ojos se encontraron, y no pude evitar apartarlos al sentir que me quemaban.

—Bien, gracias por venir a todos y darnos un poco de vuestro tiempo a mi socio —lo señaló— y a mí. El motivo de esta reunión será muy breve, pero queremos daros diez razones por las que vuestros clientes deben visitar esta nueva cadena.

Tras eso, Edgar tiró de una pequeña cortina que tenía a su lado, y de esa manera sus bíceps se apretaron más de lo normal a su camisa, provocando que varias de las mujeres que había en la sala suspirasen ruidosamente. Sin poder evitarlo, las mire mal. Rectifiqué de inmediato mi actitud, que no pasó inadvertida para Luke, instante en el que me pregunté a mí misma por qué coño pensaba de esa manera tan posesiva.

Él no era nada mío.

Durante la reunión, Edgar permaneció sumido en sus pensamientos, sin decir ni una sola palabra. Golpeó con su bolígrafo el papel blanco que tenía, y de vez en cuando sentí cómo me buscaba con la mirada, pero no era capaz de apartar los ojos de la pantalla por temor a deshacerme ante él como una auténtica gilipollas.

Nunca salimos a cenar juntos ni al cine o simplemente a dar un paseo, y me amoldé a eso. Me amoldé a lo que me daba. Me encantaban nuestros encuentros arrebatados en su despacho, me apasionaban las noches en las que llamaba a mi puerta sin esperarlo o quedábamos en cualquier hotel para recurrir a nuestras perversiones más oscuras. Sin embargo, mirándolo desde el punto de vista de una idiota enamorada, como lo era yo, no había nada más. No podía aspirar a nada más. Y al principio me dio igual, porque ambos solo buscábamos complacernos, pero con el tiempo la cosa se torció, para mi maltrecho corazón.

La mujer de Edgar, Morgana, era una persona a la que nunca podría alcanzar. Lo que más rabia me dio durante todo ese tiempo fueron los momentos que ella me robó de manera inconsciente, aunque también sabía que Edgar era un mujeriego y que jamás le había sido fiel a la madre de sus hijos. Y muchas veces me cuestionaba si eso era lo que en realidad había querido para mí en un futuro. Quizá no, pero en aquellos entonces me consideré la persona más feliz del mundo, porque en la intimidad era otro. Cuando estábamos solos no gruñía, no imponía, solo se dejaba manejar al antojo de una rubia alocada o al revés. Solo pensar en aquello ocasionó que me revolviese incómoda en la silla.

Elevé mis ojos desde el punto fijo en el que los mantenía al escuchar la voz de Lincón volver de aquella lejanía inventada:

—Espero que, por lo menos, todo esto os haya convencido. Edgar está poco participativo hoy. —Intentó gastar una broma que el hombre del final de la mesa ignoró.

Uno por uno, nos despedimos con un gesto agradable, y yo me marché sin haberme enterado de la mitad de la reunión porque, aunque había estado pendiente de la pantalla, mis pensamientos estuvieron funcionando a mil por hora. Esperé mi turno para estrecharle la mano, y Luke me dijo:

—Nos vemos en la entrada. Porque vas a visitar Roma, ¿no?

Asentí y él imitó mi gesto. Cuando el señor Lincón se quedó libre, traté de avanzar hacia él, pero sentí una mano posarse en mi cintura. Bajé los ojos sin girarme, sabiendo de quién se trataba. Por su perfume, podría reconocerlo a cien millas.

Controló mi cuerpo y mis pasos a su antojo, llevándome hasta el final de la sala, y nos quedemos escondidos tras la enorme pantalla que se desplegaba en la pared. Alzó su dedo y me ordenó silencio, hasta que la sala entera se vació y su socio apagó las luces. Temblorosa y con las pulsaciones revolucionadas, sus devastadores ojos me devoraron hasta tal punto que pensé que el corazón se me paralizaría causándome una muerte repentina. Entreabrió sus labios, respirando con dificultad. Sus manos paseaban alegremente por su rostro en señal de desesperación. Y yo morí por ser esas manos.

Todos los días.

A todas horas.

—No puedes amarme —me anunció de repente, tan firme como una roca—. No puedes ni siquiera quererme.

Mi lengua murió y, con ella, todas las contestaciones posibles que pudiera darle. Lo observé, sin mostrar ningún gesto de emoción. «No puedes amarme», me repetí mentalmente. ¿Y quién era él para controlar mis pensamientos y la voluntad de mi corazón?

Asentí sin saber qué hacer, y al ser consciente de que daba un solo paso hacia mí, un escalofrío me recorrió. No podía dejar de observarlo: su pelo negro perfectamente peinado, su barba de varios días exquisitamente recortada y aquella camisa junto a los pantalones del traje… No tenía palabras para describir el impacto que producía en mí.

—Y tampoco puedes abandonarme —aseveró con determinación.

Otro paso más.

Y otro.

Tragué el nudo de mi garganta mientras lo contemplaba con fijeza. Delineó mi mentón con sus dedos perdido en otra parte, pero no en aquella sala. Perdido en mi boca, en mi nariz, en mis labios, pero no allí. No conmigo. Acercó su rostro a mi cuello de esa manera tan particular que tenía de volverme loca: aspirando mi aroma y haciendo que miles de sensaciones recorrieran mi cuerpo por su simple tacto.

—Dímelo… —me suplicó en un susurro.

No podía. No podía dejarme llevar por él, pero tampoco era capaz de detenerlo, de marcharme de allí sin mirar atrás. ¿Por qué veía aquella puta necesidad en esos ojos tan bonitos? ¿Por qué no luchaba más por apartarme de él? «Porque en realidad no quieres». Y mi batalla se vio interrumpida por su ronca voz:

—Enma… Dímelo —me pidió, esa vez de manera más firme, rozando con su nariz mi cuello.

Se apartó escasos milímetros para buscar mi boca, aunque también encontró mis ojos anegados de lágrimas. Sin saber por qué motivo lo hice, mi lengua avanzó antes que mi mente:

—De rodillas.

Y sin más, el todopoderoso Edgar Warren cayó rendido a mis pies.

Mi obsesión

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