Читать книгу Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea - Angy Skay - Страница 12

7 La barra de chorizo

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Hacía casi una semana que habíamos vuelto de Escocia y me encontraba estresada como nunca. Era la primera vez que tenía más de una corrección en mi poder, ¡y, Virgen santa, cómo me había llegado el manuscrito! No tenía por dónde cogerlo, y por más que tamborileara mi lápiz sobre el taco de papeles, no conseguía concentrarme. Ortotipográficamente, pasable, pero el estilo… El estilo como el de mi Azucena desde que vestía Kike.

—¡Joder, Alejandro! —escuché el quejido que Angelines lanzó al aire.

Estaba sentada en las escaleras laterales del porche, antes de acceder al jardín, y ellos se encontraban justo enfrente, peleando como becerros para la gran batalla, como llevaban haciendo desde el momento en el que sus pies pisaron tierra almeriense. Patrick se había marchado a Alemania, días atrás, tal y como dijo, pero no para quedarse allí, sino que regresó el mismo día de madrugada. Cuánta boca tenían a veces. Todo lo que había renegado para tragarse sus palabras.

Kenrick apareció a mi lado. Se sentó con su cerveza en la mano y un sobre.

—¿Es un regalo para mí?

Lo miré a través de mis gafas y él sonrió, encogiéndose de hombros.

—Es el viaje de novios que Marisa no espera. Ojalá haya acertado, porque si no…

—Si no, montará un drama —añadió Angelines, esquivando un derechazo directo que iba a sus dientes.

—Ya verás como viniendo de ti le encanta. No puede tener un marido mejor que tú.

Le sonreí con afecto y Ma apareció, pillándome.

—¿Qué haces poniéndole carita de putona a mi marido? —recalcó mucho ese «mi», y yo puse los ojos en blanco.

—De verdad que estás paranoica perdida y no hay quien te aguante. Qué hostia más grande tienes —objetó Angelines, pendiente de la conversación.

—Tú cállate y sigue peleando con Hulk, que contigo no estaba hablando.

Angelines soltó un improperio de los suyos y alentó a Alejandro para que le atestara el siguiente golpe, el cual frenó con maestría. Me embobé mirándolos. Más a él que a ella, como era normal, y me encontré recordando aquel polvo en los acantilados el día de la boda.

Como lo había hecho cada puto día desde que ocurrió.

Me prometí a mí misma borrarlo de mi mente como si nunca hubiese ocurrido, pero también tenía claro que era de chocho enamoradizo, y siempre lo había dicho. Alejandro me gustaba. Me gustaba en exceso y sentía unas mariposas ya olvidadas cada vez que pasaba por mi lado. Me gustó cuando llegó, cuando se integró, cuando me enteré de que fue él a quien me tiré en el cuarto oscuro y cuando me lo hizo de aquella manera tan necesitada en mitad de un prado verde. No me gustaba engañarme a mí misma, y la mejor manera de gestionar los sentimientos era aceptándolos para poder analizarlos. ¿El problema? Que tal y como habíamos acordado, era indiferente para él. No existía, y eso él lo llevaba al pie de la letra.

—¡Pelea como Dios manda! —le voceó mi amiga.

—Eres una vacilona de mierda —le respondió él, con una sonrisa en los labios.

Y qué sonrisa más bonita y deslumbrante tenía. ¿Cómo era posible que aquellos dientes tan perfectos y alineados causaran tanto en mí?

Unos dedos chasqueándose delante de mi cara me sacaron de mis pensamientos.

—¡Eh, tú! ¡Nena! ¡Eh, eh!

Aparté la mano de Ma con un suave manotazo y fruncí el ceño, mirándola.

—Que ya te he visto. Y, no, no estoy ligando con tu marido, Ma. No seas pesada.

—Entonces, ¿qué coño hacéis?

—¿Hablando? —le contestó Kenrick, poniendo los ojos en el cielo y soltando un soplido.

Ma, al ver la cara de su marido, asintió y levantó las manos en son de paz.

—De verdad, necesito que se me vayan ya estos cambios de humor. Es cierto que estoy insoportable. —Se sentó en medio de los dos, por si acaso, y se llevó las manos al rostro. De fondo, los gruñidos de Angelines y Alejandro me despistaban. Traté de ponerme a corregir de nuevo, pero Ma me interrumpió con dramatismo—: Aaay, Anaelia, ¡qué cansada estoy! Tengo que soltar esta panza y…

Y dejé de oírla al centrarme en la corrección. Sin embargo, solo me dio tiempo a un párrafo de dos líneas antes de que el torrente de voz de Ma me desviase del trabajo otra vez:

—No estás haciéndome caso. De verdad que no sé para qué hablo contigo.

Solté el lápiz con hastío sobre el bloque de papel y la miré con mala cara. Kenrick sonrió y le dio otro trago a su cerveza. Ma alzó una ceja.

—Necesito trabajar.

—Bueno, pues trabaja más tarde. Ahora tu amiga te necesita más que esos papeles.

—Eso es egoísta. —La observé mal.

—Desde tu punto de vista.

Entrecerré los ojos y escuché un buen resoplido por parte de Angelines, que llegaba hasta nosotros y se sentaba a mi otro lado.

—Estoy hecha polvo —anunció. Se tiró de espaldas y apoyó su antebrazo en el escalón.

—¿A ella sí le haces caso? —Ma arqueó una ceja.

La Apisonadora levantó la cabeza, la contempló y le preguntó:

—¿Y a ti qué coño te pasa?

—Le pasa —Kenrick se puso de pie— que no sabe adónde voy a llevarla de viaje de novios mañana. Peeero ¡aquí tengo la sorpresa! —Con una sonrisa de oreja a oreja, le entregó el sobre, imaginé que con el nombre del famoso destino que no nos había querido decir ni muerto.

De repente y sin esperarlo, un carraspeo se escuchó en la entrada de la casa y todos asomamos la cabeza a la vez en busca del causante de esa voz.

No podía creérmelo.

Angelines dio un paso tan temerario que al hombre le temblaron las gafas de sol.

—¿Qué cojones haces tú aquí? —espetó con muy malas formas.

—Eso, ¿qué coño haces aquí? —La seguí, soltando el taco de folios sobre el césped y tirando el lápiz con furia.

Cuando miré hacia atrás, vi que Kenrick sujetaba a Ma y esta volvía a sentarse en el escalón, haciéndole caso. Pepe Toni, con la cara pálida y tragando visiblemente el nudo que tenía en la garganta, habló casi en un susurro. Y lo hizo tan tan bajo porque la puerta de casa se abrió y tras ella salió un dios rubio con cara de pocos amigos y sin camiseta. Todo había que decirlo.

—Ho… Hola… —tartamudeó—. He venido a entregarte esto del…, del… juzgado. Es sobre…, sobre…

Patrick le arrancó el papel de la mano con un simple manotazo, sin abrir la puerta y sin quitarle los ojos de encima. Pepe Toni temblaba más que una gelatina.

—Es una citación. —Se calló y su cara se transformó—. El hijo de puta os ha denunciado también. —Al ver que ninguna decíamos nada y nuestros rostros mostraban confusión, habló—: Christian os ha denunciado a vosotras por falso testimonio. ¡Esto es increíble!

Sacó su teléfono del bolsillo y marcó un número con rapidez. No tardó ni dos segundos en sacar su vena alemana y habló como si estuviese ladrando. Su abogado era el que estaba llevándonos el tema de la denuncia, e imaginé que su cabreo monumental se debía a que no nos había notificado sobre dicha denuncia.

—Ya puedes largarte, Pepe Toni. Por hoy has hecho suficiente.

El tono de Angelines tampoco era muy conciliador que se dijese, y yo, como siempre me decían mis amigas, era la medapenatodo. Me fijé en sus ojos a través de los cristales claros de sus gafas de sol. Los tenía apagados, miedosos y muy tristes. Sentí una pena infinita. No entendía el motivo de mi personalidad algunas veces. Él había jugado con las tres. Conmigo, joder.

—¡Eh, tú, gilipollas! Antes de irte. —La voz de Ma me sobrepasó en la oreja derecha—. ¿Te has arreglado la paleta? Ya por curiosidad.

Escuché un breve quejido de la garganta de Pepe Toni. Tan breve como desgarrador.

Tampoco entendí el motivo, pero me encontré fuera de mí en un segundo. Supuse que los nervios, el estrés, las correcciones hasta altas horas de la noche, la búsqueda de otro trabajo, los pagos mensuales, la casa de locos que nunca dormía… Me vi en la necesidad de pararme a meditar, descansar la mente y abandonar el cuerpo. Me aparté del grupo y olvidé las miradas y las puntadillas, aunque no pude evitar fijarme en cómo el poli se marchaba sin mirar atrás, con los hombros temblando. ¿Dónde estaba el José Antonio que un día conocimos? El chulo, el arrogante, el duro y sexual José Antonio. Parecía haberse extinguido.

Giré la esquina donde minutos antes me centraba en corregir y, antes de que pudiese encontrar mi sitio de paz, oí un gritó tan alto como revolucionario; más que yo:

—¡¿A Marruecos?! ¿Tú estás tonto o qué? ¡Olvida todas las cosas bonitas que te dije el día de la boda! ¡No pienso ir a Marruecos ni muert…! —La cólera de Ma se desató, seguramente porque habría abierto el sobre.

Mira que le habíamos dicho infinidad de veces a nuestro militar que nos consultara el viaje antes de pagarlo.

—Marisa… —la advirtió su marido con reproche.

Y, como por arte de magia, ella se calmó. Bueno, respiró muy fuerte, cerró los ojos, se tocó la barriga, volvió a abrirlos y los enfocó en su marido. Inspiró, exhaló, inspiró, exhaló, inspiró, exhaló… Miró su panza con cara de «Esto lo hago por ti y por mi matrimonio», y entonces dijo muy bajito, con pausa y serenidad:

—Está bien. Está bien. Nos vamos a Marruecos. Si tú lo quieres así, nos vamos. No pasa nada. Me gusta Marruecos. Marruecos es muy bonito. Claro que sí.

Parecía una puta loca.

—No te lo crees ni tú —se escuchó a Angelines por detrás.

—¡Cállate, coño! Estoy intentando convencerme. ¡No me toques la seta!

Angelines pasó por mi lado, dejándola por imposible, Ma se metió en casa y Kenrick se marchó con Boli y Roberto a tirar la basura. Lo último que atisbé antes de que desapareciese fue una sonrisa en sus labios, sabiéndose ganador el muy rufián. Había puesto los huevos sobre la mesa, o sobre el asiento del avión, y desde entonces a Ma, por muy hormonada que estuviera, se le habían bajado los humos.

Dejé el manuscrito sobre los escalones, me desaté la cuerda del pantalón de deporte y me lo bajé sin miramientos. Patrick descendió las escaleras gruñendo por teléfono, me echó un breve vistazo y se encaminó hacia su novia. Yo, impasible, di unos pasos hasta llegar al borde de la piscina, muy cerca de Alejandro, y me senté mirando el agua.

Extrañado por mi comportamiento, me contempló. Notaba sus ojos clavados en mi espalda. Cerré los míos con fuerza, elevé mis manos un poco y junté mis dedos pulgares con los índices, cada uno en su respectiva mano. Las levanté un poquito, dejándolas suspendidas. Con la flexibilidad que mis padres me habían dado, crucé mis piernas, colocando la derecha sobre la izquierda, y apoyé los codos sobre ellas. Espalda recta, mentón al frente, cuerpo relajado. Lo que venía siendo una postura de meditación total.

—¿Por qué se queda en bragas? —escuché a Alejandro en un susurro mientras daba algún golpe en los guantes de Angelines.

Juraría que sus ojos no dejaban de mirarme, los sentía. Y no hizo falta jurar nada, pues mi amiga me sacó de dudas:

—Alejandro, aquí. Si no giras la cabeza hacia mí, voy a partirte la mandíbula en un segundo, y te darás cuenta cuando entres por la puerta del hospital de Torrecárdenas.

—Estoy atento —gruñó.

—No. Estás más pendiente de las bragas rojas de encaje que lleva tu vieja.

El corazón me latió rapidito al escucharla. ¿Por qué le había dicho eso? ¿Acaso habían hablado de mí? No podía ser que Angelines no me lo hubiese contado. Tenía que preguntarle. Me lo anoté mentalmente y la meditación se fue a la mierda con tal de escuchar lo que decían entre golpe y golpe. Tuve que agudizar el oído para conseguirlo, así que puse todo mi empeño. Mientras tanto, fingía que no apreciaba nada.

—No es mi vieja. ¿A qué viene eso?

—Venga ya, Alejandro. Que se os ve el plumero.

—¿De qué habla esta?

Supuse que Hulk le había preguntado a Patrick, porque él le contestó:

—No lo sé. Tú eres su best friend, brother —le dijo el alemán con tonito de guasa—. Así que tú sabrás qué le has contado o qué no para que eche esa imaginación. Además, te recuerdo que aquí el único asombrado por ver a Anaelia meditar en bragas eres tú. Suele hacerlo a menudo y a todas horas. Bueno, el Pulga también se asombra a veces, cuando la espía desde la ventana de la cocina, pero ya sabemos que su sorpresa tiene otros motivos.

—Sobre todo cuando está agobiada —intervino Angelines, aclarando el tema anterior.

—Cuando las cosas la sobrepasan y no sabe por dónde cogerlas, necesita el contacto con la naturaleza —apostilló el alemán.

—Pero ¿por qué en bragas? —siguió preguntando Alejandro. Para interesarle poco, bien que cotilleaba.

—Pues eso, contacto directo con la naturaleza. Su piel la toca y su cuerpo la siente. No existe nada más, solo el aquí y el ahora. Cuerpo y mente. Fuera problemas, fuera estrés, fuera inquietudes —recitó Patrick con sorna, repitiendo mis explicaciones como si estuviera fumado.

No lo veía, pero aseguraría que Alejandro estaba con una ceja levantada.

—Y cuando tiene a un hombre desnudo de cintura para arriba entrenando en el jardín de su casa… Eso la despista de su trabajo.

Abrí los ojos de sopetón y me levanté para pedirle explicaciones a mi amiga. ¿Cómo había dicho eso? Me los encontré a los tres mirándome. Angelines y Patrick a los ojos; Alejandro, a mis bragas.

Coloqué mis brazos en jarras y esperé a que dijesen algo, pero ninguno se pronunció.

—¿A qué viene eso de que yo me distraigo?

—Eres una cotilla —añadió Angelines con tonito vacilón, y me crispé al darme cuenta de que lo había hecho aposta, sabiendo que estaba como la vieja del visillo.

Fui a contestar, pero la reja de la entrada se abrió y aparecieron el Linterna y el Pulga con unas sonrisas deslumbrantes. Me pareció que estaban buscando a alguien y me di cuenta de a quién. Habían pasado varios días en los que Andy no había cesado en su empeño por recuperar la amistad de Angelines. Se había tomado al pie de la letra la amenaza en el avión, y aunque mi amiga no le había dado más importancia al asunto, parecía que él sí.

Llegó con algo largo, liado como si fuese un salchichón y con un envoltorio horrible. Lo alzó en el aire y rio con fuerza antes de decir:

—¡¡Argelines!!

La aludida se giró, olvidándose de mí. Menos mal.

—Es Angelines, Linterna. Angelines, con ene.

—Yo traer una sopreess para you. Para hacer la pace con you.

Mi amiga se acercó a él, soltó un suspiro de cansancio y cogió su mano con delicadeza, tanta que me asombró en ella.

—Andy, se dice «hacer las paces contigo». Y no, no tengo que perdonarte nada. Mientras tengas tu nabo lejos del mío, nos llevaremos bien. ¿Entiendes?

—Mi banana fuera de amigou alemán. Sí, sí, entender perfect. Pero yo querer un regalo para you.

Angelines sonrió y Patrick resopló. Era todo muy cómico. Y más cómico se volvió.

De repente, mi amiga agarró lo que el Linterna le ofreció y sus brazos cayeron un poco debido al peso. Al abrirlo, una gran barra de chorizo ibérico apareció tras el envoltorio, y me dio un ataque de risa que casi me ahogué. Lo que no entendí fue por qué Angelines no se reía.

¿Por qué no lo hacía? Di un paso, sujetándome la barriga, y llegué a su lado cuando Patrick también lo hacía.

—¿Estás bi…?

Pero al alemán no le dio tiempo a terminar de formular la pregunta, pues a Angelines se le cayó el chorizo al césped y corrió hacia el primer macetero que encontró para vomitar. Cómo se notaba que la casa era suya. Llegamos a estar en otra y el potuco habría caído directo en los pies del novio. Como si estuviera viéndolo.

Corrí en su dirección. Alejandro y Patrick también lo hicieron, y el Pulga y el Linterna se asustaron.

—¿No gustar regalo? —El Linterna cogió el chorizo y se lo llevó a la nariz para olerlo.

Angelines apoyó las manos en el borde del macetero, elevó sus ojos llorosos y me miró con miedo; un miedo que me traspasó y provocó que diese un paso atrás.

—No puede ser… —murmuré.

—¿Estás bien? —le preguntó el alemán—. ¿El qué no puede ser?, ¿qué te ocurre?

Tocó su hombro, pero ella no me quitaba los ojos de encima. Ni yo tampoco a ella. Porque nosotras no necesitábamos palabras para decirnos qué nos pasaba. Algunas veces asustaba la conexión que teníamos. Tal vez era por pasar tanto tiempo juntas, tal vez por lo bien que nos conocíamos, no lo sabía, pero estaba muy claro que sabía lo que pensaba ella y viceversa.

Como si ese hilo del destino tirase de nosotras, la cabeza que faltaba allí asomó su pelo rosa por la esquina y preguntó:

—¿Qué pasa aquí?

Miró a Angelines, después a mí, al macetero y al vómito, a la barra de chorizo, que seguía olisqueando el Linterna como un sabueso, y a los dos hombretones que estaban uno a cada lado de nuestra amiga. No hizo falta nada más que un breve vistazo a la maceta para que Ma sentenciara:

—¡Cariño!, coge las llaves del coche, que vamos a comprar.

—No, no —dijo Angelines con miedo y la voz apagada.

—¿A comprar ahora? ¡Si tenemos de todo! —protestó Kenrick—. ¿Te han dicho que lo de los antojos es mentira? Estás resguardándote en eso para comer lo que te da la gana. Luego no te quejes cuando… —Los ojos fulminantes de la pelirrosa fueron suficientes para que Kenrick volviese la cabeza hacia nosotros, achicara los ojos y cerrara el pico—. ¿Qué te ocurre? —le preguntó nuestro militar escocés, viendo lo inmóvil que se encontraba Angelines.

—Angelines, estás asustándonos a todos —murmuró Alejandro, tocando su brazo con cariño.

Sus ojos se desviaron de mí a su alemán favorito, quien la observaba ceñudo, preocupado y que, sin esperárselo, se encontró cogiendo mucho aire porque supuso que lo que tendría que decirle no era nada que esperara.

—Si es por lo de Christian, no te preocupes. No hace falta que montemos un drama. Yo mismo le partiré las piernas cuando tengáis el juicio —espetó el alemán con mal humor, acercándose más a ella.

—Necesito lavarme los dientes.

Patrick arrugó más el entrecejo y la miró fijamente tras su comentario. Yo seguía notando el estrés en mis venas mientras escuchaba al Linterna de fondo decirle al Pulga que el chorizo estaba en perfecto estado, que se lo había vendido el de la tienda a precio de oro.

—Estás muy pálida. Deberíamos ir al médico. Eso es lo que vamos a hacer.

—No —le contestó ella con firmeza.

—Sí —la encaró Patrick, sentenciando más firme todavía.

Angelines se tragó el nudo que tenía en la garganta, sin quitarle los ojos de encima al rubiales, y el aire se cortó para todos cuando escuchamos a Ma:

—A ver, coño, que no os enteráis de nada. —Hizo una mueca con la que los llamó a todos subnormales sin decirlo—. A Angelines es imposible que le dé asco ni el chorizo ni el salmorejo. Son las dos comidas que más le gustan del mundo mundial. Y si eso le hace echar la pota, amigos, lo que la Apisonadora necesita es una prueba de embarazo.

¿Y había algo que le gustara más a Ma que comprar una prueba de embarazo cuando a alguna se nos retrasaba la regla? Sí, los militares. Pero comprar pruebas de embarazo era su segundo pasatiempo favorito.

La revolución se montó en menos que canta un gallo. Kenrick casi se cayó por las escaleras al dar un paso atrás y tropezarse con Roberto. Alejandro comenzó a palidecer, más que Angelines, y a retroceder hasta que se sentó en una de las tumbonas. Patrick cayó de espaldas apoyado en la pared que tenía muy cerca del macetero vomitado. Ma ya salía por la puerta en busca de una farmacia, sin percatarse de que su marido había sufrido un casi accidente. Angelines seguía en la misma pose, contemplando a su alemán, que no hablaba. Y yo… Yo continuaba en bragas en medio de aquella revolución, mirando a unos y a otros y dando por finalizada mi clase de meditación para desestresarme.

—¿Ha dicho que tener new baby? —preguntó el Pulga. No supe si al aire o a su amigo, que estaba al lado.

—Yo no saber. No entender why caras largas. ¡Argelines! —la llamó, y dio un paso hasta mi amiga, que seguía petrificada—. No preocupar por nuevo baby. Nosotros saber ser canguros de primera, ¿OK?

El pecho de Angelines se hinchó como el de un pavo y asintió sin saber qué contestar.

—¿Y ahora qué vamos a hacer con el campeonato de lucha? —La voz de Alejandro sonó desesperada.

Angelines intervino cuando le vio la cara a Patrick, que se transformaba en algo parecido a la de los Gremlins cuando se volvían malos después de medianoche.

—Estáis sacando conclusiones precipitadas de algo que ni siquiera sabéis. Me encuentro mal y ya está.

Adelantó el paso para desaparecer del jardín, pero Patrick tomó su mano y la detuvo.

—Llevas muchos días mal. Con vómitos y sin ganas de comer. —Ni él mismo pareció creerse lo que estaba diciendo.

Alejandro se llevó las manos a la cabeza y yo decidí terciar antes de que la cosa se liase más:

—Angelines, tú eso de no comer… Como que no, y lo sabes. —Me coloqué a su lado.

—Gracias, Anaelia. —Recalcó mi nombre con desagrado.

Cogí su mano con cautela; mano que no declinó.

—No, no me refería a eso. No he usado las palabras adecuadas. Quiero decir que no te preocupes. Sea lo que sea, ya lo afrontaremos.

—¿Estás diciéndome eso tú, que le tienes un pánico atroz a preñarte?

—¡Hala, preñarse! Qué barbaridad. Como si fuera una burra —comentó Patrick, todavía pálido y sobre la pared. De repente, parecía un poco ido, como si la cosa no fuera con él.

—Pero no a que se preñen otras —respondí, sonriendo para tranquilizarla—. Mira que si te vienen tres… A ver dónde coño me meto yo y cómo me concentro en corregir.

—No tiene gracia —soltó, pero sonrió un poquillo. Algo era algo.

—¿Qué vamos a hacer con el campeonato? —se escuchó preguntar con preocupación a Hulk.

Un resoplido me movió la patilla izquierda y Patrick apareció en mi campo de visión, bufando como un toro. Se había despertado de su letargo causado por el nerviosismo.

—El campeonato puede irse a tomar por culo. Si Angelines está embarazada, olvídate de que entrene ni una sola vez más.

Cómo me gustaba cuando sacaba ese tiburón empresarial que vestía trajes y portaba maletín, dando órdenes a diestro y siniestro. Su voz fue tajante y Angelines lo miró frunciendo el ceño. ¿No iría a poner pegas la loca? Porque si lo hacía, él la estrangularía allí mismo y tendríamos que esconder su cadáver alemanucho en el jardín.

—¡No saquéis conclusiones! No lo sabemos. En realidad, ni siquiera sabemos si existe esa posibilidad.

Una gran exclamación sonó en el aire por parte de todos los que escuchábamos de vez en cuando los arranques de pasión de mi amiga y del alemán en cualquier lugar de la casa, fornicando como conejos. No la culpaba, yo también lo haría. Tú también lo harías.

Sus mejillas se tornaron rojizas y Patrick sonrió un poquito con chulería.

—Del uno al diez, hay un once por ciento de probabilidades de que este semental te preñe, como diría Ma.

—Anaelia, por Dios, que acabas de referirte a mí como si fuese una cabra.

—Disculpe, señor alemán, pero es la realidad.

Retomé el contacto de mis manos con las de mi amiga. La miré justo en el instante en el que la puerta de la calle se abrió, y noté los nervios de Angelines en mis manos cuando Ma llegó voceando que ya tenía la prueba de embarazo, toda contenta e ilusionada, casi dando saltitos. En parte, porque podría ser que en breve consiguiera una amiga gestante con la que compartir dramas de mujeres hormonadas, consejos de posturas para dormir, colores de los muebles del bebé y ropita que comprar. Y, en parte, porque ella era feliz con tener en la mano una prueba a la que mearle encima, sin más.

Y era mentira, porque no traía solo una, sino cuatro.

—¿Por qué tantas? —le preguntó Angelines, entrando al baño.

Tras ella íbamos Ma, yo, Patrick, dándonos empujones, Alejandro, Kenrick, el Pulga, el Linterna y, cerrando la cola, los cabrones: Boli y Roberto. Azucena y Vladimir se cruzaron por mis pies y, al final, llegaron los primeros. Como la vida misma.

—Por si falla uno, tenemos tres más para verificar resultados. Bájate los pantalones, siéntate en el váter y mea. Vamos.

Angelines levantó sus ojos hacia la cola interminable de personas que tenía tras ella y los abrió como platos. Tragó saliva y su dedo voló por encima de la cabeza de Ma, señalándonos a todos.

—¿Podéis dejarme sola?

—¿Sola? —le pregunté.

—¿Sola? —le preguntó Ma.

—Sí, sola. Conmigo. Vamos, todos fuera.

Patrick pasó su enorme cuerpazo por delante de nosotras y se colocó el primero, empujándonos con delicadeza para que abandonáramos el habitáculo. Ma negó con la cabeza y refunfuñó que ella no se iba de allí, y yo me crucé de brazos y anclé mis pies al suelo para que no me moviese.

Angelines se llevó las manos a la cabeza cuando todos empezamos a discutir. Unos porque no veían, otros porque no queríamos irnos, el alemán porque pedía un poco de intimidad para que su novia se hiciese una puta prueba de embarazo. Y yo lo entendí. A él y a ella, quien, con los ojos bañados en lágrimas, indicó que la situación estaba desbordándola.

—Por favor… —musitó Angelines—. Necesito que salgáis todos. Todos.

—No pienso moverme de aquí —le aseguró el alemán.

—Patrick, que salgas del puto baño.

—Angelines, que no salgo del puto baño.

Y se sentó en el taburete que tenía frente al váter. Ma, muy sutilmente, empujó mi cuerpo hacia dentro del espacio reducido, después apartó un poco las manazas de Alejandro de la puerta, lo miró con una sonrisilla en plan «Quítate, o te aplasto los dedos», y cerró.

El alemán no podía creerlo, y sus ojos lo mostraron.

—Venga, ahora que estamos solos, mea —le ordenó Ma.

Y, sin saber por qué, Angelines comenzó a reírse como una cosaca. Tal vez fuese la manera tan peculiar de Ma para salirse con la suya o un conjunto de todo. Miró a Patrick, abrió la caja y quitó el tapón del predictor para colocarlo en su sitio. Cuando terminó, lo soltó con fuerza sobre el lavabo y miró al rubiales, que contempló el cacharro y después a ella.

—No sé cómo ha podido pasar… —murmuró, creí que justificándose.

El alemán le contestó como si nosotras no estuviésemos en aquella conversación:

—Da igual cómo haya pasado, lo…

No le dio tiempo a terminar cuando una pelirrosa interrumpió las miradas cómplices y las palabras bonitas:

—Positivazo. Estás preñá hasta las cejas.

Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea

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