Читать книгу Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea - Angy Skay - Страница 10

5 Dos cajas

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Sin hacer ningún comentario de lo que ya habíamos decidido, hicimos bastantes kilómetros conduciendo durante mucho tiempo de aquí para allá, hasta que llegamos a Dernoch Burn, donde vivía Kenrick. Antes de nada, nos tomamos un extenso café en una cafetería cercana. Nuestro militar escocés habló con casi todo el bar, rencontrándose con los suyos. La gente lo adoraba, y nos lo demostró por segunda vez. Después nos llevó al que era su hogar. Tenía un pequeño terreno con una casa y una bonita cabaña de aperos, suficiente espacio para todos durante esos días. El Pulga y el Linterna se habían retirado a sus respectivos hogares para ver a sus familias.

—¿Dónde duermo? —le pregunté a Kenrick desde el salón.

Él llegó a toda prisa y me miró con un pelín de miedo.

—Bueno… Tengo el sofá cama del salón. Es un poquito pequeño, menos que una cama de matrimonio, pero…

—Ah, genial, pues aquí me planto yo —dije sin dejarlo terminar.

Solté mi maleta sobre el asiento y me vi interrumpida por el equipaje de Alejandro, justo a mi lado. Alcé el mentón y entrecerré los ojos, creyendo que sería una broma. Las palabras de Kenrick me sacaron de dudas:

—El único problema es que tenéis que dormir los dos en el sofá.

—Prefiero dormir en la alfombra —sentenció Alejandro.

Muy digna, levanté con más énfasis el mentón.

—Sí, será lo mejor, porque yo soy chiquitita, pero me muevo mucho por las noches —mentira—, y seguro que tú coges más de medio sofá. En la alfombra estarás más calentito. Además, tienes la chimenea de frente, por si te da frío.

Me abrasó con sus ojos enfadados y yo le guiñé uno con chulería.

—Pues me parece a mí que, tal vez, la alfombra no se me antoje tanto y te toque dormir apretadita. —El que apretó los dientes de verdad fue él.

—Pues lo dejo a vuestra elección, chicos. —Kenrick, tan prudente como de costumbre.

Nosotros seguíamos midiendo nuestras fuerzas, aguantándonos las miradas.

—¡Genial! —exclamé con euforia y sarcasmo—. Aunque te advierto que suelo ser peleona.

—No te preocupes, soy experto en detener golpes y apresarlos para que no vuelvan a repetirse.

—Bueno, también ronco algunas veces.

—Puedo buscar algo para taparte la boca. —Sonrió con chulería, con doble intención.

—Tengo una boca muy grande, no servirá algo pequeño.

Él me miró fijamente durante unos segundos en los que mis piernas flaquearon, aunque no lo demostré.

—Tranquila, también tengo cosas muy grandes para tapar bocas grandes.

—Aprende a usar sinónimos. Te repites más que el ajo.

—Aprende a pelear con tu contrincante para que no te tape la boca… con cosas grandes.

Inspiré con fuerza y el pecho se me llenó de aire. Lo solté poco a poco bajo su expectante mirada. Di por terminada la conversación cuando escuché la voz de Angelines:

—¿Podemos salir a echarnos unos anises en las escaleras de la cabaña?

—Claro. Aquí ya he terminado de marcar mi territorio —contesté sin necesidad de mirarla.

Con aires de suficiencia me giré, dispuesta a darle con un palmo en las narices, pero me quedé con las ganas cuando lo escuché decir:

—La gatita tiene las uñas afiladas. Espero no tener que limártelas.

—Sé defenderme muy bien. Tú mismo.

—Eso ya lo sé, salvaje.

Abrí la boca para responderle, pero Angelines tiró de mi brazo y resopló, para después sacarme de la casa y llevarme en silencio a la cabaña. En las escaleras, Ma ya estaba sentada con un pijama de franela horripilante y lleno de bolillas, más o menos como los nuestros, el vaso de licor de mora sin alcohol en la mano y dos más en el suelo llenos a rebosar. Los nuestros sí eran de anís. Al ver el lloroso rostro de Ma y la cara seria de la otra, dejé que los pensamientos y las puntadillas de Alejandro se fueran muy lejos de allí.

Durante unos minutos nos mantuvimos en silencio, hasta que Angelines lo rompió:

—¿Vas a perdonarme? Ma, de verdad que no sabes lo mal que me siento. Lo mierdosa que me siento, en realidad.

—Tú no eres ninguna mierda —le contestó ella en un susurro y con la voz entrecortada.

—Mañana te casas, y no precisamente donde habías querido, y todo por mi culpa.

—Si os sirve de consuelo, con tantas cosas que nos han ocurrido a lo largo de estos meses, yo tampoco he reparado en ello —añadí, metiéndome en la conversación.

—Ni Kenrick ni yo nos acordamos de ese detalle. Siento haberte echado la culpa de todo como una energúmena. Y también siento haberte chillado de esa manera —le dijo Ma con la boca chica, pero se lo dijo y eso ya era mucho.

Otro silencio se hizo eco entre nosotras.

Otro silencio que no era habitual y que decidí romper:

—Tengo la sensación de que ya no somos como antes, de que estamos cambiando.

Las dos me contemplaron con una ceja alzada. Las dos.

—¿Qué pollas estás diciendo, Anaelia? —La primera en preguntarme fue Ma.

Angelines no tardó en seguirla:

—Eso digo yo. No me consta ninguna diferencia, aparte de que Ma está preñada hasta los ojos, de que se ha ido a vivir con Kenrick y de que, como debe ser, su familia ahora es lo más importante.

—Vosotras también sois importantes, ¿eh? —la interrumpió Ma.

Pero Angelines parecía que había pillado carrerilla, y yo solo la miraba y asentía con pesadez.

—No hablamos apenas nada por nuestro grupo de Unis de WhatsApp. No nos vemos casi, y algunas veces, por equivocación, cuando tiramos la basura, nos dedicamos dos palabras si es que llega. Ya no nos contamos los problemas. Aunque, bueno, eso para ti —miró a Ma— no es inconveniente porque no lo haces a no ser que revientes. En fin, sí, me parece que sí. Estamos raras.

—A eso me refería yo —añadí después de su verborrea.

—Pues yo no lo veo así. Simplemente, si no hay nada que decir, no se dice.

Puse morritos, evidenciando el desacuerdo que me producían sus palabras. Con Angelines tenía más trato. Tal vez, que viviéramos en una misma casa influía, pero notaba que Ma estaba cada vez más distante, y no quería que eso ocurriese. O era yo y mis paranoias. Quizá las cosas cambiasen en el momento en el que Ma diese a luz y soltase aquel desacarreo de hormonas.

—Nosotras somos especiales. Siempre lo hemos sido. Nuestra amistad nació de la nada y se convirtió en algo muy grande —concluí, observando el frondoso bosque que se alzaba frente a nosotras.

Todas mirábamos aquel punto fijo.

Angelines le dio un largo trago a su anís, arrugó la cara y se encendió un cigarro.

—No deberíamos permitir que nunca se rompiese, y si en algún momento alguna tiene algo que decir, creo que tenemos la suficiente confianza para hacerlo. —Tras un breve silencio, sentenció—: Sea lo que sea.

La miré, en mitad de Ma y de mí.

—Sea lo que sea. —Cabeceé, secundando sus palabras.

—Sea lo que sea —repitió Ma.

Sin ser conscientes, pero sabiendo que lo que acababa de decir era tan cierto como que estábamos en Escocia y a pocas horas de que Ma se casase, nuestras manos se buscaron para entrelazarse entre ellas. Tragué el nudo que tenía en la garganta y noté que mis ojos quemaban al escuchar a la roca impasible de Angelines:

—Sabéis que sois una de las mejores cosas que me han pasado en la vida, ¿verdad?

—Te hemos enseñado a reír un poco más, ¡claro que lo sabemos! —susurró Ma. A ella ya le corrían algunas lágrimas por las mejillas, y yo la seguí. A mí no podían hacerme esas cosas, que era de lágrima fácil—. Para mí también sois las mejores amigas que haya podido encontrarme, aunque a veces me saquéis de mis casillas. Pero es que, joder, estáis todo el día: «Ma, estás rara», «Ma, ¿qué te pasa», «Ma, no nos cuentas nada». Y me tenéis hasta la seta.

—Sin embargo, sabes que es verdad —me atreví a decir.

—Sí. Es verdad. Prometo cambiar. Son las hormonas estas, que me tienen hasta el higo. Ni un vaso de anís puedo tomarme.

Angelines rio mientras se limpiaba la lagrimilla.

—Ma, en realidad, a ti nunca te gustó el anís. Eras más de Licor 43, y lo sabes —puntualizó la Apisonadora.

—Es lo malo que tiene hacerse amistades nuevas, que las cosas malas se pegan —malmetió la no pelirrosa.

Suspiramos a la vez sin darnos cuenta y reímos por la telepatía, la sintonía o lo que coño fuera. Entreabrí mis labios y las contemplé.

—Os quiero, chicas, aunque nunca os lo diga.

Unas sonrisas deslumbrantes se alzaron sin esperarlo esa noche y nos fundimos en un inmenso abrazo. Después, Ma concluyó:

—Venga, cambiemos de tema, que estamos poniéndonos soplapollas.

Y las carcajadas y las anécdotas comenzaron.

Estábamos todos en el salón de Kenrick. Era una casa modesta, ni grande ni pequeña, pero sí lo suficientemente estrecha para estar seis personas desayunando, a la vez que le teñíamos el pelo a Ma de color rosa. No permitiríamos que se casara de rubia. El desayuno fue ligerito, por eso de que nuestra amiga se casaba en unas horas, y ya bastante tenía con el panzón como para también meterse entre pecho y espalda lo que habríamos ingerido en situaciones normales.

No podía creerlo. Estábamos preparándonos para la boda de Ma. Nuestra Ma McRae. Con el escocés con el que tiempo atrás se había tirado de los pelos.

—¡Vais a manchar el suelo! —nos gritó Kenrick, con la boca llena de pan.

—Que no, que yo controlo —le dije—. Te recuerdo que casi terminé los dos años de peluquería.

—Casi —me reprochó el militar—. Y ahí está la diferencia. Y en que el suelo es de parqué, y si se mancha de rosa fucsia…

—Yo también hice peluquería —le recordó Angelines mientras manipulaba mi pelo, matizando el rubio de las puntas.

—¿Os enseñaron a pintar en cadena mientras comíais y fumabais? —intervino Patrick con inquina.

Nos observé. Estábamos en pijama y en fila. Ma, sentada la primera mientras desayunaba; yo, la segunda y dándole color a Ma mientras me fumaba un cigarro, y Angelines, de pie, detrás de mí, poniéndome un poco más rubia. Ella ya tenía sujetos con pinzas los rizos que le había realizado para el posterior recogido. Se suponía que todo eso nos lo harían en una gran peluquería. Pero también se suponía que por esos entonces no seríamos pobres como ratas.

Las tres lo fulminamos con la mirada por desconfiar de nuestras capacidades. Yo con un poco más de intensidad, pero no fue provocada, sino a causa del humo del cigarro que aguantaba con los labios en la comisura derecha y que se me metió en un ojo, consiguiendo que lo entrecerrara.

—¡Guuenos días, amigous! —exclamó el Linterna, entrando en el salón con una sonrisa de oreja a oreja y una caja en las manos.

Ma la miró con curiosidad; nosotros aguantamos una sonrisa cómplice. Me pregunté cómo podía llevarla en brazos con tanta facilidad con lo que debía pesar, pero cuestionarse algo de los escoceses era en vano. Nunca sabías por dónde iban a salir.

—¿Quién les ha abierto la puerta? —preguntó Patrick, comprobando que todos estábamos en el salón.

—Yo —le contestó Alejandro, apareciendo junto al Pulga.

Al parecer, no estábamos todos allí, y a todos se nos olvidaba un poco que existía.

—Joder, macho, si es que no hablas —le reprochó Patrick, puede que sintiéndose culpable por el patinazo.

Alejandro lo ignoró y miró estupefacto al Pulga y a la cadena que traía. Todos fruncimos el ceño, esperando ver lo que venía atado a esa correa. De repente, tras la sonrisa espléndida del escocés pequeñín, apareció… ¿una caja gigante que caminaba sola? Nos miramos los unos a los otros; después, a la caja, que continuaba desplazándose; y, por último, a la que tenía el Linterna en las manos.

La primera caja la esperábamos, pero ¿la otra?…

—¿Esa caja camina sola y lleva…? ¿Lleva cuatro patas envueltas en calcetines de algodón y lunares celestes? —preguntó Ma, contrariada.

Me toqué la frente con desespero. La caja venía abierta por abajo y se le veían las patas. Y los calcetines, claro.

—Joder, Oidhche. Se suponía que no tenías que dejar entrever nada. Nada —le recriminé.

El Pulga miró a Alejandro y después a mí. Con los ojos brillantes, me dijo muy despacio y a conciencia:

—Me encanta cómo suena tu nombrre en mi boca.

—Mi nombre en tu boca —lo corrigió Alejandro en un susurro que todos oímos.

—Mi nombreu en tu boca —rectificó el pequeño con rapidez.

—¿Estás enseñándole al Pulga cómo conquistar a Anaelia? —le preguntó Angelines a Hulk.

Él se encogió de hombros y me miró.

—Algunos consejillos sin importancia.

—¿Y se puede saber para qué? —intervine, soltando con fuerza el tarro del tinte y la paleta sobre la mesa.

Kenrick se tocó el cabello rubio con desesperación y miró hacia el suelo para comprobar que no había salpicado.

—Para que me dejes a mí tranquilo, vieja —soltó Alejandro con naturalidad.

—Pero ¿qué coño dices, pedazo de capullo? —¡Como si yo lo buscara! Y lo decía allí, delante de todos. Me giré hacia él hecha una furia. A Angelines se le escapó mi pelo largo de entre los dedos y un pegotón de decolorante cayó al suelo, sonando a pegatina. Mi amiga abrió mucho la boca y se agachó con rapidez para limpiarlo.

—¡Lo sabía! —gritó Kenrick, levantándose del sillón como impulsado por un gran muelle—. ¡Es que lo sabía!

—Pues verás cuando vea la mancha en la silla tapizada de negro —murmuró Ma, y automáticamente miré el manchurrón del respaldo, que comenzaba a tornarse amarillento.

Pero no podía centrarme en eso. La furia me corría por las venas como un coche de carreras. Arriba, abajo. Arriba, abajo. ¿Que yo lo dejara tranquilo?

—Eres un fantasma, colombiano de pacotilla. Solo he intentado hablar contigo una vez para tener un trato cordial, ya que tengo que aguantarte el careto ese de chimpancé que gastas. A ver, ¿cómo se dice en colombiano «No te tocaba ni con la mano de otra»? A lo mejor así me entiendes.

Él sonrió de medio lado, y supe que estaba recordando lo mismo que yo: dada la vuelta, apoyada en la pared mientras él me follaba duro desde atrás. Solo una de sus grandes manos bastaba para sujetar mi cintura y estabilizarme, para empalarme con estocadas duras y certeras mientras me corría como una loca.

Entreabrió los labios, dispuesto a responderme, y yo usé la única bala que me quedaba en la recámara para que no hablara y dijera allí en medio lo que yo no quería que descubriera todo el mundo:

—Se acabó. Olvídate de mí. Más —recalqué antes de que respondiera—. Desde hoy, este grupo está compuesto solo por tus amigos, sus novias y los escoceses. No existo para ti. Invisible.

—No será difícil —espetó sin dejar de mirarme.

Aguanté sus ojos oscuros un poco más; lo que fuera necesario para que viera quién mandaba ahí.

¡Soprreesa! —exclamó el Pulga, rompiendo nuestra pelea visual, y levantó la caja con maestría; mucha más de la que había empleado en «ocultar» su interior.

Kenrick aguantó la respiración. Patrick también.

—¡Es un cabrón! —gritó Ma.

—Eh, tampoco es para tanto —se defendió Alejandro—. Él me ha pedido consejo y yo se lo he dado.

—No era contigo. —Ma, con el pelo relamido hacia atrás y teñido de rosa hasta la frente, señaló el contenido de la caja.

—Te presentamos a Roberto —le dije, acercándome a él—. Es un regalo de boda.

Miré la segunda caja con interés. Si no era Roberto…, ¿qué había dentro?

—¿Por qué querríamos un cabrón? —quiso saber Kenrick.

—Eso —lo apoyó Ma—. ¿Por qué nos regaláis otro animal?

—¡A los novios se les da dinero o experiencias! —continuó su futuro esposo.

—Es un novio para Boli —les expliqué, indignada por su disgusto.

—¿A los machos de las cabras se les llama cabrones, o es que vosotras lo decís así por como sois? —preguntó Alejandro.

—¿Cómo somos? —le reproché.

—Le ponéis nombre a todo, chica invisible.

Lo ignoré.

—¿Cómo va a enamorarse mi Boli si ese hijoputa trae unos calcetines de lunares con un volante? —soltó Ma con desaprobación.

—¡Eh, que se los ha hecho la Manoli! —protesté.

—Vale, todos sabíamos que Roberto vendría —intervino Patrick con evidente disgusto al saber que otra cabra rondaría por su casa a su libre albedrío.

—Todos no, ¡qué coño! Primeras noticias para mí —lo interrumpió Ma.

—Pero, entonces…, ¿qué hay en la otra caja? —se interesó Angelines, que intentaba hacer desaparecer con saliva y un trapo la mancha de la silla. A ver cómo le explicaba en medio del caos que la función del decolorante era comerse el color y que aquella silla nunca más sería la que fue.

El Linterna sonrió, apoyó la otra caja en el suelo y la abrió con calma bajo la expectación de todos. Patrick no respiraba; de hecho, creí que su rostro adquiriría ciertos tonos violáceos, como si de verdad le faltase la respiración. A todo esto, había que decir que él jugaba con ventaja porque estaba justo al lado y vería el primero lo que contenía aquella caja.

¡Sorprresa two!

Metió las dos manos y sacó… Por favor, ¡casi me desmayé! Sacó una cobaya de color blanco y pelo largo. Me miró con un brillo especial en los ojos y sonrió al decir:

—Presento Vladimir, novio de la Alacena.

—¡Azucena! —grité, al borde de un ataque de nervios, y me llevé una mano al pecho al sentir que me moría de amor.

—¿Por qué se llama Vladimir tu cobaya y mi cabrón Roberto? No es justo —se quejó Ma—. Una rata con nombre de mafioso ruso y mi cabra con nombre de español subnormal.

—¡No es nombre de subnormal! —lo defendió Angelines, sin dejar de frotar la silla. Y claro que lo defendía, ya que ella había estado de acuerdo en la elección del nombre—. Anaelia, dime que no sabías nada de la rata nueva —casi me suplicó.

La fulminé de un solo vistazo y ella volvió sus ojos a la silla, sabiendo el error que había cometido.

Roberto levantó las orejas, enfocó a Ma e inclinó la cabeza hacia la izquierda. Era muy similar a Boli: blanquito y muy muy suave. La única diferencia era que tenía una mancha marrón en el ojo derecho.

—Le ha dolido lo que has dicho, Ma —le reproché, acariciando su lomo—. No la escuches, Roberto. Está nerviosa por la boda. Y no. No sabía que venía otra co-ba-ya. ¿Te queda claro?

Miré a Angelines y ella me ignoró, pero mi tonito no le pasó por alto.

—¡La boda! Estamos todos aquí de guapos y…, y… ¡¿Dónde se supone que nos casamos?! —gritó de repente, llevándose las manos a la barriga como si el antiguo Benancio fuera a nacer. Por favor, no. Lo que nos faltaba.

—Tranquila, Ma. Ya te hemos dicho esta mañana que es una sorpresa, que está arreglado y que vosotros hoy os casáis —sentenció Angelines sin dar más explicaciones.

Juraría que Kenrick la miró con miedo.

—¡Mucha boda hoy! Ma y amigou, Roberto y Boli y Vladimir con la Alacena.

No me molesté en corregir al Linterna, ¿para qué? Tampoco lo hice cuando vi los ojos de Patrick y su gran silueta tambalearse hacia atrás mientras contemplaba a las dos cobayas.

—¡Joder! —exclamé, recordando que tenía que avisar sobre el lugar definitivo de la boda al gaitero y al oficial del juzgado. Dejé de sobetear a las dos nuevas mascotas.

Estaba buscando mi móvil con nerviosismo cuando el Pulga se colocó a mi lado y me enseñó la caja con las pajaritas fucsias de Roberto y Vladimir y los lazos de Azucena y Boli.

—¿Gustar mi regalo, princesa? —me preguntó entusiasmado.

¿Quién era yo para robarle la alegría a un pobre hombre enamorado de la mujer equivocada?

—Me gustaría mucho más que conjugaras verbos y aprendieras a hablar. Pero sí, también me ha gustado mucho tu regalo. Gracias.

Le di un beso en la mejilla y se encendió ante mi contacto. Al girarme para comenzar a hacer las llamadas oportunas, Alejandro, apoyado en la pared, me miraba con rostro serio. Obvié que existía y me metí en la habitación que nos habían asignado para arreglarnos.

—Eh, eh, ¿adónde vais todos? —preguntó Ma con nerviosismo al ver que nos dispersábamos—. Alguien tiene que quedarse con los bichos nuevos.

—Llévalos a la cabaña con Boli y Azucena, que vayan conociéndose —le propuso Angelines.

—¿Y si no se llevan bien? Algún adulto tendrá que vigilarlos, ¿no? —Ma ya se metía en la habitación y tenía la puerta medio cerrada.

—¿Puedes encargarte, amor? —le preguntó Angelines al alemán mientras besaba su boca. Sin esperar respuesta, se giró y caminó hasta el dormitorio.

Antes de cerrar, pude ver cómo Patrick miraba a su alrededor y tragaba saliva, probablemente con ganas de llorar.

Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea

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